miércoles, 20 de enero de 2016

Un encuentro fatal

Moreira se acercó a su fiel amigo, lo bajó del caballo y lo acarició amorosamente sobre sus brazos; le dio en seguida un beso en el hocico y lo puso en el suelo al lado del caballo, donde le cortó el churrasco en pequeños bocados.
En seguida se aseguró con inteligente mirada de si los animales quedaban cómodos, y regresó a la pulpería.
Estaba en la reunión un paisano que permaneció sombrío en un rincón de la pulpería, sin tomar parte en el alborozo que causara la llegada de Moreira.
Este no había visto el descontento del paisano, o había aparentado no verlo; los demás paisanos habían procedido como si aquél no existiera, o fuera simplemente un forastero.
El paisano estaba sentado sobre una pipa con los brazos cruzados y como absorbido completamente por un pensamiento fijo y profundo.
Era un tal Juan Córdoba, gaucho de algunas mentas, muy buscador de camorras y que esa mañana, hablando de Moreira, decía que si éste hacía todos aquellos hechos y tenía asustadas a las partidas, era porque todavía no se había estrellado con un hombre de coraje, y que el día que esto sucediera, sería el último de la vida de aquel hombre.
-Es que no hay quien tenga más coraje y más vista que Moreira -habían replicado a Córdoba los otros paisanos-. Con ese hombre pelea el diablo y no hay qué hacerle, amigo.
-Es que sobre el mismo diablo estoy yo -había respondido el gaucho, celoso por la reputación que, superior a la suya, acompañaba a Moreira-; y el día que se cruce en mi camino, no ha de valer la ayuda del diablo y lo he de poner panza arriba. Ustedes hablan porque tienen lengua y miedo, y ahí está todo.
Sea que los paisanos no tuviesen deseos de pelear, sea que Córdoba fuese bueno realmente, su baladronada pasó, y siguieron los juegos con la mayor tranquilidad y armonía.
Por eso, cuando entró Moreira, Córdoba había quedado retobao y al parecer con el ánimo dispuesto a pelear al recién venido, lo que ya era una prueba de valor.
Moreira entró a la pulpería, como hemos dicho, sin notar, o haciéndose el que no veía el continente del paisano, que parecía un Baco, sentado sobre la pipa de vino.
Tomó una de las copas que le ofrecían y la apuró de un trago, respondiendo como podía al mundo de preguntas con que era agobiado.
-Me parece -dijo un paisano al oído de otro- que si Córdoba se mete a guapo, se va a sacar la grande, porque a este hombre no hay quien le gane a pelear.
-¿Quién lo mete a vivo? -contestó el otro-. El hombre no se mete con nadie, ¿y para qué buscarle la boca? Si algo le sucede, él lo habrá querido, porque con callarse está del otro lado.
Córdoba tenía la pretensión de ser el mejor cuchillo del pago y la creciente reputación de Moreira y sus últimas luchas mortificaban hondamente su vanidad, haciéndole nacer el deseo de vengarse de aquel hombre, que no le hacía más mal que ser el dueño de un corazón de bronce y poseer un valor inagotable.
Y ésta es una clase de celos que no tolera un paisano, porque cree que la reputación ajena viene a menguar la propia, quebrándola como una tabla.
El bullicio interrumpido con la salida de Moreira volvió a renacer más sonoro, las copas se vaciaron y se volvieron a llenar a pedido del recién venido.
-¿Y usted no bebe, paisano? -preguntó Moreira a Córdoba, señalando una copa sin dueño que estaba sobre el mostrador a medio vaciar.
-Yo no bebo sino lo que yo me pago -replicó sombríamente Córdoba-; y gracias a Dios aún tengo con qué pagarme la mía y el gasto que se haga.
-Está de Dios o del diablo -dijo Moreira, frunciendo el entrecejo- que la maldición me ha de seguir a todas partes-. Y levantó al techo sus magníficos ojos, desesperadamente.
Córdoba no se movió de la pipa, esperando que fuese recogida su provocación, pero Moreira prescindió de ella y se puso a responder a las preguntas que le dirigían los paisanos.
La algazara, ligeramente interrumpida por aquel cambio de palabras, volvió a reanudarse, y el sonido de la guitarra hizo olvidar por completo aquel incidente desagradable.
Moreira se había sentado en un banquito y escuchaba atentamente la relación que le hacían de los caballos que habían corrido en ese día y que habían ganado.
Las copas se repetían, y la alegría había llegado al último grado.
Sólo Córdoba no tomaba parte en ella, permaneciendo taciturno sobre la pipa.
Uno de los paisanos tomó la guitarra, adornada por una gran cantidad de cintas de diversos colores, y la brindó a Moreira, pidiéndole cantara unas décimas.
-No canto, amigos -respondió Moreira-, para cantar es preciso estar libre de desgracias y no tener cosas tristes en que pensar; yo no canto, porque mi destino es llorar.
-No se amilane, amigo -respondió uno de los paisanos-, es bueno que de cuando en cuando el hombre deseche penas y no se deje ganar por el dolor.
Y tanto le rogaron al gaucho, y tanto lo instaron, que Moreira tomó la guitarra, haciendo oír un preludio donde rebosaba toda la melancolía de su espíritu.
Un gran aplauso saludó la decisión de Moreira, y los paisanos se prepararon a escuchar con un recogimiento profundo, haciendo llenar de nuevo las copas.
Moreira estuvo por espacio de diez minutos recorriendo el diapasón de la guitarra en vagos preludios y acordes inconscientes.
Por fin aquellos preludios se fueron fundiendo, aquellos acordes se fueron armonizando, y la guitarra rompió en uno de esos estilos tristes y profundamente melancólicos que el gaucho toca con una extrema ternura.
Moreira tocaba el estilo conmovido; había agobiado la cabeza a impulsos de la pena que le roía el alma, y meditaba profundamente.
Por fin levantó la cabeza soberbia, mostrando el rostro magnífico al que salían todas sus penas, entornó los ojos como reconcentrándolos en un punto de su pensamiento, y lanzó al aire su voz potente y melodiosa, con las siguientes décimas que nos ha recitado un compañero que las aprendió, con quien hablamos en Navarro.
Era una glosa de aquella magnífica cuarteta del Quijote: "Ven, muerte, tan escondida", que el paisano improvisaba o que, habiéndola aprendido en sus buenos tiempos, aplicaba a su situación, dándole relieve artístico con el sentimiento que rebosaba en su voz.
He aquí las décimas en que ese sentimiento se derramó suavemente:
Presa el alma del dolor,
con el corazón marchito,
soy como el árbol maldito
que no da fruta ni flor.
Muerte, ven a mi clamor,
que en ti mi esperanza anida;
ven, acaba con mi vida,
ven en silencio profundo;
como mi dolor al mundo,
ven, muerte, tan escondida.
Esta décima arrancó al auditorio las muestras del más patético entusiasmo. Moreira siguió preludiando el estilo largo tiempo y cantó la segunda décima:
Quizá el mundo en su embriaguez,
sin conocer mi martirio,
tenga mi afán por delirio
hijo de la insensatez.
Y al ver mi ardiente avidez
por acabar de existir,
los que estiman el vivir
como suprema ventura
dirán que es en mí locura.
¿Por qué el placer de morir?
Los paisanos estaban dominados por el canto de Moreira hasta el estremecimiento; algunos de ellos habían vuelto el rostro para secar a escondidas, con el revés de la mano, el llanto que no podían contener, y el mismo Córdoba, arrastrado por un poder extraño, había bajado de la pipa y se había acercado al grupo.
Moreira, completamente ajeno a la impresión que producía su canto, dejó oír esta tercera décima, creciendo su sentimiento:
¡Ah! si vieran la inclemencia
con que en mí el dolor se goza,
que hoja por hoja destroza
las flores de mi existencia,
comprendieran la vehemencia
con que anhelo tu venida.
Ven, muerte, tan escondida,
que no te sienta venir,
y el gusto de verte herir
no me vuelva a dar la vida.
La guitarra calló, dejando oír un quejido lánguido en las cuerdas, que vibraban aún, bajo la presión de la mano artística del paisano, que permaneció agobiado a impulsos de su propio canto.
Todos los paisanos guardaron un profundo silencio, reteniendo en el oído la imagen de aquella triste caricia con que Moreira remató sus décimas.
El mismo Córdoba parecía haber olvidado su encono, y estaba allí, trémulo, como idiotizado, sin atinar siquiera a llevar a los labios la copa de caña que tenía en la mano.
El gaucho que lo invitara a cantar, se acercó entonces a Moreira y ofreciéndole una copa con bebida, le dijo sencillamente:
-Asiente el pesar, paisano.
Moreira levantó entonces la cabeza y pudo verse su negra barba sembrada de lágrimas cristalinas que parecían las gotas de rocío que se ven sobre las matitas de pasto al venir la madrugada, y su frente plegada por ese dolor agudo que, si se apura, se traduce en inevitable y amargo llanto.
Recibió la copa que le alargaba el paisano y la apuró de un solo trago, ahogando con el líquido un sollozo que temblaba en su garganta, y volvió la guitarra a su dueño.
Córdoba vació su copa también y la impresión melancólica que había dejado el cantor fue borrándose nuevamente como esas espesas nubes que nos roban la luz de la luna, en aquellas voluptuosas y tibias noches de verano, y los paisanos empezaron a recobrar su habitual alegría, dando un nuevo giro a la conversación.
Moreira, a instancias de los paisanos, se vio obligado a relatar su duelo con Leguizamón, con todas las peripecias que lo precedieron, lo que hizo con la mayor sencillez y humildad.
-Dios sabe -concluyó Moreira- que nunca he peleado, sino cuando a ello me han forzado sin dejarme salida, y aseguro que aquella muerte me pesa, porque dicen que el finado era una persona de prendas y con familia, y que si peleó conmigo fue porque lo mandaron y no porque conmigo hubiese tenido jamás ningún resentimiento, puesto que no me conocía.
-Así es el mundo -retrucó Córdoba desde la pipa adonde había vuelto a sentarse-; el hombre es como la mariposa que da vueltas alrededor del candil, tanto hace y tanto porfía que al fin viene a caer entre el sebo y queda frita. Y así sucede que un hombre que se tenga por más guapo, viene a veces a morir a manos de un mulita.
Moreira comprendió que aquel hombre volvía a provocarlo, pero se hizo el desentendido y siguió con los paisanos de esta manera:
-Si yo no me he quitado la vida muchas veces no ha sido de asco a la muerte, sino porque me necesitan mi mujer y mi hijo, que no sé la suerte que han corrido y lo que les espera.
-Dejemos los casos tristes para mañana -gritó uno de los paisanos, cuyos ojos empezaban a entornarse por la gran cantidad de licor que se había echado al coleto-. Ahora vamos a cepillar un malambo que va a rasquear el maestro y mañana hablaremos de dijuntos. ¡Otra vuelta, pulpero! -gritó dirigiéndose a éste y sacando del tirador un rollo de dinero-. ¡Otra vuelta, compadre, que yo pago y que ha de ser de caña con limonada, para beberla a la salud de este mozo, que es más criollo que el mismo diablo!
El pulpero obedeció la orden y llenó todas las copas del brebaje pedido, incluyendo la de Córdoba, que estaba vacía sobre el mostrador.
Cuando Córdoba vio que llenaban su copa, descendió de su pipa y, acercándose al mostrador, dijo enfurecido al que había pedido la vuelta:
-¡Ya he dicho que no bebo sino lo que pago, canejo! Y en cuanto a beber a la salud de nadie, no hay que ocultarlo, porque sólo bebo a la salud de quien se me antoja.
Moreira miró severamente a aquel hombre que estaba empeñado en buscarle camorra, pero no dijo una sola palabra.
Se había propuesto no hacerle el gusto a la suerte, como él decía, y salir de aquella casa sin haber desnudado su facón y sin haber hecho caso a las groseras insolencias de Córdoba, que parecía querer pelear a todo trance.
Tomó la copa, que bebió tranquilamente, y sacando su rebenque del cabo de la daga, donde lo había enganchado, dijo que ya se retiraba, porque quería amanecer en Cañuelas.
-El miedo es prudente -murmuró Córdoba, guiñando el ojo al pulpero-; por eso es que los malos suelen a veces parecer mansos como corderos.
Moreira palideció intensamente y se volvió a la pulpería que ya abandonaba, midió a Córdoba con su mirada intensa y le dijo con ademán reconcentrado:
-Si me he propuesto salir de aquí sin derramar sangre, no he jurado dejarme hacer banco por ningún roñoso. No hay, pues, por qué tantear a la suerte.
Córdoba sonrió socarronamente, y levantando del mostrador la copa, que llevó a la altura de los labios con ademán despreciativo, replicó acentuando las palabras que pronunciaba:
-Yo no soy Leguizamón, compadre, ni hombre a quien han de correr con la vaina o asustar con la parada, y ya sabe quién es Juan Córdoba.
-Vaya a la maula, so zonzo de porra -dijo Moreira, prorrumpiendo en una estruendosa carcajada-, que usted no vale la pena ni de que le dé un talerazo.
Córdoba no se inmutó; o no conocía a Moreira o tenía demasiada fe en su coraje y en su vista, que así provocaba al terrible gaucho.
Al oír sus palabras soberbias, echó atrás el pie derecho, se separó del mostrador, y arrojando el contenido de la copa, que fue a bañar la cara de Moreira, desnudó enseguida su facón.
Al sentir sobre su cara el contenido de la copa, Moreira tembló violentamente, como si lo hubieran puesto al contacto de una pila eléctrica.
De sus ojos brotaron rayos, sus labios se movieron lívidos, y todas aquellas expresiones de la ira más expresiva se tradujeron en un rugido poderoso que se asemejaba a todo sonido, menos al de la voz humana; desnudó su daga, aquella terrible daga, y se precipitó sobre Córdoba, tremendo, con una violencia indescriptible.
Al llegar a su adversario, bajó un poco la cabeza, llevó el antebrazo izquierdo a la altura de la boca, y se tendió en una larga puñalada.
Córdoba acudió a pararla con increíble presteza, pero el brazo de Moreira era tan fuerte, la puñalada llevaba tal violencia, que Córdoba no pudo volcar aquel brazo de acero, y la daga penetró en su vientre, deteniéndose en la columna vertebral, donde se incrustó.
Era tal la violencia de aquel golpe, era tal la fuerza de aquel brazo que lo había dado, que al querer Moreira retirar la daga de la herida, atrajo sobre sí el moribundo cuerpo de Córdoba, teniendo que detenerlo con el brazo izquierdo para que no le cayera encima y dar más facilidad a la salida de la daga.
No se sabía qué era más admirable, si la fuerza muscular de Moreira o el temple de aquella arma soberana.
Tan rápida fue la escena, tan violenta la acometida de Moreira, que cuando los paisanos pudieron darse cuenta de lo que pasaba, el cuerpo de Córdoba había sido rechazado por Moreira al desclavar la daga, yendo a caer contra la pipa donde había estado sentado y desde donde había provocado el lance.
Al caer Córdoba, Moreira se le fue encima con la daga levantada y en actitud de volver a herir, pero al llegar a su adversario caído, sus instintos caballerescos tuvieron más poder que la ira que lo dominaba, pero ya tarde, porque aquel desgraciado había dejado de existir, sin poder pronunciar una sola palabra.
Moreira contempló aquel cadáver, se golpeó la cabeza en ademán desesperado y, blandiendo su daga empapada de sangre, prorrumpió en una terrible maldición.
-¡Maldita sea mi suerte! -continuó, dirigiéndose a la puerta y llevando aún la daga en la mano-, ¡que no puedo pisar un sitio sin tener que matar a un hombre!
-No se aflija, paisano -dijo el que había pagado aquella fatal última vuelta-. Usted ha sido provocado y, si no lo mata, lo mata él. ¿Para qué se metió?
-Yo estoy maldito por Dios y por los hombres -continuó Moreira-, y donde quiera que voy llevo la muerte conmigo.
Se dirigió a su caballo, que enfrenó y saltó sobre él, alejándose al galope largo, sin que los paisanos, mudos de asombro aún, se hubieran dicho una palabra.
Sólo a las dos cuadras, y cuando la agitación se calmó a impulsos de la fresca brisa, Moreira echó de ver que aún llevaba la daga en la mano, y que el Cacique galopaba al lado de su caballo, reclamando su puesto sobre la montura.
El paisano se detuvo, guardó la daga en la cintura, subió al Cacique a las ancas, y siguió marchando al tranco en dirección a Cañuelas.
Tan desesperado iba, que olvidado de todo y para acabar de una vez con su penosa existencia, se habría entregado a la primera partida de plaza que le hubiera salido.
La muerte de Córdoba le había causado una impresión profunda, porque la había hecho en un acto primo, obedeciendo a un movimiento instantáneo.
Lo más ajeno que tenía era matar a aquel hombre, a quien había pensado aplicar solamente unos golpes de rebenque.
Pero la acción de Córdoba, la clase de injuria, le había trastornado la razón momentáneamente y había dado aquel golpe mortal casualmente, sin calcularlo, sin quererlo.
Así caminó toda la noche y toda la mañana siguiente, sin sacar a su caballo del tranco y sin levantar la cabeza para mirar siquiera el camino.
A la siesta se acercó a una pulpería del camino, donde pidió pasto para el caballo y carne para el Cacique, alejándose luego a media legua de distancia, donde hizo alto para dar de comer a los dos animales, y reposar un par de horas, tendido entre ellos, sobre su manta.
Allí permaneció hasta eso de las tres de la tarde, hora en que se levantó, acomodó el freno al overo, subió al Cacique en ancas y siguió la marcha.
Serían como las once de la noche cuando Moreira llegó a Cañuelas; paró donde tenía algunas relaciones y donde vivía un hermano del amigo Julián, de quien iba en busca.
Anduvo algunas cuadras por el pueblo, cuyos habitantes estaban entregados al reposo, y volviendo el caballo a la derecha, fue a golpear la frágil puerta de un rancho humilde, que era donde habitaba Santiago, hermano de Julián, con su mujer y su cuñado, paisanito de unos dieciocho años, a quien Moreira había visto criar.
A los golpes de Moreira, sonó una voz soñolienta y áspera en el interior del rancho, que preguntaba el clásico e inolvidable "¿quién es?".
En aquellos tiempos y a aquellas horas, no era cosa tan fácil hacer abrir una puerta sin darse a conocer inmediatamente, pues no era extraño que al abrir la puerta el dueño de la casa se encontrara con una daga o un trabuco puesto al pecho.
-Abra, amigo don Santiago, que soy yo el que llega -dijo Moreira echando pie a tierra y bajando la rienda del caballo.
El paisano a quien éste se dirigía, conoció su voz en el acto, pues se le sintió gritar con el tono de la mayor alegría y alborozo:
-¡El amigo Juan Moreira! ¡Dichosos los vientos que lo traen por aquí aparcero! Aguarde un momento que le voy a abrir-.
Y Moreira sintió el ruido de los talones del buen gaucho, que se había tirado de la cama y corría hacia la puerta, que abrió inmediatamente.
Aquellos dos hombres se lanzaron uno en brazos de otro, con una efusión de hermanos que no se han visto en mucho tiempo.
-Bien haiga el motivo que lo trae, amigazo, que aquí han llegado sus mentas y ya decían que lo habían dijunteado.
Y el paisano miraba a Moreira a la escasa claridad de la noche, prodigándole toda clase de cariños y dando voces a su mujer para que se levantase viera quién estaba.
-He venido corrido por la suerte -respondió melancólicamente Moreira-, y para pedirle un servicio que sólo usted me puede hacer.
-Conozco sus desventuras por Julián, que ha estado aquí -respondió Santiago, cambiando su actitud alegre por una tristeza verdadera-. Julián me ha contado todas sus penas y lo hemos compadecido con el cariño que le profesamos todos. Pero entre, amigazo, entre, y así hablaremos con más comodidad.
Moreira ató su caballo al tronco de un paraíso que era el palenque de Santiago, y entró al rancho, donde encontró a Marta, la mujer de éste, que lo recibió con la misma alegría que le demostró a la entrada el buen paisano.
Allí se sentaron los dos amigos, y mientras Marta preparaba el mate tradicional, Moreira reveló a Santiago el objeto que lo traía a su rancho.
-Es necesario que mande a buscar a Julián -le había dicho-, para que vaya a tomar lenguas de mi mujer y de mi hijo. Yo me voy a perder por algún tiempo y no quiero ausentarme sin tener noticias de ellos. Yo mismo iría en su busca -continuó-; pero si me siente la partida, va a haber guerra, y tal vez me quede sin saber lo que quiero.
-En cuanto aclare -respondió Santiago- me pondré en marcha con caballo de tiro, y volvemos con Julián con tropilla, para andar más ligero.
-Gracias y Dios se lo pague -concluyó Moreira golpeando el hombro de su amigo-. Puede que algún día pueda yo prestarle algún servicio.
-No voy ahora mismo -dijo Santiago-, porque espero al hermano de Marta, que fue esta tarde a entregar unos animales y no ha de volver hasta mañana, sol alto.
Marta vino con el mate y los paisanos entraron en agradable plática, conversando alegremente del tiempo pasado, en que ambos eran tan soberbias piernas en los velorios.
Moreira, al recordar sus tiempos felices, volvió a caer en su eterna melancolía, pues se había vuelto a recordar de su mujer y su hijo, que, según decía pintorescamente, eran el candil donde al fin y a la postre había de venir a quemar sus alas.
Vencido por estos pensamientos y por las fatigas de las últimas marchas, Moreira dijo al paisano que quería reposar un momento, pues sabía Dios cuándo podría hacerlo con tanta seguridad.
Entre Marta y Santiago hicieron al viejo amigo una cama blanda con bastantes cueros de carnero para que pudiera dormir con buen provecho.
Moreira medio desensilló el overo bayo, cuyo maneador ató al cuello del Cacique, dio de comer a los dos animales y se tendió sobre la mullida cama, dando el cortés "buenas noches".
Pocos minutos después, se entregaba al sueño tan profundamente, que parecía imposible que aquel hombre anduviese huyendo de todas las justicias de paz.
-¡Parece increíble! -dijo Santiago a su mujer después de contemplar un momento a Moreira-. Parece increíble que este hombre pueda dormir con tanta tranquilidad, cuando de un momento a otro pueden dar con su guarida y hacerlo dormir para toda la vida.
El hábito de aquella vida errante había creado en Moreira una segunda naturaleza.
La costumbre de matar por no ser muerto lo había connaturalizado de tal modo con aquellas situaciones dramáticas, que él, que antes se hubiera muerto de inquietud por la desgracia de un amigo, se entregaba ahora al sueño más tranquilo y profundo después de haber dado muerte a dos hombres y sabiendo que aquellas escenas de sangre debían irse repitiendo hasta que en vez del enemigo fuera él el que quedase en el sitio.
Moreira durmió de un solo tirón hasta muy entrada ya la mañana.
Cuando recordó, Marta le previno que Santiago había salido a la madrugada en busca de Julián, pero que allí estaba su hermano, que había vuelto ya por si se le ofrecía alguna cosa, pues Santiago le había dejado prevenido que no era conveniente mostrarse, porque algún soplón podía verlo y ponerlo en pico al juez de paz, que lo era en aquella época don Nicolás González, persona recta y severa en el cumplimiento de su deber.
Moreira estuvo más alegre aquel día; pensaba que pronto tendría noticias de su mujer y su hijo, y esa idea disipaba de su espíritu toda nube de melancolía.
Salió afuera jovialmente, dio de beber al caballo y le acomodó la montura de manera de estar prevenido de cualquier sorpresa, y regresó al rancho, acompañado del Cacique.
Aquel día lo pasó casi alegremente.
Churrasqueó con buen apetito, tocó la guitarra y hasta se permitió entonar un marote, con gran sorpresa de Marta, que juraba que aquel hombre era el paisano más alegre y entretenido que había conocido en toda su vida.
Llegó la noche y siguió la alegría.
Moreira dio de comer a los animales. Marta sacó la limeta de reserva, y se mató el rato jugando al punto de la vasca.
A eso de las diez de la noche, Marta, que estaba mal dormida, empezó a cabecear, y Moreira, prudentemente, declaró que también tenía sueño y quería dormir hasta la vuelta de Santiago.
En vano Marta preparó la cama de la noche anterior; en vano rogaron a Moreira que se acostara adentro, el paisano agradeció las finezas, salió afuera, enfrenó el pingo, tendió a su lado la manta de vicuña y se echó en ella como de costumbre, de barriga y con los brazos que le servían de almohada sobre las armas.
Hacía ya veinticuatro horas que estaba en Cañuelas y el gaucho sagaz no se fiaba de la justicia, que tal vez a esas horas sabría dónde se hallaba e intentase una campaña.
El Cacique vino a tomar su colocación al lado de la cabeza de Moreira y diez minutos después dormía con la misma tranquilidad que si estuviese en una fortaleza.
Serían las cuatro de la mañana cuando Moreira saltó como movido por un resorte y apareció en una actitud amenazadora, teniendo en sus manos amartillados los trabucos.
El Cacique había ladrado de una manera especial, que para el gaucho significaba la presencia del enemigo.
Moreira recogió la manta, se acercó al overo y tendió por el horizonte su vista de lince, mientras el cuzquito seguía toreando cada vez más hostilmente.
Allá en el horizonte, confundiéndose con las últimas sombras de la noche, se veía un polvo sólo perceptible para la vista del gaucho, polvo que significaba para él la presencia de varios jinetes.
El cuzquito había cumplido su misión policial dando aviso del peligro, y se había sentado frente al amo, a quien miraba en la cara con esa expresión inteligente y picaresca del perro que pretende interrogar lo que pasa y lo que se pretende de él.
Moreira estaba siempre atento, con la mirada fija en el polvo y el entrecejo fruncido por la incertidumbre.
Quería saber el significado de aquella nubecita de tierra.
El polvo se fue aproximando, los bultos que lo levantaban se fueron definiendo cada vez más, el paisano pudo contar once caballos, de los cuales sólo dos traían jinetes.
La frente sombría de Moreira se despejó entonces, una suprema alegría se pintó en la sonrisa de su boca y volvió a arrojar la manta, sentándose sobre ella y poniendo en la cintura los dos brillantes trabucos de bronce de que se había armado al pararse.
Aquella tranquilidad súbita y aquella íntima alegría nacían de que el paisano había adivinado en aquellos dos jinetes a Julián y Santiago, que estaban ya a una legua del rancho.
Unos diez minutos después se apeaban al lado de Moreira, riendo de alegría, Santiago y el amigo Julián, que habían venido de un solo galope.
Es imposible pintar con palabras la emoción de Julián y Moreira al hallarse frente a frente.
Aquellos dos hombres valientes, con un corazón endurecido al azote de la suerte, se abrazaron estrechamente; una lágrima se vio titilar en sus entornados párpados y se besaron en la boca como dos amantes, sellando con aquel beso apasionado la amistad leal y sincera que se habían profesado desde pequeños.
Así permanecieron largo rato mirándose al rostro y transmitiéndose con la mirada todo el mundo de cariño que la palabra no había podido expresar, mientras Santiago, enternecido con aquella escena, se ocupaba en desensillar y arreglar los caballos para disimular su emoción.
Los paisanos se separaron por fin, se estrecharon la mano con la efusión del primer momento y se sentaron sobre la manta sin apartar la mirada el uno del otro.
Santiago, entretanto, hacía levantar a su gente, mientras preparaban unas leñitas para que se fuese calentando el agua y echar un centenar de mates.
Moreira y Julián hablaban íntimamente: para Julián no había secretos y Moreira volcaba en aquel espíritu inocente el mar de penas en que se ahogaba.irada el uno del otro.
Julián oía tristemente la relación de todas aquellas patéticas desventuras y podía leerse en su rostro el efecto tristísimo que hacía en él la relación.
Moreira relató por fin la muerte de Córdoba y dijo a Julián el objeto que lo había traído a Cañuelas.
-Necesito saber de ellos, amigo Julián -concluyó amargamente-; quiero saber qué suerte han corrido y he contado con usted, porque es el hombre más gaucho que he conocido en mi vida.
-Iré, amigo Moreira, iré y le traeré noticias fieles, aunque las tenga que ir a buscar al fin del mundo. Voy a descansar un poquito, porque el galope va a ser largo, y así que caiga la tarde apretaré la cincha al ruano sin darle alce hasta Matanzas, donde están las prendas de usted.
Los paisanos se fueron en seguida alrededor del fogón, donde los esperaba el mate, y la conversación se hizo general, pasándose la mañana entretenidísimos con los cuentos y chistes del amigo Julián, que era un paisano graciosísimo y muy amigo de emplear en la conversación refranes y compadradas.
Por fin llegó la hora de la siesta, que tomó a los paisanos churrasqueando y festejando los interminables cuentos del amigo Julián, que se seguían con profusión.
El sueño fue apoderándose poco a poco de ellos, que se fueron quedando dormidos como los gatos, enrollados al suave colorcito del fogón a medio prender.
A eso de las tres de la tarde todo el mundo estuvo en pie y empezó de nuevo el mate, aumentándose la reunión con algunos amigos que cayeron a la novedad, entre los que había algunos que conocían a Moreira, a quien saludaron con un afecto mezclado al invencible respeto que hacía nacer en ellos las mentas de Moreira.
A la caída de la tarde, como había prometido, el amigo Julián ensilló, puso el maneador al fiador del caballo que debía llevar de tiro y se despidió de sus amigos, tomando el camino al gran galope.
Parecía un chasque de importancia, tal era la presteza con que marchaba.
Moreira se propuso pasar allí tres o cuatro días felices, pero el destino, con quien no contaba, lo había dispuesto de otro modo.
Esa misma noche vino al rancho un paisano, amigo de Santiago, con una novedad bastante grave para otro que no hubiera sido Juan Moreira, y que vino a sentar su reputación de valiente de Cañuelas, con un hecho que no nos atreveríamos a narrar, si el señor Nicolás González, juez de paz en aquella época, no pudiera atestiguar este hecho novelesco, digno de los espíritus fuertes que figuraron en la Edad Media.
Es un rasgo que viene a acentuar de una manera poderosa el carácter de aquel gaucho tristemente legendario.
Don Nicolás González, ya lo hemos dicho, era un hombre severo y de una rectitud ejemplar en el cumplimiento de sus delicados deberes.
Según el paisano que llegó al rancho, el señor González había sabido que Moreira se hallaba en el pueblo y había resuelto alistar la partida de plaza para salir a prenderlo.
-Algunas personas -continuó el mensajero de este contratiempo para los planes de Moreira- se han acercado al juez de paz diciéndole que su empresa es temeraria y que no se meta con el bandido para evitar alguna desgracia personal. Pero el juez ha respondido que por lo mismo que la cosa es difícil la ha de tentar y ha de prender a usted, a pesar de su astucia y su valor, y para asegurar el golpe ha mandado a ño Rosendo a Navarro, según dijo el capitán, a pedir cuatro soldados más para reforzar la partida de plaza, que estaba muy dispuesta a la campaña.
Tanto Santiago como Marta quedaron anonadados ante esta noticia.
Moreira, entretanto, sonreía lleno de orgullo y soberbia al ver todas las precauciones que tomaba la justicia para salirle al encuentro.
-Habrá titeo -dijo el paisano alegremente, como si no se tratara de él-; pero me parece que este juez de paz, como los otros, no va a reír muy largo.
-Váyase, amigo Moreira -dijo Santiago lleno de zozobra-; todavía tiene tiempo de ponerse en salvo y esto lo puede hacer sin mengua ni agravio de usted.
-He jurado no huir nunca ante nadie -repuso soberbiamente el paisano- y mucho menos ante una partida de plaza que asegura me va a prender.
-No sea imprudente, amigazo -insistió Santiago-; que no por eso ha de ser menos hombre. Piense en las noticias que le va a traer Julián y huya ahora que tiene tiempo, escondiéndose en otro pago.
Una suprema alegría pasó por el hermoso rostro del paisano al oír aquellas cariñosas razones, pero dominó por completo la ansiedad que podía hacer flaquear su valor, y volviéndose hacia el paisano, le dijo con una altivez imponderable:
-Si usted es amigo del capitán, dígale de mi parte que todas las partidas juntas son pocas para prenderme, y si duda usted de lo que digo, véngame a avisar cuando esté reunida la gente para que vea que con toda ella no alcanzo para limpiarme el sudor.
-Yo no soy soplón -replicó algo resentido el paisano-; si he venido a dar aviso es porque soy amigo de ño Santiago y porque lo aprecio a usted por lo que ha hecho.
-Perdone, amigo; que no lo dije para ofenderlo -concluyó Moreira-, y muchas gracias, pero le pido como un favor que me avise cuando llegue el refuerzo.
Esa noche los paisanos se recogieron más temprano, y a pesar de los prudentes consejos que dio Santiago a Moreira, éste tendió su manta al lado del overo bayo, y se echó a descansar como la noche anterior, ni más ni menos que si tuviera la certeza de que nadie había de venir en su busca para prenderlo.
En cambio, Santiago y Marta no pudieron dormir en toda la noche, figurándose a cada momento que venían a aprehender a Moreira, pero la noche pasó sin que el menor ruido llegase a turbar el sueño de Moreira ni a poner en alarma al Cacique.
Muy de mañanita se levantó todo el mundo diciendo a Moreira que debía ser prudente y retirarse del partido, pues cuando el señor González decía una cosa, la hacía.
-Es que no siempre ha de tener palabra de rey -había respondido Moreira-, y alguna vez ha de ser la primera en que no pueda hacer lo que diga.
Santiago, muy agitado, salió a tomar lenguas de lo que se decía en el pueblo y volvió al poco rato atestiguando todo lo que había dicho la noche anterior el paisano, añadiendo que en el centro había gran agitación y que don Nicolás González no esperaba más que la incorporación de la gente de Navarro, para mandar la partida en busca de Moreira, con orden de prenderlo vivo o muerto, en cualquier paraje donde se le hallase.
-Pues mientras más gente haya, mejor -replicó tercamente el gaucho-; ya verán cómo pruebo a esos maulas que yo no soy pasto de la justicia.
Y se dirigió al overo bayo, echá una doble ración de pasto seco, como para conservarlo en buen estado para el momento de la pelea inevitable.
Cuando Moreira entró al rancho, vio llegar a un jinete a media rienda, con el caballo cansado, que echó pie a tierra precipitadamente y dijo dirigiéndose a Moreira:
-Ya ha llegado ño Rosendo con los cuatro soldados de Navarro y la partida está en la puerta del juzgado, preparándose para salir. Sólo espera que venga el capitán que ha ido a casa del juez de paz a recibir órdenes para marchar con la gente.
-Pues, a ahorrarles el camino -dijo Moreira, recogiendo de sobre el catre de Santiago algunas prendas de su vestuario que había dejado allí.
-¿Qué va a hacer, amigo, por Dios? -preguntó el paisano con la voz alterada por el asombro y la emoción.
-Voy a buscar a esos maulas -dijo Moreira-; porque si han venido soldados de Navarro han de volverse diciendo que no han dado conmigo. No quiero, además, comprometer esta casa, que puede servirme de guarida alguna vez que ande mal y tenga que estar oculto. Y como dicen que al que me reciba en su casa lo mandan a la frontera, ¿para qué he de hacer mal?
Moreira se dirigió a su caballo y revisó todas las prendas del apero con esa inteligente atención del que conoce que en un lance apurado no hay otra salvación que la que puede proporcionarle el caballo, y cargó y examinó sus armas con extrema prolijidad, haciendo jugar los muelles de los trabucos y blandiendo la daga para asegurarse que estaba firme en el puño.
En seguida saltó sobre su caballo, subió al Cacique a las ancas y se alejó al trotecito, tomando la dirección de la plaza a donde estaba la gente.
¡Y era en verdad magnífico el continente de aquel hombre!
Su rostro estaba iluminado por una suprema expresión de bravura.
Clavado sobre el apero, con las alas del sombrero levantadas sobre la frente y caído hacia la espalda, con un verdadero parque en el tirador, aquel hombre tomaba proporciones gigantescas.
Todo en él inspiraba un fortísimo interés.
Cuando Moreira llegaba a la plaza, el capitán estaba haciendo montar la gente para salir en su demanda, sin sospecharse que el hombre que iban a buscar estaba tan cerca de él.
Muchos paisanos miraban este aparato admirados.
No parecía que tanta gente fuera a salir en persecución de un solo hombre, sino que se alistasen para combatir a un enemigo poderoso, dados los preparativos que hacía y las precauciones que tomaba.
Moreira se acercó a la esquina de la plaza como uno de tantos curiosos, y se puso a contemplar aquel aparato y a mirar uno por uno los soldados de la partida.
Esta era compuesta del oficial y catorce soldados de policía de campaña, de los cuales cuatro pertenecían a la partida de plaza de Navarro, tan dominada por él.
El capitán no conocía a Moreira ni podía figurarse que aquel hombre que tenía el insolente valor de salirle al camino, fuera el mismo en cuya busca iba.
-No se moleste, capitán, de hacer incomodar a las gente, Juan Moreira no está en donde usted sabe, porque hace ya diez minutos que se ha ido -dijo al capitán el paisano.
Los soldados de la partida de Navarro habían conocido a Moreira y se habían colocado a retaguardia para evitar el primer ataque del gaucho, que era siempre violentísimo.
-Si sabes que Moreira se ha ido -replicó el capitán-, tú debes saber qué dirección lleva, y es preciso que vengas conmigo para que me lo indiques. ¡Vamos!
-Es inútil -dijo riendo el paisano-; la distancia que lleva Moreira es mucha, va bien montado y usted no lo va a poder alcanzar por más que galope.
Algunos de los que estaban en la plaza habían conocido también a Moreira en el interlocutor del capitán y estaban trémulos y azorados del valor y la audacia de aquel hombre que, sin más armas que una daga y sus trabucos de bronce, provocaba al combate a una partida de plaza reforzada, bien mandada y que tenía la orden de prenderlo o matarlo donde lo hallara.
-Tú sabes dónde está Moreira -replicó el capitán, que iba perdiendo la paciencia, pues creía que el gaucho aquel había venido allí con el solo objeto de hacerle perder un tiempo precioso que el otro aprovecharía poniéndose en salvo-. Tú sabes dónde está -repitió-, y vas a decírmelo en el acto, porque si no te prendo a ti y te dejo de cabeza en el cepo por tapadera.
-Está bueno -repuso Moreira-; para que usted no me tome por tapadera de nadie, le diré que Juan Moreira soy yo y que he venido para pelearlos y para probarles que son unas maulas.
El capitán quedó helado de asombro ante tan brusca declaración: le parecía imposible que aquel hombre tuviera la audacia de ir a provocar la partida en la misma puerta del juzgado.
Antes que pudiera rehacerse; antes que atinara a desenvainar el sable, Moreira, aprovechando su estupor, incitó con las espuelas su brioso corcel y se fue sobre el capitán con tan violenta pechada que lo hizo caer del caballo, que salió de allí a escape, dejando a su jinete enredado en el sable y pugnando por levantarse.
Moreira revolvió su caballo y dio frente a la partida, que ya estaba completamente dominada.
Los cuatro soldados de Navarro habían salvado el bulto, poniéndose a larga distancia.
-¡Fuego, fuego sobre el bandido! -gritó el capitán que había logrado levantarse algo dolorido-. ¡Mátenlo, mátenlo! -y cayó sobre él con increíble denuedo, sable en mano.
Algunos de los soldados, más animosos y retemplados por la voz de su capitán, tendieron la carabina e hicieron fuego, pero con esa torpeza del paisano que apoya la culata en la paleta del caballo y hace fuego al acaso, creyendo que para hacer efecto basta solo la detonación, defecto que tienen muchos soldados de nuestra caballería de línea.
Moreira soltó una poderosa carcajada, se puso la rienda entre los dientes y apareció armado de sus dos trabucos de bronce, que había sacado de la cintura con increíble rapidez.
-¡A él, cobardes! -gritó desesperadamente el capitán, sin poder encontrar con su sable a Moreira, por la inquietud que éste con las espuelas imponía al overo bayo.
Los soldados cayeron sable en mano, teniendo que distraer mucho su atención en los caballos clásicos calificados de patrias que no caminaban, sino cediendo al rebenque.
Entonces se sintió un estampido poderoso, el doble estampido de los terribles trabucos que Moreira había disparado a un tiempo, al verse cargar por los soldados.
Cuando se hubo disipado la espesa nube de humo producido por aquellos dos disparos, se pudo ver el espantoso estrago que éstos habían causado.
Dos soldados se revolcaban en el suelo, presa de horribles convulsiones, tres disparaban completamente acobardados, mientras los restantes pugnaban por contener los asustados caballos.
El capitán estaba consternado: aquello era vergonzoso e increíble; a otro ataque de Moreira iba a quedar completamente solo y era preciso ganarle el tiempo.
Moreira, entretanto, volvía a cargar sus trabucos, operación que hacía con gran rapidez, pues llevaba los cartuchos hechos y no tenía más que colocarlos en la boca de los trabucos, donde los hacía calzar dando un golpe con las culatas en las encabezadas de plata del lomillo; de modo que, cuando el capitán animó con la palabra a los cinco hombres que le quedaban y los hizo cargar sobre Moreira, éste estaba con sus dos trabucos armados, espiando la oportunidad del disparo.
Cuatro de los soldados cargaron al frente, mientras el quinto remoloneaba, haciéndose el que no podía avanzar el caballo, y el terrible estampido de los trabucos de Moreira se dejó sentir por segunda vez, sembrando la muerte y el espanto entre los enemigos, que esta vez abandonaron por completo el campo, heridos unos y en dispersión los otros.
El capitán no se pudo conformar con aquel resultado: trémulo de vergüenza, cargó sobre el gaucho, que reía estruendosamente de la partida dispersa.
Ya había Moreira vuelto a colocar en su cintura los dos trabucos, y miraba a aquel joven con una mezcla de compasión y de burla.
Cuando éste lo cargó, dispuesto a morir, pues no tenía otra esperanza, Moreira hizo dar al caballo un salto para ponerse fuera de alcance y dijo al joven:
-Puede retirarse, capitán sin partida; con usted no tengo resentimiento, porque lo han mandado y no tiene la culpa de nada. Váyase y lleve el parte.
Avergonzado el joven con esta nueva sátira, cargó de nuevo al gaucho, dispuesto a morir o a concluir con aquel hombre formidable, cosa imposible por cierto.
El paisano desmontó entonces, enrolló la manta de vicuña en el poderoso brazo y sacó aquella terrible daga que tanto estrago había hecho ya.
Los espectadores temblaron; vieron que aquel duelo iba a ser mortal para el joven, pero ninguno de ellos se atrevió a ayudarlo con un ademán o con una palabra.
Moreira estaba sereno y sonriente: abría los brazos mostrando al joven su hercúleo pecho, como incitándolo a herir.
Cuando aquél se tendía en una estocada, Moreira la evitaba con el brazo de la manta, con una limpieza maestra, y se contentaba con marcar sobre la cabeza del joven un golpe con el cabo de la daga, que podía ser una puñalada mortal, demostrando con esto al joven que no quería herirlo y que entonces, como él decía, estaba peleando de puro vicio.
-¡Mátame, mátame de una vez! -gritaba el joven dominado por la ira-. Mátame porque, si yo puedo, te voy a atravesar el corazón.
-No quiero, mocito -replicaba el gaucho-. Usted le hace falta a la familia y no hay necesidad de que yo lo carnee por un disgusto tan al ñudo.
Aquella escena no podía prolongarse más, Moreira estaba ya fatigado y podía venir algún refuerzo inesperado que pudiera hacerle perder todas las ventajas que había obtenido.
Así lo comprendió el gaucho y determinó concluir aquel combate desigual, sin hacer daño alguno a aquel joven que había cumplido su deber tan lindamente.
Ofreció de nuevo, como cebo, su pecho descubierto, y el joven se precipitó a él, con increíble brío, tirándole una estocada de muerte.
El gaucho, que había adelantado intencionalmente el pie izquierdo, paró el golpe hábilmente, y con una precisión matemática echó al joven una zancadilla que lo hizo caer al suelo de espaldas, quedando completamente a merced de su adversario.
Moreira se precipitó sobre él rápidamente y le arrebató el sable.
Los paisanos que habían presenciado la lucha volvieron el rostro, pálidos y conmovidos, pensando que el gaucho iba a hacer lo que se estila en estos casos: degollar a su adversario, pues estaban muy lejos de apreciar aquel espíritu caballeresco hasta la exageración.
El gaucho arrancó el sable de manos del capitán, diciéndole un único "dispense, amigo" y lo arrojó lo más lejos que le fue posible; le pegó un ponchazo en la cabeza, como quien hace un cariño, y se dirigió al caballo que, montado por el perro, se había detenido al otro extremo de la plaza, habituado a aquellas situaciones.
No faltó comedido que quiso tomarlo de la rienda para que no fuese a disparar, pero ésta había quedado sobre el caballo y el Cacique no la permitió tocar.
El paisano montó sobre el overo con verdadera majestad y, revolviendo el poncho que conservaba en el brazo izquierdo, dijo a los azorados paisanos:
-Caballeros, pueden llamar al médico y al cura, que creo que hacen falta, porque yo no me puedo quedar para el auxilio, tengo mucho que hacer.
Y revolviendo el caballo se alejó con toda tranquilidad, después de soltar una última carcajada, dejando a aquella gente dominada por completo.
Todos aquellos hombres, valientes y capaz cada uno de pelear con cualquier clase de enemigo, no se hubieran atrevido a detener la tranquila marcha del gaucho.
La acción de Moreira, la serenidad que había demostrado durante la lucha y su acto generoso al darle fin, había dominado, cautivado a los paisanos, cuya influencia cede a la influencia del valor y mucho más si tal valor va aparejado a sentimientos nobles y humanitarios.
Muchos de aquellos paisanos se hubieran sentido capaces de pelear como Moreira, pues aquel hombre no era una excepción de su hermosa raza.
Pero tal vez ninguno de ellos hubiera encontrado en su corazón tanta grandeza para no matar al mozo, y tanto dominio para despedirse de él con un ponchazo.
Moreira se alejó de allí al tranquito, encontrando suficiente recompensa a su acción en las caricias que le prodigaba el Cacique, y llegó al rancho de Santiago, donde desmontó como si solo viniera de dar un ligero paseo e ignorara por completo lo que había pasado; tal era la calma de su continente.
Marta y Santiago habían sentido los disparos, y sabían que Moreira se había batido con la partida, pues aquellas noticias corren con increíble presteza; así es que les parecía un sueño ver llegar ileso al paisano, que tomaba para ellos proporciones fantásticas y gigantescas.
-Váyase, amigo, por Dios -dijo Santiago a Moreira, viéndolo que se disponía a atar el maneador en el palenque-. Por los pagos andan partidas de la Guardia Provincial, que dicen han venido a buscar a los que no se hayan enrolado, y ésa es tropa de línea, con la que es inútil pelear.
-Pues yo los pelearé -repuso Moreira con creciente soberbia-; los pelearé como pelearé al mismo diablo que me salga al camino, aunque traiga vistuario de fierro y pelee con diez dagas.
Y ató su caballo al palenque, bajando al Cacique, que ladraba alegremente sobre el apero.
-Venga pues un mate, comadre, para asentar la campaña -dijo Moreira a Marta, y tendió su manta, donde se echó de barriga.
En seguida se puso a relatar minuciosamente las peripecias del combate con sus mayores detalles, relación que escuchaba Santiago con los ojos dilatados en prueba del asombro descomunal que experimentaba a medida que Moreira llegaba al fin de la contienda: asombro que remató con los gritos de:
-¡Ah, criollo! ¡Para qué matar al botón a ese mocito que nada hacía de su ditamen, y que sólo obedecía a las órdenes que a la fija le habían dado! ¡Lindo mozo, canejo! y con razón no lo ha querido dijuntear, amigo. Ahora váyase, amigo -continuó-, que la monta no está sólo en ser guapo, sino también en ser prudente, pues la suerte se cansa, porque ella no es tan constante como el dolor. Váyase, que yo le enseñaré a Julián, cuando vuelva, dónde lo tiene que encontrar.
-No gaste en vano saliva, amigo -dijo Moreira recibiendo el mate de mano de Marta-. Yo espero aquí al amigo Julián, aunque venga una tormenta con truenos y refucilos y tras de ella todos los diablos vestidos de milicos; esto, se entiende, si no lo comprometo.
Y albergado en aquel rancho amigo, tomó sus disposiciones para esperar la vuelta del amigo Julián, preparándose de manera que no pudieran sorprenderlo, si es que acaso intentaban venirse por el vuelto.
Entretanto, en el pueblo no se hablaba de otra cosa que de aquel combate asombroso, en que Moreira había vencido a una partida reforzada, perdonando la vida al capitán.

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