CAPÍTULO V.
GUERRA SOCIAL.--LA TABLADA
«Il y a un quatrième élément qui
arrive, ce sont les barbares, ce
sont des hordes nouvelles, qui
viennent se jeter dans la société
antique avec une compléte fraîcheur
de moeurs, d'âme et d'esprit;
qui n'ont rien fait, qui sont prêts à
tout recevoir avec toute l'aptitude
de l'ignorance la plus docile, et la
plus naïve.»
LHERMINIER.
La Presidencia ha caído en medio de los silbos y las rechiflas de sus
adversarios. Dorrego, el hábil jefe de la oposición en Buenos Aires, es
el amigo de los Gobiernos del interior, sus fautores y sostenedores en
la campaña parlamentaria en que logró triunfar. En el exterior, la
victoria parece haberse divorciado con la República, y aunque sus armas
no sufren desastres en el Brasil, se siente por todas partes la
necesidad de la paz. La oposición de los jefes del interior había
debilitado al ejército, destruyendo o negando los contingentes que
debían reforzarlo. En el interior reina una tranquilidad aparente; pero
el suelo parece removerse, y rumores extraños turban la quieta
superficie. La Prensa de Buenos Aires brilla con resplandores
siniestros; la amenaza está en el fondo de los artículos que se lanzan
diariamente oposiciones y Gobierno.
La administración Dorrego siente que el vacío empieza a hacerse en torno
suyo; que el partido de la _ciudad_, que se ha denominado federal y lo
ha elevado, no tiene elementos para sostenerse con brillo después de la
presidencia. La administración Dorrego no había resuelto ninguna de las
cuestiones que tenían dividida la República, mostrando, por el
contrario, toda la impotencia del federalismo.
Dorrego era _porteño_ antes de todo. ¿Qué le importaba el interior? El
ocuparse de sus intereses habría sido manifestarse _unitario_, es decir,
nacional. Dorrego había prometido a los caudillos y pueblos todo cuanto
podía afianzar la perpetuidad de los unos y favorecer los intereses de
los otros; elevado, empero, al Gobierno, ¿qué nos importa, decía allá en
sus círculos, que los tiranuelos despoticen a esos pueblos? ¿Qué valen
para nosotros 4.000 pesos anuales dados a López y 18.000 a Quiroga, para
nosotros, que tenemos el puerto y la Aduana que nos produce millón y
medio, que el _fatuo_ Rivadavia quería convertir en rentas nacionales?
Porque no olvidemos que el sistema de aislamiento se traduce por una
frase cortísima: cada uno para sí. ¿Pudo prever Dorrego y su partido que
las provincias vendrían un día a castigar a Buenos Aires por haberles
negado su influencia civilizadora, y que, a fuerza de despreciar su
atraso y su barbarie, ese atraso y esa barbarie habían de penetrar en
las calles de Buenos Aires, establecerse allí y sentar sus reales en el
fuerte?
Pero Dorrego podía haberlo visto, si él o los suyos hubiesen tenido
mejores ojos. Las provincias estaban ahí, a las puertas de la ciudad,
esperando la ocasión de penetrar en ella. Desde los tiempos de la
Presidencia, los decretos de la autoridad civil encontraban una barrera
impenetrable en los arrabales exteriores de la ciudad. Dorrego había
empleado como instrumento de oposición esta resistencia exterior, y
cuando su partido triunfó condecoró al aliado de extramuros con el
dictado de _Comandante general de la Campaña_. ¿Qué lógica de hierro es
ésta que hace escalón indispensable para un caudillo su elevación a
comandante de campaña? Donde no existe este andamio, como sucedía
entonces en Buenos Aires, se levanta exprofeso, como si se quisiese,
antes de meter el lobo en el redil, exponerlo a las miradas de todos y
elevarlo en los escudos.
Dorrego, más tarde, encontró que el _Comandante de Campaña_, que había
estado haciendo bambolear la Presidencia y tan poderosamente había
contribuído a derrocarla, era una palanca aplicada constantemente al
Gobierno, y que, caído Rivadavia y puesto en su lugar a Dorrego, la
palanca continuaba su trabajo de desquiciamiento. Dorrego y Rosas están
en presencia el uno del otro, observándose y amenazándose. Todos los del
círculo de Dorrego recuerdan su frase favorita: «_¡El gaucho pícaro!_»
«Que siga enredando--decía--, y el día menos pensado lo fusilo.» ¡Así
decían también los Ocampo cuando sentían sobre su hombro la robusta
garra de Quiroga!
Indiferente para los pueblos del interior, débil con su elemento federal
de la _ciudad_ y en lucha ya con el poder de la campaña que había
llamado en su auxilio, Dorrego, que ha llegado al Gobierno por la
oposición parlamentaria y la polémica, trata de atraerse a los
unitarios, a quienes ha vencido. Pero los partidos no tienen ni caridad
ni previsión. Los unitarios se le ríen en las barbas; se complotan y se
pasan la palabra: «Vacila--dicen--, dejémosle caer.» Los unitarios no
comprendían que con Dorrego venían replegándose a la _ciudad_ los que
habían querido hacerse intermediarios entre ellos y la campaña, y que el
monstruo de que huían no buscaba a Dorrego, sino a la _ciudad_, a las
instituciones civiles, a ellos mismos, que eran su más alta expresión.
En este estado de cosas, concluída la paz en el Brasil, desembarca la
primera división del ejército mandado por Lavalle. Dorrego conocía el
espíritu de los veteranos de la Independencia, que se veían cubiertos de
heridas, encaneciendo bajo el peso del morrión, y, sin embargo, apenas
eran coroneles, mayores, capitanes, gracias si dos o tres habían ceñido
la banda de general, mientras que en el seno de la República, y sin
traspasar jamás las fronteras, había decenas de caudillos que en cuatro
años habían elevádose de _gauchos malos_ a comandantes, de comandantes a
generales, de generales a conquistadores de pueblos y, al fin, a
soberanos absolutos de ellos. ¿Para qué buscar motivo al odio implacable
que bullía bajo las corazas de los veteranos? ¿Qué les aguardaba después
de que el nuevo orden de cosas les había estorbado hacer, como ellos
pretendían, ondear sus penachos por las calles de la capital del
Imperio?
El 1.º de diciembre amanecieron formados en la plaza de la Victoria los
cuerpos de línea desembarcados. El gobernador, Dorrego, había tomado la
campaña; los unitarios llenaban las avenidas, hendiendo el aire con sus
vivas y sus gritos de triunfo. Algunos días después, 700 coraceros,
mandados por oficiales generales, salían por la calle del Perú con rumbo
a la Pampa, a encontrar algunos millares de gauchos, indios amigos y
alguna fuerza regular, encabezados por Dorrego y Rosas. Un momento
después estaba el campo de Navarro lleno de cadáveres, y al día
siguiente un bizarro oficial, que hoy está al servicio de Chile,
entregaba en el Cuartel general a Dorrego prisionero. Una hora más
tarde, el cadáver de Dorrego yacía traspasado de balazos. El jefe que
había ordenado la ejecución anunciaba el hecho a la ciudad en estos
términos, llenos de abnegación y altanería:
«Participo al Gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego
acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que
componen esta división.
»La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor
Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la
tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado
poseído de otro sentimiento que el del bien público.
»Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del
coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su
obsequio.
»Saluda al señor ministro con toda consideración,
»_Juan Lavalle._»
¿Hizo mal Lavalle? Tantas veces lo han dicho, que sería fastidioso
añadir un sí en apoyo de los que _después_ de palpadas las consecuencias
han desempeñado la fácil tarea de incriminar los motivos de donde
procedieron. Cuando el mal existe, es porque está en las _cosas_, y allí
solamente ha de ir a buscársele; si un _hombre_ lo representa, haciendo
desaparecer la _personificación_, se le renueva. César asesinado renació
más terrible en Octavio. Este sentir de Luis Blanc, expresado antes por
Lherminier y otros mil, enseñado por la Historia tantas veces, sería un
anacronismo objetarlo a nuestros partidos educados hasta 1829 con las
exageradas ideas de Mably, Reynal, Rousseau, sobre los déspotas, la
tiranía, y tantas otras palabras que aun vemos quince años después
formando el fondo de las publicaciones la Prensa.
Lavalle no sabía, por entonces, que matando el cuerpo no se mata el
alma, y que los personajes políticos traen su carácter y su existencia
del fondo de las ideas, intereses y fines del partido que representan.
Si Lavalle, en lugar de Dorrego, hubiese fusilado a Rosas, habría quizá
ahorrado al mundo un espantoso escándalo, a la humanidad un oprobio, y a
la República mucha sangre y muchas lágrimas; pero aun fusilando a Rosas,
la _campaña_ no habría carecido de representantes, y no se habría hecho
más que cambiar un cuadro histórico por otro. Pero lo que hoy se afecta
ignorar es que, no obstante la responsabilidad puramente personal que
del acto se atribuye Lavalle, la muerte de Dorrego era una consecuencia
necesaria de las ideas dominantes entonces, y que dando cima a esta
empresa, el soldado intrépido hasta desafiar el fallo de la historia, no
hacía más que realizar el voto confesado y proclamado del ciudadano.
Sin duda que nadie me atribuirá el designio de justificar al muerto, a
expensas de los que sobreviven. Lavalle hacía lo que todos deseaban
haber hecho, salvo quizás las formas, lo menos substancial sin duda en
caso semejante. ¿Qué había estorbado la proclamación de la Constitución
de 1826, sino la hostilidad contra ella de Ibarra, López, Bustos,
Quiroga, Ortiz, los Aldao, cada uno dominando una provincia y algunos de
ellos influyendo sobre las demás? Luego, ¿qué cosa debía parecer más
lógica en aquel tiempo y para aquellos hombres lógicos _à priori_ por
educación literaria, sino allanar el único obstáculo que, según ellos,
se presentaba para la suspirada organización de la República? Estos
errores políticos que pertenecen a una época más bien que a un hombre,
son, sin embargo, muy dignos de consideración, porque de ellos depende
la explicación de muchos fenómenos sociales. Lavalle fusilando a
Dorrego, como se proponía fusilar a Bustos, López, Facundo y los demás
caudillos, respondía a una exigencia de su época, de su partido.
Todavía en 1834 había hombres en Francia que creían que haciendo
desaparecer a Luis Felipe, la República francesa volvería a alzarse
gloriosa y grande como en tiempos pasados. Acaso también la muerte de
Dorrego fué uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el
nudo del drama histórico, y que, eliminados, lo dejan incompleto, frío,
absurdo. Estábase incubando hacía tiempo en la República la guerra
civil; Rivadavia la había visto venir, pálida, frenética, armada de tea
y puñales; Facundo, el caudillo más joven y emprendedor, había paseado
sus hordas por las faldas de los Andes, y encerrádose a su pesar en su
guarida; Rosas, en Buenos Aires, tenía ya su trabajo maduro y en estado
de ponerlo en exhibición; era una obra de diez años realizada en
derredor del fogón del gaucho, en la pulpería al lado del cantor.
Dorrego estaba de más para todos: para los unitarios, que lo
menospreciaban; para los caudillos, a quienes era indiferente; para
Rosas, en fin, que ya estaba cansado de aguardar y de surgir a la sombra
de los partidos de la _ciudad_; que quería gobernar pronto,
incontinenti; en una palabra: pugnaba por producirse aquel elemento que
no era, porque no podía serlo, federal en el sentido estricto de la
palabra; aquello que se estaba removiendo y agitando desde Artigas hasta
Facundo, tercer elemento social, lleno de vigor y de fuerza, impaciente
por manifestarse en toda su desnudez, por medirse con las ciudades y la
civilización europea.
Si quitáis de la Historia la muerte de Dorrego, Facundo, ¿habría perdido
la fuerza de expansión que sentía rebullirse en su alma? Rosas, ¿habría
interrumpido su obra de personificación en la campaña en que estaba
atareado sin descanso ni tregua desde mucho antes de manifestarse en
1820, o cesado el movimiento iniciado por Artigas e incorporado ya en la
circulación de la sangre de la República? ¡No! Lo que Lavalle hizo fué
dar con la espada un corte al nudo gordiano en que había venido a
enredarse toda la sociabilidad argentina; dando una sangría, quiso
evitar el cáncer lento, la estagnación; poniendo fuego a la mecha, hizo
que reventase la mina por la mano de unitarios y federales, preparada de
mucho tiempo atrás.
Desde este momento nada quedaba que hacer para los tímidos, sino taparse
los oídos y cerrar los ojos. Los demás vuelan a las armas por todas
partes; el tropel de los caballos hace retemblar la Pampa, y el cañón
enseña su negra boca a la entrada de las ciudades.
Me es preciso dejar a Buenos Aires para volver al fondo de las demás
provincias a ver lo que en ellas se prepara. Una cosa debo notar de
paso, y es que López, vencido en varios encuentros, solicitaba en vano
una paz tolerable; que Rosas piensa seriamente en trasladarse al
Brasil[30]. Lavalle se niega a toda transacción, y sucumbe. ¿No véis al
unitario entero en ese desdén del gaucho, en esa confianza en el triunfo
de la ciudad? Pero ya lo he dicho: la _montonera_ fué siempre débil en
los campos de batalla, pero terrible en una larga campaña. Si Lavalle
hubiera adoptado otra línea de conducta y conservado el puerto en poder
de los hombres de la ciudad, ¿qué habría sucedido? El gobierno la sangre
de la Pampa, ¿habría tenido lugar?
Facundo estaba en su elemento. Una campaña debía abrirse; los _chasques_
se cruzan por todas partes; el aislamiento feudal va a convertirse en
confederación guerrera; todo es puesto en requisición para la próxima
campaña, y no es que sea necesario ir hasta las orillas del Plata para
encontrar un buen campo de batalla, no; el general Paz con ochocientos
veteranos ha venido a Córdoba, batido y destrozado a Bustos, y
apoderádose de la ciudad que está a un paso de los Llanos, y que ya
asedian e importunan con su algazara las montoneras de la sierra de
Córdoba.
Facundo apresura sus preparativos; arde por llegar a las manos con un
general manco, que no puede manejar una lanza ni hacer describir
círculos al sable. Ha vencido a La Madrid; ¡qué podrá hacer Paz! De
Mendoza debe reunírsele don Félix Aldao con un regimiento de auxiliares
perfectamente equipados _de colorado_, y disciplinados; y no estando aún
lista una fuerza de setecientos hombres de San Juan, Facundo se dirige a
Córdoba con 4.000 hombres, ansiosos de medir sus armas con los coraceros
del núm. 2 y los altaneros jefes de línea.
La batalla de la Tablada es tan conocida, que sus pormenores no
interesan ya. En la _Revue des Deux Mondes_ se encuentra brillantemente
descrita; pero hay algo que debe notarse. Facundo acomete la ciudad con
todo su ejército, y es rechazado durante un día y una noche de
tentativas de asalto, por cien jóvenes dependientes de comercio, treinta
artesanos artilleros, diez y ocho soldados tiradores, seis coraceros
enfermos, parapetados detrás de zanjas hechas a la ligera y defendidas
por sólo cuatro piezas de artillería. Sólo cuando anuncia su designio de
incendiar la hermosa ciudad, puede obtener que le entreguen la plaza
pública, que es lo único que no está en su poder. Sabiendo que Paz se
acerca, deja como inútil la infantería y artillería y marcha a su
encuentro con las fuerzas de caballería, que eran, sin embargo, de
triple número que el ejército enemigo. Allí fué el duro batallar, allí
las repetidas cargas de caballería; ¡pero todo inútil!
Aquellas enormes masas de jinetes que van a revolcarse sobre los
ochocientos veteranos, tienen que volver atrás a cada minuto, y volver a
cargar para ser rechazados de nuevo. En vano la terrible lanza de
Quiroga hace en la retaguardia de los suyos tanto estrago como el cañón
y la espada de Ituzaingó hacen al frente. ¡Inútil! En vano remolinean
los caballos al frente de las bayonetas y en la boca de los cañones.
¡Inútil! Son las olas de una mar embravecida que vienen a estrellarse en
vano contra la inmóvil y áspera roca; a veces queda sepultada en el
torbellino que en su derredor levanta el choque; pero un momento después
sus crestas negras, inmóviles, tranquilas, reaparecen burlando la rabia
del agitado elemento. De cuatrocientos auxiliares sólo quedan sesenta;
de seiscientos _colorados_ no sobrevive un tercio, y los demás cuerpos
sin nombre se han desecho y convertídose en una masa informe e
indisciplinada que se disipa por los campos. Facundo vuela a la ciudad,
y al amanecer del día siguiente estaba como el tigre en acecho, con sus
cañones e infantes; todo, empero, quedó muy en breve terminado, y mil
quinientos cadáveres patentizaron la rabia de los vencidos y la firmeza
de los vencedores.
Sucedieron en estos días de sangre dos hechos que siguen después
repitiéndose. Las tropas de Facundo mataron en la ciudad al mayor
Tejedor, que llevaba en la mano una bandera parlamentaria; en la batalla
del segundo día, un coronel de Paz fusiló nueve oficiales prisioneros.
Ya veremos las consecuencias.
En la Tablada de Córdoba se midieron las fuerzas de la campaña y de la
ciudad bajo sus más altas inspiraciones, Facundo y Paz, dignas
personificaciones de las dos tendencias que van a disputarse el dominio
de la República. Facundo, ignorante, bárbaro, que ha llevado por largos
años una vida errante que sólo alumbra de vez en cuando los reflejos
siniestros del puñal que gira en torno suyo; valiente hasta la
temeridad, dotado de fuerzas hercúleas, gaucho de a caballo como el
primero, dominándolo todo por la violencia y el terror, no conoce más
poder que el de la fuerza brutal, no tiene fe sino en el caballo; todo
lo espera del valor, de la lanza, del empuje terrible de sus cargas de
caballería. ¿Dónde encontraréis en la República Argentina un tipo más
acabado del ideal del gaucho malo? ¿Creéis que es torpeza dejar en la
_ciudad_ su infantería y artillería? No; es instinto, es gala de gaucho;
la infantería deshonraría el triunfo cuyos laureles debe coger desde a
caballo.
Paz es, por el contrario, el hijo legítimo de la ciudad, el
representante más cumplido del poder de los pueblos civilizados.
Lavalle, La Madrid y tantos otros, son argentinos siempre, soldados de
caballería, brillantes como Murat, si se quiere; pero el instinto
gaucho se abre paso por entre la coraza y las charreteras. Paz es
militar a la europea: no cree en el valor solo si no se subordina a la
táctica, la estrategia y la disciplina; apenas sabe andar a caballo; es,
además, manco y no podría manejar una lanza. La ostentación de fuerzas
numerosas le incomoda; pocos soldados, pero bien instruídos. Dejadle
formar un ejército, esperad que os diga: ya está en estado, y concededle
que escoja el terreno en que ha de dar la batalla, y podéis fiarle
entonces la suerte de la República. Es el espíritu guerrero de la Europa
hasta en el arma en que ha servido; es artillero, y, por tanto,
matemático, científico, calculador. Una batalla es un problema que
resolverá por ecuaciones, hasta daros la incógnita, que es la victoria.
El general Paz no es un genio, como el artillero de Tolón, y me alegro
de que no lo sea; la libertad pocas veces tiene mucho que agradecer a
los genios. Es un militar hábil y un administrador honrado, que ha
sabido conservar las tradiciones europeas y civiles, y que espera de la
ciencia lo que otros aguardan de la fuerza brutal; es, en una palabra,
el representante legítimo de las _ciudades_, de la civilización europea,
que estamos amenazados de ver interrumpida en nuestra patria. ¡Pobre
general Paz! ¡Gloríate en medio de tus repetidos contratiempos! ¡Contigo
andan los penates de la República Argentina! Todavía el destino no ha
decidido entre ti y Rosas, entre la _ciudad_ y la pampa, entre la banda
celeste y la cinta _colorada_. Tenéis la única cualidad de espíritu que
vence al fin la resistencia de la materia bruta, la que hizo el poder de
los mártires. Tenéis fe. ¡Nunca habéis dudado! ¡La fe os salvará y en ti
la civilización!
Algo debe haber de predestinado en este hombre. Desprendido del seno de
una revolución mal aconsejada como la de 1.º de Diciembre, él es el
único que sabe justificarla con la victoria; arrebatado de la cabeza de
su ejército por el poder sublime del gaucho, anda de prisión en prisión
diez años, y Rosas mismo no se atreve a matarlo, como si un ángel
tutelar velara sobre la conservación de sus días. Escapado como por
milagro en medio de una noche tempestuosa, las olas agitadas del Plata
le dejan al fin tocar la ribera oriental; rechazado aquí, desairado
allá, le entregan al fin las fuerzas extenuadas de una provincia que ha
visto sucumbir ya dos ejércitos. De estas migajas que recoge con
paciencia y prolijidad, forma sus medios de resistencia, y cuando los
ejércitos de Rosas han triunfado por todas partes y llevado el terror y
la matanza por todos los confines de la República, el general manco, el
general boleado, grita desde los pantanos de Canguazú: ¡la República
vive aún! Despojado de sus laureles por la mano de los mismos a quienes
ha salvado, y arrojado indignamente de la cabeza de su ejército, se
salva de entre sus enemigos en el Entre Ríos, porque el cielo
desencadena sus elementos para protegerlo, y porque el gaucho del
bosque, Montiel, no se atreve a matar al buen manco que no mata a nadie.
Llegado a Montevideo, sabe que Rivera ha sido derrotado, acaso porque él
no estuvo para enredar al enemigo en sus propias maniobras. Toda la
_ciudad_, consternada, se agolpa a su humilde morada de fugitivo a
pedirle una palabra de consuelo, una vislumbre de esperanza. «Si me
dieran veinte días, no toman la plaza», es la única respuesta que da sin
entusiasmo, pero con la seguridad del matemático. Dale Oribe lo que Paz
pide, y tres años van corriendo desde aquel día de consternación para
Montevideo.
Cuando ha afirmado bien la plaza y habituado a la guarnición improvisada
a pelear diariamente, como si fuera ésta una ocupación como cualquiera
otra de la vida, vase al Brasil, se detiene en la Corte más tiempo que
el que sus parciales desearan, y cuando Rosas esperaba verlo bajo la
vigilancia de la policía imperial, sabe que está en Corrientes
disciplinando seis mil hombres, que ha celebrado una alianza con el
Paraguay, y más tarde llega a sus oídos que el Brasil ha invitado a la
Francia y a la Inglaterra para tomar parte en la lucha; de manera que la
cuestión entre la _campaña_ pastora y las _ciudades_ se ha convertido al
fin en cuestión entre el manco matemático, el científico Paz y el gaucho
bárbaro Rosas; entre la pampa por un lado, y Corrientes, el Paraguay, el
Uruguay, el Brasil, la Inglaterra y la Francia por otro.
Lo que más honra a este general es que los enemigos a quienes ha
combatido no le tienen ni rencor ni miedo. La _Gaceta_ de Rosas, tan
pródiga en calumnias y difamaciones, no acierta a injuriarlo con
provecho, descubriendo a cada paso el respeto que a sus detractores
inspira; llámale manco boleado, castrado, porque siempre ha de haber una
brutalidad y una torpeza mezclada con los gritos sangrientos del caribe.
Si fuese a penetrarse en lo íntimo del corazón de los que sirven a
Rosas, se descubriría la afección que todos tienen al general Paz, y los
antiguos federales no han olvidado que él era el que estaba siempre
protegiéndolos contra el encono de los antiguos unitarios. ¡Quién sabe
si la Providencia, que tiene en sus manos la suerte de los Estados, ha
querido guardar este hombre, que tantas veces ha escapado a la
destrucción, para volver a reconstituir la República bajo el imperio de
las leyes que permiten la libertad sin la licencia, y que hacen inútil
el terror y las violencias que los estúpidos necesitan para mandar! Paz
es provinciano, y como tal presenta ya una garantía de que no
sacrificaría las provincias a Buenos Aires y al puerto, como lo hace hoy
Rosas, para tener millones con que empobrecer y barbarizar a los pueblos
del interior; como los federales de las _ciudades_ acusaban al Congreso
de 1826.
El triunfo de la Tablada abría una nueva época para la ciudad de
Córdoba, que hasta entonces, según el mensaje pasado a la Representación
provincial por el general Paz, «había ocupado el último lugar entre los
pueblos argentinos»; «recordad que ha sido--continúa el mensaje--donde
se han cruzado las medidas y puesto obstáculo a todo lo que ha tenido
tendencia a constituir la nación, o esta misma provincia, ya sea bajo el
sistema federal, ya bajo el unitario».
Córdoba, como todas las ciudades argentinas, tenía su elemento federal,
ahogado hasta entonces por el Gobierno absoluto y quietista, como el de
Bustos. Desde la entrada de Paz, este elemento oprimido se manifiesta en
la superficie, mostrando cuanto se ha robustecido durante los nueve años
de aquel Gobierno español.
He pintado antes ya a Córdoba, la antagonista en ideas a Buenos Aires;
pero hay una circunstancia que la recomienda poderosamente para el
porvenir. La ciencia es el mayor de los títulos para el cordobés; dos
siglos de Universidad han dejado en las conciencias esta civilizadora
preocupación, que no existe tan hondamente arraigada en las otras
provincias del interior; de manera que no bien cambiara la dirección y
materia de los estudios, pudo Córdoba contar ya con un mayor número de
sostenedores de la civilización, que tiene por causa y efecto el dominio
y cultivo de la inteligencia.
Ese respeto a las luces, ese valor tradicional concedido a los títulos
universitarios, desciende en Córdoba hasta las clases inferiores de la
sociedad, y no de otro modo puede explicarse cómo las masas _cívicas_ de
Córdoba abrazaron la revolución civil que traía Paz, con un ardor que no
se ha desmentido diez años después, y que ha preparado millares de
víctimas de entre las clases artesana y proletaria de la ciudad, a la
ordenada y fría rabia del mazorquero. Paz traía consigo un intérprete
para entenderse con las masas cordobesas de la ciudad: ¡Barcala!, el
coronel negro que tan gloriosamente se había ilustrado en el Brasil, y
que se paseaba del brazo con los jefes del ejército; Barcala, el liberto
consagrado durante tantos años a mostrar a los artesanos el buen camino,
y a hacerles amar una revolución que no distinguía ni color ni clase
para condecorar el mérito; Barcala fué el encargado de popularizar el
cambio de ideas y miras obrado en la ciudad, y lo consiguió más allá de
lo que se creía deber esperarse. Los cívicos de Córdoba pertenecen desde
entonces a la _ciudad_, al orden civil, a la civilización.
La juventud cordobesa se ha distinguido en la actual guerra por la
abnegación y constancia que ha desplegado, siendo infinito el número de
los que han sucumbido en los campos de batalla, en las matanzas de la
mazorca, y mayor aún el de los que sufren los males de la expatriación.
En los combates de San Juan quedaron las calles sembradas de esos
doctores cordobeses, a quienes barrían los cañones que intentaban
arrebatar al enemigo.
Por otra parte, el clero, que tanto había fomentado la oposición al
Congreso y a la Constitución, había tenido sobrado tiempo para medir el
abismo a que conducían la civilización, los defensores del _culto
exclusivo_ de la clase de Facundo, López y demás, y no vaciló en
prestar adhesión decidida al general Paz.
Así, pues, los doctores como los jóvenes, el clero como las masas,
aparecieron desde luego unidos bajo un solo sentimiento, dispuestos a
sostener los principios proclamados por el nuevo orden de cosas. Paz
pudo contraerse ya a reorganizar la provincia y a anudar relaciones de
amistad con las otras. Celebróse un tratado con López de Santa Fe, a
quien don Domingo de Oro inducía a aliarse con el general Paz; Salta y
Tucumán lo estaban ya antes de la Tablada, quedando sólo las provincias
occidentales en estado de hostilidad.