miércoles, 18 de marzo de 2015

Facundo: PARTE SEGUNDA - CAPÍTULO NOVENO

CAPÍTULO IX

BARRANCA-YACO

El fuego que por tanto tiempo abrasó la Albania, se apagó ya. Se ha limpiado toda la sangre roja, y las lágrimas de nuestros hijos han sido enjugadas. Ahora nos atamos con el lazo de la confederación y de la amistad.

COLDEN'S, _History of six nations_.



El vencedor de la Ciudadela ha empujado fuera de los confines de la República a los últimos sostenedores del sistema unitario. Las mechas de los cañones están apagadas y las pisadas de los caballos han dejado de turbar el silencio de la Pampa. Facundo ha vuelto a San Juan y desbandado su ejército, no sin devolver en efectos de Tucumán las sumas arrancadas por la violencia a los ciudadanos. ¿Qué queda por hacer? La paz es ahora la condición normal de la República, como lo había sido antes un estado perpetuo de oscilación y de guerra.

Las conquistas de Quiroga habían terminado por destruir todo sentimiento de independencia en las provincias, toda regularidad en la administración. El nombre de Facundo llenaba el vacío de las leyes; la libertad y el espíritu de ciudad habían dejado de existir, y los caudillos de provincia reasumidos en uno general para una porción de la República. Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza y San Luis reposaban, más bien que se movían, bajo la influencia de Quiroga. Lo diré todo de una vez: el federalismo había desaparecido con los unitarios, y la fusión unitaria más completa acababa de obrarse en el interior de la República en la persona del vencedor.

Así, pues, la organización unitaria que Rivadavia había querido dar a la República, y que había ocasionado la lucha, venía realizándose desde el interior; a no ser que, para poner en duda este hecho, concibamos que puede existir federación de ciudades que han perdido toda espontaneidad y están a merced de un caudillo. Pero, no obstante la decepción de las palabras usuales, los hechos son tan claros, que ninguna duda dejan. Facundo habla en Tucumán con desprecio de la soñada federación; propone a sus amigos que se fijen para presidente de la República en un provinciano; indica para candidato al doctor don José Santos Ortiz, ex gobernador de San Luis, su amigo y secretario. «No es gaucho bruto como yo; es doctor y hombre de bien--dice--, sobre todo, el hombre que sabe hacer justicia a sus enemigos merece toda confianza.»

Como se ve, en Facundo, después de haber derrotado a los unitarios y dispersado a los doctores, reaparece su primera idea antes de haber entrado en la lucha, su decisión por la presidencia y su convencimiento de la necesidad de poner orden en los negocios de la República. Sin embargo, algunas dudas lo asaltan. «Ahora, general--le dice alguno--, la nación se constituirá bajo el sistema federal; no queda ni la sombra de los unitarios.--¡Hum!,--contesta meneando la cabeza,--todavía hay _trapitos que machucar_[32]. Y con aire significativo añade:--Los amigos de abajo[33] no quieren Constitución.» Estas palabras las vertía ya desde Tucumán. Cuando le llegaron comunicaciones de Buenos Aires y gacetas en que se registraban los ascensos concedidos a los oficiales generales que habían hecho la estéril campaña de Córdoba, Quiroga decía al general Huidobro: «Vea usted si han sido para mandarme dos títulos en blanco para premiar a mis oficiales, después que nosotros lo hemos hecho todo. ¡Porteños habían de ser!» Sabe que López tiene en su poder su caballo moro sin mandárselo, y Quiroga se enfurece con la noticia. «¡Gaucho, ladrón de vacas!--exclama--, ¡caro te va a costar el placer de montar en bueno!» Y como las amenazas y los denuestos continuasen, Huidobro y otros jefes se alarman de la indiscreción con que se vierte de una manera tan pública.

¿Cuál es el pensamiento secreto de Quiroga? ¿Qué ideas lo preocupan desde entonces? El no es gobernador de ninguna provincia, no conserva ejército sobre las armas; tan sólo le quedaba un nombre reconocido y temido en ocho provincias y aun armamento. A su paso por La Rioja ha dejado escondidos en los bosques todos los fusiles, sables, lanzas y tercerolas que ha recolectado en los ocho pueblos que ha recorrido; pasan de 12.000 armas. Un parque de 26 piezas de artillería queda en la ciudad, con depósitos abundantes de municiones y fornituras; 16.000 caballos escogidos van a pacer en la quebrada de Huaco: que es un inmenso valle cerrado por una estrecha garganta.

La Rioja es, además de la cuna de su poder, el punto central de las provincias que están bajo su influencia. A la menor señal, el arsenal aquel proveerá de elementos de guerra a 12.000 hombres. Y no se crea que lo de esconder los fusiles en los bosques es una ficción poética. Hasta el año 1841 se han estado desenterrando depósitos de fusiles, y créese todavía, aunque sin fundamento, que no se han exhumado todas las armas escondidas bajo de tierra entonces. El año 1830 el general La Madrid se apoderó de un tesoro de 30.000 pesos pertenecientes a Quiroga, y muy luego fué denunciado otro de 15.000.

Quiroga le escribía después haciéndole cargo de 59.000 pesos, que, según su dicho, contenían aquellos dos entierros, que sin duda entre otros había dejado en la Rioja desde antes de la batalla de Oncativo, al mismo tiempo que daba la muerte y tormento a tantos ciudadanos a fin de arrancarles dinero para la guerra. En cuanto a las verdaderas cantidades escondidas, el general La Madrid ha sospechado después que la aserción de Quiroga fuese exacta, por cuanto habiendo caído prisionero el descubridor, ofreció 10.000 pesos por su libertad, y no habiéndola obtenido, se quitó la vida degollándose. Estos acontecimientos son demasiado ilustrativos para que me excuse de referirlos.

El interior tenía, pues, un jefe; y el derrotado de Oncativo, a quien no se habían confiado otras tropas en Buenos Aires que unos centenares de presidiarios, podía ahora mirarse como el segundo, si no el primero, en poder. Para hacer más sensible la escisión de la República en dos fracciones, las provincias litorales del Plata habían celebrado un convenio o federación, por la cual se garantían mutuamente su independencia y libertad; verdad es que el federalismo feudal existía allí fuertemente constituído en López, Santa Fe, Ferré y Rosas, jefes natos de los pueblos que dominaban; porque Rosas empezaba ya a influir como árbitro en los negocios públicos. Con el vencimiento de Lavalle, había sido llamado al Gobierno de Buenos Aires, desempeñándolo hasta 1832 con la regularidad que podría haberlo hecho otro cualquiera. No debo omitir un hecho, sin embargo, que es un antecedente necesario. Rosas solicitó desde los principios ser investido de _facultades extraordinarias_, y no es posible detallar las resistencias que sus partidarios de la _ciudad_ le oponían.

Obtúvolas, empero, a fuerza de ruegos y de seducciones para mientras tanto durase la guerra de Córdoba; concluída la cual, empezaron de nuevo las exigencias de hacerle desnudarse de aquel poder ilimitado. La ciudad de Buenos Aires no concebía por entonces, cualesquiera que fuesen las ideas de partido que dividiesen a sus políticos, cómo podía existir un Gobierno absoluto. Rosas, empero, resistía blandamente, mañosamente. «No es para hacer uso de ellas--decía--, sino porque, como dice mi secretario García Zúñiga, es preciso, como el maestro de escuela, estar con el _chicote_ en la mano para que respeten la autoridad.» La comparación ésta le había parecido irreprochable y la repetía sin cesar.

Los ciudadanos, niños; el gobernador, el hombre, el maestro. El ex gobernador no descendía, empero, a confundirse con los ciudadanos; la obra de tantos años de paciencia y de acción estaba a punto de terminarse; el período legal en que había ejercido el mando le había enseñado todos los secretos de la Ciudadela; conocía sus avenidas sus puntos mal fortificados, y si salía del Gobierno, era sólo para poder tomarlo desde afuera por asalto, sin restricciones constitucionales, sin trabas ni responsabilidad. Dejaba el bastón, pero se armaba de la espada, para venir con ella más tarde, y dejar uno y otra por el hacha y las varas, antigua insignia de los reyes romanos.

Una poderosa expedición de que él se había nombrado jefe, se había organizado durante el último período de su gobierno, para asegurar y ensanchar los límites de la provincia hacia el Sur, teatro de las frecuentes incursiones de los salvajes. Debía hacerse una batida general bajo un plan grandioso; un ejército compuesto de tres divisiones obraría sobre un frente de cuatrocientas leguas, desde Buenos Aires hasta Mendoza. Quiroga debía mandar las fuerzas del interior, mientras que Rosas seguiría la costa del Atlántico con su división. Lo colosal y lo útil de la empresa ocultaba a los ojos del vulgo el pensamiento puramente político que bajo el velo tan especioso se disimulaba. Efectivamente: ¿qué cosa más bella que asegurar la frontera de la República hacia el Sur, escogiendo un gran río por límite con los indios, y resguardándola con una cadena de fuertes, propósito en manera alguna impracticable, y que en el _Viaje de Cruz desde Concepción a Buenos Aires_ había sido luminosamente desenvuelto? Pero Rosas estaba muy distante de ocuparse de empresas que sólo al bienestar de la República propendiesen. Su ejército hizo un paseo marcial hasta el Río Colorado, marchando con lentitud, y haciendo observaciones sobre el terreno, clima y demás circunstancias del país que recorría.

Algunos toldos de indios fueron desbaratados, alguna chusma hecha prisionera; a esto limitáronse los resultados de aquella pomposa expedición, que dejó la frontera indefensa como antes, y como se conserva hasta el día de hoy. Las divisiones de Mendoza y San Luis tuvieron resultados menos felices aún, y regresaron después de una estéril excursión a los desiertos del Sur. Rosas enarboló entonces por la primera vez su bandera colorada, semejante en todo a la de Argel o a la del Japón, y se hizo dar el título de Héroe del Desierto, que venía en corroboración del que ya había obtenido de Ilustre Restaurador de las Leyes, de esas mismas leyes que se proponía abrogar por su base[34].

Facundo, demasiado penetrante para dejarse alucinar sobre el objeto de la gran expedición, permaneció en San Juan hasta el regreso de las divisiones del interior. La de Huidobro, que había entrado al desierto por frente a San Luis, salió en derechura a Córdoba, y a su aproximación fué sofocada una revolución capitaneada por los Castillos, que tenía por objeto quitar del Gobierno a los Reinafé, que obedecían a la influencia de López. Esta revolución se hacía por los intereses y bajo la inspiración de Facundo; los primeros cabecillas fueron desde San Juan, residencia de Quiroga, y todos sus fautores. Arredondo, Camargo, etc., eran sus decididos partidarios. Los periódicos de la época no dijeron nada, empero, sobre las conexiones de Facundo con aquel movimiento; y cuando Huidobro se retiró a sus acantonamientos, y Arredondo y otros caudillos fueron fusilados, nada quedó por hacerse ni decirse sobre aquellos movimientos; porque la guerra que debían hacerse entre sí las dos fracciones de la República, los dos caudillos que se disputaban sordamente el mando, debía serlo sólo de emboscadas, de lazos y de traiciones. Es un combate mudo, en que no se miden fuerzas, sino audacias de parte del uno, y astucia y amaño por parte del otro. Esta lucha entre Quiroga y Rosas es poco conocida, no obstante que abraza un período de cinco años. Ambos se detestan, se desprecian, no se pierden de vista un momento, porque cada uno de ellos siente que su vida y su porvenir dependen del resultado de este juego terrible.

Creo oportuno hacer sensible por un cuadro la geografía política de la República desde 1822 adelante, para que el lector comprenda mejor los movimientos que empiezan a operarse.

REPÚBLICA ARGENTINA

REGIÓN DE LOS ANDES

_Unidad bajo la influencia de Quiroga._

Jujuy. Salta. Tucumán. Catamarca. La Rioja. San Juan. Mendoza. San Luis.

LITORAL DEL PLATA

_Federación bajo el pacto de la Liga Litoral._

Corrientes--Ferré.

Entre Ríos. } Santa Fe. } López. Córdoba. }

Buenos Aires.--Rosas.

_Federación Feudal._

Santiago del Estero bajo la dominación de Ibarra.

López de Santa Fe extendía su influencia sobre Entre Ríos por medio de Echagüe, santafecino y criatura suya, y sobre Córdoba por los Reinafé. Ferré, hombre de espíritu independiente, provincialista, mantuvo a Corrientes fuera de la lucha hasta 1839; bajo el gobierno de Berón de Astrada volvió las armas de aquella provincia contra Rosas, que con su acrecentamiento de poder había hecho ilusorio el pacto de la Liga. Ese mismo Ferré, por ese espíritu de provincialismo estrecho, declaró desertor en 1840 a Lavalle, por haber pasado el Paraná con el ejército correntino; y después de la batalla de Caaguazú quitó al general Paz el ejército victorioso, haciendo así malograr las ventajas decisivas que pudo producir aquel triunfo.

Ferré en estos procedimientos, como en la Liga Litoral que en años atrás había promovido, estaba inspirado por el espíritu provincial de independencia y aislamiento, que había despertado en todos los ánimos la revolución de la independencia. Así, pues, el mismo sentimiento que había echado a Corrientes en la oposición a la Constitución unitaria de 1826, le hacía desde 1838 echarse en la oposición a Rosas que centralizaba el poder. De aquí nacen los desaciertos de aquel caudillo y los desastres que se siguieron a la batalla de Caaguazú, estéril no sólo para la República en general, sino para la provincia misma de Corrientes; pues centralizado el resto de la nación por Rosas, mal podría ella conservar su independencia feudal y federal.

Terminada la expedición al Sur, o, por mejor decir, desbaratada porque no tenía verdadero plan ni fin real, Facundo se marchó a Buenos Aires acompañado de su escolta y de Barcala, y entra en la ciudad sin haberse tomado la molestia de anunciar a nadie su llegada. Estos procedimientos subversivos de toda forma recibida, podrían dar lugar a muy largos comentarios, si no fueran sistemáticos y característicos. ¿Qué objeto llevaba a Quiroga esta vez a Buenos Aires? ¿Es otra invasión que, como la de Mendoza, hace sobre el centro del poder de su rival? El espectáculo de la civilización, ¿ha dominado al fin su rudeza selvática, y quiere vivir en el seno del lujo y de las comodidades? Yo creo que todas estas causas reunidas aconsejaron a Facundo su mal aconsejado viaje a Buenos Aires. El poder educa, y Quiroga tenía todas las altas dotes de espíritu que permiten a un hombre corresponder siempre a su nueva posición, por encumbrada que sea. Facundo se establece en Buenos Aires, y bien pronto se ve rodeado de los hombres más notables; compra seiscientos mil pesos de fondos públicos; juega a la alta y baja; habla con desprecio de Rosas; declárase unitario entre los unitarios, y la palabra constitución no abandona sus labios. Su vida pasada, sus actos de barbarie, poco conocidos en Buenos Aires, son explicados entonces y justificados por la necesidad de vencer, por la de su propia conservación. Su conducta es mesurada, su aire noble e imponente, no obstante que lleva _chaqueta_, el poncho terciado, y la barba y el pelo enormemente abultados.

Quiroga, durante su residencia en Buenos Aires, hace algunos ensayos de su poder personal. Un hombre con cuchillo en mano no quería entregarse a un sereno. Acierta a pasar Quiroga por el lugar de la escena, embozado en su poncho como siempre; párase a ver, y súbitamente arroja el poncho, lo abraza e inmoviliza. Después de desarmarlo, él mismo lo conduce a la Policía, sin haber querido dar a su nombre al sereno, como tampoco lo dió en la Policía, donde fué, sin embargo, reconocido por un oficial; los diarios publicaron al día siguiente aquel acto de arrojo. Sabe una vez que cierto boticario ha hablado con desprecio de sus actos de barbarie en el interior. Facundo se dirije a su botica y lo interroga. El boticario se le impone y le dice que allí no está en las provincias para atropellar a nadie impunemente.

Este suceso llena de placer a toda la ciudad de Buenos Aires. ¡Pobre Buenos Aires, tan candorosa, tan engreída con sus instituciones! ¡Un año más y seréis tratada con más brutalidad que fué tratado el interior por Quiroga! La Policía hace entrar sus satélites a la habitación misma de Quiroga en persecución del huésped de la casa, y Facundo, que se ve tratado tan sin miramiento, extiende el brazo, coge el puñal, se endereza en la cama donde está recostado, y en seguida vuelve a reclinarse y abandona lentamente el arma homicida. Siente que hay allí otro poder que el suyo, y que pueden meterlo en la cárcel si se hace justicia a sí mismo.

Sus hijos están en los mejores colegios; jamás les permite vestir sino frac o levita, y a uno de ellos que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta que se arrepienta de su locura. Cuando algún coronel le habla de enrolar en su cuerpo en clase de oficial a alguno de sus hijos: «si fuera en un regimiento mandado por Lavalle--contesta burlándose--, ya; ¡pero en estos cuerpos!...» Si se habla de escritores, ninguno hay que, en su concepto, pueda rivalizar con los Varela, que tanto mal han dicho de él. Los únicos hombres honrados que tiene la República son Rivadavia y Paz: «ambos tenían las más sanas intenciones». A los unitarios sólo exige un secretario como el doctor Ocampo, un político que redacte una Constitución, y con una imprenta se marchará a San Luis, y desde allí la enseñará a toda la República en la punta de una lanza.

Quiroga, pues, se presenta como el centro de una nueva tentativa de reorganizar la República; y pudiera decirse que conspira abiertamente, si todos estos propósitos, todas aquellas bravatas no careciesen de hechos que viniesen a darles cuerpo. La falta de hábitos de trabajo, la pereza de pastor, la costumbre de esperarlo todo del terror, acaso la novedad del teatro de acción, paralizan su pensamiento, lo mantienen en una expectativa funesta que lo compromete últimamente y lo entrega maniatado a su astuto rival. No han quedado hechos ningunos que acrediten que Quiroga se proponía obrar inmediatamente, si no son sus inteligencias con los gobernadores del interior, y sus indiscretas palabras repetidas por unitarios y federales, sin que los primeros se resuelvan a fiar su suerte en manos como las suyas, ni los federales lo rechacen como desertor de sus filas.

Y mientras tanto que se abandona así a una peligrosa indolencia, ve cada día acercarse la boa que ha de sofocarlo en sus redobladas lazadas. El año 1833, Rosas se hallaba ocupado en su fantástica expedición, y tenía su ejército obrando al sur de Buenos Aires, desde donde observaba al gobierno de Balcarce. La provincia de Buenos Aires presentó poco después uno de los espectáculos más singulares. Me imagino lo que sucedería en la tierra si un poderoso cometa se acercase a ella: al principio, el malestar general; después, rumores sordos, vagos; en seguida, las oscilaciones del globo atraído fuera de su órbita; hasta que al fin los sacudimientos convulsivos, el desplome de las montañas, el cataclismo, traerían el caos que precede a cada una de las creaciones sucesivas de que nuestro globo ha sido teatro.

Tal era la influencia que Rosas ejercía en 1834. El Gobierno de Buenos Aires se sentía cada vez más circunscrito en su acción, más embarazado en su marcha, más dependiente del Héroe del Desierto. Cada comunicación de éste era un reproche dirigido a su Gobierno, una cantidad exorbitante exigida para el ejército, alguna demanda inusitada; luego la campaña no obedecía a la ciudad, y era preciso poner a Rosas la queja de este desacato de sus edictos. Más tarde, la desobediencia entraba en la ciudad misma; últimamente, hombres armados recorrían las calles a caballo disparando tiros, que daban muerte a algunos transeúntes. Esta desorganización de la sociedad iba de día en día aumentándose como un cáncer y avanzando hasta el corazón, si bien podía discernirse el camino que traía desde la tienda de Rosas a la campaña, de la campaña a un barrio de la ciudad, de allí a cierta clase de hombres, los carniceros, que eran los principales instigadores.

El gobierno de Balcarce había sucumbido en 1833, al empuje de este desbordamiento de la campaña sobre la ciudad. El partido de Rosas trabajaba con ardor para abrir un largo y despejado camino al Héroe del Desierto, que se aproximaba a recibir la ovación merecida: el Gobierno; pero el partido federal de la _ciudad_ burla todavía sus esfuerzos si quiere hacer frente. La Junta de Representantes se reúne en medio del conflicto que trae la acefalia del Gobierno, y el general Viamont, a su llamado, se presenta con la prisa en traje de casa y se atreve aún a hacerse cargo del Gobierno. Por un momento parece que el orden se restablece y la pobre ciudad respira; pero luego principia la misma agitación, los mismos manejos, los grupos de hombres que recorren las calles, que distribuyen latigazos a los pasantes.

Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante dos años, con este extraño y sistemático desquiciamiento. De repente se veían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertas que se cerraban iba repitiéndose de manzana en manzana, de calle en calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién sabe! Alguno había dicho que venían..., que se divisaba un grupo..., que se había oído el tropel lejano de caballos.

Una de estas veces marchaba Facundo Quiroga por una calle seguido de un ayudante, y al ver a estos hombres con frac que corren por las veredas, a las señoras que huyen sin saber de qué, Quiroga se detiene, pasea una mirada de desdén sobre aquellos grupos, y dice a su edecán: «Este pueblo se ha enloquecido.» Facundo había llegado a Buenos Aires poco después de la caída de Balcarce. «Otra cosa hubiera sucedido--decía--si yo hubiese estado aquí.--¿Y qué habría hecho, general?--le replicaba uno de los que escuchándole había; S. E. no tiene influencia sobre esta plebe de Buenos Aires.» Entonces Quiroga, levantando la cabeza, sacudiendo su negra melena, y despidiendo rayos de sus ojos, le dice con voz breve y seca: «¡Mire usted!, habría salido a la calle, y al primer hombre que hubiera encontrado, le habría dicho: ¡sígame!; ¡y ese hombre me habría seguido!» Tal era la avasalladora energía de las palabras de Quiroga, tan imponente su fisonomía, que el incrédulo bajó la vista aterrado, y por largo tiempo nadie se atrevió a desplegar los labios.

El general Viamont renuncia al fin, porque ve que no se puede gobernar, que hay una mano poderosa que detiene las ruedas de la administración. Búscase alguien que quiera reemplazarlo; se pide por favor a los más animosos que se hagan cargo del bastón, y nadie quiere; todos se encogen de hombros y ganan sus casas amedrentados. Al fin se coloca a la cabeza del Gobierno al doctor Maza, el maestro, el mentor y amigo de Rosas, y creen haber puesto remedio al mal que los aqueja. ¡Vana esperanza! El malestar crece, lejos de disminuir.

Anchorena se presenta al Gobierno pidiendo que reprima los desórdenes, y sabe que no hay medio alguno a su alcance; que la fuerza de la Policía no obedece; que hay órdenes de afuera. El general Guido, el doctor Alcorta, dejan oír todavía en la Junta de Representantes algunas protestas enérgicas contra aquella agitación convulsiva en que se tiene a la ciudad; pero el mal sigue, y para agravarlo, Rosas reprocha al Gobierno, desde su campamento, los desórdenes que él mismo fomenta. ¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Gobernar? Una comisión de la Sala va a ofrecerle el Gobierno; le dice que sólo él puede poner término a aquella angustia, a aquella agonía de dos años. Pero Rosas no quiere gobernar, y nuevas comisiones, nuevos ruegos. Al fin halla medio de conciliarlo todo. Les hará el favor de gobernar, si los tres años que abraza el período legal se prolongan a cinco, y se le entrega la _suma_ del Poder público, palabra nueva cuyo alcance sólo él comprende.

En estas transacciones se hallaba la ciudad de Buenos Aires y Rosas, cuando llega la noticia de un desavenimiento entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que podía hacer estallar la guerra. Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecido de la escena política, y dos desde que los federales de la ciudad, los _lomos negros_, han perdido toda influencia en el Gobierno, cuando más tiene valor para exigir algunas condiciones que hagan tolerable la capitulación. Rosas, entretanto que la _ciudad_ se rinde a discreción, con sus constituciones, sus garantías individuales, con sus responsabilidades impuestas al Gobierno, agita fuera de Buenos Aires otra máquina no menos complicada.

Sus relaciones con López de Santa Fe son activas, y tiene además una entrevista en que conferencian ambos caudillos; el Gobierno de Córdoba está bajo la influencia de López, que ha puesto a su cabeza a los Reinafé. Invítase a Facundo a ir a interponer su influencia para apagar las chispas que se han levantado en el Norte de la República; nadie sino él está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste, vacila; pero se decide al fin. El 18 de diciembre de 1835 sale de Buenos Aires, y al subir a la galera, dirige en presencia de varios amigos sus adioses a la ciudad. «Si salgo bien--dice, agitando la mano--, te volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!» ¿Qué siniestros presentimientos vienen a asomar en aquel momento su faz lívida, en el ánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector que algo parecido manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que debía terminar en Waterlóo?

Apenas ha andado media jornada, encuentra un arroyo fangoso que detiene la galera. El vecino maestro de posta acude solícito a pasarla; se ponen nuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos, y la galera no avanza. Quiroga se enfurece, y hace uncir a las varas al mismo maestro de posta. La brutalidad y el terror vuelven a aparecer desde que se halla en el campo, en medio de aquella naturaleza y de aquella sociedad semibárbara.

Vencido aquel primer obstáculo, la galera sigue cruzando la Pampa como una exhalación; camina todos los días hasta las dos de la mañana, y se pone en marcha de nuevo a las cuatro. Acompáñale el doctor Ortiz, su secretario, y un joven conocido, a quien a su salida encontró inhabilitado de ir adelante por la fractura de las ruedas de su vehículo. En cada posta a que llega hace preguntar inmediatamente: «¿A qué hora ha pasado un chasque de Buenos Aires?--Hace una hora--¡Caballos sin pérdida de momento!»--grita Quiroga. Y la marcha continúa. Para hacer más penosa la situación, parecía que las cataratas del cielo se habían abierto; durante tres días la lluvia no cesa un momento, y el camino se ha convertido en un torrente.

Al entrar en la jurisdicción de Santa Fe la inquietud de Quiroga se aumenta, y se torna en visible angustia cuando en la posta de Pavón sabe que no hay caballos y que el maestro de posta está ausente. El tiempo que pasa antes de procurarse nuevos tiros es una agonía mortal para Facundo, que grita a cada momento: «¡Caballos! ¡Caballos!» Sus compañeros de viaje nada comprenden de este extraño sobresalto, asombrados de ver a este hombre, el terror de los pueblos, asustadizo ahora y lleno de temores, al parecer quiméricos. Cuando la galera logra ponerse en marcha, murmura en voz baja, como si hablara consigo mismo: «Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás.» En el paso del Río Tercero acuden los gauchos de la vecindad a ver al famoso Quiroga, y pasan la galera punto menos que a hombros.

Ultimamente llega a la ciudad de Córdoba a las nueve y media de la noche, y una hora después del arribo del chasque de Buenos Aires, a quien ha venido pisando desde su salida. Uno de los Reinafé acude a la posta, donde Facundo está aún en la galera pidiendo caballos, que no hay en aquel momento. Salúdalo con respeto y efusión; suplícale que pase la noche en la ciudad, donde el Gobierno se prepara a hospedarlo dignamente. «¡Caballos necesito!», es la breve respuesta que da Quiroga. «¡Caballos!», replica a cada nueva manifestación de interés o solicitud de parte de Reinafé, que se retira al fin humillado, y Facundo parte para su destino a las doce de la noche.

La ciudad de Córdoba, entretanto, estaba agitada por los más extraños rumores; los amigos del joven que ha venido por casualidad en compañía de Quiroga, y que se queda en Córdoba, su patria, van en tropel a visitarlo. Se admiran de verlo vivo y le hablan del peligro inminente de que se ha salvado. Quiroga debía ser asesinado en tal punto; los asesinos son N. y N.; las pistolas han sido compradas en tal almacén; han sido vistos N. y N. para encargarse de la ejecución, y se han negado. Quiroga los ha sorprendido con la asombrosa rapidez de su marcha, pues no bien llega el chasque que anuncia su próximo arribo, cuando se presenta él mismo y hace abortar todos los preparativos. Jamás se ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba está instruída de los más mínimos detalles del crimen que el Gobierno intenta, y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las conversaciones.

Quiroga, en tanto, llega a su destino, arregla las diferencias entre los gobernantes hostiles y regresa por Córdoba, a despecho de las reiteradas instancias de los gobernadores de Santiago y Tucumán, que le ofrecen una gruesa escolta para su custodia, aconsejándole tomar el camino de Cuyo para regresar. ¿Qué genio vengativo cierra su corazón y sus oídos y le hace obstinarse en volver a desafiar a sus enemigos, sin escolta, sin medios adecuados de defensa? ¿Por qué no toma el camino de Cuyo, desentierra sus inmensos depósitos de armas a su paso por La Rioja y arma las ocho provincias que están bajo su influencia? Quiroga lo sabe todo; aviso tras de aviso ha recibido en Santiago del Estero; sabe el peligro de que su diligencia lo ha salvado; sabe el nuevo y más inminente que le aguarda, porque no han desistido sus enemigos del concebido designio. «¡A Córdoba!», grita a los postillones al ponerse en marcha, como si Córdoba fuese el término de su viaje[35].

Antes de llegar a la posta del Ojo de Agua, un joven sale del bosque y se dirige hacia la galera, requiriendo al postillón que se detenga. Quiroga asoma la cabeza por la portezuela y le pregunta lo que se le ofrece. «Quiero hablar al doctor Ortiz.» Desciende éste y sabe lo siguiente: «En las inmediaciones del lugar llamado Barranca-Yaco está apostado Santos Pérez con una partida; al arribo de la galera deben hacerle fuego de ambos lados y matar en seguida de postillón arriba; nadie debe escapar; ésta es la orden.» El joven, que ha sido en otro tiempo favorecido por el doctor Ortiz, ha venido a salvarlo; tiénele caballo allí mismo para que monte y se escape con él; su hacienda está inmediata. El secretario, asustado, pone en conocimiento de Facundo lo que acaba de saber y le insta para que se ponga en seguridad. Facundo interroga de nuevo al joven Sandivaras, le da las gracias por su buena acción, pero lo tranquiliza sobre los temores que abriga. «No ha nacido todavía--le dice con voz enérgica--el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga. A un grito mío esa partida mañana se pondrá a mis órdenes y me servirá de escolta hasta Córdoba. Vaya usted, amigo, sin cuidado.»

Estas palabras de Quiroga, de que yo no he tenido noticia hasta este momento, explican la causa de su extraña obstinación en ir a desafiar la muerte. El orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de su elevación, lo llevan maniatado a la sangrienta catástrofe que debe terminar su vida. Tiene a menos evitar el peligro y cuenta con el terror de su nombre para hacer caer las cuchillas levantadas sobre su cabeza. Esta explicación me la daba a mí mismo antes de saber que sus propias palabras la habían hecho inútil.

La noche que pasaron los viajeros de la posta del Ojo de Agua es de tal manera angustiosa para el infeliz secretario, que va a una muerte cierta e inevitable, y que carece del valor y de la temeridad que anima a Quiroga, que creo no deber omitir ninguno de sus detalles, tanto más cuanto que, siendo, por fortuna, sus pormenores tan auténticos, sería criminal descuido no conservarlos, porque si alguna vez un hombre ha apurado todas las heces de la agonía; si alguna vez la muerte ha debido parecer horrible, es aquélla en que un triste deber, el de acompañar a un amigo temerario, nos la impone, cuando no hay infamia ni deshonor en evitarla[36].

El doctor Ortiz llama aparte al maestro de posta y le interroga encarecidamente sobre lo que sabe acerca de los extraños avisos que han recibido, asegurándole no abusar de su confianza. ¡Qué pormenores va a oír! Santos Pérez ha estado allí, con una partida de treinta hombres, una hora antes de su arribo; van todos armados de tercerola y sable; están ya apostados en el lugar designado; deben morir todos los que acompañan a Quiroga; así lo ha dicho Santos Pérez al mismo maestro de posta. Esta confirmación de la noticia recibida de antemano no altera en nada la determinación de Quiroga, que después de tomar una taza de chocolate, según su costumbre, se duerme profundamente.

El doctor Ortiz gana también la cama, no para dormir, sino para acordarse de su esposa, de sus hijos, a quienes no volverá a ver más. Y todo, ¿por qué? Por no arrostrar el enojo de un temible amigo; por no incurrir en la tacha de desleal. A media noche la inquietud de la agonía le hace insoportable la cama; levántase y va a buscar a su confidente: «¿Duermes, amigo?--le pregunta en voz baja.--¡Quién ha de dormir, señor, con esta cosa tan horrible!--¿Con que no hay duda? ¡Qué suplicio el mío!--Imagínese, señor, cómo estaré yo, que tengo que mandar dos postillones, que deben ser muertos también. Esto me mata. Aquí hay un niño que es sobrino del sargento de la partida, y pienso mandarlo; pero el otro... ¿a quién mandaré? ¡A hacerlo morir inocentemente!»

El doctor Ortiz hace un último esfuerzo para salvar su vida y la del compañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detalles que acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña si se obstina en hacerse matar inútilmente. Facundo, con gesto airado y palabras groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligro en contrariarlo allí que el que le aguarda en Barranca-Yaco, y fuerza es someterse sin más réplica. Quiroga manda a su asistente, que es un valiente negro, a que limpie algunas armas de fuego que vienen en la galera y las cargue; a esto se reducen todas sus precauciones.

Llega el día, por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale, a más del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han reunido por casualidad y el negro que va a caballo. Llega al punto fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos, y en un momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace por un momento vacilar a aquella turba. Pregunta por el comandante de la partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga «¿qué significa esto?», recibe por toda contestación un balazo en un ojo, que le deja muerto.

Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al malaventurado secretario, y manda, concluída la ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos y el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo. «¿Qué muchacho es éste?--pregunta viendo al niño de la posta, único que queda vivo.--Este es un sobrino mío--contesta el sargento de la partida--; yo respondo de él con mi vida.» Santos Pérez se acerca al sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida, desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo degüella, a pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de un peligro.

Este último gemido del niño es, sin embargo, el único suplicio que martiriza a Santos Pérez. Después, huyendo de las partidas que lo persiguen, oculto entre las breñas de las rocas o en los bosques enmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Si a la vacilante claridad de las estrellas se aventura a salir de su guarida sus miradas inquietas se hunden en la obscuridad de los árboles sombríos para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte el bultito blanquecino del niño, y cuando llega al lugar donde hacen encrucijada dos caminos, le arredra ver venir por el que él deja al niño animando su caballo. Facundo decía también que un solo remordimiento la aquejaba: ¡la muerte de los 26 oficiales fusilados en Mendoza!

¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el gaucho malo de la campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras inauditas. Mientras permaneció el general Paz en Córdoba, acaudilló las montoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempo el pago de Santa Catalina fué una republiqueta adonde los veteranos del ejército no pudieron penetrar. Con miras más elevadas habría sido el digno rival de Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino. Era alto de talle, hermoso de cara, de color pálido y barba negra y rizada. Largo tiempo fué después perseguido por la justicia, y nada menos que 400 hombres andaban en su busca. Al principio los Reinafé lo llamaron, y en la casa del Gobierno fué recibido amigablemente. Al salir de la entrevista empezó a sentir una extraña descompostura de estómago, que le sugirió la idea de consultar a un médico amigo suyo, quien, informado por él de haber tomado una copa de licor que se le brindó, le dió un elixir que le hizo arrojar oportunamente el arsénico que el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución, el comandante Casanovas, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía algo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que el escuadrón de que el comandante Casanovas era jefe hacía el ejercicio al frente de su casa, Santos Pérez se desmonta y le dice: «Aquí estoy; ¿qué quería decirme?--¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá; siéntese.--¡No! ¿Para qué me ha hecho llamar?» El comandante, sorprendido así, vacila y no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo comprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda, le dice: «¡Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venido para convencerme no más.» Cuando se dió orden al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogieron dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil.

Había dado de golpes a la querida con quien dormía; ésta, sintiéndolo profundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla. Cuando despierta, rodeado de fusiles apuntados a su pecho, echa mano a las pistolas, y no encontrándolas: «Estoy rendido--dice con serenidad.--¡Me han quitado las pistolas!» El día que lo entraron en Buenos Aires, una muchedumbre inmensa se había reunido en la puerta de la casa del Gobierno.

A su vista gritaba el populacho: _¡Muera Santos Pérez!_, y él, meneando desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella multitud, murmuraba tan sólo estas palabras: «¡Tuviera aquí mi cuchillo!» Al bajar del carro que lo conducía a la cárcel, gritó repetidas veces: «¡Muera el tirano!»; y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca, como la de Danton, dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban de vez en cuando en el cadalso como en un andamio de arquitectos.

El Gobierno de Buenos Aires dió un aparato solemne a la ejecución de los asesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada y acribillada de balazos estuvo largo tiempo expuesta a examen del pueblo, y el retrato de Quiroga, como la vista del patíbulo y de los ajusticiados, fueron litografiados y distribuídos por millares, como también extractos del proceso, que se dió a luz en un volumen en folio. La Historia imparcial espera todavía datos y revelaciones para señalar con su dedo al instigador de los asesinos.

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