viernes, 16 de enero de 2015

El juego del Pato


El pato es un juego que nació muy probablemente en estas tierras y su práctica se remonta por lo menos a principios del siglo XVII. Pese a las repetidas prohibiciones que sufrió, y cuya desobediencia conllevaba castigos que iban desde los azotes hasta las multas, se lo siguió jugando en las estancias secretamente. Fue muy popular durante el siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX.
Su nombre deriva de la forma que tenía la pelota con la que se lo jugaba, con dos asas (en ocasiones cuatro) que hacían las veces de alas. Como veremos a continuación, abundan los testimonios donde se afirma que en un principio en lugar de una pelota se utilizaba al animal en cuestión. Y en esto también existen diferencias respecto a los detalles del juego: hay quienes sostenían que se trataba de un pato asado y otros, que era un pato vivo adentro de una bolsa de cuero.  
A continuación transcribimos algunos fragmentos escritos en diferentes momentos sobre esta práctica.
Fuente: Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, pp. 121-146.
El juego del pato según Bartolomé Mitre
El juego del pato ya no existe [1854] en nuestras costumbres: es una reminiscencia lejana. Prohibido bajo penas severas, a consecuencia de las desgracias a que daba origen, el pueblo lo ha ido dejando poco a poco, pero sin olvidarlo del todo. En su origen este juego homérico, que tiene mucha semejanza con algunos de los que Ercilla describe en La Araucana, se efectuaba retobando un pato dentro de una fuerte piel, a la cual se adaptaban  varias manijas de cuero también. De estas manijas se asían los jinetes para disputarse la presa del combate que generalmente tenía por arena toda la Pampa; pues al que lograba arrebatar el pato procuraba ponerse a salvo, y la persecución que con este motivo se hacía era la parte más interesante del juego.1
Una descripción del juego hecha 1865, por Thomas Hutchinson
El juego del pato consiste en coser en un pedazo de cuero un pato asado, dejando una manija en cada extremo. Este juego, antiguamente, exclusivo de las fiestas de San Juan [24 de junio] en sus diversiones, fue promovido por un gaucho. El más diestro asegura el pato y galopa a cualquier casa donde él sepa que vive una mujer llamada Juana [por el día de San Juan]; y es una regla establecida que la mujer de ese nombre tiene que dar una moneda de cuatro reales, sea al devolver el pato original, sea con otro igualmente preparado. Entonces galopa hacia otra casa donde viva una doncella del nombre de Leonor, seguido de una tropa de sus colegas gauchos, que procuran quitarle la bolsa con el pato. En tal caso, por supuesto, deben ser entregados los cuatro reales con el mejor buen humor. Caídas [del caballo] y piernas rotas, son los frecuentes resultados de este juego. 2
Las impresiones de W. H. Hudson
Durante largo tiempo y probablemente hasta eso de 1840, era el entretenimiento más popular al aire libre en la pampa argentina.  Sin duda que allí tuvo su origen; se adaptaba admirablemente a los hábitos y  la índole del gaucho; y, al revés de la mayor parte de los deportes, conservó hasta el último su tosco y simple carácter primitivo.
Para jugarlo se mataba un pato o un pollo, o, con más frecuencia, alguna ave doméstica más grande,  como el pavo o ganso,  y se le cosía dentro de un trozo fuerte, haciendo así una pelota de forma irregular, dos veces el grandor de una pelota de fútbol, provisto de cuatro manijas de cuero torcido y del tamaño conveniente para ser agarradas por la mano de un hombre. Un detalle muy importante era que la pelota y las manijas fueran tan sólidamente hechas, que tres o cuatro hombres a caballo pudieran agarrarlas y tirarlas hasta desmontarse unos a otros, sin que nada aflojara.
Una vez resuelto en algún pago, a tener un juego, y, arreglado el punto de reunión, y habiendo alguien ofrecido a proveer el ave, se mandaba notificar a los vecinos. A la hora acordada, todos los hombres y mozos, desde algunas leguas a la redonda, acudían al lugar, montados en sus mejores pingos. Al aparecerse en la cancha el hombre que llevaba el pato, los otros daban caza y luego le alcanzaban y le arrancaban la pelota de la mano; entonces el vencedor, a su turno, era perseguido; y al ser alcanzado solía haber una pelea, como en el fútbol, con la diferencia que los contendientes estaban montados a caballo antes de derribarse unos a otros al suelo. A veces, en este trance, un par de jugadores atolondrados, furiosos por haber sido vencidos, desenvainaban sus facones para probar cuál de los dos tenía la razón o cuál era el de más valer; pero hubiera o no pelea, alguien se apoderaba del pato y se lo llevaba para ser él, en su turno acosado.
Se recorrían de esta manera leguas y leguas de terreno; y, por fin, alguno, con más suerte o mejor montado que sus rivales, se posesionaba del pato, y, escabulléndose por entre los paisanos, desparramados por la pampa, lograba escaparse. Era el vencedor, y, como tal, tenía el derecho de llevarse el ave a su casa y comérsela.
Esto era sin embargo una mera ficción: el hombre que se llevaba el pato, enderezaba para el primer rancho, seguido de todos los demás; y, en seguido, no sólo se cocinaba el pato, sino también una gran porción de carne, para alimentar a los que habían tomado parte.
Mientras se aderezaba la cena, se mandaba alguien a los ranchos vecinos, para convidar a las mujeres; y, al llegar éstas, empezaba el baile, que duraba toda la noche.
Para el gaucho, que se apegaba a su caballo desde la niñez, casi con la misma espontaneidad que un parásito al animal a cuyas expensas vive, el pato era el juego de todos los juegos. Ni pudo haber habido un juego mejor adaptado para hombres cuya existencia o cuyo éxito en la vida dependió tanto de su equitación, y cuya gloria principal era poder mantenerse a caballo en todo apuro; y cuando eso no era posible, dejarse caer graciosamente y de pie, como un gato. La gente de la pampa tenía una afición loca a este juego, hasta que llegó el tiempo en que se le ocurrió a un Presidente de la República (Rozas) ponerle fin, y con una plumada lo suprimió para siempre. 3
Referencias
1  Bartolomé Mire, Rimas, Buenos Aires,  1876,  pags. 342-343, en Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, pp. 133.
2 Tomás J. Hútchinson, Buenos Aires y otras Provincias Argentinas, Buenos Aires, 1945, pág. 111, en Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, pp. 133.
3 Citado en Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, págs. 136-137.



http://www.elhistoriador.com.ar/articulos/miscelaneas/el_juego_del_pato.php


Facundo: PARTE SEGUNDA - CAPÍTULO QUINTO

CAPÍTULO V.

GUERRA SOCIAL.--LA TABLADA

«Il y a un quatrième élément qui arrive, ce sont les barbares, ce sont des hordes nouvelles, qui viennent se jeter dans la société antique avec une compléte fraîcheur de moeurs, d'âme et d'esprit; qui n'ont rien fait, qui sont prêts à tout recevoir avec toute l'aptitude de l'ignorance la plus docile, et la plus naïve.»
LHERMINIER.



La Presidencia ha caído en medio de los silbos y las rechiflas de sus adversarios. Dorrego, el hábil jefe de la oposición en Buenos Aires, es el amigo de los Gobiernos del interior, sus fautores y sostenedores en la campaña parlamentaria en que logró triunfar. En el exterior, la victoria parece haberse divorciado con la República, y aunque sus armas no sufren desastres en el Brasil, se siente por todas partes la necesidad de la paz. La oposición de los jefes del interior había debilitado al ejército, destruyendo o negando los contingentes que debían reforzarlo. En el interior reina una tranquilidad aparente; pero el suelo parece removerse, y rumores extraños turban la quieta superficie. La Prensa de Buenos Aires brilla con resplandores siniestros; la amenaza está en el fondo de los artículos que se lanzan diariamente oposiciones y Gobierno.

La administración Dorrego siente que el vacío empieza a hacerse en torno suyo; que el partido de la _ciudad_, que se ha denominado federal y lo ha elevado, no tiene elementos para sostenerse con brillo después de la presidencia. La administración Dorrego no había resuelto ninguna de las cuestiones que tenían dividida la República, mostrando, por el contrario, toda la impotencia del federalismo.

Dorrego era _porteño_ antes de todo. ¿Qué le importaba el interior? El ocuparse de sus intereses habría sido manifestarse _unitario_, es decir, nacional. Dorrego había prometido a los caudillos y pueblos todo cuanto podía afianzar la perpetuidad de los unos y favorecer los intereses de los otros; elevado, empero, al Gobierno, ¿qué nos importa, decía allá en sus círculos, que los tiranuelos despoticen a esos pueblos? ¿Qué valen para nosotros 4.000 pesos anuales dados a López y 18.000 a Quiroga, para nosotros, que tenemos el puerto y la Aduana que nos produce millón y medio, que el _fatuo_ Rivadavia quería convertir en rentas nacionales? Porque no olvidemos que el sistema de aislamiento se traduce por una frase cortísima: cada uno para sí. ¿Pudo prever Dorrego y su partido que las provincias vendrían un día a castigar a Buenos Aires por haberles negado su influencia civilizadora, y que, a fuerza de despreciar su atraso y su barbarie, ese atraso y esa barbarie habían de penetrar en las calles de Buenos Aires, establecerse allí y sentar sus reales en el fuerte?

Pero Dorrego podía haberlo visto, si él o los suyos hubiesen tenido mejores ojos. Las provincias estaban ahí, a las puertas de la ciudad, esperando la ocasión de penetrar en ella. Desde los tiempos de la Presidencia, los decretos de la autoridad civil encontraban una barrera impenetrable en los arrabales exteriores de la ciudad. Dorrego había empleado como instrumento de oposición esta resistencia exterior, y cuando su partido triunfó condecoró al aliado de extramuros con el dictado de _Comandante general de la Campaña_. ¿Qué lógica de hierro es ésta que hace escalón indispensable para un caudillo su elevación a comandante de campaña? Donde no existe este andamio, como sucedía entonces en Buenos Aires, se levanta exprofeso, como si se quisiese, antes de meter el lobo en el redil, exponerlo a las miradas de todos y elevarlo en los escudos.

Dorrego, más tarde, encontró que el _Comandante de Campaña_, que había estado haciendo bambolear la Presidencia y tan poderosamente había contribuído a derrocarla, era una palanca aplicada constantemente al Gobierno, y que, caído Rivadavia y puesto en su lugar a Dorrego, la palanca continuaba su trabajo de desquiciamiento. Dorrego y Rosas están en presencia el uno del otro, observándose y amenazándose. Todos los del círculo de Dorrego recuerdan su frase favorita: «_¡El gaucho pícaro!_» «Que siga enredando--decía--, y el día menos pensado lo fusilo.» ¡Así decían también los Ocampo cuando sentían sobre su hombro la robusta garra de Quiroga!

Indiferente para los pueblos del interior, débil con su elemento federal de la _ciudad_ y en lucha ya con el poder de la campaña que había llamado en su auxilio, Dorrego, que ha llegado al Gobierno por la oposición parlamentaria y la polémica, trata de atraerse a los unitarios, a quienes ha vencido. Pero los partidos no tienen ni caridad ni previsión. Los unitarios se le ríen en las barbas; se complotan y se pasan la palabra: «Vacila--dicen--, dejémosle caer.» Los unitarios no comprendían que con Dorrego venían replegándose a la _ciudad_ los que habían querido hacerse intermediarios entre ellos y la campaña, y que el monstruo de que huían no buscaba a Dorrego, sino a la _ciudad_, a las instituciones civiles, a ellos mismos, que eran su más alta expresión.

En este estado de cosas, concluída la paz en el Brasil, desembarca la primera división del ejército mandado por Lavalle. Dorrego conocía el espíritu de los veteranos de la Independencia, que se veían cubiertos de heridas, encaneciendo bajo el peso del morrión, y, sin embargo, apenas eran coroneles, mayores, capitanes, gracias si dos o tres habían ceñido la banda de general, mientras que en el seno de la República, y sin traspasar jamás las fronteras, había decenas de caudillos que en cuatro años habían elevádose de _gauchos malos_ a comandantes, de comandantes a generales, de generales a conquistadores de pueblos y, al fin, a soberanos absolutos de ellos. ¿Para qué buscar motivo al odio implacable que bullía bajo las corazas de los veteranos? ¿Qué les aguardaba después de que el nuevo orden de cosas les había estorbado hacer, como ellos pretendían, ondear sus penachos por las calles de la capital del Imperio?

El 1.º de diciembre amanecieron formados en la plaza de la Victoria los cuerpos de línea desembarcados. El gobernador, Dorrego, había tomado la campaña; los unitarios llenaban las avenidas, hendiendo el aire con sus vivas y sus gritos de triunfo. Algunos días después, 700 coraceros, mandados por oficiales generales, salían por la calle del Perú con rumbo a la Pampa, a encontrar algunos millares de gauchos, indios amigos y alguna fuerza regular, encabezados por Dorrego y Rosas. Un momento después estaba el campo de Navarro lleno de cadáveres, y al día siguiente un bizarro oficial, que hoy está al servicio de Chile, entregaba en el Cuartel general a Dorrego prisionero. Una hora más tarde, el cadáver de Dorrego yacía traspasado de balazos. El jefe que había ordenado la ejecución anunciaba el hecho a la ciudad en estos términos, llenos de abnegación y altanería:

«Participo al Gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que componen esta división.
»La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.
»Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio.
»Saluda al señor ministro con toda consideración,
»_Juan Lavalle._»

¿Hizo mal Lavalle? Tantas veces lo han dicho, que sería fastidioso añadir un sí en apoyo de los que _después_ de palpadas las consecuencias han desempeñado la fácil tarea de incriminar los motivos de donde procedieron. Cuando el mal existe, es porque está en las _cosas_, y allí solamente ha de ir a buscársele; si un _hombre_ lo representa, haciendo desaparecer la _personificación_, se le renueva. César asesinado renació más terrible en Octavio. Este sentir de Luis Blanc, expresado antes por Lherminier y otros mil, enseñado por la Historia tantas veces, sería un anacronismo objetarlo a nuestros partidos educados hasta 1829 con las exageradas ideas de Mably, Reynal, Rousseau, sobre los déspotas, la tiranía, y tantas otras palabras que aun vemos quince años después formando el fondo de las publicaciones la Prensa.

Lavalle no sabía, por entonces, que matando el cuerpo no se mata el alma, y que los personajes políticos traen su carácter y su existencia del fondo de las ideas, intereses y fines del partido que representan.

Si Lavalle, en lugar de Dorrego, hubiese fusilado a Rosas, habría quizá ahorrado al mundo un espantoso escándalo, a la humanidad un oprobio, y a la República mucha sangre y muchas lágrimas; pero aun fusilando a Rosas, la _campaña_ no habría carecido de representantes, y no se habría hecho más que cambiar un cuadro histórico por otro. Pero lo que hoy se afecta ignorar es que, no obstante la responsabilidad puramente personal que del acto se atribuye Lavalle, la muerte de Dorrego era una consecuencia necesaria de las ideas dominantes entonces, y que dando cima a esta empresa, el soldado intrépido hasta desafiar el fallo de la historia, no hacía más que realizar el voto confesado y proclamado del ciudadano.

Sin duda que nadie me atribuirá el designio de justificar al muerto, a expensas de los que sobreviven. Lavalle hacía lo que todos deseaban haber hecho, salvo quizás las formas, lo menos substancial sin duda en caso semejante. ¿Qué había estorbado la proclamación de la Constitución de 1826, sino la hostilidad contra ella de Ibarra, López, Bustos, Quiroga, Ortiz, los Aldao, cada uno dominando una provincia y algunos de ellos influyendo sobre las demás? Luego, ¿qué cosa debía parecer más lógica en aquel tiempo y para aquellos hombres lógicos _à priori_ por educación literaria, sino allanar el único obstáculo que, según ellos, se presentaba para la suspirada organización de la República? Estos errores políticos que pertenecen a una época más bien que a un hombre, son, sin embargo, muy dignos de consideración, porque de ellos depende la explicación de muchos fenómenos sociales. Lavalle fusilando a Dorrego, como se proponía fusilar a Bustos, López, Facundo y los demás caudillos, respondía a una exigencia de su época, de su partido.

Todavía en 1834 había hombres en Francia que creían que haciendo desaparecer a Luis Felipe, la República francesa volvería a alzarse gloriosa y grande como en tiempos pasados. Acaso también la muerte de Dorrego fué uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el nudo del drama histórico, y que, eliminados, lo dejan incompleto, frío, absurdo. Estábase incubando hacía tiempo en la República la guerra civil; Rivadavia la había visto venir, pálida, frenética, armada de tea y puñales; Facundo, el caudillo más joven y emprendedor, había paseado sus hordas por las faldas de los Andes, y encerrádose a su pesar en su guarida; Rosas, en Buenos Aires, tenía ya su trabajo maduro y en estado de ponerlo en exhibición; era una obra de diez años realizada en derredor del fogón del gaucho, en la pulpería al lado del cantor.

Dorrego estaba de más para todos: para los unitarios, que lo menospreciaban; para los caudillos, a quienes era indiferente; para Rosas, en fin, que ya estaba cansado de aguardar y de surgir a la sombra de los partidos de la _ciudad_; que quería gobernar pronto, incontinenti; en una palabra: pugnaba por producirse aquel elemento que no era, porque no podía serlo, federal en el sentido estricto de la palabra; aquello que se estaba removiendo y agitando desde Artigas hasta Facundo, tercer elemento social, lleno de vigor y de fuerza, impaciente por manifestarse en toda su desnudez, por medirse con las ciudades y la civilización europea.

Si quitáis de la Historia la muerte de Dorrego, Facundo, ¿habría perdido la fuerza de expansión que sentía rebullirse en su alma? Rosas, ¿habría interrumpido su obra de personificación en la campaña en que estaba atareado sin descanso ni tregua desde mucho antes de manifestarse en 1820, o cesado el movimiento iniciado por Artigas e incorporado ya en la circulación de la sangre de la República? ¡No! Lo que Lavalle hizo fué dar con la espada un corte al nudo gordiano en que había venido a enredarse toda la sociabilidad argentina; dando una sangría, quiso evitar el cáncer lento, la estagnación; poniendo fuego a la mecha, hizo que reventase la mina por la mano de unitarios y federales, preparada de mucho tiempo atrás.

Desde este momento nada quedaba que hacer para los tímidos, sino taparse los oídos y cerrar los ojos. Los demás vuelan a las armas por todas partes; el tropel de los caballos hace retemblar la Pampa, y el cañón enseña su negra boca a la entrada de las ciudades.

Me es preciso dejar a Buenos Aires para volver al fondo de las demás provincias a ver lo que en ellas se prepara. Una cosa debo notar de paso, y es que López, vencido en varios encuentros, solicitaba en vano una paz tolerable; que Rosas piensa seriamente en trasladarse al Brasil[30]. Lavalle se niega a toda transacción, y sucumbe. ¿No véis al unitario entero en ese desdén del gaucho, en esa confianza en el triunfo de la ciudad? Pero ya lo he dicho: la _montonera_ fué siempre débil en los campos de batalla, pero terrible en una larga campaña. Si Lavalle hubiera adoptado otra línea de conducta y conservado el puerto en poder de los hombres de la ciudad, ¿qué habría sucedido? El gobierno la sangre de la Pampa, ¿habría tenido lugar?

Facundo estaba en su elemento. Una campaña debía abrirse; los _chasques_ se cruzan por todas partes; el aislamiento feudal va a convertirse en confederación guerrera; todo es puesto en requisición para la próxima campaña, y no es que sea necesario ir hasta las orillas del Plata para encontrar un buen campo de batalla, no; el general Paz con ochocientos veteranos ha venido a Córdoba, batido y destrozado a Bustos, y apoderádose de la ciudad que está a un paso de los Llanos, y que ya asedian e importunan con su algazara las montoneras de la sierra de Córdoba.

Facundo apresura sus preparativos; arde por llegar a las manos con un general manco, que no puede manejar una lanza ni hacer describir círculos al sable. Ha vencido a La Madrid; ¡qué podrá hacer Paz! De Mendoza debe reunírsele don Félix Aldao con un regimiento de auxiliares perfectamente equipados _de colorado_, y disciplinados; y no estando aún lista una fuerza de setecientos hombres de San Juan, Facundo se dirige a Córdoba con 4.000 hombres, ansiosos de medir sus armas con los coraceros del núm. 2 y los altaneros jefes de línea.

La batalla de la Tablada es tan conocida, que sus pormenores no interesan ya. En la _Revue des Deux Mondes_ se encuentra brillantemente descrita; pero hay algo que debe notarse. Facundo acomete la ciudad con todo su ejército, y es rechazado durante un día y una noche de tentativas de asalto, por cien jóvenes dependientes de comercio, treinta artesanos artilleros, diez y ocho soldados tiradores, seis coraceros enfermos, parapetados detrás de zanjas hechas a la ligera y defendidas por sólo cuatro piezas de artillería. Sólo cuando anuncia su designio de incendiar la hermosa ciudad, puede obtener que le entreguen la plaza pública, que es lo único que no está en su poder. Sabiendo que Paz se acerca, deja como inútil la infantería y artillería y marcha a su encuentro con las fuerzas de caballería, que eran, sin embargo, de triple número que el ejército enemigo. Allí fué el duro batallar, allí las repetidas cargas de caballería; ¡pero todo inútil!

Aquellas enormes masas de jinetes que van a revolcarse sobre los ochocientos veteranos, tienen que volver atrás a cada minuto, y volver a cargar para ser rechazados de nuevo. En vano la terrible lanza de Quiroga hace en la retaguardia de los suyos tanto estrago como el cañón y la espada de Ituzaingó hacen al frente. ¡Inútil! En vano remolinean los caballos al frente de las bayonetas y en la boca de los cañones. ¡Inútil! Son las olas de una mar embravecida que vienen a estrellarse en vano contra la inmóvil y áspera roca; a veces queda sepultada en el torbellino que en su derredor levanta el choque; pero un momento después sus crestas negras, inmóviles, tranquilas, reaparecen burlando la rabia del agitado elemento. De cuatrocientos auxiliares sólo quedan sesenta; de seiscientos _colorados_ no sobrevive un tercio, y los demás cuerpos sin nombre se han desecho y convertídose en una masa informe e indisciplinada que se disipa por los campos. Facundo vuela a la ciudad, y al amanecer del día siguiente estaba como el tigre en acecho, con sus cañones e infantes; todo, empero, quedó muy en breve terminado, y mil quinientos cadáveres patentizaron la rabia de los vencidos y la firmeza de los vencedores.

Sucedieron en estos días de sangre dos hechos que siguen después repitiéndose. Las tropas de Facundo mataron en la ciudad al mayor Tejedor, que llevaba en la mano una bandera parlamentaria; en la batalla del segundo día, un coronel de Paz fusiló nueve oficiales prisioneros. Ya veremos las consecuencias.

En la Tablada de Córdoba se midieron las fuerzas de la campaña y de la ciudad bajo sus más altas inspiraciones, Facundo y Paz, dignas personificaciones de las dos tendencias que van a disputarse el dominio de la República. Facundo, ignorante, bárbaro, que ha llevado por largos años una vida errante que sólo alumbra de vez en cuando los reflejos siniestros del puñal que gira en torno suyo; valiente hasta la temeridad, dotado de fuerzas hercúleas, gaucho de a caballo como el primero, dominándolo todo por la violencia y el terror, no conoce más poder que el de la fuerza brutal, no tiene fe sino en el caballo; todo lo espera del valor, de la lanza, del empuje terrible de sus cargas de caballería. ¿Dónde encontraréis en la República Argentina un tipo más acabado del ideal del gaucho malo? ¿Creéis que es torpeza dejar en la _ciudad_ su infantería y artillería? No; es instinto, es gala de gaucho; la infantería deshonraría el triunfo cuyos laureles debe coger desde a caballo.

Paz es, por el contrario, el hijo legítimo de la ciudad, el representante más cumplido del poder de los pueblos civilizados. Lavalle, La Madrid y tantos otros, son argentinos siempre, soldados de caballería, brillantes como Murat, si se quiere; pero el instinto gaucho se abre paso por entre la coraza y las charreteras. Paz es militar a la europea: no cree en el valor solo si no se subordina a la táctica, la estrategia y la disciplina; apenas sabe andar a caballo; es, además, manco y no podría manejar una lanza. La ostentación de fuerzas numerosas le incomoda; pocos soldados, pero bien instruídos. Dejadle formar un ejército, esperad que os diga: ya está en estado, y concededle que escoja el terreno en que ha de dar la batalla, y podéis fiarle entonces la suerte de la República. Es el espíritu guerrero de la Europa hasta en el arma en que ha servido; es artillero, y, por tanto, matemático, científico, calculador. Una batalla es un problema que resolverá por ecuaciones, hasta daros la incógnita, que es la victoria.

El general Paz no es un genio, como el artillero de Tolón, y me alegro de que no lo sea; la libertad pocas veces tiene mucho que agradecer a los genios. Es un militar hábil y un administrador honrado, que ha sabido conservar las tradiciones europeas y civiles, y que espera de la ciencia lo que otros aguardan de la fuerza brutal; es, en una palabra, el representante legítimo de las _ciudades_, de la civilización europea, que estamos amenazados de ver interrumpida en nuestra patria. ¡Pobre general Paz! ¡Gloríate en medio de tus repetidos contratiempos! ¡Contigo andan los penates de la República Argentina! Todavía el destino no ha decidido entre ti y Rosas, entre la _ciudad_ y la pampa, entre la banda celeste y la cinta _colorada_. Tenéis la única cualidad de espíritu que vence al fin la resistencia de la materia bruta, la que hizo el poder de los mártires. Tenéis fe. ¡Nunca habéis dudado! ¡La fe os salvará y en ti la civilización!

Algo debe haber de predestinado en este hombre. Desprendido del seno de una revolución mal aconsejada como la de 1.º de Diciembre, él es el único que sabe justificarla con la victoria; arrebatado de la cabeza de su ejército por el poder sublime del gaucho, anda de prisión en prisión diez años, y Rosas mismo no se atreve a matarlo, como si un ángel tutelar velara sobre la conservación de sus días. Escapado como por milagro en medio de una noche tempestuosa, las olas agitadas del Plata le dejan al fin tocar la ribera oriental; rechazado aquí, desairado allá, le entregan al fin las fuerzas extenuadas de una provincia que ha visto sucumbir ya dos ejércitos. De estas migajas que recoge con paciencia y prolijidad, forma sus medios de resistencia, y cuando los ejércitos de Rosas han triunfado por todas partes y llevado el terror y la matanza por todos los confines de la República, el general manco, el general boleado, grita desde los pantanos de Canguazú: ¡la República vive aún! Despojado de sus laureles por la mano de los mismos a quienes ha salvado, y arrojado indignamente de la cabeza de su ejército, se salva de entre sus enemigos en el Entre Ríos, porque el cielo desencadena sus elementos para protegerlo, y porque el gaucho del bosque, Montiel, no se atreve a matar al buen manco que no mata a nadie. Llegado a Montevideo, sabe que Rivera ha sido derrotado, acaso porque él no estuvo para enredar al enemigo en sus propias maniobras. Toda la _ciudad_, consternada, se agolpa a su humilde morada de fugitivo a pedirle una palabra de consuelo, una vislumbre de esperanza. «Si me dieran veinte días, no toman la plaza», es la única respuesta que da sin entusiasmo, pero con la seguridad del matemático. Dale Oribe lo que Paz pide, y tres años van corriendo desde aquel día de consternación para Montevideo.

Cuando ha afirmado bien la plaza y habituado a la guarnición improvisada a pelear diariamente, como si fuera ésta una ocupación como cualquiera otra de la vida, vase al Brasil, se detiene en la Corte más tiempo que el que sus parciales desearan, y cuando Rosas esperaba verlo bajo la vigilancia de la policía imperial, sabe que está en Corrientes disciplinando seis mil hombres, que ha celebrado una alianza con el Paraguay, y más tarde llega a sus oídos que el Brasil ha invitado a la Francia y a la Inglaterra para tomar parte en la lucha; de manera que la cuestión entre la _campaña_ pastora y las _ciudades_ se ha convertido al fin en cuestión entre el manco matemático, el científico Paz y el gaucho bárbaro Rosas; entre la pampa por un lado, y Corrientes, el Paraguay, el Uruguay, el Brasil, la Inglaterra y la Francia por otro.

Lo que más honra a este general es que los enemigos a quienes ha combatido no le tienen ni rencor ni miedo. La _Gaceta_ de Rosas, tan pródiga en calumnias y difamaciones, no acierta a injuriarlo con provecho, descubriendo a cada paso el respeto que a sus detractores inspira; llámale manco boleado, castrado, porque siempre ha de haber una brutalidad y una torpeza mezclada con los gritos sangrientos del caribe. Si fuese a penetrarse en lo íntimo del corazón de los que sirven a Rosas, se descubriría la afección que todos tienen al general Paz, y los antiguos federales no han olvidado que él era el que estaba siempre protegiéndolos contra el encono de los antiguos unitarios. ¡Quién sabe si la Providencia, que tiene en sus manos la suerte de los Estados, ha querido guardar este hombre, que tantas veces ha escapado a la destrucción, para volver a reconstituir la República bajo el imperio de las leyes que permiten la libertad sin la licencia, y que hacen inútil el terror y las violencias que los estúpidos necesitan para mandar! Paz es provinciano, y como tal presenta ya una garantía de que no sacrificaría las provincias a Buenos Aires y al puerto, como lo hace hoy Rosas, para tener millones con que empobrecer y barbarizar a los pueblos del interior; como los federales de las _ciudades_ acusaban al Congreso de 1826.

El triunfo de la Tablada abría una nueva época para la ciudad de Córdoba, que hasta entonces, según el mensaje pasado a la Representación provincial por el general Paz, «había ocupado el último lugar entre los pueblos argentinos»; «recordad que ha sido--continúa el mensaje--donde se han cruzado las medidas y puesto obstáculo a todo lo que ha tenido tendencia a constituir la nación, o esta misma provincia, ya sea bajo el sistema federal, ya bajo el unitario».

Córdoba, como todas las ciudades argentinas, tenía su elemento federal, ahogado hasta entonces por el Gobierno absoluto y quietista, como el de Bustos. Desde la entrada de Paz, este elemento oprimido se manifiesta en la superficie, mostrando cuanto se ha robustecido durante los nueve años de aquel Gobierno español.

He pintado antes ya a Córdoba, la antagonista en ideas a Buenos Aires; pero hay una circunstancia que la recomienda poderosamente para el porvenir. La ciencia es el mayor de los títulos para el cordobés; dos siglos de Universidad han dejado en las conciencias esta civilizadora preocupación, que no existe tan hondamente arraigada en las otras provincias del interior; de manera que no bien cambiara la dirección y materia de los estudios, pudo Córdoba contar ya con un mayor número de sostenedores de la civilización, que tiene por causa y efecto el dominio y cultivo de la inteligencia.

Ese respeto a las luces, ese valor tradicional concedido a los títulos universitarios, desciende en Córdoba hasta las clases inferiores de la sociedad, y no de otro modo puede explicarse cómo las masas _cívicas_ de Córdoba abrazaron la revolución civil que traía Paz, con un ardor que no se ha desmentido diez años después, y que ha preparado millares de víctimas de entre las clases artesana y proletaria de la ciudad, a la ordenada y fría rabia del mazorquero. Paz traía consigo un intérprete para entenderse con las masas cordobesas de la ciudad: ¡Barcala!, el coronel negro que tan gloriosamente se había ilustrado en el Brasil, y que se paseaba del brazo con los jefes del ejército; Barcala, el liberto consagrado durante tantos años a mostrar a los artesanos el buen camino, y a hacerles amar una revolución que no distinguía ni color ni clase para condecorar el mérito; Barcala fué el encargado de popularizar el cambio de ideas y miras obrado en la ciudad, y lo consiguió más allá de lo que se creía deber esperarse. Los cívicos de Córdoba pertenecen desde entonces a la _ciudad_, al orden civil, a la civilización.

La juventud cordobesa se ha distinguido en la actual guerra por la abnegación y constancia que ha desplegado, siendo infinito el número de los que han sucumbido en los campos de batalla, en las matanzas de la mazorca, y mayor aún el de los que sufren los males de la expatriación. En los combates de San Juan quedaron las calles sembradas de esos doctores cordobeses, a quienes barrían los cañones que intentaban arrebatar al enemigo.

Por otra parte, el clero, que tanto había fomentado la oposición al Congreso y a la Constitución, había tenido sobrado tiempo para medir el abismo a que conducían la civilización, los defensores del _culto exclusivo_ de la clase de Facundo, López y demás, y no vaciló en prestar adhesión decidida al general Paz.

Así, pues, los doctores como los jóvenes, el clero como las masas, aparecieron desde luego unidos bajo un solo sentimiento, dispuestos a sostener los principios proclamados por el nuevo orden de cosas. Paz pudo contraerse ya a reorganizar la provincia y a anudar relaciones de amistad con las otras. Celebróse un tratado con López de Santa Fe, a quien don Domingo de Oro inducía a aliarse con el general Paz; Salta y Tucumán lo estaban ya antes de la Tablada, quedando sólo las provincias occidentales en estado de hostilidad.

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