viernes, 29 de enero de 2016

La soberbia del valor

Moreira regresó a Navarro y empezó a recorrer todos los partidos vecinos: Cañuelas, Saladillo, Lobos, Salto y Las Heras, siendo el terror de sus habitantes y de las partidas de plaza.
Dormía de día en medio del campo, fiado en la vigilancia de su perro, y se acercaba de noche a las poblaciones a buscar sus víveres y sus vicios.
Peleaba con los gauchos que tenían hechos y reputación, contentándose con vencerlos y no matándolos sino en el caso que esto fuera muy necesario a su defensa.
Las partidas de plaza estaban completamente dominadas, y si acaso le presentaban combate era para huir inmediatamente que el gaucho las acometía.
Solía venir al partido de Lobos, donde se alojaba en una casa llamada "La Estrella" y allí pasaba dos o tres días entregado al juego, al beberaje y a las mujeres.
Mientras Moreira estaba allí, no sucedía ningún escándalo, porque él no lo permitía; ¿y quién contrarrestaba aquella voluntad de acero?
Moreira salía al campo y detenía las galeras que venían a Lobos de los partidos vecinos a tomar el tren, pues sospechaba que en alguna de ellas podría ir su odiado compadre, a quien había jurado matar, y hacía un general registro entre los pasajeros, a quienes obligaba a descender para revisar el interior del vehículo.
En las diligencias venían generalmente pasajeros armados hasta los dientes, con la decisión de matar a Moreira si les salía al camino, pero al encontrarse con el gaucho olvidaban por completo su propósito y las armas permanecían inofensivas en sus manos heladas por el espanto.
Moreira hacía un prolijo registro, y convencido de que no iba allí su compadre, los dejaba seguir su viaje sin hacer a los pasajeros el menor daño.
Un día tuvo noticia de que en una galera que debía pasar por el Durazno, para tomar el tren de Lobos, venían su mujer y su compadre, que se dirigían a Buenos Aires.
Moreira se fue al Durazno y se emboscó en la pulpería por donde tenía que pasar la galera, decidido a degollar irremediablemente a aquel hombre que tanto odiaba.
Una partida de plaza, fuerte y bien preparada, recorría también los campos ese mismo día en demanda del terrible gaucho, no ya para prenderlo sino para matarlo.
Moreira sabía que lo buscaban, pero ni siquiera había pensado en ocultarse y sacar el cuerpo a aquella partida, pues tenía por todas ellas el mayor desprecio.
El gaucho se había emboscado, ocultando también su caballo, para que la gente de la galera no tuviese desconfianza alguna, y esperaba con la paciencia del zorro.
Serían como las doce del día cuando en las revueltas del camino apareció la galera, arrancando a Moreira un grito de júbilo.
Tanto el pulpero como algunos paisanos que estaban allí refrescando, temblaban de espanto al pensar lo que iba a suceder, no atreviéndose ninguno de ellos a disuadirlo.
En la galera venían el mayoral y seis peones, trayendo ocho pasajeros, perfectamente armados, entre los que se contaba el referido compadre, que traía un "rémington".
Cuando la galera iba a pasar por la pulpería, sin detenerse, temiendo que a ella pudiera llegar Moreira, éste saltó al camino y dio la voz de alto y a tierra.
-Pero, amigo Moreira -dijo el mayoral endulzando la voz todo lo que le fue posible-, déjenos seguir viaje, que llevamos el tiempo contado para alcanzar el tren.
-Alto, he dicho -replicó el soberbio gaucho, cruzándose de brazos delante de la galera-; yo tengo que revisar ese coche antes que siga viaje.
-Esto es de vicio, amigo -añadió humildemente el mayoral-; adentro no viene ningún enemigo suyo y usted nos va hacer perder el tren, que no sabe dar espera.
Moreira no contestó una sola palabra, pero sacó de su cintura uno de sus enormes trabucos y apuntó al mayoral: la galera se detuvo como por un resorte.
Los pasajeros, armados como estaban, podían haberse defendido por las ventanillas, tal vez matando al paisano, pero la proximidad de Moreira los había aterrorizado, desarrollándose en el interior de aquel vehículo una escena conmovedora.
La voz de Moreira había sido reconocida por tres de los pasajeros, produciendo en cada uno de ellos una impresión diversa pero igualmente profunda.
El compadre abandonó su "rémington" y se echó de barriga en el fondo de la galera, diciendo a los compañeros de viaje:
-Por Dios, amigos, ese hombre me busca y si me ve me va a degollar, échenme encima los ponchos y tengan piedad de mí. ¡Traten de que ese hombre no me vea, porque a la fija me mata!
Vicenta reconoció también la voz del gaucho y se echó a llorar desesperadamente. No temía al paisano; sabía que éste no la había de matar, puesto que no la mató la noche aquella que apareció en su rancho; pero al timbre de aquella voz se había agolpado a su espíritu todo el inmenso amor que le inspiraba su marido, y el recuerdo de todo su pasado acudía a su memoria, haciéndola caer en aquella amargura y honda desesperación.
Y lloraba desconsoladamente, ocultando el semblante como para huir de la mirada de Moreira, que sentía gravitar sobre su corazón, cuyos movimientos rápidos y agitados se advertían sobre la ropa.
La tercera persona que había reconocido aquella voz enérgica, era Juancito, el pequeño Juancito, que iba en brazos de la desventurada Vicenta.
Juancito gritaba alegremente y extendía sus bracitos hacia las ventanillas de la galera, llamando a su tata y prodigándole mil cariños en su encantadora media lengua.
Cuando Moreira asomó la cabeza al interior de la galera, se estremeció poderosamente y quedó inmóvil, fijando en su hijo su mirada entornada por una impresión íntima.
Olvidó por completo el propósito que allí lo llevaba; olvidó a su compadre, pegado al fondo de la galera, y no tuvo ojos más que para mirar a Juancito.
Sin retirar el trabuco que brillaba en su diestra, metió las manos por la ventanilla de la galera y empezó a acariciar a su hijito de todos modos.
Al espanto, entre los pasajeros, había sucedido un asombro mezclado a una especie de respeto engendrado por la actitud de profundo cariño asumida por el gaucho, cariño que asomaba dulcísimo a su pupila, dando a aquella fisonomía varonil y hermosa una expresión de dulzura arrobadora.
Era aquél un cuadro magnífico, de aquellos que no se pueden trasladar al lienzo, porque no está al alcance del hombre el poder imitar aquella chispa divina que asoma a la mirada en ciertas situaciones del espíritu, chispa inimitable que se puede llamar belleza de la expresión.
Y allí estaba Moreira absorto en la contemplación de su hijo, que devolvía una a una sus caricias, rogándole lo llevara consigo en ancas de su caballo.
De pronto soltó a su hijo al lado de Vicenta, buscó en su cintura el otro trabuco y se volvió amenazador hacia el camino.
De sus ojos había desaparecido aquella tierna expresión de cariño, apareciendo en ellos aquel fulgor siniestro que los dominaba en lo más recio del combate, cuando éste era duro y apurado.
¿Quién había sacado a Moreira de su éxtasis paternal, haciéndole volverse amenazador hacia el camino y sacando un trabuco que amartilló rápidamente?
Eran los ladridos desesperados que lanzaba el Cacique, previniendo un nuevo peligro, y que se sentían allí donde el gaucho dejara emboscado su caballo.
Moreira llegó en dos saltos a donde estaba su caballo y vio a dos cuadras de distancia una partida de plaza que venía al gran galope, sin duda para apresar al overo bayo, lo que importaba cortar al paisano la retirada y quitarle aquel poderoso elemento que lo hacía tan temible.
Sin duda el Cacique había dado mucho antes la voz de alarma, que no había sentido Moreira, extasiado en la contemplación de su hijito.
Al ver aparecer al gaucho en aquella actitud amenazadora, la partida se contuvo y avanzó al tranco tomando mil precauciones, pues entonces ya no se trataba de prender a Moreira, sino de matarlo de la mejor manera que se pudiera.
El mayoral de la galera aprovechó entonces aquella protección inesperada, y se alejó de allí con toda la velocidad que le permitían sus flaquísimos mancarrones.
Moreira quedó completamente desesperado. Quería seguir la galera, donde indudablemente se salvaba el objeto de su venganza, pero tenía también que atender a la partida, que se le venía encima preparando las carabinas de fulminante con que se la había armado.
El paisano renunció con una maldición a la persecución de la galera y atendió a su defensa, echando rápidamente la rienda al cuello del overo.
En ese momento los soldados hicieron tres o cuatro disparos de carabina, pero tan inseguros que el mejor tiro pasó a diez varas de distancia.
Ya hemos hecho presente que nuestra caballería de guardia nacional no sabe tirar, hasta el punto de disparar las carabinas al acaso, apoyándolas en las paletas del caballo.
Moreira extendió los brazos y el doble disparo de sus trabucos sonó poderoso, llevando el espanto y la muerte a las filas de sus adversarios.
Los caballos se asustaron y corrieron en varias direcciones, teniendo los soldados que hacer serios esfuerzos para contenerlos y volver al ataque.
Entretanto, con la rapidez que le era característica, Moreira había vuelto a cargar los trabucos y esperaba tranquilo y sonriente la nueva acometida.
Los soldados, rehechos, volvieron al ataque y dispararon de nuevo al acaso sus carabinas, sin otro resultado que provocar la risa del gaucho, que ni siquiera se cubría tras el corral donde estaba atado el caballo, pues la práctica le había enseñado que las carabinas en manos de aquella gente eran armas inútiles.
Dejó, pues, que se aproximaran todo lo posible, y cuando los tuvo a tiro seguro, tendió de nuevo los brazos y el trueno de sus trabucos volvió a sonar poderoso, yendo a morir, repetido por el eco, allá en el último monte y saltó sobre el caballo.
El espanto se apoderó por completo de aquellos soltados, que echaron a disparar completamente desmoralizados, dejando en el campo tres muertos.
Moreira cerró las espuelas sobre los flancos del overo y se lanzó ávido en persecución de los que habían turbado su venganza, haciéndole escapar su presa.
Era la primera vez que después de vencer a una partida, perseguía sus restos, enconado y deseoso de destruirla soldado por soldado.
Es que el gaucho estaba furioso; la aparición de aquella partida, cuando menos la esperaba, lo había encolerizado y quería desahogar sus iras matando, exterminando todo aquello que se le pusiera por delante y tuviese olor a justicia de paz o partida de plaza, que eran sus enemigos a muerte.
Moreira había guardado sus trabucos y sacado una de las pistolas que le regalara su compadre Giménez, y la llevaba en la diestra.
Y así disparaba con la vertiginosa rapidez de su overo bayo, no sabiendo a cuál de sus enemigos elegir, pues todos huían en completo desparramo.
Por fin el gaucho se fijó en uno de los jinetes que más apuraba la marcha para salvar el bulto, cerró las espuelas al overo y partió en su dirección.
Tres o cuatro minutos después el paisano estaba sólo a dos cuerpos del caballo del soldado, que volvió la cara e hizo fuego con la carabina.
El tiro no dio en el blanco, y en aquel movimiento el soldado perdió la mitad de la distancia que ya no debía volver a recobrar.
Sacó el sable con ademán desesperado y se dispuso a vender cara la vida, pero tarde, ¡demasiado tarde!
Moreira se le había puesto a la par por el lado de montar, echando sobre el pobre mancarrón patrio todo el peso irresistible del overo, que lo cubrió de espuma.
El soldado dio vuelta y miró a Moreira, lívido por el terror, pues adivinaba la intención de aquel hombre; enarboló el sable y amagó un hachazo que el gaucho esquivó echando el cuerpo hacia las ancas del overo, y fue aquél el primero y último hachazo que tiró ese infeliz que tuvo la desgracia de ser alcanzado.
Moreira se enderezó de nuevo, buscó con su pistola la sien izquierda del jinete adversario, y el tiro salió, destrozándole completamente la cabeza.
Era el cuarto cadáver de la acción.
El soldado cayó del caballo como una maza.
Había muerto instantáneamente.
Moreira miró el camino por donde se veían como puntos negros los soldados que huían.
Blandió su arma amenazante en esa dirección y volvió riendas a la pulpería, diciendo:
-¡Ya nos volveremos a ver los bigotes, pedazos de maula!
Moreira corría con el vértigo de la carrera, el overo saltaba los pozos del camino, salvando los escollos, y, semejante al jinete, el Cacique iba como adherido a las ancas.
Así pasó como una tempestad por delante de la pulpería y siguió su desesperada carrera por espacio de dos leguas, interrogando el horizonte con inteligente mirada.
¿Qué buscaba Moreira en el espacio, que así hundía en él su mirada?
¿Cuál era el fin de aquella carrera que iba postrando las fuerzas del overo?
El paisano buscaba un punto que le revelase la posibilidad de alcanzar la galera, pero la lucha había sido larga y aquélla había tenido tiempo de hacer una larga marcha.
Convencido ya de que toda persecución sería inútil, Moreira detuvo su caballo y volvió riendas hacia la pulpería del Durazno, al trotecito del fatigado overo.
Moreira llegó a la pulpería, desensilló su caballo y le echó sobre el lomo un balde de agua fresca; en seguida compró una buena brazada de pasto y le dio de comer.
Concluida esta operación, entró a la pulpería sombrío y amenazador, pidiendo una sangría que se puso a beber con una ansiedad verdadera.
La fatiga de la lucha y el ardor de la carrera habían secado por completo su boca, que daba paso a la respiración poderosa, pero jadeante y entrecortada.
Cuando terminó la sangría, Moreira salió afuera, ensilló su caballo sin apretarle la cincha, y tendió a su lado la manta de vicuña, donde se echó a reposar.
El gaucho pensaba que tendría que renunciar a su venganza, pues aquella gente no volvería más por aquellos mundos mientras él estuviera vivo y pudiese aún manejar su terrible daga que tantas vidas había postrado a sus pies, en lucha leal siempre.
Ya no vería más a su hijito, cuya suerte lo aterraba. Y al pensar de esa manera, Moreira tomaba su cabeza con ambas manos y enredaba sus dedos nerviosos en los sedosos cabellos que mecía sin piedad.
-¡Ya no lo veré más! -decía llorando amargamente-; ¡ya no lo veré más, pero he de vengarme a lo indio, sin perdonar a uno solo de los que me han hecho mal!
Así llorando unas veces, maldiciendo otras, dormitando a intervalos y prevenido siempre a cualquier evento, estuvo echado en la manta hasta la caída de la tarde.
A aquella hora llegó a la pulpería otra galera, que iba de paso para Lobos a tomar el tren del día siguiente.
En esa galera venían también varios pasajeros armados hasta los dientes, en previsión de que Moreira les fuese a salir al camino, pues ya se decía con esa exageración de los pequeños pueblos, que el paisano detenía las galeras y saqueaba a los pasajeros, pudiéndose contar por feliz el que escapaba con vida.
Cuando Moreira divisó la diligencia, cinchó tranquilamente su caballo y revisó las armas, preparándose por completo a hacer frente a toda situación.
En esta actitud poco tranquilizadora esperó que se acercara la galera, y cuando ésta estuvo a pocas varas, se puso en medio del camino diciéndole al mayoral:
-Amigo, media vuelta y vuélvase, porque hoy no pasa nadie para Lobos; ya han pasado por desgracia más de los que debían, y por hoy se acabó.
-Pero, amigo Moreira -repuso el mayoral-, aquí va gente buena que quiere tomar el tren de mañana, porque tiene que hacer en Buenos Aires.
-¡Alto y vuélvase, amigo mayoral! -insistió Moreira-. Ya le he dicho una vez que por aquí no se pasa hoy, porque así me ha dado la gana este día. ¡Pronto y con buen modo!
Uno de los pasajeros, que conocía al gaucho y sabía que era accesible a la palabra bondadosa, asomó la cabeza por una de las ventanillas de la galera y le dijo:
-Deje pasar, amigo Moreira; tenemos mucho que hacer en el pueblo y la demora de este viaje podría traernos serios perjuicios en nuestros negocios.
Moreira endulzó su ademán al oír aquella palabra suave, se hizo a un lado del camino y sin quitar la vista de aquel hombre, dijo:
-Está bien, patrón, yo no soy justicia para tener palabra de rey, y aunque había jurado que no pasaría nadie, fue porque no conté que hay palabras que llegan al corazón.
Y la galera siguió viaje y el paisano quedó allí cruzado de brazos hasta que el vehículo se perdió por completo.
Dos pasajeros habían visto los tres cadáveres sobre el camino y, al percibir a Moreira y oír su palabra altanera, se habían creído muertos; de modo que cuando estuvieron a cierta distancia, recién respiraron con entera libertad, apreciando aquella aventura como la salvación de un peligro de muerte inevitable, gracias a aquel joven pasajero que conocía a Moreira.
-Si este hombre hubiese sido tratado con bondad siempre -dijo éste a los otros pasajeros-, habría sido tan dócil como un niño. Pero lo han perseguido a muerte, y ese espíritu naturalmente bondadoso, herido y humillado de todos modos, se ha lanzado al camino de guerra abierta con la justicia.
Y aquella era una verdad inconmovible, pues solamente nuestra justicia de paz, mala y entregada a manos ignorantes, es capaz de convertir a un hombre bueno en un bandido, pues si Moreira no hubiera tenido el freno de los instintos nobles y bondadosos, habría sido un asesino feroz que hubiese asolado toda la campaña con sus crímenes.
Moreira permaneció mudo y de brazos cruzados hasta que el ruido de la galera no fue perceptible al oído.
Entonces entró a la pulpería, donde comió una caja de sardinas y bebió un trago de vino; montó en seguida a caballo, después de haber pagado el gasto, y se alejó al paso de su overo, que a las diez o doce varas dio un bufido asustado y saltó hacia un lado con tal ímpetu que, a ser el jinete otro que Moreira, habría salido limpio del recado.
No fue tan feliz el Cacique, que resbaló por el anca y cayó al suelo, previniendo a Moreira con sus ladridos, que necesitaba ayuda para volver a subir.
El paisano se agachó, levantó de nuevo al Cacique e indagó a la media luz de la noche, que ya se venía encima, la causa del susto del overo.
Eran dos de los cadáveres de los soldados que habían sido muertos en la lucha, que permanecían tirados al lado del camino, pues la partida no se había atrevido aún a venir a recogerlos.
-Queden con Dios -les dijo Moreira con un sarcasmo infinito-, yo les he de mandar tantos compañeros, que se han de estorbar para jugar al truco o la taba.
Y su gallarda silueta se confundió con la oscuridad de la noche.
El paisano se dirigía a Navarro que, no sabemos por qué, era su pueblo predilecto.
Era entonces Juez de Paz de Navarro el mismo señor Marañón a quien Moreira salvó anteriormente la vida, según lo hemos narrado.
El paisano marchaba a jornadas muy cortas para reponer a su caballo de la última fatiga sufrida, que había sido muy recia y había postrado algo sus fuerzas; se detenía en las pulperías del tránsito el tiempo necesario para dar de comer a su gente, según llamaba a su caballo y su perro, y comer algo él mismo.
Dormía poco y a la siesta en el medio del campo, según su vieja costumbre, pues la noche la dedicaba para marchar "con la fresca" libre de toda sorpresa.
Moreira llegó a Navarro completamente descansado y listo para entrar en combate, si acaso la partida de plaza salía a hacerle una tanteada.
Eran las dos de la tarde cuando entró al pueblo de Navarro, con terror de sus pacíficos habitantes, que lo vieron pasar por la calle aterrados.
En vez de dirigirse a casa de algún amigo para ocultarse o a alguna pulpería de los arrabales para no hacerse tan notable, Moreira se fue directamente a la pulpería de Olazo, donde peleó con Leguizamón, muy concurrida a esa hora, y tomó allí la copa, invitando a algunos amigos que estaban refrescando.
Allí permaneció más de dos horas en alegre conversación, relatando alguna de sus aventuras en los toldos y el lance con el sargento Navarro, que fue muy aplaudido.
Después de recibir algunas felicitaciones de los amigos, pagó el gasto hecho y salió de lo de Olazo, tomando la dirección de la plaza, como quien va al juzgado.
Los paisanos quedaron asombrados de aquel rasgo de audacia, incomprensible en un hombre contra quien las partidas tenían una orden de muerte.
Moreira llegó a la puerta del Juzgado de Paz, donde detuvo su caballo.
Eran más de las cuatro y el señor Marañón no estaba allí a aquella hora.
Todos los paisanos que había en lo de Olazo vinieron a la plaza a ser testigos de la hombrada que, fuera de duda, iba a hacer allí Moreira.
Este se detuvo a la puerta y, encarándose con el soldado que estaba de guardia, sacó sus trabucos y con toda calma y prolijidad se puso a examinar los muelles.
-¿No está la partida en el juzgado? -le preguntó volviendo los trabucos a la cintura-. Llamá al sargento y decile que aquí está Juan Moreira, que viene a pelear.
El soldado, temblando de miedo, se metió adentro y, sin darse cuenta de lo que hacía, fue a avisar al sargento lo que sucedía, que quedó helado de espanto.
Viendo Moreira que el sargento tardaba en venir, se bajó del caballo y golpeó la puerta del Juzgado con el cabo del rebenque, gritando desesperadamente:
-¿Qué hacen que no vienen esos maulas que dicen que me andan buscando ganosos, por todas partes, sin querer dar conmigo? He venido a ahorrarles el viaje.
El sargento, al oír las voces, acudió como un autómata a la puerta y dijo a Moreira:
-Váyase, don Juan, que nosotros no lo perseguimos. Váyase que me compromete, por Dios, que va a venir el juez, que es el señor Marañón, y nos va a echar a todos a la calle, después de una cepiada.
Cuando Moreira supo que el juez era Marañón, montó rápidamente a caballo y se alejó presuroso diciendo:
-Pues me voy, porque no quiero que ese hombre tenga ningún disgusto por causa mía, y me voy del partido, a donde no he de volver mientras él sea justicia. ¡Es el único hombre que quiero en esta vida!
Y se alejó al galope largo, yéndose a hacer noche en casa de unos amigos, en las orillas del pueblo.
Serían las ocho de la noche cuando apareció en el rancho donde se albergaba Moreira, previo aviso del Cacique, el mismo sargento de la partida con quien habló en el juzgado.
El sargento era portador de un recado del Juez de Paz Marañón, que mandaba decir que fuese a verlo inmediatamente a su casa.
No sabemos hasta qué punto tendremos derecho a hacer uso de estos datos, y si hay en ellos alguna indiscreción, pedimos humildemente disculpas a aquel digno caballero, en vista del móvil que nos guía.
Los hechos pasados y su acción noble lo enaltecen, lejos de deprimirlo.
Moreira llegó a la casa del señor Marañón y éste empezó a hacerle todo género de reflexiones para que aceptara su primer oferta de irse a las provincias del interior.
-No puedo, mi patrón -dijo Moreira-. Ya la vida me pesa y el día que me maten será el único día alegre que habré tenido. Si peleo no es ya para defender el cuero, como en tiempos en que podía vengarme. Ahora peleo sólo porque no digan que me han matado como un carnero, tengo que morir según mi crédito y ésta es la razón por que no me he dejado matar con las últimas partidas que me han venido a prender.
Marañón tenía contraída con Moreira una de aquellas deudas que nunca se pagan: la vida; y trataba de detener a aquel gaucho desventurado en la pendiente de muerte a que rodaba con una conformidad tan imponente.
-Es preciso que te vayas de aquí -dijo Marañón-, porque yo no puedo tolerar tu presencia, como Juez de Paz en este partido. O te vas o renunciaré.
-Me voy, señor, me voy -dijo Moreira-, y ha de ser esta noche misma. Usted es el único hombre que hay sobre la tierra contra quien yo jamás haré uso de mis armas. Permítame que lo quiera, patrón, y si algún día quiere quedar bien prendiéndome, mándeme avisar, que yo mismo me presentaré en su casa sin armas y yo mismo me ataré para que me lleven.
-¡No seas loco! -le dijo Marañón-. Salí del partido, y que Dios te ayude.
Y al estrechar la mano que el gaucho recibió entre las dos suyas, quiso inducirlo de nuevo a que se fuera al interior, prometiendo buscar su hijo y mandárselo.
Pero Moreira desechó la propuesta con la misma decisión que las otras veces.
Estrechó la mano de aquel único ser en quien había encontrado un amparo.
Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y salió de la casa de Marañón sin decir una palabra.
Montó a caballo, gritó un triste "adiós, patrón querido" y largó su caballo a gran galope, hasta llegar al rancho donde paraba, y donde se detuvo a levantar la manta y otras prendas que había dejado en casa del amigo que le había ofrecido albergue.
Media hora después salía del pueblo al tranquito, tomando la dirección del partido del Salto.

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