GAUCHOS O CHANGADORES (1729)
ANÓNIMO
(En Dos noticias sobre el estado de los campos de la Banda Oriental al finalizar el siglo XVIII, recogidos por Rogelio Brito Stifano.)
En cuatro clases de personas se puede dividir la población que cubre nuestras Campañas; la de los vecinos hacendados Dueños de Estancias; la de Jornaleros, trabajadores o peones de campo, conocidos por Gauchos o Changadores; la de Indios de Misiones; y la de Portugueses... Los gauchos son también de dos [clases]; o de meros jornaleros que sirven a el que los alquila o de changadores, que viven del contrabando y de robar ganado y hacen faenas por un precio... en que se conciertan con el hacendado que los solicita. Y ambos viven sin domicilio agregados a las estancias, o en el centro de la tierra persiguiendo ganado.
...Éste es el origen, la vida y el ejercicio de los changadores, y los males que causan en aquellas Provincias. El de los Peones se diferencia muy poco del de los Changadores. No hay otra que la que dan a éstos los caporales de aquéllos; los unos emprenden las faenas, y los otros las ejecutan en calidad de ayudantes. Los changadores faenan para hacer comercio de los cueros con los Españoles, o con los Portugueses y el Perú trabaja por su jornal.
...Era pues, consiguiente a este abandono que corriendo por toda la tierra la fama de este tesoro acudiesen gentes de muchas castas a esquilmar esta heredad a la cual tenía derecho todo el que careciese de conciencia. Esta franqueza convidó a los foragidos a tomar posesión de aquel tesoro escondido; y unidos en cuadrillas, levantaron el gremio llamado de Changadores, de la palabra changar o carnear; y usando cada uno de la licencia que alcanzaba por su mafia, todo el campo era un palenque y todo el suelo una carnicería.
CHANGADORES (1730)
DOMINGO ORDOÑANA
Changadores. Antiguamente se daba el nombre de changadores a los que se ocupaban en matar animales alzados, o no alzados, para sacar algún provecho de sus cueros. Con el tiempo fueron pasando de changas sus incursiones, y por sus continuos desafueros eran naturalmente perseguidos por la justicia. Pero en la Banda Oriental del Uruguay tenían la facilidad de guarecerse en el Brasil, ayudados por los portugueses que se ocupaban de lo mismo, y, creciendo su número, hubo que organizar partidas militares para reprimir sus insultos. Así el capitán Luis de Sosa Mascareñas, alcalde de la Santa Hermandad, representó el año de 1730 ante el Cabildo de Montevideo la urgencia que había en que se le auxiliase con treinta hombres armados para registrar la campaña, no pudiendo hacerlo con cuatro solos individuos, como sucedía en tiempos anteriores, a causa de haberse unido con los portugueses los changadores, cada uno de los cuales tenía ya tanto delito como Judas. Así se, explicaba el Alcalde.... nació entonces, como el changador paulista existente, el changador argentino, y nació partiendo de las manchadas de leñadores y carboneros, iniciándose clara y simplemente con permisos que el Cabildo de Buenos Aires dispensaba para tanto número de cueros, en virtud de un pequeño derecho que se hizo pagar por la licencia, la cual debía pasarse fácilmente porque no había autoridad que velase por su exacto cumplimiento.
Los changadores traían sus tropillas de caballos en champanes, chalanas, que cruzaban de Punta Chica siguiendo el Delta a las costas de Soriano, y establecían sus manchadas en márgenes navegables para facilitar los embarques de cuerambres y de gorduras y asegurar de las sorpresas de los ladrones las pulperías y estaqueaderos. Estas tropas se componían de treinta o cuarenta individuos conchavados entre lo peor de los arrabales de Buenos Aires y obedecían generalmente a un capataz que representaba en todos los conceptos al empresario de la tropa.
Estaban perfectamente armados, y como disponían de buenos caballos, fácil les era ahuyentar las cuadrillas sueltas de indios para entregarse a la matanza de ganado que efectuaban en mangueras construidas en las sinuosidades de los ríos, completándolas con lo que se denominaba la media luna, derribando y desjarretando todos los animales mayores y lanzando puerta afuera todo lo que se denominó el gauchaje.
Los grandes rodeos de toros que, por sus condiciones de marrajos, vivían apartados de los rodeos de vacas, eran tratados del modo siguiente: diez o doce hombres en dos grupos se dirigían hacia un trozo de toros; se formaba a la carrera una extensa calle y dos diestros armados de medias lunas enastadas, iban en el centro desjarretando en un pierna, consistiendo el secreto en cortar el tendón de Aquiles de un golpe, saliendo por la parte opuesta para evitar la rápida vuelta del animal.
En algunos casos el changador perdía la vida en los cuernos del toro, porque no supo apartar el caballo con tino y habilidad al dar el corte.
Estas tropas de changadores se disolvían al fin por la conclusión de las contratas o porque los ganados se habían alejado considerablemente de las manchadas, y entonces instalábanse, algunos que habían formado familia, en la costa de algún arroyito, con un plantel de estanzuela o chacra.
GAUDERIOS, GAUCHOS Y CAMILUCHOS (1789-1799)
MIGUEL LASTARRIA
No dejarán de asombrar éstos a quien no se halla acostumbrado a verlos con la barba siempre crecida, inmundos, descalzos y aun sin calzones o con el tapalotodo del poncho (adoptado por algunos regimientos); por cuyas maneras, modos, y traje se tiene en conocimiento de sus costumbres sin sensibilidad, y casi sin religión. Los llaman gauchos, camiluchos o gauderios. Como les es muy fácil carnear, pues a ninguno le falta caballo, bolas, lazo y cuchillo con que coger y matar una res, o como cualquiera les da de comer de balde, satisfaciéndose con sólo la carne asada, trabajan únicamente para adquirir tabaco que fuman, y el mate de la yerba del Paraguay que beben por lo regular sin azúcar cuantas veces puedan al día.
..Hay hacendados que poseen más de cincuenta leguas; y que cuentan más de doscientos dependientes sin oír el Santo Sacrificio de la misa; ni asistir al concurso de fiestas o diversiones públicas; cuyo estado de barbaridad e independencia he descripto distinguiéndolos con el nombre que les dan de gauderios, gauchos y camiluchos.
GAUDERIO (1746)
Las Víboras (Banda Oriental). Fragmento de una comunicación de Francisco Bruno de Zabala al Capitán y Gobernador General del Río de la Plata, 5 de febrero de 1746.
Aquí me informaron, que el rancho de Felipe Alvarez era perjudicial, y que además de no tener de mantenerse, y parar poco en él, servía de hospedería a los que aquí llamamos gauderios, gente que vive como quiere, sin saber de dónde viven o de qué se alimentan, pues no trabajan, él acreditó lo poco que paraba en dicho rancho, pues no le hallé al romper el día para haberlo aprehendido, al rancho le di fuego para quitar esta cueva a los ladrones y a él procuraré ver si lo puedo haber en las manos.
Archivo General de la Nación, D.C.S.G., Portugueses. Campo del Bloqueo. Banda Oriental, S.9.C.4-A, 3, núm. 1. (Ver: Ricardo Rodríguez Molas, Historia social del gaucho, 1968, página 509.)
PEONES (1752-1756)
ANONIMO
Los ganados vacuno y caballar no se crían bajo techo; se les agarra del modo siguiente: los peones o siervos los llevan a espaciosos matorrales, fabricados con cueros de toros asegurados a postes y de una capacidad que oscila entre mil y diez mil cabezas. Luego, montados en un caballo que enseñaron para tal faena, se dirigen al galope hasta llegar a una distancia de doce o más yardas del animal indicado, y con habilidad suma, le arrojan un lazo, hecho de cuero de toro, alrededor del pescuezo. Como el lazo está asegurado por una argolla de hierro a la montura, logran arrastrar así, tras de ellos, al animal; éste, aunque más fuerte que su adversario el caballo, montado por el peón, tiene que rendirse de cansancio frente a la astucia del jinete, que hace parar repentinamente en la carrera, o bien dar vuelta en dirección opuesta, a su cabalgadura.
Uno de esos hábiles peones, bien montado y provisto de lazo, domará y someterá, en campo abierto, al potro más salvaje. Desensillado el caballo que usa, pone la montura sobre el potro, obligándole a galopar y, si es muy bravo, le asegura bien las patas con el lazo y lo arrastra hasta las casas. Caza el león o tigre más feroz, echando el lazo alrededor del cuello o las patas de la fiera, a la que trata como quiera.
GAHUCHOS (1771)
Maldonado (Banda Oriental). Fragmento de una comunicación del comandante de Maldonado don Pablo Carbonell a Vértiz, 23 de octubre de 1771.
Muy señor mío: Habiendo tenido noticia que algunos gahuchos se habían dejado ver a la Sierra, mandé a los tenientes de milicias don José Picolomini, y don Clemente Puebla, pasasen a dicha sierra con una partida de 34 hombres entre éstos algunos soldados de Batton, a fin de hacer una descubierta en la expresada Sierra, por ver si podían encontrar los malechores, y al mismo tiempo viesen si se podría recoger algún ganado; y habiendo practicado...
Museo Histórico Nacional de Montevideo v Archivo General de la Nación, Buenos Aires. (Ver: Fernando Assuncao, El gaucho, 1963, p. 349.)
GAUDERIOS (1773)
CONCOLORCORBO
Éstos son unos mozos nacidos en Montevideo y en los vecinos pagos. Mala camisa y peor vestido procuran encubrir con uno o dos ponchos, de que hace cama con los sudaderos del caballo, sirviéndoles de almohada la silla. Se hacen de una guitarrita que aprenden a tocar muy mal y a cantar desentonadamente varias coplas, que estropean, y muchas que sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre amores. Se pasean a su albedrío por toda la campaña y con notable complacencia de aquellos semibárbaros colonos, comen a su costa y pasan las semanas enteras tendidos sobre un cuero cantando y tocando. Si pierden el caballo o se lo roban, les dan otro o lo toman de la campaña enlazándolo con un cabresto muy largo que llaman rosario. También cargan otro, con dos bolas en los extremos, del tamaño de las regulares con que se juega a los trucos, que muchas veces son de piedra que forran de cuero, para que el caballo se enrede en ellas, como asimismo en otras que llaman ramales, porque se componen de tres bolas, con que muchas veces lastiman los caballos, que no quedan de servicio, estimando este servicio en nada, así ellos como los dueños.
Muchas veces se juntan éstos, cuatro o cinco, y a veces más, con pretexto de ir al campo a divertirse, no llevando más prevención para su mantenimiento que el lazo, las bolas y un cuchillo. Se convienen un día para comer la picana de una vaca o novillo; le enlazan, derriban y bien trincado de pies y manos, le sacan, casi vivo, toda la rabadilla con su cuero, y haciéndole unas picaduras por el lado de la carne la asan mal, y medio cruda se la comen, sin más aderezo que un poco de sal, si la llevan por contingencia. Otras veces matan sólo una vaca o novillo para comer el matambre, que es la carne que tiene la res entre las costillas y el pellejo. Otras veces matan solamente por comer una lengua que asan en el rescoldo. Otras se les antojan caracuces, que son los huesos que tienen tuétano, que revuelven con un palito, y se alimentan de aquella admirable sustancia; pero lo más prodigioso es verlos matar una vaca, sacarle el mondongo y todo el sebo que juntan en el vientre, y con sólo una brasa de fuego o un trozo de estiércol seco de las vacas, prenden fuego a aquel sebo y luego que empieza a arder y comunicarse a la carne gorda y huesos, forma una extraordinaria iluminación, y así vuelven a unir el vientre de la vaca, dejando que respire el fuego por la boca y orificio, dejándola toda una noche o una considerable parte del día, para que se ase bien y a la mañana o tarde la rodean los gauderios y con sus cuchillos van sacando el trozo que le conviene, sin pan ni otro aderezo alguno, y luego que satisfacen su apetito abandonan el resto, a excepción de uno u otro, que lleva un trozo a su campestre cortejo.
GAUDERIOS O GAUCHOS (1784)
JUAN FRANCISCO AGUIRRE
...Pero a más de los vecinos que tienen considerables estancias de ganados, son muchos más los que tienen poco o ningunos, pero éstos últimos son los que se conocen con el nombre de gauchos, y todos suministran el cuero. ... la matanza más cruel que experimentan los ganados es la que ejecutan esta clase de gauderios o gauchos, y son unas gentes que aprovechándose de la soledad de estas campañas, entre otras habilidades tienen la de hacer sus faenas. Se hace cuenta que suben a miles los hombres que se arrojaron a este ejercicio,
"GUASO" Y HOMBRE DE CAMPO (1789)
ESPINOSA (en ALEJANDRO MALASPINA)
Un caballo, un lazo, unas bolas, una carona, un lomillo, un pellón hecho de una pelleja de carnero, es todo su ajuar de campo.
Una bota de medio pie, unas espuelas de latón, de dos a tres libras de peso, que llaman nazarenas, un calzoncillo con fleco, suelto, un calzón de tripe azul o colorado, abierto hasta más arriba de medio muslo, que deje lucir el calzoncillo, de cuya cinta está preso el cuchillo flamenco, un armador, una chaqueta, un sombrero redondo, de ala muy corta y un poncho ordinario, es la gala del más galán de los gauderios.
Su vida, siempre monótona, se reduce a salir al campo, siempre a caballo, y correr de rancho en rancho, sin cuidar jamás de su manutención propia, seguro de encontrarla en la primera parte donde se apee, pues cualquiera recibe hospitalidad franca, sin el empeño de tener siquiera que agradecerla, porque siempre están surtidos los ranchos de charque, que es una carne secada al sol, y cortada en delgadas tiras, que se asa en cuatro minutos, sin otro condimento que un poco de ají, ni otro pan que el jugo de la gordura que produce el mismo charque, y éste es el alimento que más usan.
No será superfluo exponer el diálogo que acostumbran para presentarse el rancho más desconocido. Se ponen a caballo delante de la puerta de él; le dice el amo: -Di-os lo guarde, aa-mi-go -pronunciado con mucha lentitud.
-Y a usted lo mis-mo.
-A-pe-esé si gusta.
-No hay para qué.
-Va-ya, no sea son-so.
-Valdréme de su fa-vor.
-Deje ahí el caballo, nomás.
-Deo gra-cias. -Ahora va entrando. -Ca-ba-llero, sien-te-sé, ahí nomás. -¿Habrá un fuegui-to?
-Alcán-celó por su vi-da, que- ahí está a la vuelta.
Con estas palabras, que se pueden tomar como formulario, se sientan a comer en una banqueta de la figura de un asiento de zapatero, donde la hay, o sobre una calavera de vaca. Se fija el asador en el suelo, que es lo más común, y puesto en rueda, alrededor del asado, cada uno le tira tajos a su salvo hasta que concluyen con él, sin otra bebida que el agua. Si es verano se van detrás del rancho a la sombra y se tumban; si es invierno juegan o cantan unas raras seguidillas, desentonadas, que llaman de cadena, o el pericón, o malambo, acompañándose con una desacordada guitarrilla, que siempre es un tripe. El talento de cantor es uno de los más seguros para ser bien recibido en cualquier parte y tener comida y hospedaje.
Una hora antes de ponerse el sol se despiden de esta suerte: -Que-de con Di-os, aa-mi-go.
-Vaya con Di-os.
Y se va a la primera llanura, desensilla el caballo, lo monta en pelo y le da cinco o seis carreras, que a esto llaman varearlo; vuelve a ensillarle y se va a otro rancho, donde le brindan el mismo hospedaje.
Adereza su cama con el pellón por colchón, el lomillo por cabecera y el poncho por manta y sábana. Si en aquellos días ha carneado algunas reses y ha ganado por peonaje o robo de cueros algunos reales, muda de estilo y rumbo; se va a emplearlos en aguardiente en la más mediata pulpería, de donde no sale hasta haber acabado su caudal.
Sus pasiones favoritas son el juego, de cualquier especie que sea: carreras de caballos, corridas de patos, naipes, bochas y mujeres.
La sencillez de estas gentes trasciende en medio de sus pasiones y vicios, y es singular el modo con que enamoran. Si ven a una china, mulata, u otra mujer que les guste, pasan por junto a ella, y quitándose el sombrero hacia atrás, por encima de la cabeza -por costumbre o por no espantar al caballo: es de suponer que siempre andan a caballo-, le dicen: Qué linda habrá sido; lo mismo que: Qué linda es. Y ella sólo responde: oz; y tira adelante, y así repiten este manejo hasta que la dama se para y le permite más claras explicaciones. No pocas veces paran estos preludios en los desórdenes nocturnos que llaman gateos, ya por condescendencia, y muchas veces por sorpresa y timidez natural en el bello sexo.
Muchos de estos guasos o gauderios libertinos pisotean el derecho de hospitalidad que tan francamente se les dispensa. Como todos duermen en la misma casa, pues la estrechez de las habitaciones no permite las separaciones que pide el buen orden y la decencia, cuando todos duermen, salen a gatas, y con el mayor silencio asaltan el lecho de las mujeres que apetecen, las que si no están de acuerdo sufren la violencia de su honestidad por evitar unos escándalos que también las violentan y exponen su crédito, y usan de la defensa que permite la sorpresa y la confusión.
Reina no poco desorden en las costumbres de la clase pobre de nuestras Américas, por lo de dormir juntas las personas de ambos sexos en la misma habitación, y lo mismo sucederá en cualquier otra parte que no se precaucione.
Muchas veces estos ladrones de la honestidad son sentidos por su poca destreza, y aun las mismas que están de acuerdo son las primeras que los arañan, y todos los burlan y los denuestan.
Otras veces se ven nuestros gauderios en compañía de cuatro o cinco de ellos, y se convidan a comer una pierna de vaca o de novillo: lo enlazan, derriban y trincan de pies y manos, y, casi vivo, le sacan toda la rabadilla, le hacen algunas sajaduras hacia el lado de la carne, la asan a medias y la comen con sal, si por casualidad la traen. Otras, matan una vaca para comer el matambre, que es la carne entre las costillas y el pellejo. Otras, se les antojan caracuces, que son las canillas y huesos que tienen médula: los sacan, los descarnan bien y los ponen punta arriba sobre brasas, hasta que hierva dentro de la caña; y entonces, sirviéndose de un palito, extraen y comen aquella sabrosa sustancia.
También estos carnívoros sibaritas hacen de las vacas un asado que merece particular descripción: abren la res por el vientre, le sacan los intestinos, entrañas, etc., juntan toda la gordura en el centro de la cavidad, pegan fuego a aquellas materias grasas, y se forma una gran luminaria: unen las canales de la res, y el fuego, encerrado, respira por la boca y el orificio; al cabo de algunas horas se halla la carne suficientemente asada, y estos hombres cortan de la parte que les place, y aun llevan a sus casas y la sazonan con ají, que es su ordinario condimento.
En las casas de estas gentes no se ven otros objetos que una cama, un fogón, asientos como banquillos de zapateros o calaveras de vaca, charque, un cuarto de carne colgado, algún mueble de cuero, los aderezos de caballo y apenas algún otro mueble.
LOS PRIMEROS GAUCHOS (1806-1831)
VENTURA R. LYNCH
Aparecen en la escena en 1806, cuando la primera invasión inglesa...
Cairacteres. Este gaucho, que puede decirse el descendiente de dos razas, la blanca y la cobriza, sentía correr por sus venas la ardiente sangre de los andaluces y la belicosa de los querandíes.
Les caracterizaba el color tostado o blanco acobrado, la cara rapada a la usanza de la época y el pelo largo y atado por detrás o trenzado a semejanza de los coyas.
Costumbres. Vestían los gauchos de aquel tiempo una chaqueta corta larga muy poco más de la mitad de la espina dorsal, con cuello y solapas, blanca camisa, corbata o pañuelo a guisa de ella, chaleco muy abierto v prendido con dos botones casi sobre el esternón, dejando ver los caprichosos buches de la camisa entre él y el ceñidor.
Un pantalón hasta la rodilla, muy parecido al de los andaluces, con un entorchado a la altura del bolsillo y abotonado con cuatro ojales, sobre la rodilla, destacaba un calzoncillo de hilo o de lienzo hasta el suelo, flecado y bordado de tablas.
Usaba botas de potro con sus correspondientes espuelas, cuchillo o navaja de cinto, su largo poncho o manteo que generalmente doblaba sobre el brazo y no abandonaba el rebenque, objeto indispensable para los que están habituados a vivir sobre el caballo. Su sombrero era muy parecido al de nuestros días, más alto, más cónico hacia la punta y con el ala más corta y estrecha.
Como los actuales, gastaba recao, bolas y lazo. Algunos lucían sus ricos aperos y la mayor parte manejaba el alfajor (cuchillo de grandes dimensiones) con destreza sin igual.
La música era la música de nuestros días, corrupción entonces de aires andaluces, que hoy está sumamente adulterada.
Cantaban la cifra, el cielo, el fandango y el fandanguillo, composiciones todas más parecidas a la jota, el bolero y otras muy vulgarizadas entonces y hoy en la Andalucía.
Ya el malambo comenzaba a servir de torneo o palenque, en donde el paisano iba a disputar su gloria como danzante.
El mate introducido del Paraguay, el churrasco y el cocido constituían los principales platos de, su arte culinario.
Ya existían las yerras, las boleadoras de avestruces y el salir a peludiar.
Aquella especie de gaucho era un gaucho cuyo tipo no volverá a existir. Valiente, atrevido y generoso, sacrificaba en aras de su lealtad hasta sus más sagradas afecciones.
Uno que otro malevo se hacía sentir de tiempo y de trecho en trecho, pero su fama era bien pronto quebrada por las virtudes cívicas y la lealtad a toda prueba de sus contemporáneos. Este gaucho desaparece de la escena en 1831.
LOS GAUCHOS (1817)
GUILLERMO MILLER
Un forastero que entra en una casa cualquiera está seguro de ser bien recibido y de que le traten como si fuese uno de la familia. Se saludan cortésmente, pero ni le hacen ni debe esperar que le hagan ninguna invitación. Los gauchos son generalmente de bastante estatura y se hallan con frecuencia caras bonitas entre las mujeres; los hombres son atrevidos, sociales y francos en sus maneras, tienen buen humor y son obsequiosos, pero al mismo tiempo tan altivos, que si alguien les levanta la mano, bien puede prepararse, porque en el acto sacan el cuchillo para vengar la afrenta. Desde tiempo inmemorial han gozado los gauchos de un grado tal de libertad individual, desconocido quizás en !os demás pueblos del mundo. Esparcidos a largas distancias sobre llanuras inmensas, apenas percibían las trabas de una magistratura local, y se oponían abiertamente a la autoridad del virrey, siempre que intentaban coartarles su libertad. En un estado tan atrasado de civilización, conservaban más rasgos nobles del carácter español en el tiempo de la grandeza de la monarquía, que se encuentran en la madre patria o en cualquier otro punto de sus antiguas colonias. Herederos de la sobriedad de sus mayores, y teniendo en abundancia más de lo preciso para llenar sus necesidades, pasan sus días en festiva holganza, o vagan por sus inmensos campos en busca de ocupaciones o placeres. De esto resulta que la deshonestidad es rara y los robos desconocidos. Es cierto que se han cometido robos y asesinatos durante el período de las cuestiones civiles, pero perpetradores de ellos eran desertores del ejército y pocas veces o nunca gauchos o naturales de las pampas.
EL GAUCHO (1817)
SAMUEL HAIGH
He mencionado a los habitantes de la Pampa que se llaman gauchos. No existe ser más franco, libre e independiente que el gaucho. Usa poncho (tejido por mujeres) que es del tamaño y forma de una frazada pequeña, con una abertura en el centro para pasar la cabeza; por consiguiente sirve para preservar del viento y la lluvia y deja los brazos en completa libertad. El poncho, en su origen, es prenda india; se hace generalmente de lana y es bellamente entretejido con colores; a veces se usa colgando de los hombros, otras como chiripá, liado, y siempre como frazada para la noche. La chaqueta del gaucho es de paño ordinario, bayeta o pana; los calzones, abiertos en las rodillas, son de la misma tela; la parte delantera de la chaqueta y los calzones a la altura de las rodillas, generalmente se adornan con profusión de botoncitos de plata o filigrana. Sus espuelas son de plata o hierro, sobre botas de potro, con enormes rodajas y agudas puntas; sombrero pajizo y pañuelo de algodón atado alrededor de la cara, completan el traje.
Su montura es simple armazón de madera retobado con cuero y se llama recado; tiene forma de silla militar y se cubre con pellones y piel de carnero teñida; no se estilan hebillas para asegurar la montura, siendo la cincha, de delgadas tiras de cuero, adherida a una argolla de hierro o madera que se une, mediante un correón, a otra argolla más chica cosida en la silla. El estribo es de madera o plata, el primero es solamente bastante grande para dar cabida al dedo grande del pie, pero la mejor gente siempre usa el segundo (el estribo de plata) que es mayor. El freno es como el de los mamelucos, con barbada de hierro, duro y áspero.
La montura es la cama del gaucho, y así se asegura alojamiento dondequiera que lo tome la noche. Siempre lleva lazo y boleadoras, que arroja con admirable precisión al pescuezo o a las patas de un animal, y al instante lo detiene. De este modo la gama y el avestruz (más veloces que los caballos) son generalmente cazados. Algunas veces la fuerza de las bolas quiebra las patas de la víctima. Un gran cuchillo de catorce pulgadas de largo, atravesado al tirador o en la bota, completa el equipo gauchesco. Y así, sencillamente armado y montado en su buen caballo, es señor de todo lo que mira. El jaguar o el puma, el potro o el toro bravío, la gama y el avestruz, lo temen lo mismo. No tiene amo, no labra el suelo, difícilmente sabe lo que significa gobierno; en toda su vida quizá no haya visitado una ciudad, y tiene tanta idea de una montaña o del mar como su vecina subterránea, la vizcacha.
Algunos gauchos jóvenes me han dicho que eran a veces desgraciados "por amor", pero cuando llegan a los años de discreción, nunca se les oye proferir queja contra su destino. En efecto, constituyen una raza con menos necesidades y aspiraciones que cualquiera de las que yo he encontrado. Sencillas, no salvajes, son las vidas de esta "gente que no suspira", de las llanuras. Nada puede dar, al que lo contempla, idea más noble de independencia que un gaucho a caballo; cabeza erguida, aire resuelto y grácil, los rápidos movimientos de su bien adiestrado caballo, todo contribuye a dar el retrato del bello ideal de la libertad. Su rancho es pequeño y cuadrado, con pocos postes de sostén y varillas de mimbre entretejidas, revocadas con barro y a veces solamente protegido por cueros. El techo de paja o junco, con un agujero en el centro para dar escape al humo; pocos trozos de madera o cráneos de caballo sirven de asiento; una mesita de diez y ocho pulgadas de altura para jugar a los naipes, un crucifijo colgado a la pared y a veces una imagen de San Antonio o algún otro santo patrono, son los adornos de su morada. Pieles de carnero para que se acuesten las mujeres y niños y un fueguito en el centro, son sus únicos lujos; el gaucho en su casa siempre duerme o juega; raramente pasamos por un rancho donde estuviesen reunidos; pero este pasatiempo era para ser presenciado; y ocasionalmente, un fraile con hábito sucio se veía tan serio en la partida de juego como los demás.
Si el tiempo está lluvioso, la familia y los visitantes, perros, lechones y gallinas, se juntan dentro del rancho en promiscuidad; y cuando el humo de leña mojada generalmente llena la mitad del rancho, las figuras, en esta atmósfera opaca, semejan los fantasmas sombríos de Osián. Pocos frutales a veces se encuentran cerca del rancho. Las mujeres gauchas se visten con camisas de algodón burdo, enaguas de bayeta o picote azul, que dejan descubiertos los brazos y el cuello. Cuando salen a caballo, usan chales de bayeta de color vivo y sombreros masculinos de paja o lana. Se sientan de lado a caballo y son tan buenos jinetes como los otros. Las mujeres se ocupan de cultivar un poco de maíz que les sirve de pan; también cosechan sandías y cebollas y tejen bayetas y ponchos ordinarios. El uso del tabaco es común en ambos sexos: lo consumen en forma de cigarrillos con tabaco envuelto en papel o chala. Sus útiles de cocina son generalmente de barro cocido y sus platos de madera. He visto en uno de estos ranchos míseros, una fuente de plata, pero tan negra de suciedad, que fue necesario rascarla con el cuchillo para cerciorarse de su calidad. En tiempo de los españoles era más difícil conseguir hierro que plata, por no haber minas de hierro beneficiadas en Sudamérica. Sin embargo, desde la Revolución, tantas partidas de montoneros diferentes han saqueado a los habitantes pampeanos, que los mencionados valiosos utensilios han desaparecido casi totalmente de entre ellos. Los gauchos son muy aficionados al aguardiente de uva; pero rara vez caen en aquel estado de ebriedad tan común entre las clases más pobres de Inglaterra.
DICTAMEN IMPARCIAL SOBRE LOS GAUCHOS (1818)
ANÓNIMO
Estos hombres que en algún tiempo fueron reputados por tímidos o cobardes, y en la época presente por furiosos y desalmados, no deben calificarse de un extremo ni otro, pues la serie de acontecimientos que ha habido en las provincias del Río de la Plata, y la observación que algunos curiosos han hecho sobre la conducta de los referidos gauchos, manifiesta no solamente lo contrario, sino algunas cualidades en ellos que quizá no se divisarían en los demás hombres civilizados.
Ellos regularmente aman la libertad, y desean satisfacer sus pasiones (lo mismo sucede a todos los hombres), en cuyo estado, que no deja de ser un símil del de brutalidad, viven mucho más contentos que los racionales virtuosos, pues a éstos les aflige demasiado el remordimiento de sus conciencias, y a aquéllos no les atemoriza el terrible porvenir, en razón de las limitadas ideas que tienen de la religión, de la cual generalmente ignoran todo, pues hay muchos de ellos que se han bautizado a los ocho o diez años (y yo he presenciado el de uno de más de treinta), se han confesado tres o cuatro veces en veinte años, y en todo el resto de su vida habrán oído cincuenta misas, la mayor parte montados a caballo.
No tienen la más pequeña idea del universo; no conocen el fanatismo; todo lo que no sea su caballo y moza les es indiferente; si concurren a las capillas donde se les instruye con la doctrina, más bien lo hacen por la curiosidad de ver los caballos y aperos de sus compañeros, por presenciar las apuestas, que suelen entablar, y en las que aventuran hasta la camisa, que por devoción. Ninguna radicación tiene la fe entre ellos; y por consiguiente no contienen sus desórdenes; el amor al premio, ni el temor del castigo puede estimularlos. Esto proviene de la corta civilización que tienen, de la instrucción que reciben de sus padres, y del abandono en que viven, especialmente los que distan de cuarenta a cien leguas de la población, pues en éstos es una gracia cuando al cumplir de diez a catorce años, solicitan a la madre, o hacen propagar la generación con sus hermanas.
El lujo tiene poco ascendiente sobre ellos, pues visten de lienzo ordinario de algodón, y su vestuario más decente, se compone de unos calzoncillos blancos, que les llegan a los tobillos, con un fleco de cuatro dedos, un chiripá, o lienzo de colores, liado a la cintura, calzón de pana, o tripe azul, o encarnado, y un poncho de colores de la misma hechura que los que se dieron en la guerra pasada contra la Francia a nuestra infantería; en teniendo esto, y un sombrero de ala y copa chica, con un pañuelo para asegurarlo a la cabeza, ya no aspiran a mayores galas, queda lleno el hueco de su ambición; sin embargo, de que no costándoles dinero, gustan de algunas otras prendas, que se han introducido de poco tiempo a esta parte.
La pasión dominante que ellos tienen es por un buen caballo, con su apero correspondiente, buen freno y espuelas de plata, botas de piel de gato, una baraja, algunos reales para jugar, y un frasco de aguardiente, son todas las delicias que desean durante su vida estos hombres. Son muy fuertes en los trabajos del campo, y resisten la intemperie como no hay ejemplar, suelen pasar las veinticuatro, y cuarenta y ocho horas, sin más alimento que el mate, y su comida general es un pedazo de carne asada, sin sal, sin pan, ni condimento alguno, y para esto suelen degollar una res desperdiciando el resto.
Son muy lascivos, celosos y vengativos; no pierden ocasión de tomar satisfacción de los agravios, unas veces cara a cara, y las más a traición. Roban las solteras, y aun las casadas, y las transportan a largas distancias cuando se prendan de ellas; gustan de cantar, tocar la guitarra.
No hay forma de reducirlos a la razón, ni sacar partido de ellos, no valiéndose de los alicientes e incentivos que quedan indicados, y tienen tanta analogía con su pasión dominante. Con todo estoy íntimamente persuadido que cualquier hombre por extraño que sea, que vista el mismo modo que ellos, que hable el lenguaje que gustan los tales gauchos, que aparenten rusticidad pues son muy sagaces a pesar de lo dicho, y se acomode a los vicios de que adolecen, vivirá entre ellos muy aplaudido, y aun podrá servir de oráculo en los casos y lances que se ofreciesen.
Nada de Europa, ni del resto del mundo, por halagüeño que sea, linsonjea la pasión de ellos, ni tiene relación con sus deseos; al contrario, los irrita, y no gustan de otra conversación, más que de sus chinas, caballos, y carreras.
Acostumbrados a matar millares de vacas y toros furiosos, no tienen temor de ensangrentar sus puñales, en cualquier hombre, por robarle un par de espuelas, o por una pequeña indisposición, bien que no pocas veces han perdonado la vida a un español, de quien recibieron algún beneficio; para cuyo acto prueban que no son insensibles a los impulsos de gratitud y compasión.
Para la guerra que siguen tienen calidades capaces de hacerla interminable, pues no faltándoles el caballo, y la carne, sus horas de juego y mujeres, por nada se apuran para pagas ni vestuarios, y con la mayor facilidad hacen sus marchas y mudan de campamento, sin que les cause incomodo ni la intemperie del invierno, ni los calores del verano, pues en todas las estancias usan una misma ropa y se mantienen sanos y robustos; no reclaman cuarteles ni piden otras comodidades que una fogata de invierno, donde se reúnen formando ruedas, sentados en cuclillas y cruzados, los más de ellos, los pies como las mujeres, y cuando más de una cabeza de animal, de los muchos que matan, que es su mejor taburete, donde se pasan las noches en el fuego, guitarra, y el traguito de aguardiente con un mate, más contentos que nuestros generales en el mayor banquete, y cuando en sus cantos sale alguno con la yegua gateada, mala cara, y otros dichos iguales, hay grandes gritos, celebrando la agudeza de sus semejantes.
Se sacaría un partido ventajosísimo de estos hombres para domar caballos, tan necesarios, beneficiar los ganados de la campaña, y hacer la guerra que sin ellos es casi imposible, captándose con mucha política la voluntad de Artigas, y tres o cuatro cabezas de los que tienen mayor ascendiente sobre ellos; y cuando esto fuese imposible, queda el arbitrio de pacificar la Banda Oriental, y desvanecer la fuerza de los gauchos, contentando a los estancieros y vecinos pudientes de la campaña, con privilegios honrosos, distinciones, y otras gracias que pueden hacerse en nombre del Soberano; pero si estos vecinos, la mayor parte honrados, llegan a declararse en favor del Rey, privarían insensiblemente a los gauchos de los recursos con que nos hacen la guerra, como sucedió con las tropas de Buenos Aire3 que careciendo en la Banda Oriental de caballada, y carnes, para mantenerse tuvieron que abandonar la empresa de someter estos vastos campos a su dominio.
INDIOS Y GAUCHOS (1818)
SAMUEL HAIGH
El país llamado las Pampas es completamente llano y sin atractivos en cuanto a paisaje; se va de posta en posta sin el mínimo cambio de vista; parece (si se puede usar la expresión y se tolera un disparate) un "mar de tierra". Abunda en pasto y yuyos altos hasta el Arroyo del Medio, pero aquí se hacen más fértil, con mucho matorral y árboles pequeños, muchos de éstos frutales, durazneros, ciruelos, almendros, etc. Del Arroyo del Medio a la Esquina de Ballesteros, las postas son misérrimas en todo el camino. Éste es el campo disputado entre indios y gauchos; por consiguiente, las postas de la Cabeza del Tigre, Cruz Alta, Saladillo, Fraile Muerto, están fortificadas para resistir los sangrientos ataques de los indios.
El modo de hacer las fortificaciones merece anotarse por su singularidad. Se plantan juntas tunas que crecen veinticinco o treinta pies en alto, formando círculo, y dentro de este recinto se guarecen los habitantes del rancho; a veces hay zanjas alrededor de estas defensas. Como los indios van armados solamente de arcos y flechas y lanzas largas, no pueden hacer daño alguno. Los gauchos tienen, generalmente, mosquetes, y pueden hacer fuego con seguridad desde atrás de sus fortines y vegetales imposibles de romper con caballos y hombres.
Se me ha dicho que los indios a veces se acercan jineteando a la zanja, profiriendo alaridos de guerra y cabriolean en son de burla con destreza fantástica. Los caballos indios se consideran los mejores de la llanura, por ser más ricos los pastos del sur; los indios también los cuidan más que los gauchos; nunca montan en yegua que se reservan completamente para cría y alimento, del que suministran la mejor provisión posible a sus dueños salvajes, pues galopan junto con los soldados en todos los malones; y de este modo, los indios siempre pueden sorprender a los cristianos por la rapidez de sus marchas y no sufrir hambre. Algunos de los fortines, en la época colonial se hallaban provistos de cañoncitos, ahora tan viejos y picados que, creo, si se hiciera fuego con ellos probablemente serían víctimas los artilleros. En fin de cuentas, estas defensas son inútiles cuando los indios se presentan en cantidad y, como prefieren la sorpresa nocturna, generalmente consiguen su objeto y con frecuencia en una sola noche destruyen toda la población y sus ocupantes. Matan todos los hombres, viejas y niños, y se llevan consigo las jóvenes que tienen la suerte de agradar a su fantasía, junto con los caballos y el ganado de los corrales, y dejan los ranchos incendiados. Los gauchos cuentan historias terribles de las atrocidades cometidas por sus salvajes vecinos, bien evidenciadas por las ruinas negras de ranchos en estas partes del país; sin embargo, las dos tribus están en general al mismo nivel, pues los gauchos invariablemente degüellan a "los indios malditos" que caen en sus manos.
GAUCHOS (1819)
EMERIC ESSEX VIDAL
Todos los paisanos son llamados gauchos por los habitantes de Buenos Aires, término derivado seguramente de la misma raíz que nuestras antiguas palabras inglesas gawk y gawkey, usadas para expresar las maneras torpes y toscas de estos rústicos.
... Apenas las criaturas tienen una semana, cuando el padre o hermano lo toman en brazos y monta a caballo, llevándolo con él por el campo hasta que empieza a llorar; entonces lo llevan a la madre para que lo amamante. Estas excursiones se repiten con mucha frecuencia hasta que el niño es capaz de montar por sí solo los viejos caballos mansos. De esta manera se le cría, y como no se le somete a ninguna clase de sujeción; como no ve más que lagos, ríos y llanuras desiertas, y de cuando en cuando algunos vagabundos desnudos que persiguen a las bestias salvajes y a los toros, llega a identificarse a la misma clase de vida y a la independencia; no conoce ni regla ni medida de nada; la compañía de sus semejantes le desagrada, sobre todo si no los conoce, y es completamente ajeno al recato, la decencia, el amor a la patria y las conveniencias de la vida. Acostumbrado desde la infancia a la matanza de animales, no le da importancia el matar un hombre, haciéndolo a menudo, aun sin ningún motivo, pero siempre fríamente, sin encolerizarse; porque esa pasión de la cólera es desconocida en los desiertos, donde tan pocas ocasiones se presentan de sentirla.
Por lo general, estos pastores son robustos y sanos, especialmente los mestizos, o sea los hijos de españoles e indios. Nunca se les oye exhalar ni la más mínima queja cuando están enfermos, ni aun cuando sufren los más horribles dolores. No sienten apego por la vida, y la muerte les es completamente indiferente. "Los he visto ir a la muerte -dice Azara- con la mayor tranquilidad, sin el menor signo de emoción. He visto otros que, en el momento de recibir una herida mortal, no han lanzado ni un quejido, diciendo simplemente: "Me ha matado". Si en sus últimos momentos les ataca el delirio, no hablan de otra cosa que de su caballo favorito, y no para lamentarse de separarse de él sino para jactarse de sus buenas cualidades. Cuando yo anduve por estas llanuras, sucedió una vez que cierto mulato, disgustado por algo que un mestizo había hablado de él mientras se hallaba ausente, fue a buscarlo, y habiéndole encontrado mientras almorzaba sentado en el suelo, le dijo sin bajarse del caballo: "Amigo, estoy enojado con usted y vengo a matarlo". El mestizo preguntó el motivo sin moverse siquiera. Ambos continuaron hablando con la mayor naturalidad, sin subir el tono de sus voces, hasta que el mulato bajó del caballo y, efectivamente, mató al mestizo. Esta escena se desarrolló ante una docena de gentes de campo, pero de acuerdo a su invariable costumbre, ninguno de ellos intervino para nada. No existe el precedente de que ningún hombre haya asumido el papel de mediador en una pelea, o de haber prendido a un criminal. Creo, en verdad, que se considerarían deshonrados si descubrieran o capturaran a un culpable, fuera cual fuere el delito: y por esta razón los esconden y los ayudan cuanto les es posible".
Todos ellos sienten una gran repugnancia a emplearse como sirvientes. Como están acostumbrados a hacer constantemente lo que quieren, nunca conciben cariño alguno ni a la tierra ni a sus patrones: no importa cuánto paguen, ni cómo los traten, los abandonan en cualquier momento que se les meta en la cabeza, la mayor parte de las veces, sin despedirse siquiera o diciéndoles, simplemente: "Me voy, porque ya he estado con usted bastante tiempo". Los ruegos y reproches son igualmente vanos en tales casos, pues no dan contestación ni a unos ni a otros, y no se consigue desviarlos de sus propósitos. Son extremadamente hospitalarios; proporcionan techo y comida a cualquier viajero que se lo solicite, y casi nunca se les ocurre preguntar quién es o adónde va, aun cuando se quede con ellos durante varios meses.
Nacidos y criados en el desierto, disponiendo de muy escasos medios de comunicación con sus semejantes, estos pastores no conocen la amistad y tienen propensión a la sospecha y el fraude; por eso, cuando juegan a las cartas, por las cuales sienten una violenta pasión, se ponen generalmente agazapados en el suelo, con las riendas del caballo bajo los pies, para que no se escape, y muy frecuentemente clavan la daga o el cuchillo en la tierra a su lado, listos para despachar a la persona con quien están jugando, si advierten el menor intento de trampa, en las cuales son peritos consumados. Se juegan todo lo que poseen y con la mayor tranquilidad. Cuando uno de ellos ha perdido su dinero, se juega la camisa, si ésta vale la pena de jugarla, y el ganancioso da, por regla general, la suya al perdedor si ya no vale, porque a ninguno de ellos se le ocurre tener dos. Cuando una pareja está a punto de contraer matrimonio, pide prestadas las ropas, las cuales se sacan no bien abandonan la iglesia, no tienen ni casa ni muebles, y su lecho es un simple cuero tendido en el suelo.
Los pastores son por naturaleza adictos al robo de caballos o fruslerías, pero nunca a cosas de importancia. También son muy aficionados a matar animales salvajes, y hasta ganado manso, sin necesidad. Sienten una gran antipatía por cualquier ocupación que no puedan desempeñar a caballo. Apenas saben caminar y no lo hacen mientras puedan evitarlo, aun cuando sólo sea cruzar la calle. Cuando se encuentran en la pulpería, o en cualquier otro lugar, permanecen montados, aunque la conversación dure varias horas. También van a pescar a caballo, metiendo el animal en el agua para arrojar y recoger la red. Para sacar agua de un pozo, atan la soga a su caballo y hacen que éste alce el balde, sin qué ellos pongan ni un solo momento los pies en tierra. Si precisan mezcla, aunque no sea más que una pequeña cantidad, hacen que su caballo la pise y la trabaje sin bajarse ellos para nada. En fin, todo lo que hacen, es hecho a caballo.
La práctica ininterrumpida desde la niñez los hace jinetes incomparables, ya sea para mantenerse firmes sobre la montura o para galopar continuamente sin cansarse. En Europa probablemente, se les juzgaría como faltos de elegancia, porque estriban muy largo y no llevan las rodillas apretadas, sino que montan con las piernas abiertas, sin volver la punta de los pies a las orejas del caballo; pero, no obstante, no existe el menor peligro de que pierdan el equilibrio, ni un instante, ni de que al trotar o galopar sean lanzados de la montura, y aun cuando el animal patee, corcovee o haga cualquier otro movimiento; no, casi podría jurarse que el caballo y el jinete forman un solo cuerpo, aunque sus estribos son simples triángulos de madera, tan chicos que solamente caben en ellos las puntas de los dedos gordos de los pies. Por lo general, montan indistintamente el primer potro que agarran, aunque sea sin domar, y algunas veces hasta montan en los toros. Con el lazo atado a la cincha del caballo, se paran a una distancia de ochenta o noventa pies y enlazan cualquier animal, sin exceptuar al toro, arrojándole el lazo al cuello y las patas, y jamás erran la pata a la cual apuntaron. Si un caballo rueda al ir a todo galope, la mayor parte de ellos no reciben ni el más leve golpe, pues caen parados a su lado, con las riendas en la mano para evitar que el caballo escape. A modo de ejercicio, piden a otra persona que arroje el lazo a las patas de su caballo mientras van al galope, y caen con toda seguridad de pies, aunque el bruto haya caído después de mil piruetas. En el manejo de las boleadoras, no son menos expertos que los Pampas.
Es casi increíble lo bien que conocen a los caballos y a otros animales. Sólo se precisa decir a uno de estos hombres: "Ahí hay doscientos caballos (tal vez más) que son míos: los dejo a tu cuidado y tú me responderás de ellos". Los mirará atentamente un momento, aunque a veces se hallen pastando a media milla de distancia; esto será suficiente para que los reconozca en forma tal de no perder ninguno. Otra circunstancia sorprendente es la seguridad con la cual alguno de estos hombres señalan, a primera vista, el mejor sitio para vadear un río, que se ve a una o dos leguas de distancia, aun cuando no lo hayan visto en su vida. Nunca dejan de ir derechamente al lugar que desean, sin brújula, sin dar rodeos de ninguna clase, ya sea durante el día o la noche, aunque no haya árboles, ni señales, ni caminos, y el campo sea absolutamente llano.
UN GAUCHO (1819-1824)
JOHN MIERS
El maestro de posta era algo así como un tipo refinado para una persona de su clase; es decir, un gaucho fino; era un individuo agradable y activo, nacido en Buenos Aires, enteramente au fait en el arte de criar y amaestrar caballos; sumamente experto en el uso del lazo y, especialmente, en el de las bolas, que siempre llevaba atadas alrededor de la cintura; sus maneras eran agradables y todo su aspecto expresaba alegría y buen humor. Su presencia era airosa: vestía una chaqueta azul, corta, con una doble hilera de redondos botones dorados y un sombrerito negro de ala angosta; su poncho, orlado de rojo, doblado en dos, estaba sujeto a manera de falda, mediante una larga faja verde que se plegaba alrededor de la cintura. Llevaba calzones de algodón blanco con un gran fleco abajo, pero no usaba medias, ni botines. A caballo, serviría de, modelo para un pintor.
El GAUCHO (1825)
FRANCISCO BOND HEAD
Nacida en tosco rancho, la criatura gaucha recibe poco cuidado, pero se deja columpiar en una hamaca de cuero colgada del techo. El primer año de su vida gatea desnuda, y he visto más de una vez a una madre que entregaba al niño de esta edad un cuchillo filoso, de un pie de largo, para que se entretuviera. En cuanto camina, sus diversiones infantiles son las que lo preparan para las ocupaciones de su vida futura: con lazo de hilo de acarreto trata de atrapar pajaritos, o perros cuando entran o salen del rancho. Cuando cumple cuatro años de edad monta a caballo e inmediatamente es útil para ayudar a llevar el ganado al corral. El modo de cabalgar de estos niños es extraordinario; si un caballo trata de escapar de la tropilla que conducían al corral, he visto frecuentemente al chicuelo perseguirlo, alcanzarlo y hacerlo volver, zurrándolo todo el camino; en vano el animal intenta escurrirse y escapar, pues el chico lo sigue y se mantiene siempre cerca; y, caso curioso, a menudo se ha observado que el caballo montado siempre alcanza al suelto.
Sus diversiones y ocupaciones pronto se hacen más viriles. Sin cuidarse de las vizcacheras que minan las llanuras, y son muy peligrosas, corre avestruces, llamas, leones y tigres; los agarra con las boleadoras, o con el lazo diariamente ayuda a enlazar ganado chúcaro y arrastrarlo hasta el rancho para carnear o herrar. Doma potrillos del modo que he de describir, y en estas ocupaciones es frecuente que ande afuera del rancho muchos días, cambiando caballo cuando se le cansa el montado, y durmiendo en el suelo. Como el alimento constante es carne y agua, su constitución es tan fuerte que lo habilita para soportar una gran fatiga; y difícilmente se cerciora de las distancias que recorre y del número de horas que permanece a caballo. Aprecia enteramente la libertad sin restricciones de tal vida; y sin conocer sujeción de ninguna clase, su mente a menudo se llena con sentimientos de libertad, tan nobles como sencillos, aunque naturalmente participan de los hábitos salvajes de su vida. Vano es intentar explicarle los lujos y bendiciones de una vida más civilizada; sus ideas estriban en que el esfuerzo más noble del hombre es levantarse del suelo y cabalgar en vez de caminar -que no hay adornos o variedad de alimentación que compense la falta de caballo-, y el rastro del pie humano en el suelo es en su mente símbolo de falta de civilización.
El gaucho ha sido acusado por muchos de indolencia; quienes visitan su rancho lo encuentran en la puerta de brazos cruzado, y poncho recogido sobre el hombro izquierdo, a guisa de capa española; su rancho está agujereado y evidentemente sería más cómodo si empleara unas cuantas horas de trabajo en arreglarlo; en un lindo clima carece de frutas y legumbres; rodeado de ganados, a menudo está sin leche; vive sin pan, y no tiene más alimento que carne y agua, y, por consiguiente, quienes contrastan su vida con la del paisano inglés lo tildan de indolente y se sorprenderán de su resistencia para soportar vida de tanta fatiga. Es cierto que el gaucho no tiene lujos, pero el gran rasgo de su carácter es su falta de necesidades: constantemente acostumbrado a vivir al aire libre o dormir en el suelo, no considera que agujero más o menos en el rancho lo prive de comodidad. No es que no guste del sabor de la leche, pero prefiere pasarse sin ella antes que someterse a la tarea cotidiana de ir a buscarla. Es cierto que podría hacer queso y venderlo por dinero, pero si ha conseguido un recado y buenas espuelas, no considera que el dinero tenga mucho valor: en efecto, se contenta con su suerte; y cuando se reflexiona que en la serie creciente de lujos humanos no hay punto que produzca contentamiento, no se puede menos de sentir que acaso hay tanta filosofía como ignorancia en la determinación del gaucho de vivir sin necesidades; y la vida que hace es ciertamente más noble que si trabajara como esclavo de la mañana a la noche a fin de obtener otro alimento para su cuerpo u otros adornos para vestirse. Es cierto que sirve poco a la gran causa de la civilización, que es deber de todo ser racional fomentar; pero un individuo humilde que vive solitario en la llanura sin fin no puede introducir en las vastas regiones deshabitadas que lo rodean artes o ciencias; puede, por tanto, sin censura, permitírsela dejarlas como las encontró, y como deben permanecer, hasta que la población, que creará necesidades, invente los medios de satisfacerlas.
El carácter del gaucho es con frecuencia muy estimable; es siempre hospitalario: en su rancho el viajero siempre encontrará amistosa bienvenida, y a menudo será recibido con una dignidad natural de maneras muy notables, que casi no se espera encontrar en ranchos de aspecto tan mísero. Cuando yo entraba en el rancho, el gaucho se levantaba invariablemente para ofrecerme su asiento, que yo no aceptaba, con muchos cumplimientos y saludos hasta que hubiese aceptado su ofrecimiento, que consiste en un cráneo de caballo. Es curioso verlos invariablemente sacándose el sombrero al entrar en un cuarto sin ventanas, con puertas de cuero vacuno y techo escasísimo.
... La religión del gaucho es necesariamente más sencilla que en la ciudad, y su estado lo coloca fuera del alcance del sacerdote. En casi todos los ranchos hay una imagen o un cuadro, y los gauchos a veces llevan una crucecita colgada del cuello. Para que sus hijos sean bautizados los llevan a caballo a la iglesia más cercana, y creo que los muertos se ponen generalmente cruzados sobre el lomo del caballo y son sepultados en tierra consagrada, aunque el correo y el postillón que fueron asesinados, a cuyo servicio fúnebre asistí, se enterraron en las ruinas de un rancho viejo en medio de la llanura santafecina. Cuando se contrae matrimonio, el joven gaucho lleva la novia en ancas, y en el transcurso de pocos días, generalmente, pueden conseguir iglesia.
GAUCHO FEDERAL (1832)
ROBERT ELWES
Al entrar en la ciudad no se puede dejar de admirar el pintoresco aspecto de la población y el porte libre con que los gauchos cabalgan por las calles. Su traje es muy atrayente. Usan calzones muy anchos de lienzo blanco llamados calzoncillos, hermosamente adornados de la rodilla abajo con calados, y a veces con un fleco de seda que cae sobre el pie. Un chiripá, un poncho de algún color brillante, atado alrededor de la cintura, y acomodado flojamente entre las piernas, en forma de grandes pantalones abolsonados; una corta chaqueta y un ancho cinto de cuero con carteras completan la vestimenta. El cinto, llamado tirador, está asegurado atrás con cuatro o más hileras de patacones, y a él va sujeto un largo cuchillo, frecuentemente con vaina y empuñadura de plata. Sus botas, abiertas en la punta, son blancas y hechas con gran esmero con el cuero de la pata del caballo, sin costura; la abertura en la punta es por donde pasó la tibia del animal. Estas botas son engorrosas de hacer, pues hay que rasparlas y estregarlas con gran cuidado hasta quedar suficientemente delgadas y flexibles. El sombrero es un panamá de paja con ala angosta, rodeado por una cinta roja, y usan grandes espuelas de hierro o plata.
El uniforme de los soldados es bueno y sencillo y corresponde al que siempre acostumbran a usar. Llevan una camisa de lana roja, chiripá y gorro de cuartel también rojos, con bandoleras blancas. Son todos de caballería, pues no se puede esperar de un gaucho que vaya a ningún lado sin el caballo, aunque algunas veces son también utilizados en la infantería. Son generalmente muy buenos mozos, de aspecto salvaje, y su elegante y fácil manera de montar a caballo suscita admiración. Los gauchos debieran ser vistos únicamente a caballo. Estriban largo sin depender de ninguna manera de los estribos; y como la montura (recado) toma la forma del lomo del caballo, se sientan en la posición en que un hombre lo haría si no tuviese silla ni estribos, exactamente como vemos los guerreros esculpidos en el friso del Partenón. Como en esa posición lo principal de la presión contra la montura se hace desde el muslo, parecen sentarse libremente sobre sus caballos porque la pierna y el pie que cuelgan dan esta apariencia, pero siempre están perfectamente firmes.
Generalmente, van con la rienda floja y no pretenden saber nada de lo que se refiere a poner el caballo en las riendas, o de las demás reglas de equitación que conocen nuestros jinetes. Muy rara vez el caballo los desmonta, pero cuando el animal hocica se mantienen enredando sus grandes espuelas bajo el cuero del recado. Si el caballo cae con ellos cuando galopan, con frecuencia encuentran el modo de caer parados. Rosas fue reconocido el mejor gaucho de su tiempo, significando con ello que era el mejor jinete en un caballo chúcaro, y el más hábil tirador de lazo y bolas. Podía saltar sobre el lomo de un caballo salvaje en el momento en que se abalanzaba desde la puerta del corral, sin montura ni riendas, cabalgarlo y traerlo al corral. La montura llamada recado es, creo, peculiar de este país. Al principio no es agradable usarla, pero gusta a muchos cuando se han acostumbrado a ella y cabalgarán con recado un caballo que los tiraría con silla inglesa.
El oriental quiere a su caballo y lo trata bien, pero el gaucho lo descuida. Esto proviene, probablemente, del carácter de los caballos de las pampas y de su baratura. La misma razón lo vuelve cruel con el ganado, del cual parece pensar que es insensible. Cuando arrea ganado a la ciudad para la matanza, el gaucho no tiene escrúpulos en desjarretar los animales cansados, y los abandona gimiendo en el camino hasta que tiene tiempo de volver a buscarlos. Frecuentemente he hallado cuatro o cinco en este estado en el curso de una milla, después de haber pasado una tropa por el camino.
Los caballos no son lo que en Inglaterra podríamos llamar buenos, pero sí muy tolerables, y generalmente agradables de cabalgar, con un galope largo muy cómodo una vez domados son muy dóciles, muy mansos, como dicen los nativos, porque a menudo sueltan cuarenta o cincuenta juntos en el corral; y en la ciudad los dejan esperando en la calle a la puerta de la casa con toda confianza. Se acostumbra cortarles la crin y dejarles solamente un mechón, que sirve de ayuda para montar. Las colas nunca se cortan, y el gaucho más vulgar pensaría. que es algo indigno montar un caballo de cola corta. Sus únicos modos de andar son el paso y el galope, y como ninguno trota bien, lo mejor es no intentarlo. Pocos están herrados, excepto en la ciudad.
EL GAUCHO FEDERAL (1832-1852)
VENTURA R. LYNCH
Caracteres. La trenza de los primitivos cauchos había desaparecido, usándose el pelo cortado a la altura de la oreja. La barba ya había entrado en moda, acostumbrándose rasurarla a la altura de la boca, en la que también ya se dejaba crecer el bigote. El color del rostro era acentuado, semichinado, mezcla todavía de las razas blanca y cobriza, con el labio inferior un poco grueso, como los cauchos anteriores.
Costumbres. Vestían con muy poca diferencia del pancho primitivo, con el sombrero de embudo de aquella época, que había sustituido al anterior y en el que lucía su ancha divisa punzó.
El pantalón ya había sido reemplazado por el chiripá, siendo los más usuales de paño, lana, lino o algodón.
Al cuello usaban un pañuelo punzó, y su facón, que había crecido un medio palmo, había pasado a colocarse sobre los riñones en vez del costado izquierdo o delante, como lo usaban sus antecesores.
El tirador sustituía ya al ceñidor.
Su música había sido aumentada con hueyas, gatos, pericones, triunfos, medias cañas, tristes, estilos, cuecas, etc., etc., imperando en su letra los gritos de muerte que lanzaban los seides del tirano contra sus enemigos y los elogios al Ilustre Restaurador de las Leyes, como él mismo pomposamente se hacía llamar.
GATO
Que vivan los federales
y viva el Restaurador
y viva Doña Manuela
viva la Federación.
Salta la infeliz madre
salta la infeliz
que se la lleva el gato
y el gato rabón.
El que sea de pa juera
que me preste su atención
aquí están los federales...
¡Viva la Federación!
Los salvajes asquerosos
andan malevos por ahí
si el federal los agarra
les ha'e tocar el violín.
Salta la perdiz madre
salta la infeliz
etc.
Hagan la última postura
que ya acaba la canción
viva don Juan Manuel de Rosas
¡Viva la Federación!
HUEYA
Muera el salvaje Lavalle
y el Guarda Chanchos
que ni pa pasto
sirven de los caranchos.
A la hueya, hueya
hueya sin cesar
ábrase la tierra
güélvase a cerrar.
Viva el gaucho surero
que es como cuadro
cuando le aprieta las paibas
al unitario.
A la hueya, hueya
dense las manos
como se dan la pluma
los escribanos.
Todos los unitarios
Jieden a potro
como jieden los indios
jediondos netos.
A la hueya, hueya
dense los dedos
como se dan los cinco
los carpinteros.
Que viva la santa causa
y don Juan Manuel
que viva su ilustre hija
y la escrebida ley.
A la hueya, hueya
cómo ha de ser
siempre padece el hombre
por la mujer.
DÉCIMAS
Bien haiga la salvajada
puende quiera que hizo pie
ya quiso mostrar la fe
que traiba en su caballada,
largaba la disparada
como si juera animal
que dispara del corral
juyendo las boleadoras
que son medías trabadoras
cuando agarran un bagual.
El mesmo Lavalle un día
cuando dentro a Santa Fe
quiso ocultar el porqué
del federal él juyía,
la verdá jue alma mía
que el salvaje disparó
y con el susto llevó
la tranquera por delante
dejando a toda su gente
en poder del que ganó.
De ahí pasó pa'l interior
gambeteando como gama
y ganando siempre fama
como gaucho peleador,
como si juera un primor
en la lata o el facón
porque tenía un cañón
un jusil y un no sé que...
daré la razón por que
¡Viva la Federación!
Y viva don Juan Manuel
que viva el restaurador
y viva todo color
que sostenga su poder,
porque en su cencía a mi ver
es hombre de gran primor
que sabe hacer el amor
al qués salvaje unitario
mandándolo pal osario
como osamenta 'e mi flor.
EL GAUCHO UNITARIO (1832-1852)
VENTURA R. LYNCH
Caracteres. Los mismos que el anterior, menos el uso de la divisa y la barba, que la usa: bigote solo y pera o cerrada toda.
Costumbres. Perseguido, sin hogar fijo por temor de que le tocaran el violín, vagaba errante por la sabana pampeana, comiendo donde podía durmiendo donde le tomaba la noche. En algunas ocasiones, acosado por el hambre, favorecido por las tinieblas, llegaba hasta los rodeos, desprendía su lazo, lo lanzaba, cogía un animal, lo degollaba y luego huía llevando su botín.
Es con él que empieza la historia del cuatrero.
Otras, ardiendo en deseos de venganza, afilaba su facón, llenaba de cintas celestes su caballo y su chapeao y penetraba hasta la plaza de los pueblos. Allí desmontaba, y atento el oído, la rienda en las manos, se ponía a cinchar con toda la cachaza de que puede ser susceptible el gaucho.
Verlo la partida y salir en su persecución, era obra de segundos. Cuando ya la tenía a un paso, de un salto se encontraba sobre su parejero, se golpeaba la boca y haciendo sonar las caronas, emprendía la carrera guardando una cierta distancia.
Ganaba el campo porque a él le debe su fama. Allí echaba pie a tierra, mataba a uno o dos de sus contrarios, derrotaba al resto y se iba muy fresco a chupar con sus amigos.
A él debe su origen el gaucho peleador.
Vestía chiripá, calzoncillo con fleco, bota de potro, poncho de lana o de hilo, según la estación. Un ancho tirador de cuero rodeaba su cintura. En su sombrero, igual o semejante al de los federales, no se ostentaba divisa alguna. No se le caía el facón de la cintura, ni en sus manos faltaba el inmortal talero.
Todas sus canciones eran unitarias. No bailaba el federal por no acordarse de Rosas.
Se han conservado algunas de sus poesías; por ejemplo ésta:
DÉCIMAS
Lo mesmo que la majada
que pande corta la punta
allá va todita junta
regüelta y entreverada,
ansí es la federalada
cuando la van a pelear,
no sabe más que balar
y apegársele al carnero,
de miedo que el aparcero
no se le vaya a copiar.
Da gusto ver a esa gente
con la vincha colorada,
parece hacienda marcada
de colorao en la frente,
no es porque no esté presente,
pero si la van a ver
es muy difícil conocer
de qué hacienda es la majada
por la cinta colorada
que es su gusto y su placer.
Siempre que andan todos juntos
y que naides los estorba
gritan pelando la corva,
que nos han de hacer dijuntos;
pero en cuanto ven los bultos
del Unitario asomar,
ya echaron a disparar
que el diablo se las pelaba
dejando en cada volteada
hasta el estribo 'e montar.
Por eso cuando la vemos
que ya medio arremolina
ya nos echamos encima
pa ganarles el tirón
porque es de una condición
esa hacienda federal
arisca como bagual,
cuando ve a nuestro aparcero
que con su güen parejero
le busca el lao del corral.
Ya en su tiempo se oye el marote, el palito, el prado y otros bailecitos...
LOS GAUCHOS (1834)
M. RAYMONDE BARADÉRE
Se designa generalmente con el nombre de ganchos a esa parte de la población de la campaña que sólo posee como propio, su choza o rancho, su caballo y su silla o recado. Lo más a menudo no tiene absolutamente nada.
Tal vez sea el gaucho el más independiente, el más libre, y el más feliz de todos los hombres: es de una completa indiferencia por el porvenir, y vive absolutamente al día. Sólo trabaja cuando ha agotado todos sus recursos para proveer a sus necesidades. Entonces se presenta en la primera estancia que encuentra en su camino, se instala allí en virtud del derecho ilimitado de la hospitalidad, téngase o no necesidad de sus servicios. En tal caso trabaja sin salario, hasta que uno de sus camaradas suficientemente provisto de dinero para volver a emprender su vida ociosa. le cede su lugar. Después de algunos días de trabajo, hace otro tanto, y va a reunirse con sus camaradas. Su punto de reunión es por lo común una especie de taberna conocida en el país con el nombre de pulpería. Allí establecen su domicilio, pasan el tiempo bebiendo y cantando canciones llamadas cielitos, acompañándose con la guitarra, y jugando a las cartas. Cuando han gastado todo su dinero, la compañía se disuelve; y cada uno emprende de nuevo el camino de las estancias. Pero es raro que tal separación se efectúe sin que tengan lugar numerosas riñas, peleas a cuchillo y sin que se derrame sangre.
Los gauchos rara vez se casan; lo que no les impide que tengan mujeres. Si tienen hijos, es raro que los abandonen. En tal caso construyen una choza o rancho en el primer terreno que encuentran, pero lo más cerca posible de una estancia, donde esperan encontrar trabajo. El gaucho así instalado, es muy hospitalario. El mejor lugar de su rancho y el mejor trozo de su asado, son siempre para el huésped; él cuida de .su caballo y lo ata en el lugar donde el pasto es más abundante. Si se da cuenta que el caballo está cansado, le ofrece el suyo. Afecta el mayor desinterés y jamás acepta el precio de la hospitalidad que se ha recibido. Pero, repito, por una extrañeza inexplicable, ha sucedido variar veces que ha desvalijado a su huésped, el puñal al cuello, a sólo algunos centenares de pasos de su casa.
El gaucho es muy apegado a sus hijos; él se encarga de su educación, que consiste en saber montar a caballo, enlazar, arrojar las boleadoras y matar los animales. La mujer estéril está casi segura de ser abandonada.
El gaucho sin dinero ni trabajo, se vuelve ladrón. Roba algunas pocas reses, que conduce a gran distancia, y que mata en seguida para vender los cueros a comerciantes ambulantes. Él no considera este acto como un robo; parece que buscara disimular su ociosidad calificándolo con la palabra changar. De manera que esta clase de ladrones es designada en el país con el nombre de changueadores.
Cuando el gaucho ha llegado a la edad en que las fuerzas comienzan a faltarle y no puede procurarse más lo necesario, se retira entonces en la cocina de alguna estancia. Se le considera como el "Penate" de la cocina; se le cuida como a un antiguo servidor, y concluye allí apaciblemente su carrera.
Después de muerto, se le coloca, sin ceremonia, en una fosa abierta al borde de algún camino importante, o de algún río. Una simple cruz de madera indica a los transeúntes el lugar en que yacen sus despojos.
Los gauchos constituyen una clase completamente aparte dentro de la población oriental. Ella es, tal vez, la más numerosa. Suministra obreros a las explotaciones agrícolas de la campaña, y soldados al Estado cuando lo exigen las circunstancias.
EL RASTREADOR (1834)
CARLOS DARWIN
Una ojeada por el rastro les dice a estos hombres una historia entera. Suponiendo que examinen la huella de un millar de caballos, adivinarán al punto el número de los que iban montados, dirán cuántos iban a medio galope; por la profundidad de otras impresiones deducirán que algunos llevaban pesadas cargas; por el modo de haber preparado la comida inferirán si los perseguidos llevaban prisa, y por el aspecto general sacarán cuánto tiempo hace que pasaron. Un rastro de diez o quince días es para ellos bastante reciente, y, por tanto, bueno para ser seguido.
EL RASTREADOR (1845)
DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO
Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o vacío: Ésta es una ciencia casera y popular.
...El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama enseguida al rastreador que ve el rastro y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra es una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: "¡Éste es!". El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma; negarla sería ridículo, absurdo.
...¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuan sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!
LOS GAUCHOS (1838)
DOMINGO DE ORO
Las costumbres y modo de vivir de los gauchos varían considerablemente según las provincias a que pertenecen. En general los de Mendoza, San Juan y Catamarca se ejercitan en la labranza de la tierra. Los de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, San Luis, La Rioja, Santiago del Estero, Tucumán y Salta tienen por principal ejercicio el pastoreo. Los labradores son comúnmente pacíficos y bastante morales: estos apuntes son relativos a los pastores.
El hijo de un gaucho empieza a montar a caballo antes de saber andar a pie. Cuando tiene siete u ocho años ya es jinete, que quiere decir que ya maneja diestramente el caballo. De tal modo se habitúa al caballo que son inseparables, y se ve raras veces a un gaucho que camina una distancia de una cuadra a pie, habiendo caballo, por grande y urgente que sea la causa que lo estimule a andar. A esta edad empieza a tomar parte en los trabajos de su profesión, que consisten en reunir diariamente el ganado en determinado lugar, en marcar en ciertas estaciones del año, etc. Con el aprendizaje de montar a caballo se hace el del uso del lazo, y de las bolas, lo mismo que el de tejer lazos, riendas y bolas.
Muchas de estas provincias están cortadas por ríos y arroyos profundos; por consiguiente los gauchos son grandes nadadores. Por lo común, se arrojan a un río en su caballo: ellos van desnudos, y el caballo en pelos con el freno solamente. Cuando han entrado a lo hondo, y que ya el caballo nada, se resbalan por la anca y se ponen al costado de su caballo ayudándolo cuando se fatiga, y ayudándose con él ellos bien tomándolo de la crin del pescuezo, bien agarrándose de la cola, pero siempre gobernándolo por la rienda para dirigirlo. A veces suelen pasar su ropa en un pequeño atado en la cabeza, y en otras la ponen lo mismo que la montura, en una pequeña balsa de cuero que viene tras de ellos tirada por una correíta de cuero que toman con los dientes; y así también pasan los nadadores a las personas que no saben nadar.
Se sirven del lazo en todas las operaciones con el ganado vacuno y caballar cuando es manso: cuando no lo es se sirven de las bolas en primer lugar y luego del lazo. Bolean igualmente gamos, vicuñas, liebres y avestruces. Cazan también diferentes clases de quirquinchos, vizcachas, nutrias, y capibaras de distintos modos; y esto se hace generalmente por pura diversión.
Los gauchos comen casi exclusivamente carne de vaca asada; a falta de vaca comen caballo, avestruz, y todo lo que cazan. El quirquincho es plato delicado. Devoran una cantidad enorme en cada comida. Raras veces comen pan, ni tienen grande empeño en ello, pero lo tienen en conseguir vino y aguardiente a lo que son afectos.
La montura de un gaucho consiste en la silla del país llamada lomillo: debajo e inmediatamente sobre el lomo del caballo tiene una pequeña jerga y dos o más cueros de vaca o caballo cortadas poco más largo que la jerga; una cincha de cuero que se ajusta por medio de una pequeña correa de cuero al cuerpo del caballo y sujeta el lomillo, y encima de todo un pequeño cuero de carnero o cabra, o de caballo curtido. Esto con el freno y las riendas constituyen la montura completa. A la parte posterior de ella hacia el costado lleva amarrado el lazo y la manea, y en el cuello del caballo el fiador y maneador. En la cintura se amarra él mismo las bolas, y con el ceñidor sujeta el cuchillo, útil que no le falta jamás.
Su vestido es un ancho calzón de tela blanca ordinaria de algodón europea o del país que le llega al tobillo; una camisa de lo mismo; un ceñidor de lana, un chaleco y rara vez chaqueta, y una manta ordinaria mayor que las que usan en Chile; un pañuelo amarrado en la cabeza con las puntas pendientes hacia atrás y un sombrero redondo y pequeño. De las yeguas o caballos que mata saca unas botas de cuero que suaviza estregándolas, les quita el pelo y quedan blancas las que trae sobre la carne, debajo de su calzón amarradas en las corbas con correas de lo mismo. En la punta del pie están cortadas, y dejan salir las puntas de los tres primeros dedos con los cuales toma el estribo que es un pequeño semicírculo de bronce, de hierro o madera cerrado abajo por una pequeña pieza recta en el que apenas caben los dos o tres dedos. Agregado a esto grandes espuelas de hierro muy punzantes está completo su ajuar.
Su montura y su poncho son su cama, y su equipaje. No se desnuda para dormir: cuando el frío es grande duerme cerca del fuego.
Los gauchos son bien formados, altos y fuertes, generalmente despejados y vivos, muy altivos e insubordinados; son silenciosos y observadores. Comúnmente empiezan el elogio de alguno con estas palabras "es buen mozo; es mozo callado". Son hospitalarios, pero reservados y fríos al principio; el aire de superior les ofende mucho: las ideas religiosas los mueven remisamente, son valientes, indolentes, jugadores, bebedores, fieles a sus amistades, algo rencorosos y no. muy humanos. La obediencia a sus jefes, gauchos como ellos, es más bien resultado de un afecto que de otra cosa. Tienen mucha prevención contra los hombres que afectan elegancia y cultura a los que llaman pintores.
...Un gaucho puede vivir a su gusto sin trabajar un no muy corto tiempo. El salario de un mes le da con qué comprar ropa que le dura un año. En un caballo suyo o ajeno ataca los caballos silvestres, bolea mulitas o quirquinchos, vizcachas, etc., y ha satisfecho sus necesidades. Si no tiene familia nada lo liga a un punto o lugar De nadie depende. En su caballo, lazo, bolas y cuchillo lleva todas sus propiedades, y no conoce obstáculo que le impida quedarse o marcharse donde guste. Es el ser más libre que existe.
EL BAQUEANO (1845)
DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO
El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él. El baqueano es casi siempre fiel a su deber... Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de cien leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y a dónde van. Él sabe el vado oculto que tiene un río más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos extensos un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconveniente, y esto en cien ciénagos distintos.
En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla, monta en seguida y les dice para asegurarlos: "Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur"; y se dirige hacia el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
Si aún no basta, o si se encuentra en la pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, los masca, y, después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente.
Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y noche, llega al lugar designado.
...El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro, los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo.
EL BAQUEANO (1850)
XAVIER MARMIER
Son de figurarse las sensaciones extrañas que experimenta un viajero europeo, aventurándose a cruzar este país. No hay que pensar en los medios de locomoción empleados en otras comarcas, ni en la facilidad de las comunicaciones ni en las comodidades que se encuentran a cada paso en Europa.
Aquí no hay puentes, ni canales, ni diligencias, ni posadas. Aquí no es posible ir de una provincia otra, sin la ayuda de un baquiano, que se orienta por la posición de las estrellas, por unos charcos de agua, o por otros signos que pasan inadvertidos para el común de las gentes. Ese baquiano, en casos difíciles, echará pie a tierra para observar de más cerca la senda que ha tomado, y si existe peligro de indios, se echará por tierra como los pionners de Cooper; podrá saber, por algunas plantas holladas, por una huella casi imperceptible, si la horda de indios pasó por allí, de cuántos individuos se componía, y cuántas horas hace que pasó. La naturaleza, al someter a individuos de diferentes razas a los mismos peligros y a las mismas necesidades, les da también el mismo poder de perspicacia. En el conocimiento del terreno, en la agudeza del oído y de la visión, hay una similitud que sorprende entre el camellero árabe, el cazados de los Alpes, el pastor nómade de Laponia, el trampero del Oeste en América del Norte, y el baquiano de la América del Sur.
GAUCHOS (1845)
FRANCISCO JAVIER MUÑIZ
Hombres errantes, sueltos y sin domicilio, cuyo ejercicio es andar de pago en pago, en las hierras, carreras y en las casas o tabernas de juego: montados en los mejores caballos que no teniéndolos propios, los toman a lazo o con las bolas de las manadas, que pastan por los campos.
El primero y más esencial articulo del catecismo gaucho, es el traer siempre una mujer a las ancas. Ésta jamás es propia, sino como ellos dicen robada; circunstancia muy importante y que es mirada por ellos como muy honrosa y necesaria... Aunque alguna vez sucede, el difícil hurto mujeril de alguna estancia solitaria, o por sorpresa, yendo la moza a lavar al arroyo, o con el hermano o su familia a algún baile lejano: lo más general es, que la rolliza robada se va por gusto o por antojo con el amante sin amor, o fugada de la casa paterna, o bien huida del enojoso lado maridal.
Cuando un gaucho valiente se halla sin mujer, y le agrada la que posee otro gaucho, se hace un punto de honor en arrebatársela por fuerza de armas. La pelea es, por descontado, a muerte, y victorioso, si no es muerto el agresor, se lleva en buena conciencia, la prenda disputada, que por lo común es una adquisición detestable. Los gauchos todos son o deben ser, o ellos se empeñan en hacerse pasar por enamorados, como lo eran y debían ser los caballeros andantes de la Edad Media. Al que de ellos no le da por traer su charque (expresión técnica de su catecismo), a las ancas, y que no es del todo un pelafustán; tiene a gala dejar en los ranchos donde hay mozas, acá y allá, prendas de su vestido, o lo que ellos llaman muda de hato. Esta muda se compone de una mala camisa, y de un raído calzoncillo, que alguna vez es cribado con gusto en el extremo de las piernas, si el dueño es, como dicen, mozo de prendas.
Cuando el dueño de ellas aparece en el rancho favorito, lo que sucede, por lo común, de noche, pues no hay uno a quien no persiga por sus fechorías la Justicia, lo primero que practica la querida es presentarle su ropa limpia y tal vez por exquisito favor, un pañuelo de taparse ella para que lo ponga de chiripá; con estos arreos el recién venido se muda en el acto, si la noche no está muy fría afuera del rancho, al reparo por lo general del moginete.
Entra después orgulloso y desquebrajando el cuerpo en la cocina, y si hay guitarra, que aunque sucia no suele faltar, se le hace el obsequio de una décima, oficio que desempeña, con gusto, por lo regular, la doncella predilecta. Mientras hierve la mazamorra, o se tuesta el asado para la cena, el gaucho con el mate cimarrón (sin azúcar) que no cesa de chupar, refiere en su estilo fanfarrón y parabólico sus aventuras, durante la ausencia. Cuenta hiperbólicamente cuanto tajos ha dado en sus pendencias desaforadas; la burla que hizo de la Justicia; y tomando con irónica mansedumbre permiso de las damas presentes, refiere el caso en que por desleal, castigó a un mujer, cortándole el pelo (tusarlas) ; el baile en que trozó la cuerdas, sólo por buscar camorra o por desquitarse del tocador que le arrebataba las miradas o los aplausos de alguna de las asistentas. de que se había él de paso enamorado; y el susto que recibieron los concurrentes, cuando habiendo apagado las velas del fandango, ganó la puerta con el facón en la mano e impuso pena de la vida al que atravesara los umbrales.
Sigue la cena, que es frugal en número de platos y en su calidad: por que en cantidad de libras excede un regular guarismo, y concluida, tiende él su recado para dormir sobre las caronas y jergas húmedas aún, por el sudor del caballo. La enamorada suele añadir al duro lecho, en las noches de invierno, un poncho o frazada de suyo, señal de distinción que se agradece con frases más bien gesticulativas que expresadas. Se apelotonan a dormir los de la familia, chicos y grandes; padres e hijos, en cama común; algún gato o perro, en que abunda la casa, se asocia, por honor, a la tranquila compañía durmiente. Se apaga, a poco rato, el negro y humoso candil; huyen, con la obscuridad, los temores, los fútiles respetos y los molestos escrúpulos sobre la propiedad; y en las tinieblas de aquel rancho tan semejante a la tienda del tostado beduino, plantada en el desierto, parece que revivieran las libertades de la ley patriarcal, y que se restituyera al mundo la comunidad de bienes, personas y propiedades.
El andariego y astuto gaucho, en cuyo catecismo se lee el segundo artículo —gatearás siempre que puedas— gatea si es preciso, y cuando no, recibe el calor por que suspira, siendo gateado, entre las ruines mantas de una cama, digna del descarnado cuerpo de un penitente anacoreta.
El vigilante huésped deja el lecho al amanecer; echa un ojo atento y examinador ayudado aún del crepúsculo sobre el campo en que pudiera avistarse alguna soldadesca en su busca; toma mate, y ensilla su caballo para descubrir más horizonte o marcharse, si anda de prisa. Cuando ha de permanecer arranchado por algunos días, si teme alguna sorpresa, no aleja ni aun de día su caballo de las casas, y de noche no le aleja de sí, dejándolo ensillado o al menos con el freno puesto.
En circunstancias tan peligrosas e inseguras, él mismo duerme, ora solo, ora acompañado de la constante y curtida compañera, a campo raso. Antes de partir, revista menudamente su apero, por si es preciso remudar alguna pieza, como una abajera, un tiento, etc. Sobre todo llama su atención el lazo y las bolas, que repara con el mayor cuidado y prolijidad. El facón, aunque siempre cortante y aguzado, lo afila, por precaución, si en la casa hay buena piedra.
Si es gaucho alzado o que no puede llegar sino a casa de su confianza; porque haya cometido algún desaguisado, como dar muerte a alguno, en justa o injusta lucha; haber peleado a la Justicia, y quizá despachado al otro mundo al Alcalde que le perseguía; si es gaucho de este jaez, excita desde luego más que en otro la simpatía del dueño de casa, e interesa y mueve, sobre todo, la tierna sensibilidad de las damiselas semihombrunas, fragantes a unto y requesón, que han admirado con vivo entusiasmo sus ponderadas hazañas.
Estas piadosas mujeres le hacen con un mal encubierto rubor sus presentes a la despedida. Esta noble y generosa demostración, aumenta, como es de presumir, la gratitud del héroe que con estudiada melancolía se ausenta de ellas. Le piden afanosas unas la rugosa chuspa para surtirla de tabaco. Otras le proveen de yesca hecha de algodón, o de retazos de alguna enagua hilachosa; cuya memoria la acepta, como una favor distinguido, y como un conformativo de su flaca fidelidad y virtud, el marrajo y aventurero gaucho. Le provisionan la maleta con alguna yerba mate, papel para cigarros, algún fiambre asado, etc., y creciendo con la proximidad de la separación las sensaciones penosas en las dueñas doloridas, el apasionado andante abrevia el crítico momento. Se despide en ronca semicontrastada y desapacible voz, afectando un dolor que no siente; promete volver a verlas pronto, y presentarles los despojos de algún vencido caballero —y encarga por último le alisten la muda de hato que deja, y que no den noticias de él, si preguntare el Alcalde o los corchetes, por su persona—. Parte, y las tristes y acuitadas y sin pudor doncellas hacen fervientes votos para que la Justicia no le encuentre, y por que antes que tal desgracia acontezca, acuchille, sea favorecido, y sin piedad y sin su menoscabo haga pasar de este al otro mundo en buena o en mala hora a todos los Alcaldes, esbirros y Justicias de la tierra.
Cuando el gaucho tiene que pelear en el acto, en medio del campo, por que tropieza allí con su adversario, o por que salga de los ranchos en desafío; por la misma u otra causa lo que sucede comúnmente por disputa en el juego o por querer apropiarse, de grado o por fuerza, una ruin mujer; lo primero que hace, es manear bien su caballo, de modo que queda perfectamente seguro y dirigiéndose al punto del combate envuelto el poncho al brazo izquierdo, y el facón desnudo en la mano derecha, preludia la pelea con algunos denuestos de los que ellos usan, cuando irritados o por broma y petulancia, cuando no hirientes. Escaramucean algún tiempo, y luego unen de frente el pie que avanza sobre el del contrario —a lo que llaman pelear— pie con pie. Principia la riña, echándose atrás el sombrero o bonete, por golpes de corte, que prefieren por lo regular, a la estocada. Su destreza en abroquelarse con el poncho o en parar las cuchilladas con el arma iguala, bajo este último aspecto, a la del mejor espadachín europeo. Acontece, muchas veces, que llegan a un extremado cansancio, y hasta a acordarse mutuamente treguas, sin haber llegado a herirse; no obstante, que el poncho esté cribado, y el arma señalada, en mil partes, por la del contrario. Si uno de los combatientes cae exangüe, o penetrado de una estocada, su adversario suele perdonarle la vida, aunque no es extraño, que en vez de usar con él esta noble generosidad, le ultime despiadadamente, rendido.
El gaucho en sus peleas ordinarias; cuando un gran motivo de rencor o un ciego rapto de cólera, no le ponen las armas en la mano y le deciden a matar; cuando sólo riñe por ebriedad o por otras causas leves; se vanagloria, o como se dice entre ellos, tiene a gala, herir en la cara a su contendor.
Su designio no es seguramente el destruir la hermosura facial de aquél, sino el de imprimir en un rostro detestable, la marca de su valentía.
Si es, en efecto, satisfactorio y honroso para estos perdonavidas el distribuir liberalmente estas desfigurativas señales; el recibirlas es una mengua, y el llevarlas un signo de menosprecio. Para evitar, en lo posible, tamaño baldón, y agilitarse en los quites y manejo del arma blanca corta, se ejercitan desde la edad de ocho o diez años, en lo que llaman barajar, alguna vez con la mano limpia, pero lo más común, y ya desde el principio, con cuchillo.
Por esta práctica continuada con esmero y asiduidad, adquieren una gran facilidad, y soltura; mucha ejecución y una flexibilidad pasmosa en la cintura, que es el eje de toda su acción y movimiento. De aquí resulta el proverbio de cuerpo de gato, para designar entre ellos, un hombre muy ágil y suelto de cuerpo.
En realidad, uno de estos cuerpo de gato, batiéndose contra una espada o un florete, sería un enemigo respetable. El poncho que por una parte garantiza el cuerpo del que lo lleva puede contribuir por otra para separar el arma que es larga preparando un golpe mortal al que la maneja. Los gauchos que son generalmente de mucha vista, ligereza, y saben perfectamente el manejo del poncho, suelen, teniéndolo asido por una punta, arrojarlo de súbito y con fuerza a la cara de su contendiente, y clavar, en aquel instante indivisible, el cuchillo, dando muerte con él. Esta arma es también en igualdad de circunstancias menos embarazosa, de mayor celeridad ofensiva; proporciona más seguridad en la dirección que se le dé sobre la parte a herir, y hasta puede usarse en un lugar estrecho, mejor que otra de mayores dimensiones.
EL GAUCHO, PEÓN O PAISANO (1847)
WILLIAM MAC CANN
Habré de referirme, ante todo, a los habitantes de la provincia de Buenos Aires.
La palabra gaucho es ofensiva para la masa del pueblo, por cuanto designa un individuo sin domicilio fijo y que lleva una vida nómade; por eso, al referirme a las clases pobres, evitaré el empleo de dicho término.
Los hábitos y sentimientos del peón o trabajador criollo, se deben al estado mismo de la campaña. Yo me limito a considerarlo desde el solo punto de vista de su aptitud para el trabajo y el bienestar doméstico, que estimo como bases fundamentales a la riqueza y la moral del. país. Me abstengo de indagar las causas de su situación actual, pues basta a mi propósito el establecer los hechos tal cual son.
El paisano vive en una choza o rancho, construido con barro, estacas y paja. El rancho se compone, por lo general, de dos departamentos, uno de ellos destinado a cocina cuyos utensilios he descripto; el otro se usa como dormitorio, y contiene dos o tres sillas y un catre lecho; los paisanos más pobres se sirven de una especie de plataforma dispuesta con estacas, tablas y trenzas de cuero, o bien de una piel de vaca, estirada sobre cuatro postes clavados en el suelo. Colocan encima cueros de oveja y lo cubren todo con una manta; suelen verse, a veces, algunas sobrecamas limpias. Los trabajos de estos hombres se limitan a todo lo que hace relación con los caballos y el ganado en general; todas las faenas las desempeñan sobre el caballo y nunca trabajan a pie. Por eso no se les ocurrirá tomar un arado, ni sembrar, ni cavar zanjas, ni cultivar una huerta, ni reparar la casa. Jamás se ocupan en las tareas propias de la granja: sienten asimismo aversión por las ocupaciones marítimas y las labores mecánicas; la caza y la pesca tampoco les interesan. El paisano rehuye todo trabajo cuyo éxito dependa del transcurso del tiempo; no sabe valorar éste y no lo cuenta por horas ni por minutos sino por días; es hombre amoroso y su vida transcurre en un eterno mañana; tiene hábitos migratorios y, por donde quiera se encamine, sabe que encontrará de qué alimentarse, debido a la hospitalidad de las gentes. Si viaja —no siendo en invierno— duerme al aire libre con el mismo agrado que en su propia casa. Vive su vida activa siempre a caballo; si accidentalmente trabaja de pie, lo hace para matar animales, poner cueros a secar, o reparar los arreos de su caballo. Cuando está ocioso, se hallará siempre fumando o tomando mate. Las mujeres se ocupan de la cocina y del lavado, pero trabajan apenas lo indispensable para la subsistencia de la casa. Los hábitos son uniformes y los días se suceden, todos iguales. El marido se levanta al salir el sol toma mate, empieza a fumar, luego monta a caballo y sale al campo para cuidar el ganado hasta las diez o las once; cuando vuelve a casa, la mujer ya tiene preparado el asado, de vaca o cordero; después duerme su siesta y vuelve a montar a caballo para repetir la misma faena. A tiempo de entrarse el sol, deja su trabajo y vuelve a cenar; consiste la cena en un plato de puchero al que se añade, a veces, un trozo de zapallo. En general no gusta de las legumbres y el pan constituye para él un lujo que raramente puede satisfacer.
EL GAUCHO (1850)
XAVIER MARMIER
...un ruido de hierros se deja sentir en el pavimento de la calle y un caballo que ha llegado al galope se detiene bajo la mano vigorosa del jinete, como si clavara las patas en el suelo. Es un caballo de estancia, montado por un gaucho. Aquí está el verdadero soldado de la América del Sur, el hijo de la pampa con toda su masculina belleza. El campesino del Río de la Plata, cuando camina, tiene el andar pesado, el aspecto humillado de un hombre que sufre un castigo. Para recobrar sus fuerzas no necesita, como Anteo, el contacto de la tierra, sino de los flancos de su caballo que él mismo enlazó en una manada salvaje y subyugó con audacia. Menos ágil que el beduino, menos gracioso que el árabe, menos imponente que el turco, el gaucho tiene traje y aspecto que impresiona de modo singular. Bajo el sombrero de paja blanca se dibuja su rostro viril, bronceado por el sol y encuadrado por una masa de cabellos negros. Cubre su pecho una blusa de colores vivos y sobre sus espaldas cuelga el poncho de lana tejido en la chacra, que deja libre el movimiento de los brazos. En el cinturón de cuero lleva un ancho cuchillo del que se sirve con la misma destreza para carnear un buey que para degollar un enemigo; el cinturón está constelado de patacones y monedas de oro, que constituyen su fortuna. Si en los juegos de las pulperías, la suerte le es adversa, desprende con su cuchillo, una tras otra, las piezas de oro y plata y va arrojándolas sobre la mesa hasta que agota su tesoro. Un chiripá rojo —especie de manta oblonga anudada a la cintura y que cae en pliegues triangulares— cubre sus piernas hasta las rodillas, de donde salen los extremos del calzoncillo blanco, cribado. A veces, los flecos del calzoncillo caen sobre los pies descalzos, curtidos al aire y al sol; otras veces, sobre botas altas, europeas. Pero más a menudo se arregla a la antigua usanza del país: con el cuero de las patas traseras de un caballo, cortado a la altura del jarrete y sobado con arena, para hacerlo flexible, se hace un par de botas sin costura que, dobladas por la mitad, cubren la pantorrilla y la planta del pie, dejando solamente al descubierto el dedo grande para apoyarlo en el estribo. Así equipado, nada le falta para gozar de la vida plenamente. Tiene dinero para divertirse en la pulpería, un puñal para defenderse, un caballo para ir donde quiere y un recado que le sirve de cama y almohada en pleno campo. Nada tiene que envidiar a las concepciones artificiosas de la civilización y es el hombre libre por excelencia, rey de la naturaleza salvaje. No es el gaucho, como se cree habitualmente, un salvaje vagabundo. Es el habitante de la campaña, el campesino de un país muy diferente al nuestro por su naturaleza, y que se adapta a la región en que vive, con diversos modos de ser y existir. Hay cauchos propietarios que por sí mismos administran y explotan sus estancias, así como hay cauchos que cultivan y siembran la tierra y trabajan como zanjeadores; otros construyen palizadas para cercar chacras y quintas. Los hay también que son de origen inglés y alemán, pero la mayoría desciende de los antiguos colonizadores españoles y, salvo pequeñas alteraciones, todos hablan muy bien el español.
EL GAUCHO Y EL INDIO PAMPA (1855)
BENJAMÍN VICUÑA MACKENNA
El gaucho de la pampa es como el árabe del desierto, es el beduino de la América, su traje, sus costumbres, su vida es una copia bruta y sin poesía de la Arabia de Saladino; su chiripá es el bornuz, su caballo su única propiedad, el puñal es su amigo, y su casa la sombra del ombú cuyo follaje lo refresca en la travesía cual el árabe reposa al pie de la palmera.
El gaucho nace en el suelo, abre los ojos sorprendidos en una chigua, crece revolcándose en las cenizas y jugando con la catana que es muchas veces el único mueble de la casa. Su primera salida al campo es con el lazo, y su próximo ensayo consiste en bolear un avestruz o ayudar a su padre a decollar un toruno. A los 15 años ya el gaucho es un hombre completo, porque está instruido en todos los resortes de su vida salvaje y no aprenderá otros; su libertad absoluta le indica desde entonces la extensión de su señorío; en un rey en la soledad, las pampas son su dominio, sus vasallos es todo lo que está al alcance de su lazo. El único rival que la naturaleza le ha creado es el indio pampa, animal feroz que mata o muere en sus correrías, pero el gaucho pampero lo ha subyugado al fin. El gaucho es hoy día omnipotente.
El gaucho, lo hemos dicho, es el soberano de la pampa. No posee nada, pero es dueño absoluto en el mundo en que vive. Si su caballo se cansa en la travesía, su lazo le da otro; si tiene hambre, sus bolas proveen su estómago con la carne que elija en el suelto ganado, o bien de la avestruz y del león, o ya de las aves acuáticas que lo visitan en el invierno, o bien de la perdiz que fascina con una vuelta de su caballo y mata con su rebenque. La carne es siempre su único alimento. El gaucho pampeano no ha visto tal vez en toda su vida los ranchos de San Luis en medio de la pampa; pero a él ¿qué le importa?: ése es otro reino, ahí hay subdelegados, cepo y policía; él es libre, es soberano, es más todavía, es omnipotente porque desprecia todo poder...
El único adversario que ha osado hasta aquí invadir sus dominios es el indio del Sur, que es al gaucho de la pampa, lo que el tigre al león, y en efecto, el gaucho y el indio se aborrecen y se descuartizan como el león y el tigre. El indio pampa es una bestia feroz; anda desnudo sobre el lomo del caballo con la lanza por único atavío y el pelo negro y áspero como una crin sujeta sobre la aplastada frente con una tira de trapo mugriento o bayeta colorada por único atavío. Su único rasgo humano, que lo acerca al instinto del bruto, es un indomable valor, porque el indio pampa sólo sabe dos cosas: matar y morir. No perdona nunca ni gusta que lo perdonen.
...Como el viento que se levanta en los llanos donde habitan, sus hordas feroces barren los países que recorren dejando sólo muertes y desolación. Pero al fin el gaucho ha puesto una valla pasajera a sus incursiones; para el gaucho el indio no es sino un animal como un zorro o un jabalí, y cuando lo atrapa, lo manea, lo degüella, lo carnea y tira las presas a sus perros... La pampa entera ha sido un inmenso campo de batalla entre el gaucho y el indio y entre los gauchos entre sí; no hay posta en la que no se haya dado un asalto, no hay sendero que no haya conducido mil veces las huestes de un malón, no hay gaucho que no haya peleado de hombre a hombre...
Es la pampa una nación de guerreros y si se poblara saldrían de ahí los conquistadores del mundo como aquellas falanges tártaras de Tamerlán que hacían pirámides de miles de cabezas después de sus combates... Yo no he visto un solo gaucho en toda la pampa que no tuviera alguna cicatriz en la cara o en las manos. Nuestros dos capataces estaban también lastimados y nos contaban que habían peleado a cuchillo muchas veces...
LAS ESTANCIAS Y LOS GAUCHOS (1854)
ALEJANDRO MAGARIÑOS CERVANTES
Una estancia es un pedazo de tierra comúnmente de dos o tres leguas y otras tantas de ancho, ocupadas por numerosos rebaños, vacunos, caballares y lanares: suele haber hasta treinta mil animales en una sola. En el centro hay una gran casa de material, donde reside el propietario con su familia, con los peones (gauchos) y las mujeres propias y ajenas de estos; o un capataz, especie de mayordomo, encargado de la administración y de hacer ejecutar las faenas rurales. Cuando la casa es pequeña, como sucede por lo regular, parte de los gauchos viven en ranchos (chozas de barro y paja), edificados a corta distancia de ella.
Las faenas de la estancia se reducen a cuidar del ganado y a matar diariamente cierta cantidad de reses, según el mayor o menor número de las que posee y necesita el establecimiento.
El trabajo de los peones se limita a enlazar, derribar, y desollar las reses, en lo que han adquirido tal perfección con la práctica, que en pocos minutos las descuartizan y sacan el cuero sin el menor tajo ni partícula carnosa; lo estaquean, y preparan la carne en tiras delgadas para el tasajo o charque, artículo que constituye uno de los principales ramos de exportación.
Fuera de esto, no se crea que el cuidado del peón sobre el ganado es semejante al de los pastores en Europa. El gaucho se levanta antes que el sol, se dirige a los corrales, deja salir los rebaños, y cuando éstos se han derramado por los campos, se vuelve tranquilamente a la casa a tomar mate y fumar hasta la hora del trabajo, si hay trabajo, que por lo regular nada más tiene que hacer hasta que cae la tarde, y es preciso, no siempre, volver a recoger el ganado.
Como tiene una inclinación muy regular al dolce farniente y aquel género de vida la desarrolla poderosamente, como necesita emplear en algo el tiempo para no consumirse de tedio, busca en el vino, en el juego, en el trato de sus iguales, un medio de recreación y de solaz. La pulpería llena todos estos requisitos.
Es la pulpería generalmente un rancho miserable, situado a dos, a cuatro, a seis leguas de la estancia, donde se expende detestable vino, aguardiente, queso, etc.: es el punto de reunión, el rendez-vous, a que asisten de diez leguas a la redonda, los gauchos más cercanos de aquel pago o departamento.
Allí, entre el crujido de los vasos, el estruendo de las carcajadas, el murmullo de las guitarras, el run run de las chilenas (espuelas para domar), el estridor de los puñales, que se cruzan con demasiada frecuencia, y no en vano, se forman esas reputaciones colosales, esos hombres de alto prestigio entre el gauchaje, que más tarde aparecen a su frente e imponen la ley a la sociedad culta e ilustrada de las ciudades.
Artigas, Quiroga, Rosas, todos los caudillos se han apoyado más de una vez sobre el sucio y grasiento mostrador de una pulpería, antes de arrellanarse en la silla del poder.
En estas reuniones se habla de las últimas carreras, y se arman otras nuevas, de las yerras (fiestas para marcar el ganado), de los animales extraviados, de los asesinatos y pendencias que han tenido lugar en la semana, y de todo lo que es propio de su vida vagabunda y desocupada.
Siempre hay entre ellos un payador o cantor, que hace el gasto de la función, sin gastar él nada. En su lenguaje tosco y desaliñado, pero a menudo poético y vehemente, improvisa, acompañándose con la guitarra, cantos más o menos lardos, cuyo asunto está tomado de la misma fuente de sus conversaciones, o de las desgracias y trabajos de algún caudillo famoso, de los malones (expediciones contra los cristianos), de los indios, o de sus propias aventuras.
Así el gaucho, en su estado de peón, es. a juicio nuestro, el tipo más prominente que ofrece la sociabilidad argentina. El que habita en los pueblos como el que tiene un pequeño patrimonio y vive independiente, aunque participan de la mayor parte de las cualidades que caracterizan al primero, ni tienen su espontaneidad, ni tantos puntos de contacto como él con los habitantes de los demás países de América, donde existen condiciones de existencia análogas a la suya.
Arrancamos como punto de partida de las estancias, para que se vea, cómo aislada, sin vecinos, casi sin comercio con el resto de los hombres, cada familia forma una pequeña colonia; como ese aislamiento detiene e impide los progresos de la civilización, que no puede acrecentarse sino a medida que la sociedad se hace más numerosa, y los lazos que la unen más íntimos y multiplicados; para que se note, de paso, cómo la soledad desenvuelve y cimenta en el hombre el sentimiento de la independencia y la libertad; cómo nutre esa altivez de carácter que en todos los tiempos ha distinguido a los pueblos de raza castellana.
Se comprenderá, sin decirlo, que en tan simular asociación, todo orden sistemado y recular de gobierno se hace imposible. Existe un comandante general en la campaña, y un juez de paz en los pueblos; pero su autoridad no pasa de un radio muy limitado. El desierto y la soledad hacen ineficaces las mejores leyes y disposiciones, e imprimen en los hábitos y costumbres cierta rudeza selvática, ciertos instintos bárbaros, propios de la vida nómada y errante, como lo ha expresado perfectamente el coronel don Pedro Andrés García, enviado por la primera junta gubernativa de Buenos Aires, para entre otras cosas averiguar y examinar el estado actual de la campaña, y proponer las medidas que creyese más convenientes para su mejora y prosperidad, el cual se expresa en estos términos: "Las más sabias leyes, las medidas más rigurosas de policía, no obrarán jamás sobre una población esparcida en campos inmensos, y sobre unas personas que pueden mudar de domicilio, con la misma facilidad que los árabes o los pampas". (Diario de un viaje a Salinas Grandes.)
Y en efecto, considerando al gaucho desde la cuna, se ve que apenas puede sostenerse sobre el caballo, es decir, desde la edad de cinco o seis años, éste es una parte integrante de su persona: desde que llega a la pubertad, le ensilla con el sol, y no se desmonta sino para comer, jugar y dormir; si como sucede a menudo, el dueño de la estancia donde ha nacido, aunque muy honrado en el fondo, es un infeliz cuya razón no ha podido ser cultivada, crece y llega a hombre, sin tener más que una idea confusa y no muy buena de la divinidad; como se cría domando potros, decollando novillos, corriendo carreras que a veces le cuestan la vida. vagando solo en la inmensidad de los campos, sin más armas que su lazo, sus bolas y su puñal; cruzando a nado los ríos más caudalosos, prendido con una mano de las crines de su corcel, y con la otra nadando y empujándole contra la corriente; como se cría luchando con los animales feroces, y muy especialmente con los tigres, que suelen asaltarle al cruzar un bosque, y con más frecuencia en la margen de los grandes ríos; expuesto a las acechanzas de los ganchos malos, especie de bandidos, capaces de asesinarle por la chaqueta que lleva puesta, por las espuelas, o el poncho; acostumbrado a soportar horas enteras los ardientes rayos del sol en el rigor del verano, y los helados cierzos del más frío invierno; a dormir en todas las estaciones a la intemperie, bajo un ombú, o una tapera (casa derribada en medio del campo); a galopar tres días y tres noches sin descansar, y a alimentarse únicamente de carne medio asada, sin sal, sin pan, sin más principio ni postre; el gaucho reúne en su carácter mucho de la energía independiente de la raza guaraní, y mucho de la fortaleza de hierro y extraordinario valor de los primeros conquistadores.
La necesidad de luchar brazo a brazo con una naturaleza exótica y grandiosa, los peligros siempre renacientes que le rodean, la costumbre de verter sangre diariamente, el desamparo y orfandad a que se ve reducido desde sus primeros años, le hacen reconcentrarse en su personalidad, desenvolver sus facultades físicas de un modo maravilloso, y adquirir una indiferencia, verdaderamente admirable, para dar y recibir la muerte.
Como sus necesidades son muy limitadas y le bastan pocos días de trabajo para satisfacerlas largo tiempo, como está seguro de encontrar otra estancia donde acomodarse cuando se le antoje dejar a su patrón, por la escasez de brazos y hombres inteligentes en las faenas rurales, se acostumbra desde sus más tiernos años a no depender de nadie y a considerar a sus superiores de igual a igual. No le dará título de amo por todo el oro del mundo: patrón a secas y gracias. Ay del temerario que, desconociendo su carácter, y confiado en su calidad de señor, le insultase, aunque fuese con motivo, sin prevenirse... antes de acabar la frase, una certera puñalada le dejaría tendido en tierra, y los demás compañeros facilitarían al asesino el mejor caballo para que huyera, si se hallaba en paraje donde pudiera alcanzarle la justicia.
El gaucho, aunque despejado, con muy felices disposiciones, y también noble y generoso, cuando todavía la desgracia no ha agriado su carácter, es supersticioso, desconfiado, muy reservado y lleno do antipatías contra el hombre de la ciudad, que tiene otras maneras, otros hábitos, otras ideas; que habla de distinto modo, y hasta usa otro traje. Él le desdeña y menosprecia altamente, y no se toma el trabajo de ocultarlo.
Existe entre ambos una repulsión instintiva e involuntaria, porque el contraste, en efecto, no puede ser más chocante; comparemos un hombre vestido a la europea, con frac y pantalones, sombrero de castor y guantes, cortada su barba y cabellera, con otro cuya larga melena circunda su cuello, da una expresión feroz a su tostado semblante y un aire de melancólica altivez a su mirada fija e imponente, mientras cae sobre el pecho su prolongada barba, más negra y reluciente que el ébano. Veámosle tal como aparecería a nuestro ojos, si nos trasladásemos a los campos de Buenos Aires. Montevideo o La Rioja. Contemplemos su sombrero de copa redonda y ancha ala, adornado con algunas flores, prenda de amor, o plumas de pavo real; su chaqueta de grana o paño, caprichosamente bordada; su chiripá (dos o tres varas de seda o bayeta) envuelto alrededor de la cintura, y ya recogido entre los muslos, ya suelto y a guisa de saya descendiendo hasta los tobillos, sujeto por una banda o tirador, donde guarda los avíos para fumar, el dinero, etc., y que sirve además para colocar, atravesado, el enorme cuchillo, comúnmente de vaina y cabo de plata, su compañero inseparable, que no abandona en ninguna ocasión ni circunstancia, y tan afilado que puede un hombre afeitarse con él (según Azara): contemplemos su ancho calzoncillo de lienzo, adornado en los extremos con un gran fleco o crivao que, resguardando sus piernas, oculta a medias unas espuelas de plata colosales, y las blanquecinas botas de potro, formadas con la piel sobada de este animal, las cuales, partidas en la punta, dejan al descubierto los dedos de los pies para asegurarse mejor en el estribo, de forma triangular y tan pequeño, que apenas cabe el dedo principal. Echemos, en fin, una última ojeada sobre el poncho que se mete por la cabeza y que, doblado sobre los hombros de uno y otro lado para jugar los brazos, llega por delante hasta las rodillas, y acaba, junto con el extraño arreo de su caballo, que no describiremos porque nos parece inútil perder el tiempo en digresiones cuando no son necesarias, acaba por darle un aspecto verdaderamente raro y original.
...Hemos indicado ya la especie de instinto de locomoción que le obliga a no permanecer mucho tiempo en un mismo paraje y a dejar por el menor pretexto, a veces sin ninguno, la estancia donde reside; parece que su alma indómita, ansiosa de libertad, necesita a menudo perderse en la inmensidad de los desiertos; parece que halla un misterioso deleite inefable en la soledad, en el silencio, en el peligro, en los azares de los campos, en la pompa majestuosa de su imponente, lujosa y gigante naturaleza.
Así el gaucho, sin ser nómade, pasa la mayor parte de su vida errante de estancia en estancia y de pago en pago.
...El haber señalado, el modo como ha nacido y se ha desenvuelto ese elemento bárbaro, pero lleno de vida y esperanzas en el porvenir, así como su carácter y la posición que ocupa en nuestra sociedad: elemento que constituye, propiamente hablando, ya mayoría de las provincias del Río de la Plata.
La mayoría del Plata, repetimos, que se simboliza en el gaucho, tal como lo hemos descrito; el cual, en medio de su vida aventurera, abandonado desde la infancia a sus instintos y propias fuerzas; ignorante, audaz, rebelde a toda autoridad; más extraviado por falsas ideas que corrompido y malo; acostumbrado a conducirse en los actos más triviales como en los más solemnes de la vida, sin el freno de la sociedad y de las leyes, es el bárbaro en todo el sentimiento y la espontaneidad de la independencia individual: es, en una palabra, el hombre que actualmente, en una sociedad tan regular, es muy difícil concebir.
EL GAUCHO (1855-1860)
PABLO MANTEGAZZA
El gaucho o el argentino de la campaña, es un hombre alto, enjuto y moreno. Apenas puede tenerse en pie, después de apartado del pecho materno, se le coloca a caballo en la delantera de la silla paterna y aprende así al mismo tiempo, a conocer el suelo que pisa y el fiel animal que ya no abandonará hasta la muerte. Aislado de los amigos y de las ciudades por inmensas distancias, no posee otros medios de reunirse al común consorcio de los hombres, que su caballo; sustentándose con la carne libre y salvaje que anda por las llanuras, no tiene otro artificio, para procurarse alimento, que su caballo; verdadero árabe de América, posee con este nobilísimo animal el instrumento más indispensable para la vida, la fuente de riquezas, el amigo inseparable en el reposo y en el trabajo, en la guerra y en la paz.
El gaucho pasa más de la mitad de su vida sobre el arzón, y a menudo come y dormita sobre la silla. A pie camina mal, y al arrastrar las inmensas rodajas de sus pesadísimas espuelas, que le impiden caminar como nosotros, parece una golondrina desterrada y sujeta a morar en la tierra. Hasta hace pocos años, los mendigos de Buenos Aires pedían limosna a caballo, y más de una vez he visto al gaucho subir a caballo para ir hasta el fondo del corral y traer agua del pozo...
...La abundancia de caballos es la causa de que nadie se preocupe de evitarles el cansancio, y el gaucho va casi siempre al galope, muy raras veces al tranco. Sin fatigarse puede recorrer durante varios días continuos ciento veinte y hasta ciento ochenta millas cada veinticuatro horas, cambiando caballos. Después de algunos de residencia en Entre Ríos, ya no me asombraban más tales proezas, porque yo mismo podía recorrer noventa millas sin cansarme, en el espacio de once horas y bajo el cielo abrasador de diciembre.
De esta sola necesidad de vida aérea, sacan forma y medida mil elementos de la vida física y moral del gaucho, desde su esqueleto hasta la más tierno expansión de sus sentimientos...
Las tibias del gaucho son muy encorvadas por su presión continua sobre el cuerpo del caballo y la tensión prolongada de los músculos.
Sus músculos lumbares y los demás que mantienen erguido el cuerpo, están tan desarrollados, que hacen sospechar antiguas monstruosidades en lo que no es sino natural.
El gaucho detesta por instinto la agricultura, la industria y todo lo que le obliga a trabajar de a pie o sentado. Por consiguiente, es carnívoro por excelencia.
Para componer su vestido, ha buscado todo lo que pueda hacerle más cómodo su modo de vivir. Los pantalones lo aprietan, la corbata lo oprime; necesita aire y libertad. Rasga en el medio un trozo de paño y pasando la cabeza por la hendidura hace una especie de casulla que llama poncho', otra tela (chiripá) le ciñe la cintura y cae en amplios pliegues sobre los muslos, dejando desnudas las piernas, que cubre con botas de potro, o calzado sin curtir fabricado con el cuero de las patas del caballo. Este vestido elemental del gaucho no necesita costuras ni cortes artísticos, y es el más simple, el más cómodo que pueda improvisarse cuando no se dispone sino de una tela y un cuchillo. Esta manera argentina de vestir ha sido después modificada por las modas europeas. que se van infiltrando lentamente como demostración de la influencia niveladora y omnipotente de las razas dominantes, pero contra la introducción del pantalón, el argentino de la campaña luchará mucho tiempo, pues antes de que abandone el poncho pasarán todavía muchos siglos.
Un hombre que vive la mayor parte del tiempo sobre el lomo del caballo, no puede dedicar mucha atención a la arquitectura de su casa.
Ésta se reduce en su forma más simple a una choza de juncos y de ramas (rancho de totora). La precede, en orden jerárquico, una casucha con armazón de gruesos troncos embadurnados de barro (rancho de estanteo); sigue el rancho de adobe, construido con ladrillos crudos secados al sol. El pavimento de todas estas casas es la arcilla y desnuda tierra de nuestros padres, y si la fecunda naturaleza del país no hace brotar en ella árboles y flores, es porque la pisan continuamente sus habitantes. Estas construcciones no necesitan arquitectos, y el caucho hace de albañil y de ingeniero, y derriba y reconstruye su propia casa con la mayor facilidad. Algunas veces, al tomar posesión de un terreno, comienza por plantar en el suelo, aún cubierto de un tapiz herboso, cuatro troncos de árboles sobre los que sujeta un telar de madera y teje un plano de tiras de cuero sobre las cuales extiende su lecho; cubre después estos cimientos de vida social, con un techo de juncos sostenido por algunos palos, que hasta algunos días antes eran mimosas de hojitas recortadas y elegantes. Muchas veces la falta de lluvia impide al habitante de esta jaula hacer barro para rellenar las paredes de su propia casa, y durante muchas semanas vive con su familia en una vida más que pública, expuesto a todos los soplos de la rosa de los vientos y poniendo en práctica el deseo de aquel filósofo antiguo, que hubiese querido vivir en una casa de cristal, para que todos pudiesen examinar su conducta...
El moblaje y los utensilios de la casa del gaucho están reducidos al término mínimo, y algunas veces no se encuentra más que una mesita, una silla, una especie de chafarote para asar la carne (asador) y una cafetera para preparar el mate. En las casas más pobres, el lecho está formado por la silla nacional (recado), la que con las diversas partes que la componen (sudadero, jergón, carona de vaca, jerga, carona de suela, lomillo, cincha, pellón, sobrepuesto, o sobrepellón y sobrecincha) permite al argentino improvisar una cama aun en medio del desierto.
La puerta del rancho es a menudo una tabla desunida o un cuero de caballo o de buey; otras veces falta por completo.
Recordaré siempre que durante los primeros tiempos de mi estada en América, al entrar a la choza de un rico estanciero que había solicitado mis servicios, fui acogido en las frases sacramentales: Pase usted adelante, tome usted asiento. Miraba a mi alrededor, buscando inútilmente con los ojos un asiento para satisfacer el deseo cortés de aquella buena gente, y acabé por sentarme en el lecho, sin imaginarme jamás que algunos prismas de madera, tallados quizás por una mano preadámica, estuviesen destinados al reposo del cuerpo humano.
Esta sordidez contrasta a menudo con las riquezas de los propietarios, y siempre con el lujo oriental con que adornan sus caballos. El gaucho se resuelve con frecuencia al inmenso sacrificio del trabajo, para economizar algún dinero y destinarlo a adornar su ídolo, de modo que su casa puede estar sin puertas y sillas, pero las riendas de su parejero (palabra honorífica que distingue al caballo de carrera), estarán cargadas de plata, y lo mismo el pie, calzado con el botín de montar, del que salen las puntas del pulgar y del índice, brillará con dos inmensas espuelas del mismo metal. He visto un par de estribos fabricados con ochenta libras de plata, y he conocido un coronel que no sabía leer ni escribir, pero que llevaba sobre el caballo un valor de quince mil liras en metales preciosos.
EL GAUCHO (1857-1860)
HERMANN BURMEISTER
El modo de vivir y traje de esta población campera originaria es también sumamente extraño. Los gauchos se alimentan casi exclusivamente de carne de vaca asada (asado), que ensartada en una varilla se cocina al fuego, prefiriendo las costillas así como los delgados músculos ventrales (matambres) a cualquier otra carne del animal. El asado se corta delante de la boca y se come sin pan. Muchos gauchos conocen el pan sólo de nombre, a lo sumo lo reemplazan con un hervido de granos de maíz pisado llamado mazamorra. En general, son sobrios, no comen mucho, pero muy ligero y pueden pasarse sin alimento mucho tiempo, sin cansarse, lo que debe atribuirse a la nutrición en que predomina la carne. Para reponerse toman mate, en la forma indicada en la Banda Oriental por medio de la bombilla, succionando despacio la infusión y se entretienen entre ellos con esto, haciendo circular de mano en mano el porongo.
Viven en malas cabañas de ramas revocadas con barro (rancho) que por regla general sólo tienen una cama, un par de sillas y a veces una mesa. Se trasladan casi exclusivamente a caballo, usando una silla de montar compuesta de varias mantas o jergones y un pequeño y mal arzón (recado), cuyo conjunto forma un acolchado o almohadón, sobre el que se sientan. Éste les sirve al mismo tiempo de cama, pudiendo acampar y descansar a la intemperie en cualquier momento.
Su vestimenta consta de una mezcla bizarra de piezas europeas e indígenas, que ha formado poco a poco un tipo fijo e invariable. Del europeo ha adoptado o conservado el gaucho la camisa y el pantalón, aunque éste ya algo reformado, usándolo como calzoncillo muy ancho y adornado abajo en el borde con unas aplicaciones de puntillas, a la cual agregan los ricos, varias franjas de flecos cosidos sobre el género blanco. El gaucho usa dos calzones, uno más grueso debajo del otro más fino y decorado, ambos de tela blanca de algodón. La camisa puede ser de color o de varios colores combinados, aunque se considera más elegante la camisa blanca. Lo demás de la indumentaria del gaucho procede del indio, sobre todo el chiripá, que es una manta gruesa de algodón o lana de varios colores, adornada con figuras de animales, como ser perros, caballos, ciervos, etc. Ésta se toma entre las piernas y se alza primero por detrás y luego por delante, alrededor de la cintura, sosteniéndola por medio de un cinturón. La forma del cinto es muy variable. El gaucho pobre sólo tiene una cinta ancha de algodón o una faja o banda, que se ata por delante y cuyas extremidades deja colgar a un lado a lo largo del muslo.
El de mejor posición, sobre la faja lleva un tirador, que es otro cinturón ancho de suela, bordado y cosido con hilos de colores, que se cierra por delante por medio de grandes botones, los que se reemplazan con antiguos pesos de plata españoles. Atrás, sujeto por el cinturón lleva un gran cuchillo de más de un pie de largo, que nunca deja y usa en parte como arma, en parte para los más variados quehaceres, tanto para comer como para el trabajo con tiras de cuero crudo, trenzando arreos para el caballo. Encima de todas estas ropas se pone el gaucho sobre las espaldas el poncho, que es también una manta, por lo general de lana, provista en el medio de una boca longitudinal de un pie de abertura, por la cual se pasa la cabeza. Tiene siempre un color vivo y chillón, con preferencia colorado, después azul o marrón claro, más raro amarillo o verde, adornado con tres fajas longitudinales de color distinto, de las que la del medio pasa por el centro donde se halla la boca.
Los ponchos no los usan los gauchos solamente, sino también los demás argentinos, sobre todo en viaje, resultando una pieza cómoda y útil a la que pronto se acostumbran con placer los extranjeros. Chiripá y poncho eran las piezas del vestido de los antiguos peruanos y todos los indígenas de cierta civilización. Se tejían entonces de lana de vicuña y las hacían las mujeres. Aun ahora se confeccionan en el Perú, en su natural ocre amarillento con tres listas rojas y se papan caros por ser artículos valiosos.
...Los gauchos pobres por lo general andan descalzos o se protegen los pies con una media de cuero, por cuya extremidad asoman solamente los dedos. Estas medias llamadas bofas de potro, se las prepara el gaucho mismo usando el cuero de las patas de caballos, que al sacarles el cuero corta justo al cuerpo. Después las ablanda en agua, hasta que se separa el pelo y se las ponen mojadas, pasándoselas por el pie hasta la pantorrilla y dejándoselas secar encima. Esta media, bien ajustada a la pierna. al secarse, queda adherida hasta que hecha pedazos con el uso, se les cae. Los gauchos menos pobres usan botas altas a la moda europea, unos de suela natural sin teñir, otros de cuero negro, pero no usan betún y tienen por eso siempre un aspecto un poco descuidado.
En los pies ostentan enormes espuelas de hierro o de plata, que se apoyan sobre unos redondeles aplicados sobre el talón. Éstas tienen rodajas de 3 a 4 pulgadas de diámetro con puntas fuertes pero mochas, de más de una pulgada de largo. Aun a los que andan descalzos nunca les falta espuelas, aunque frecuentemente sólo llevan una sola en uno de los pies. Sin espuelas nunca sale el gaucho de viaje, tienen que oír el sonido, lo mismo que su caballo o su muía, que es excitada por el continuo tin-tin de las rodajas al poner en juego su resistencia. Esta música, sobre todo en las marchas, se hace poco menos que inaguantable para un oído delicado.
Todos los gauchos llevan siempre la cabeza con un sombrero de fieltro o de paja, pero es pequeño y no oculta toda la cara. Por eso en el verano se ponen un pañuelo de color debajo del sombrero en contacto con la cabellera y se atan al cuello por delante las puntas libres. Esta tela sirve de protección contra los rayos ardientes del sol y refresca embolsando el aire que viene de frente al andar a caballo, corriéndose hacia la nuca. Lo he experimentado como un medio probado para habituarse a soportar el ardor del sol durante las marchas.
Así vestida y de tal calidad era la gente con la cual me encontré en la primera estación saliendo de Rosario. No había mujeres entre ellos, por eso tampoco hablo de éstas. Por lo demás sería innecesario, porque en lo referente a su aspecto exterior, tienen las mismas fisonomías que los hombres, aun cuando son más frecuentes las caras indígenas, por lo menos se notan más esos rasgos entre ellas. Su pelo duro renegrido y lacio y la hilera de finos pelitos en las sienes más marcada que en los hombres, las distingue con mayor facilidad. Todas usan la indumentaria europea, una camisa, una enagua y un vestido. Las dos primeras prendas confeccionadas siempre en tela blanca de algodón, la última de percal en colores estampados. Los colores preferidos son el violeta y el rojo, vestidos verdes, amarillos y azules poco se ven. Está mal visto llevar camisas o enaguas de color y ninguna mujer, aun la más humilde, se las pondría. Toda la ropa interior tiene que ser blanca. Se cubren la cabeza con una gran pañoleta de lana o de algodón, que se bajan en la frente hasta los ojos y cuya punta más larga se la pasan de derecha a izquierda por sobre el hombro, de modo que por delante les cubre el cuello y la boca hasta la nariz, quedando de este modo oculta casi toda la cara, con excepción de los ojos. Las que se quieren ocultar más, se corren la pañoleta por encima del ojo derecho y sólo dejan libre el izquierdo. Así se envuelven también las famosas tapadas, a quien nadie osa incomodar. En otros tiempos solían envolverse aun las damas de las clases más elevadas y no es raro verlas hoy en día en el teatro así como en la calle, sobre todo en Lima.
Todas las mujeres morochas de la clase baja, no importa que sean jovencitas o entradas en años, se denominan chivitos o chinas, en el lenguaje de las clases superiores. Ésta es casi como gringo, una denominación, que no se escucha con agrado. Entre estas chinas, como entre los gauchos se encuentran todos los tintes imaginables, pero rara vez se ven caras bien bonitas o hermosas. Sólo en la primera juventud tienen cierta frescura y un algo que interesa, pero pronto lo pierden entre el desaseo y las privaciones que suelen sufrir. Lavarse y asearse poco se estila, cuando más lo hacen los domingos para ir a misa y divertirse en la tarde y en la noche con sus festejantes y enamorados.
Muchos gauchos tocan la guitarra y se acompañan cantando, en tonos altos de falsete, melodías poco variadas y en general melancólicas, que otros bailan en parejas, con sus dulcificas, al compás de la canción. Ejecutan muchos cantos y bailes nacionales que llevan nombres muy variados, pero casi todos resultan en definitiva movimientos cadenciosos de avanzar, retirarse y luego girar alrededor de los danzantes. La zamacueca es el más afamado de estos bailes.
UN GAUCHO (1867)
WILFREDO LATHAM
Su cara era tostada a la intemperie, su largo, negro apelmazado cabello, llegando hasta los hombros, se confunde con la barba. Rara vez está fuera del lomo del caballo. Su traje lo constituye un largo y ancho calzoncillo, y una pieza llamada chiripá en vez de calzones, sostenido en la cintura por una faja tejida, un cinto de cuero con los bolsillos, en el cual atraviesa, por la espalda, un largo cuchillo; una camisa y un poncho, un pañuelo de colores en la cabeza y un sombrero de fieltro.
La piel de las patas de un potro, peladas, secadas y ablandadas por medio de frotarlas, le sirven de botas, formando el jarrete el talón, quedando fuera el dedo grande y el segundo. Usa enormes espuelas de fierro con ruedas de tres pulgadas de diámetro, y rara vez ha conocido más cama que su recado, tendido en el suelo, sirviéndole de cobijas el poncho y las jergas, de modo que el ajuar de su caballo, constituye el moblaje del gaucho.
UN GAUCHO (1870)
ROBERTO B. CUNNINGHAME GRAHAM
Río de la Plata: así llamábamos al país, en ese entonces, por allá en 1870, cuando todavía el nombre de Rosas inspiraba temor entre los cauchos más viejos, o tal vez, para decirlo con mayor propiedad, les parecía ser el de un dios tutelar.
Cuántas veces los he oído, ya en la frontera meridional de la provincia de Buenos Aires, que entonces estaba en Bahía Blanca, y también en el Oeste, cerca de Tapalqué y del Fortín Machado, después de clavar su facón en el mostrador de la pulpería, y de despachar de un trago un vaso de caña, gritar: ¡Viva Rosas!, añadiendo una o dos maldiciones, probablemente por motivos de eufonía. El inolvidable jefe, tipo de todos los vicios y virtudes de su clase, gaucho genuino, si los hubo, capaz de echar el sombrero al suelo y de alzarlo al galope, sin apoyar la mano en la silla, indiferente al gasto de la vida humana y pródigo en derramar sangre, hacia poco que había muerto, convertido en un pacífico burgués, cerca de Southampton; empero su espíritu díscolo aún sobrevivía. El país acababa de salir o estaba saliendo de la guerra con el Paraguay. La corriente de inmigración, que desde entonces ha realizado tan numerosos cambios en aquellas tierras, comenzaba a invadirlas. La harina era importada de Chile y de Norteamérica, la carne costaba diez centavos por kilo en la capital. Los enormes campos de pan llevar, que hoy extienden sus cultivos por leguas enteras, yacían eriales; sólo aquí y allí, en chacras diminutas, algún vizcaíno emprendedor sembraba unas pocas fanegas, azuzando sus bueyes con un mazo, sentado sobre el yugo, las piernas colgantes entre los cuernos de sus animales, o a horcajadas sobre un mancarrón, aguijoneándolos con una clavo engastado en una tacuara (larga caña). Las gentes del país los contemplaban como sin duda a Triptolemo los primitivos habitantes de Acaya. Los extranjeros, que sin excepción se dedicaban a la cría de carneros o de ganados, medio admiraban y medio despreciaban al labrador agrícola, aunque iban a casa de él los sábados en busca de pan.
La gente se alimentaba exclusivamente con carne ("carnero no es carne", solían decir), lo que da la medida del progreso en aquellos lugares. Mate y carne, y carne y mate, y de vez en cuando un saco de redondas galletas, tan duras como las piedras de las calles en el sur de España, en Marruecos, en Persia, en Turquía y en otros países, en que las gentes hablan y hablan del progreso, sin darse cuenta de lo que es..., felizmente para ellas; puchero y asado, hecho este último al fuego vivo, en un asador, que era el único utensilio culinario, fuera de una olla de hierro y una caldera de estaño, que nunca faltaba en los ranchos de las pampas.
He aquí la lista completa de nuestros manjares, o menú, que diríamos en moderno. El asado lo comíamos con nuestros cuchillos, cortando un gran trozo, teniendo cuidado de no tocar el centro de las postas, y luego, mordíamos la presa entre los dientes, y cortábamos cada bocado a ras de los labios, con cuchillos de doce pulgadas. El puchero, consistía en carne cocida, por regla general, porque si teníamos una mazorca o dos de maíz, una cebolla o una col para condimentarlo, era ya un festín: nos restregábamos los dedos en las botas, y limpiábamos los cuchillos clavándolos en el techo pajizo, generalmente hecho de cañas de paja brava, que era el nombre dado en el país a la yerba pampera. En el techo había clavadas estacas de ñandubay o cuernos de venado, de los que colgaban los muebles, es decir, las riendas, cabezales, boleadoras, lazos y demás enseres en que se complacía el orgullo del gaucho. Los asientos eran cabezas de buey o bancos bajos de madera dura, casi siempre de chañar o ñandubay, puestos sobre el suelo, de barro reseco, pisado y vidriado con boñiga. El humo se alzaba en espirales del fogón, prendido en el suelo mismo, en el propio centro de la estancia, sobre una o dos piedras, o, en raras ocasiones, encerrado dentro del arco de una llanta de rueda desvencijada. Las vigas, el techo pajizo y las delgadas tiras de cuero, que servían de clavos, estaban negros y abrillantados por el humo, que llenaba la casa con una atmósfera como la de las chozas en que usan carbón de turba, en las Hébridas. Fuera, en el palenque, todo el santo día, un caballo ensillado pestañaba al rayo del sol, la cabeza colgante como si estuviera medio muerto: pero si algún gringo aturdido se le acercaba más de lo mandado, el animal revivía, irguiéndose con resoplido bravío y sacudiendo el cabestro. El palenque deslindaba los límites del hogar; al otro lado de él, tanto la etiqueta como la prudencia mandaban al extraño que no pasara sin un ceremonioso "Ave María purísima", contestado con un "Sin pecado concebida"; a esto seguía la invitación a apearse y a atar el montao; luego, ahuyentados los perros, que mantenían al viajero como a un barco rodeado por la tempestad, ya a caballo, o al lado de su flete, el dueño de casa franqueaba el paso a su huésped. Se entraba en la cocina, que servía de comedor y de cuarto de recibo. Una vez sentados sobre cabezas de buey, comenzaba el desgrane de noticias: que ya la revolución había estallado en Corrientes, o que algún caudillo conocido recogía caballos y reclutaba gente en Entre Ríos o en la Banda Oriental del Uruguay, que los Colorados habían tomado Paysandú, que los Blancos habían triunfado en Polanco o en algún otro lugar, o que éste o aquel gobernador había sido asesinado.
Luego se hablaba de caballos, de las marcas con que estaban herrados, del precio del ganado en Concepción del Uruguay, y de si era cierto que Cruz Cabrera había muerto a Juan el Velludo, y de cómo era que, si acaso era cierto, en el Monte del Yi quedaban matreros, y de muchas cosas de esa laya, de suprema importancia en el campo; luego, servían el mate, mientras conversaban al amor de la lumbre.
Levantado el cuero de yegua tendido a guisa de puerta, aparecía una china, o una negra, y después de hacer sus venias, recibía la yerba tomada de un saco hecho de un buche de avestruz, ponía el caldero al fuego, se sentaba en un banco, abriendo las rodillas como si fuera a partirse en dos, y se inclinaba para soplar el fuego; cuando el agua hervía, ponía la yerba en el mate, ajustando la bombilla de lata en posición vertical, operación que requería alguna habilidad, y después de verter el agua, empezaba a chupar el tubo, escupía al suelo las primeras chupadas, hasta dejar el aparato corriente; luego, después de tomar un mate por su propia cuenta, lo pasaba de mano en mano entre los convidados, con cierta nimia distinción. Mientras todos chupaban el brebaje, hasta dejar el mate seco, la muchacha, de pie todo el tiempo, solía deslizar la mano distraídamente entre sus largos cabellos, o entre sus motas negras, como en busca de algo, en tanto que con un pie descalzo se rascaba la otra pierna. Luego volvía a ponerse en cuclillas, llenaba el mate, y después del chupón inevitable, para cerciorarse del tiro de la bombilla, comenzaba de nuevo a pasarlo a la redonda. Esto se llama "servir el mate", y la muchacha que lo servía guardaba, durante la ceremonia, un silencio solemne, como si cumpliera algún rito. Si el dueño de casa no tenía hija, o mujer, o muchacha, servía él mismo el mate, pero no lo pasaba de mano en mano; sentado junto al fuego lo llenaba, veía si tiraba bien y se lo pasaba al otro. El mate circulaba hasta que la yerba perdía su sabor, que era áspero, amargo y acre, y que, en el campo, nunca se tomaba con azúcar, sino cimarrón.
La conversación se generalizaba; se hablaba de la invasión de los indios, de que los infieles, en su última entrada, habían quemado el rancho de Quintín Pérez, de que se les había visto retirándose a la luz de las llamas, hacia Napostá, arreando una caballada por la huella que va al Romero grande, costeando el estero del Oeste.
Los hombres que en estos decires se entretenían eran por lo general altos, cenceños y nervudos, con no pequeña dosis de sangre india en sus enjutos y musculosos cuerpos. Si las barbas eran ralas, en desquite el cabello, luciente y negro como ala de cuervo, les caía sobre los hombros, lacio y abundante. Tenían la mirada penetrante, y parecía que contemplaban algo más allá de su interlocutor, en horizontes lejanos, llenos de peligros, rondados por los indios, en donde a todo cristiano le incumbía mantenerse alerta con la mano sobre las riendas. Centauros delante del Señor, torpes a pie como caimanes embarrancados, tenían, sin embargo, agilidad de relámpago, cuando era necesario. Parcos en el hablar, capaces de pasar todo el día a caballo, uno al lado del otro en las llanuras, sin cruzar palabra, excepto alguna interjección como "jué pucha", si el caballo tropezaba o se espantaba porque una perdiz saltaba a sus pies.
Se enfurecían fácilmente echando espumarajos por esas bocas y pidiendo sangre a voces; un instante después (pasada la tormenta) tornaban a ser los mismos graves centauros de antes. Así, los mares tropicales, tan tranquilos como si nada pudiera alterar el lento y prolongado balanceo de sus ondas, se encrespan, se cubren de espuma, rugen y se tragan a los barcos; luego, tras el furor de la tormenta, arrojan los cadáveres de los náufragos en la arena de la playa, tan suavemente, que las olas parecen acariciarlos mientras flotan en la marejada.
Tales eran los centauros de aquellos días, vestidos de poncho y de chiripá. Calzaban botas de piel de potro, hechos los talones del corvejón, dejando salir los dedos para agarrar el estribo, formado por un nudo de cuero.
Su estado de gracia espiritual interna era una mezcla extraña de cristianismo contenido en su desarrollo, matizado de supersticiones; su temple de ánimo era melancólico. La alegría no arraiga en aquellas desiertas estepas; esto sucede generalmente con los habitantes de las llanuras, cuya vida se pasa solitaria, ya en grupos de tiendas, como entre los árabes, ya en ranchos aislados como en las pampas del Sur.
Hasta sus mismos bailes eran lentos y acompasados, ya los nacionales, cielitos, gatos o pericón, ya el vals importado, que danzaban meciéndose a un ritmo peculiar y característico, rastrillando las espuelas por el suelo, como le arrastra un pavo las alas a su hembra. Era en los bailes donde aparecía el improvisador (a quien los gauchos llamaban payador) en toda su gloria; punteaba la guitarra, cantaba sus coplas en falsete, prolongando la última nota de cada verso para darse tiempo de comenzar el siguiente con un nuevo epigrama. Si por mala suerte se presentaba otro payador, éste aprovechaba la ocasión para contestar en competencia, hasta que, como a veces sucedía, el que agotaba primero su inspiración, rasgueaba de un golpe todas las cuerdas de su guitarra, la ponía en el suelo, y se incorporaba diciendo: “Ya basta, “ahijuna”, vamos a ver quien toca mejor con el cuchillo", y sacando el facón con un revés de muñeca, se ponía en guardia. Generalmente, el otro payador no tardaba en imitarlo, y entre ambos contendores, después de envolverse los ponchos apretadamente en el antebrazo izquierdo, que mantenían al nivel del pecho para proteger las partes vitales, adelantaban el pie izquierdo, cargando con todo el cuerpo sobre el derecho, y empezaba la lucha. Se inclinaban a derecha e izquierda, recogiendo a veces puñados de tierra que trataban de echar a los ojos de su enemigo, para arrojarse sobre él.
A veces la pelea duraba media hora. Los héroes se injuriaban, como sus prototipos ante los muros de Troya; otras veces —como me sucedió la primera vez que me cupo en suerte presenciar una de estas riñas— la batalla terminaba en un instante: quedaba un hombre clavado contra la pared y el otro tendido en tierra con las entrañas esparcidas por el suelo. Los espectadores de tales sucesos hacían memoria de ellos como del día en que había habido "mucha tripa al sol en lo de Tío Chinche". El día servía para fijar fecha, como si se tratara de la Pascua florida, o de la Navidad o de cualquiera otra fiesta de la Iglesia. No porque la Iglesia entrara mucho en la vida de aquellos recios jinetes; la verdad es que rara vez se casaban por la sacristía; de cuando en cuando llegaba algún obispo en visita pastoral, sentado tras de cortinas de cuero, en algún viejo "coche de colleras", arrastrado por siete caballos. En el primero, el de varas, jineteaba "el cuarteador", que era un chico que con un lazo atado a la cincha de su caballo galopaba adelante para pilotear el vehículo. Las gentes parecían despreocupadas cuando hablaban del Papa o de Tata Dios con aquella sutil ironía de los gauchos, que no deja adivinar si hablan en serio o en burla.
Lo cierto es que en esas ocasiones había un enganche general de parejas, que, según la Iglesia, habían vivido en pecado mortal. Se bautizaba a los chicos, que desde su nacimiento nunca habían tenido otro trato con el agua que el de algún aguacero inesperado.
Muy escasa vida interior se vivía en las llanuras. Poca religión, y no poca superstición tenían aquellos hombres, de los que Hudson, nacido él mismo en la Pampa y empapado en la melancolía de los gauchos, ha descrito en ese su estilo tan sutil, tan vecino de la poesía en espíritu, y tan perfecto como arte en la prosa, tal como el efecto de la sombra del ombú o la ciudad mística de Trapalanda, adonde cabalgan los indios cuando terminan el último galope. En cuanto a "las ánimas", sí existían, pero vagamente. Jamás molestaban a nadie, de suerte que en lo espiritual, la vida de los gauchos tenía tan pocas líneas como tuviera el mapa del mundo pintado por Ptolomeo. Con excepción de los árabes, pocos pueblos han sido tan completamente materiales en su vida; pero es curioso observar que a ninguno de los dos pueblos le ha faltado dignidad en sus personas o en su mente. Los dichos familiares de la pampa, como el de "el ternero sarnoso que vivió todo el invierno y murió en la primavera" o "nunca faltan encontrones cuando el pobre se divierte" o "no arribes a ranchos donde veas perros flacos" y otros de la misma laya, llevaban a una filosofía humilde pero bondadosa y a una ausencia absoluta de envidia, puesta de manifiesto por uno que, habiendo sido reclutado para el servicio en las fronteras, muy lejos de su casa, encontró a su vuelta un chico rubio entre los suyos, y observó: "Un inglesito que nos ha deparado Dios", y lo trató como si fuera uno de sus propios hijos.
Me separo de los gauchos con el dolor natural de quien, por haber pasado entre ellos su juventud, aprendido a tirar el lazo y las boleadoras, a montar de un salto, a resistir los rigores del calor y del frío en aquellas llanuras solitarias, tiende los cansados ojos sobre el turbio espejo de los tiempos que ya fueron
EL PAISANO Y EL GAUCHO (1870)
LUCIO V. MANSILLA
Son dos tipos diferentes. Paisano gaucho es el que tiene hogar, paradero fijo, hábitos de trabajo, respeto por la autoridad, de cuyo lado estará siempre, aun contra su sentir.
El gaucho neto, es el criollo errante, que hoy está aquí, mañana allá; jugador, pendenciero, enemigo de toda disciplina; que huye del servicio cuando le toca, que se refugia entre los indios si da una puñalada, o gana la montonera si ésta asoma.
El primero, tiene los instintos de la civilización; imita al hombre de las ciudades en su traje, en sus costumbres. El segundo, ama la tradición, detesta al gringo; su lujo son sus espuelas, su chapeado, su tirador, su facón. El primero se quita el poncho para entrar en la villa, el segundo entra en ella haciendo ostentación de todos sus arreos. El primero es labrador, picador de carretas, acarreador de ganado, tropero, peón de mano. El segundo se conchaba para las yerras. El primero ha sido soldado varias veces. El segundo formó alguna vez parte de un contingente y en cuanto vio la luz se alzó.
El primero es siempre federal, el segundo ya no es nada. El primero cree todavía en algo, el segundo en nada. Como ha sufrido más que la gente de frac, se ha desengañado antes que ella. Va a las elecciones, porque el Comandante o el Alcalde se lo ordena, y eso se hace sufragio universal. Si tiene una demanda la deja porque cree que es tiempo perdido, se ha dicho con verdad. En una palabra, el primero es un hombre útil para la industria y el trabajo, el segundo es un habitante peligroso en cualquier parte. Ocurre al juez, porque tiene el instinto de creer que le harán justicia de miedo, y hay ejemplos, si no se la hacen se venga, hiere o mata. El primero compone la masa social argentina; el segundo va desapareciendo. Para los que, metidos en la crisálida de los grandes centros de población, han visto su tierra y el mundo por un agujero; para los que suspiran por conocer el extranjero, en lugar de viajar por su país; para los que han surcado el océano en vapor; para los que saben donde está Riga; ignorando dónde queda Yavi; para los que han experimentado la satisfacción febril de tragarse las leguas en ferrocarril, sin haber gozado jamás del placer primitivo de andar en carreta, para todos ésos el gaucho es un ser ideal.
No lo han visto jamás.
EL GAUCHO ACTUAL (1883)
VENTURA R. LYNCH
Caracteres. Aun cuando se encuentra entre ellos el tipo del gaucho primitivo, ya no es acentuado como en la época del dictador [Rosas].
Una inmensa corriente de inmigración ha modificado bastante el tipo del paisano. Hoy es vulgar encontrar gauchos rubios, blancos, ojos azules, de facciones sumamente finas. Sin embargo, el tipo más general es blanco tostado o trigueño, pelo negro o castaño oscuro, ojos pardos, negros o verdosos, barba muy rala o tupida.
El carácter principal del gaucho son los pies inclinados hacia adentro y las piernas un poco arqueadas, resultado de su hábito de vivir sobre el caballo desde la más tierna infancia.
Un poco indolente, tiene el genio alegre y festivo y bastante supersticioso. Habla siempre con malicia y en su fondo es bueno, honrado, hospitalario y generoso.
El viajero no llega a la choza del gaucho sin salir encantado de su bondad, sencillez, negligencia y hospitalidad.
Costumbres. Desde luego vamos a dividir el gaucho en dos subespecies: el gancho verdadero y el gancho compadre.
El gaucho verdadero conserva casi todas las costumbres de sus antecesores. El sombrero o el chambergo lo usa con el ala levantada hacia adelante y volcada por detrás, pañuelo al cuello o atado por bajo la barba y sobre la cinta o barbijo. Anda en mangas de camisa y con poncho, sin dejar el chiripá. En días de festejo gasta el calzoncillo con flecos. Más emplea la bota de becerro que la de potro.
Entre todos es constante el tirador. Lo adornan con monedas de plata y las hay que ostentan onzas, cóndores y otros cuños de gran valor. Generalmente el boliviano es el de su preferencia, lo mismo que aquellas antiguas monedas de plata españolas que aún se encuentran en la campaña sin saberse cómo no han desaparecido.
En su pingo, no falta el fiador, el pretal, el cabestro, las riendas, el recado, las bolas y el lazo.
El gaucho compadre usa el sombrero echado sobre los ojos, levantada el ala de atrás y medio volcada de adelante. Prefiere la bombacha al chiripá. Nunca deja su poncho, que bien lo lleva doblado sobre el hombro o como los demás. Su largo flamenco nunca se le cae de la cintura.
Jamás deja las compadradas. Siempre es chocante y es muy difícil que donde él pise no se arme algún barullo. Es pendenciero y a veces no cobarde. Es el tipo medio entre el gaucho verdadero y el compadrito de la Capital.
Milonguero como él solo, sus canciones están siempre salpicadas de una sal compadre e hiriente.
Tanto él como el verdadero, son sumamente aficionados al juego de los naipes. El monte, la brisca, el siete, la treinta y una, el punto y el truco constituyen el repertorio de su tapete. Juegan también a las bochas y a la taba.
Hacen siempre carreras, que es otra de sus predilectas diversiones. Gustan mucho de las cinchadas.
Liban con más placer la caña o la ginebra a cualquier otra bebida. Entre sus platos favoritos está el puchero, el asado al asador y la mazamorra. En su fogón, hierve el agua desde el amanecer hasta que anochece y el cimarrón corre constantemente de mano en mano.
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