sábado, 23 de octubre de 2010

La vuelta del Martín Fierro, Canto VI

El tiempo sigue en su giro

y nosotros solitarios;

de los indios sanguinarios

no teníamos qué esperar;

el que nos salvó al llegar

era el más hospitalario.

 

Mostró noble corazón,

cristiano anhelaba ser;

la justicia es un deber

y sus méritos no callo;

nos regaló unos caballos

y a veces nos vino a ver.

 

A la voluntá de Dios

ni con la intención resisto,

él nos salvó... pero, ¡ah Cristo!

muchas veces he deseado

no nos hubiera salvado

ni jamás haberlo visto.

 

Quien recibe beneficios

jamás los debe olvidar;

y al que tiene que rodar

en su vida trabajosa

le pasan a veces cosas

que son duras de pelar.

 

Voy dentrando poco a poco

en lo triste del pasaje;

cuando es amargo el brebaje

el corazón no se alegra;

dentró una virgüela negra

que los diezmó a los salvajes.

 

Al sentir tal mortandá

los indios desesperaos

gritaban alborotaos:

"Cristiano echando gualicho"

no quedó en los toldos bicho

que no salió redotao.

 

Sus remedios son secretos;

los tienen las adivinas;

no los conocen las chinas

sino alguna ya muy vieja,

y es la que los aconseja,

con mil embustes, la indina.

 

 

Allí soporta el paciente

las terribles curaciones

pues a golpes y estrujones

son los remedios aquéllos;

lo agarran de los cabellos

y le arrancan los mechones.

 

Les hacen mil herejías

que el presenciarlas da horror;

brama el indio de dolor

por los tormentos que pasa,

y untándoló todo en grasa

lo ponen a hervir al sol.

 

Y puesto allí boca arriba,

al rededor le hacen fuego;

una china viene luego

y al óido le da de gritos;

hay algunos tan malditos

que sanan con este juego.

 

A otros les cuecen la boca

aunque de dolores cruja;

lo agarran y allí lo estrujan,

labios le queman y dientes

con un güevo bien caliente

de alguna gallina bruja.

 

Conoce el indio el peligro

y pierde toda esperanza;

si a escapárseles alcanza

dispara como una liebre;

le da delirios la fiebre

y ya le cain con la lanza.

 

Esas fiebres son terribles,

y aunque de esto no disputo

ni de saber me reputo,

será decíamos nosotros,

de tanta carne de potro

como comen estos brutos.

 

Había un gringuito cautivo

que siempre hablaba del barco

y lo augaron en un charco

por causante de la peste;

tenía los ojos celestes

como potrillito zarco.

 

Que le dieran esa muerte

dispuso una china vieja;

y aunque se aflije y se queja,

es inútil que resista:

ponía el infeliz la vista

como la pone la oveja.

 

 

Nosotros nos alejamos

para no ver tanto estrago;

Cruz sentía los amagos

de la peste que reinaba,

y la idea nos acosaba

de volver a nuestros pagos.

 

Pero contra el plan mejor

el destino se revela:

¡la sangre se me congela!

el que nos había salvado,

cayó también atacado

de la fiebre y la virgüela.

 

No podíamos dudar

al verlo en tal padecer

el fin que había de tener

y Cruz, que era tan humano,

"vamos me dijo, paisano,

"a cumplir con un deber".

 

Fuimos a estar a su lado

para ayudarlo a curar;

lo vinieron a buscar

y hacerle como a los otros;

lo defendimos nosotros,

no lo dejamos lanciar.

 

Iba creciendo la plaga

y la mortandá seguía;

a su lado nos tenía

cuidándoló con pacencia,

pero acabó su esistencia

al fin de unos pocos días.

 

El recuerdo me atormenta,

se renueva mi pesar;

me dan ganas de llorar,

nada a mis penas igualo;

Cruz también cayó muy malo

ya para no levantar.

 

Todos pueden flgurarse

cuánto tuve que sufrir;

yo no hacía sino gemir

y aumentaba mi aflición

no saber una oración

pa ayudarlo a bien morir.

 

Se le pasmó la virgüela

y el pobre estaba en un grito;

me recomendó un hijito

que en su pago había dejado.

"Ha quedado abandonado,

"me dijo, aquel pobrecito.

 

 

"Si vuelve, búsquemeló,

"me repetía a media voz,

"en el mundo éramos dos,

"pues él ya no tiene madre:

"que sepa el fin de su padre

"y encomiende mi alma a Dios."

 

Lo apretaba contra el pecho

dominao por el dolor,

era su pena mayor

el morir allá entre infieles;

sufriendo dolores crueles

entregó su alma al Criador.

 

De rodillas a su lado

yo lo encomendé a Jesús;

faltó a mis ojos la luz,

tuve un terrible desmayo;

cái como herido del rayo

cuando lo vi muerto a Cruz. 

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