Y era verdad, ya Moreira no podía esperar nada que alegrara su vida.
Su cabeza, codiciada por todas las partidas de plaza y policía de Buenos Aires, no merecía para él la pena de defenderla, porque esperaba que la muerte apagaría de una vez para siempre la tormenta de martirios que rugía en su alma.
Su mujer, a quien tanto había idolatrado, se había ido en compañía de su hijo, que era el único lazo que lo ligaba a la vida, y de aquel hombre odiado que había podido escapar a la venganza cuando la creía más segura.
Moreira, pues, como decía, no peleaba por defender la vida; deseaba que lo matasen, pero que lo matasen como él debía morir; rodeado de cadáveres de policianos y oficiales de partida.
Ya no dormía como antes, al lado de su caballo ensillado, que debía ser su salvación en esos casos de apuro. Poco le importaba quedar a pie con tal de tener al frente bastantes enemigos con que combatir y sobre quienes disparar sus trabucos.
Moreira sabía que La Estrella estaba vigilada, que la menor imprudencia podía hacerlo caer en una celada que tal vez le fuese fatal, pero no dejaba de ir allí y pasaba dos o tres días, según andaba el humor y el bolsillo.
En Lobos estaba, además del Juez de Paz, el señor Casimiro Villamayor, persona enérgica y rígida en el cumplimiento de sus deberes, que había de poner en juego todos los medios a su alcance para reducirlo a prisión.
Este Villamayor había dado órdenes terminantes al capitán de la partida, don Eulogio Varela, y sabiendo que Moreira andaba por Lobos, se había dirigido al gobernador Acosta pidiéndole algunos vigilantes disfrazados para lograr mejor el golpe.
Moreira, a pesar de saber todo esto, saltó sobre su magnífico caballo tomando la dirección de La Estrella.
La partida, pues, se preparaba, esta vez, fatal para el paisano.
A más de la partida de plaza mandada por don Eulogio Varela, había en Lobos una fuerza de policía a las órdenes del señor Pedro Berton, oficial de policía, de la que formaba parte el sargento Chirino, famoso desde aquella época, y a la que se había agregado el oficial Molina, también de la policía.
Al comandante Bosch se le había confiado el mando de la partida de plaza y de los vigilantes, mientras algunos curiosos, entre los que se contaba don Gabriel Larsen, se habían agregado a la expedición.
Así estaba preparado el pueblo adonde se dirigía Moreira a pasar dos o tres días de aventura.
Por el camino, Moreira había encontrado a Julián Andrade, gaucho muy valiente, a quien invitó a la parranda y a tomar parte en el combate que sostendrían contra el pequeño ejército que les esperaba.
Moreira, acompañado de Julián Andrade, hizo noche en una pulpería del camino y a la mañana siguiente se dirigieron ambos a La Estrella, donde llegaron a las 11 a.m.
El Cuerudo, que había quedado bombeando el establecimiento, llevó el parte al Juzgado de Paz, donde estaba preparada la gente que había de prenderlo. Era el 30 de abril de 1874.
Entretanto, Moreira y Andrade almorzaban alegremente un puchero de gallina, largamente rociado con un par de vasos de vino carlón "del que toma el cura".
La Estrella era una casa de negocio donde se comía, se bebía y donde despachaban hermosas mujeres, una de las cuales había merecido las más finas atenciones por parte de Moreira.
La esquina estaba ocupada por el café y en el primer patio había unas cinco o seis habitaciones, que servían de aposento de parroquianos o de las maritornes.
Concluido el almuerzo, Andrade y Moreira pidieron una habitación cada uno para echar una larga siesta y cada uno eligió la suya, teniendo cuidado de que, en caso que vinieran a prenderlos, pudieran tomar la partida entre dos fuegos de sus trabucos, operación que les aseguraba el triunfo.
Julián Andrade era un gaucho bravo, digno compañero de Juan Moreira, y capaz de ayudarlo de una manera eficaz, pues no le faltaban entrañas para hacer una limpiada.
Así los dos amigos se dirigieron cada uno a su pieza. Andrade se entregó al reposo y Moreira salió para acomodar el caballo a los fondos de la casa, calculando no tener más que saltar la pared para ponerse a su lado en un caso de apuro, y volviendo en seguida, acompañado del Cacique, a la pieza que había elegido.
En seguida se desnudó y se acostó, mientras Laura a su lado le contaba los preparativos que hacían para prenderlo y las ganas que le tenían.
Poco tiempo después, tanto Andrade como Moreira dormían profundamente sin sospechar tal vez que aquél podía ser su último sueño.
Eran las dos de la tarde más o menos, cuando los vigilantes mandados por don Pedro Berton, la partida de la plaza mandada por don Eulogio Varela, y el comandante Bosch, a cuyas órdenes iban todas las fuerzas, y varios vecinos de Lobos, entre ellos el joven Gabriel Larsen, llegaban cautelosamente a La Estrella.
Unos cuantos soldados de la partida a caballo y algunos vigilantes a pie quedaron del lado de afuera rodeando el edificio, mientras el resto entraba al patio.
El dueño del establecimiento dijo ignorar dónde se hallaba Moreira y el registro de la casa empezó a llevarse a cabo con suma prudencia y minuciosidad.
A donde primero se dirigió la gente fue a una pieza cuya puerta entornada dejaba ver un paisano que dormía profundamente; en una silla, al lado de la cama, se veían sobre un chiripá de paño dos grandes trabucos de bronce y una lujosa daga de larga y filosa hoja.
-Se acabó Juan Moreira -pensaron los soldados entrando a la pieza sin hacer el menor ruido y apoderándose de aquellas armas que debían ser tan terribles en manos de su dueño, a quien despertaron de pronto apuntándole al pecho con dos rifles, y ordenándole que se entregara preso.
Inmensa fue la agonía que cruzó como un relámpago por la mirada de aquel hombre al ver sus armas en manos de aquellos soldados que le apuntaban al pecho.
Las miró con una especie de estertor y dando un suspiro prolongado:
-Está bien, no me maten, que estoy rendido -dijo, y dos lágrimas corrieron por sus pómulos.
Ya estaban atándolo cuando uno de los soldados de la partida, que lo conocía, dijo:
-Ese no es Moreira, compañeros; es Julián Andrade, otro bandido.
Concluyeron de amarrarlo y empezaron a recorrer de nuevo las habitaciones en busca del terrible Moreira, temiendo que se les hubiera escapado.
Así llegaron a una habitación completamente cerrada en cuyo umbral estaba el señor Bosch diciendo:
-Aquí está el hombre; es inútil buscarlo en otra parte.
¿Qué sucedía entretanto en la pieza que ocupaba aquel hombre verdaderamente descomunal? Oigamos a la mujer que estaba con él.
Cuando los soldados hablaron en alta voz, creyendo haber atado a Moreira, éste se asomó al umbral y pudo ver a Andrade completamente rendido. El cuzquito ladraba de una manera amenazadora, avanzando hacia la puerta entreabierta por su amo.
Moreira entró precipitadamente, echó los pasadores a la puerta y se puso a vestir rápidamente, revisando sus armas con minuciosa atención.
-¿Qué es eso? -le preguntó Laura-. ¿Por qué cierras la puerta y te vistes tan ligero? Esa gente ha venido a prender al otro, porque a vos no te han visto.
-Me vienen a matar -agregó Moreira con una expresión de inmensa fiereza-; lo conozco en el modo con que ladra el Cacique.
En ese momento golpearon fuertemente la puerta.
-¿Quién es? -preguntó Moreira sin apagar de sus labios la sonrisa de desdén.
-Es la justicia -contestó el señor don Pedro Berton-; es inútil que se resista, amigo. Entreguesé y no se haga matar.
En esto Moreira abrió una hendija de la puerta, por donde echó a Laura, y volvió a encerrarse precipitadamente.
-Entreguesé, amigo -insistió Berton-, porque si se resiste se va a hacer matar inútilmente.
Ya las medidas estaban hábilmente tomadas: al frente de la puerta se habían colocado tiradores, tomando los puntos, y a los flancos de la misma estaban soldados de la partida, el capitán Varela y el señor Bosch, de modo que toda tentativa de fuga era imposible.
-¿A quién he de entregarme? -preguntó Moreira, y se sintió el seco ruido que hacían los muelles de los trabucos al montarse.
-A la policía de Buenos Aires -contestó el joven Berton.
-Me pago en la policía de Buenos Aires -contestó Juan Moreira, y abriendo la puerta de par en par apareció en el umbral sereno y altivo, teniendo amartillado en cada mano uno de los trabucos.
La aparición fue tan rápida y tan inesperada, que todos quedaron inmóviles y vacilantes.
El paisano aprovechó rápidamente el estupor que su aparición había causado; se dio cuenta de la situación, y comprendiendo que el mayor número de enemigos estaba a los flancos, tendió sus hercúleos brazos y disparó los dos trabucos, que llevaron la muerte a las filas enemigas.
-¡Fuego!, ¡fuego! -gritó desesperadamente el oficial Berton, y sonó un fuego graneado mal dirigido, porque los soldados estaban profundamente conmovidos, y sin ningún resultado.
Moreira, entretanto, soltando una alegre carcajada, volvió a entrar a la pieza y cerró rápidamente la puerta.
Y se sintió desde afuera cómo volvía a cargar los trabucos, golpeando las culatas contra el suelo.
-Entréguese y no se haga matar tan sin provecho -volvió a gritar Berton-. Entréguese a la policía de Buenos Aires.
-¡Aquí no hay más policía que yo, hijos de una gran maula! -y abrió de nuevo la puerta, presentándose en el umbral amartillando sus dos trabucos.
-¡Fuego!, ¡fuego a él! -gritó Berton animando a la gente; pero esta vez como la anterior, ninguno de los tiros pudo herir a Moreira.
El comandante Bosch hizo también fuego con una pistola que llevaba por única arma, pero el proyectil, aunque bien dirigido, sólo rozó el hueso parietal derecho.
Moreira apuntó sus armas, una de frente y otra al flanco derecho, y disparó acompañando el doble disparo de una sátira a la policía.
Este disparo fue fatal para uno de los soldados de la partida y para D. Eulogio Varela, que recibió toda la descarga de un trabuco en la rodilla izquierda.
Moreira se encerró de nuevo en la pieza y se le oyó volver a cargar sus trabucos.
La gente estaba desmoralizada y casi dominada por el inmenso valor de aquel hombre.
La muerte de un soldado y la grave herida del capitán Varela contribuían a aquella desmoralización; el mismo comandante Bosch, hombre noble y verdaderamente bravo, después de descargar el único tiro de su pistola, la había tirado como descontento de aquella lucha tan desigual, que tendría que dar por resultado la muerte de un valiente.
Moreira abrió por tercera vez la puerta y se presentó armado de un solo trabuco: sin duda el otro se había descompuesto.
El capitán Varela, joven de un valor a toda prueba, y deseoso de medirse de igual a igual con aquel hombre, lo acometió sable en mano, sin lograr herirlo por el momento.
Moreira entonces le volcó el trabuco sobre la cara, pero al volcarlo había caído el fulminante y el trabuco no dio fuego.
Entonces el paisano, riendo siempre, tiró al rostro de Varela su inservible trabuco y saltó al medio del patio, enrollando en el brazo izquierdo su manta de vicuña y blandiendo en la diestra poderosa su terrible daga.
Al saltar Moreira al patio, daga en mano, todo el mundo disparó, quedando sólo en el patio, frente al gaucho, don Pedro Berton y el capitán Varela, que apenas podía moverse a causa del trabuco que recibiera en la articulación de la pierna.
Uno de los vigilantes, que disparaba, pasó en ese momento al lado de Berton, quien le arrebató el rifle para disparar sobre Moreira.
Este, siempre sonriente, siempre despreciativo, sacó del tirador una pistola, puso los puntos a Berton, que se había echado ya el rifle a la cara, y le hizo fuego.
El pulso del gaucho era inalterable a pesar del peligro que corría, y su sangre fría asombrosa. Como prueba de esto, su bala fue a incrustarse en la muñeca derecha de Berton, quitándole toda acción sobre el gatillo.
Moreira pudo disparar el otro tiro y concluir con aquel valeroso joven, pero volvió a guardar la pistola en el tirador, blandiendo de nuevo la daga.
-¡Fuego!, ¡fuego sobre él! -gritaba Berton, oprimiendo su articulación destrozada; pero los soldados se habían puesto a respetable distancia.
Entonces el Sr. D. Eulogio Varela, tan bravo como el mismo Moreira, arrastrando su pierna como podía, lo atropelló con la espada en la mano.
Y fue en verdad magnífico aquel choque, pues si el manejo y la vista de Moreira eran fabulosos, el sable manejado por Varela era un arma terrible.
Aquellos dos hombres se acometieron rápidos y enérgicos, enviándose golpes de muerte.
Nos ha dicho el mismo señor Varela que eran tan hercúleas las fuerzas de Moreira, que no podía desviar con la espada los golpes de aquella daga imponderable, que se movía en todas direcciones como una culebra de acero en contacto con una pila eléctrica.
No siendo bastante la espada, tenía que volcar el cuerpo a uno y otro lado, para evitar los hachazos que le dirigía a la cabeza, cualquiera de los cuales, recibido, le hubiera partido el cráneo.
Varela había logrado herirlo levemente y los soldados, medio avergonzados, volvieron a la carga, animados por la voz de Berton, que perdía abundante sangre por la herida recibida.
Moreira saltó entonces al medio del grupo que le acometía, esgrimiendo su magnífica daga con una pujanza sobrehumana, llevando la muerte allí donde con ella tocaba.
Fue magnífica la apostura de aquel hombre. Protegía el cuerpo con la manta envuelta en el potente brazo, y acometía recio y deseoso de terminar con todos.
Su pupila fosforescente lanzaba intensos rayos de cólera cuyo contacto abrasador acobardaba a sus enemigos, que retrocedían cediéndole el terreno palmo a palmo.
Los dos oficiales que mandaban aquella tropa iban perdiendo el ánimo, a medida que por sus heridas brotaba la sangre abundantemente y se veían abandonados por la tropa.
-¡Campo!, ¡campo, maulas! -gritaba Moreira; y los vigilantes retrocedían aterrados y los soldados de la partida daban vuelta la espalda, porque cada vez que el paisano pedía campo cargaba de firme esgrimiendo su daga, que amenazaba a un tiempo todos los pechos.
El patio fue así conquistado ladrillo por ladrillo y Moreira se detuvo por fin, jadeante, y respiró con inmenso placer el aire tibio de la siesta.
En ese momento Julián Andrade, haciendo un esfuerzo poderoso, había logrado deshacer sus ligaduras y corrido a la calle buscando su caballo.
¡Vana esperanza! Apenas pasó el umbral de la puerta, desarmado como iba, fue acometido por los que rodeaban el edificio y herido de dos hachazos en la cabeza.
Andrade cayó esta vez completamente postrado; fue amarrado fuertemente y entrado de nuevo a la casa, donde se llevó un nuevo ataque a Moreira.
Este estaba en el medio del patio fatigado por la larga lucha, pero sereno y tranquilo como si ningún peligro lo amenazara.
Su sedoso y negro cabello estaba pegado a la altiva frente por el sudor que le corría y por la sangre que, en pequeña cantidad, brotaba de una ligera herida de sable que había recibido en el hueso frontal sobre la ceja derecha.
Su pecho valeroso se levantaba y bajaba a pulsos de la respiración fatigosa, pero en sus labios desdeñosos no se había apagado aquella eterna sonrisa.
Y allí con la daga en la mano, dispuesto siempre a herir, esperaba la acometida que le traían por una parte vigilantes y soldados, y por la otra, el capitán Eulogio Varela, que animaba a la gente con la palabra y caminaba penosamente, dispuesto a combatir con Moreira hasta matarlo o morir.
Este valiente oficial nos ha mostrado en Lobos la espada que llevaba ese día y hemos quedado asombrados al comprender, por su lastimada hoja, toda la fuerza muscular de que estaba poseído Moreira y el magnífico temple de aquella espléndida daga, que se hizo legendaria en manos de aquel hombre.
La espada estaba llena de melladuras, mostrando dos o tres hachazos a la altura del tercio de la hoja, que la cortan hasta el revés.
Moreira recibió aquella nueva acometida con tanto brío y pujanza que parecía que recién empezaba a combatir, y como lo cargaron muchos y de firme, echó mano a la cintura buscando sus trabucos, con tal expresión de exterminio en la mirada, que le cedieron el campo disparando francamente.
El vigilante Chirino, hoy sargento de policía al servicio de la penitenciaría, se había ocultado detrás del brocal del pozo, temiendo que el paisano le hiciera algún disparo tan certero como el que rompió el brazo a don Pedro Berton, desde donde espiaba la oportunidad de una salida provechosa.
Varela acometió de nuevo a Moreira, que paró tranquilamente los golpes de sable que le tirara, diciéndole:
-Vaya a curarse, amigo, que usted no está para estas cosas.
Y en seguida, viendo que algunos vigilantes cargaban de lejos sus "rémingtons" para hacerle fuego, pasó como una exhalación por delante del brocal del pozo, sin ver a Chirino que estaba allí oculto; y poniéndose la daga entre los dientes, se tomó de la pared con ánimo de pasar al otro lado, donde estaba su caballo, que era su completa salvación y la burla de toda aquella gente que en vano había intentado matarlo a toda costa.
Ya había alcanzado con las dos manos al extremo de la pared; con dos pisadas más que diera contra los salientes ladrillos estaba completamente a salvo, cuando una espantosa maldición salió como un trueno de su boca, su pie derecho se escapó del ladrillo donde se apoyaba y su mano derecha se desprendió de la pared.
¿Qué había sucedido que aquel hombre se había detenido a la mitad del camino prorrumpiendo en una maldición que pasó amenazadora por sobre la hoja de la daga que conservaba en sus dientes?
¿Por qué daba vuelta la cara bañada súbitamente de honda palidez?
Es que a Moreira le había sucedido algo espantoso que venía a arrancarle la victoria que tuvo siempre a su lado, mientras duró aquella sangrienta lucha.
Chirino, que había visto pasar al gaucho con la daga entre los dientes, desde el brocal que le servía de escondite, salió rápidamente y cuando el paisano levantaba ya la pierna derecha para montar sobre la pared, terció su rifle y le sepultó la bayoneta en el pulmón izquierdo.
Tanto deseo de matar al gaucho tenía Chirino, tal fuerza imprimió al golpe, que la bayoneta hundió por completo el pulmón, atravesó el pecho y se enterró en la pared en una profundidad de más de cuatro dedos.
El cuerpo de Moreira, falto de apoyo del pie y brazo derecho, vino a quedar descansando, se puede decir, en la misma bayoneta que lo hiriera, pues la fuerza hercúlea de su pie izquierdo y de la mano que lo sostenía, se había debilitado por el dolor y por el frío del acero triangular envainado en su cuerpo.
Moreira dio vuelta la cara y miró a Chirino con sus negras pupilas brillantes, cuyo fulgor bravío no había logrado extinguir la muerte que llevara a su cuerpo aquella bayoneta traidora que hería su espalda como si fuera la de un ladrón o de un cobarde a quien la muerte sorprende en medio de la fuga.
-¡Ah! ¡Cobarde, cobarde! -dijo dejando caer la daga de entre los dientes-. ¡A hombres como yo no se les hiere por la espalda! ¡No podés negar que sos justicia!
Su mano derecha, crispada por el dolor, empuñó la pistola de que se había servido para inutilizar a Berton y la pasó por sobre su hombro izquierdo, tratando de hacer puntería en la cabeza de Chirino que hacía fuerza para que la bayoneta, vencida por el cuerpo de Moreira, no se desclavase de la pared.
El resto de los vigilantes, incitados por la voz de Berton y Varela, cargaban en grupo para ultimar al paisano, cuando éste retorciéndose sobre la bayoneta como si no le causara dolor alguno, inclinó la pistola e hizo fuego sobre la cabeza de Chirino.
La bala, hábilmente dirigida a pesar de la posición violentísima, rozó de arriba al ojo, la pupila izquierda del vigilante, y fue a incrustarse en el pómulo.
Chirino cayó de espaldas lanzando un grito terrible y arrastrando en su caída el rifle, cuya bayoneta produjo un ruido fatídico al salir de la herida.
Moreira, libre del arma que lo mantuviera clavado en la pared, cayó al suelo de pie, y con una expresión de suprema alegría recogió su daga.
-¡Aún no estoy muerto! ¡Aún no estoy muerto, maulas! -gritó, y blandiendo la daga arremetió al grupo que lo cargaba.
El aspecto de Moreira era entonces terrible; de su elevado pecho caía un torrente de sangre que empapaba hasta la espuela; sus ojos despedían llamaradas y el dolor había contraído aquella sonrisa altiva y desdeñosa que vagaba siempre por sus labios.
-¡A mí, maulas! -prosiguió-. ¡A mí! -y blandió su daga con un movimiento poderoso que detuvo la marcha de los que avanzaban a rematarlo.
El joven Gabriel Larsen, que venía en el grupo armado de un revólver con el que apuntaba al gaucho, quedó estático ante aquella muestra de valor salvaje y aquella potente vida arraigada a aquel hombre varonil, que acometía poderosamente con una herida que habría sido inmediatamente mortal para cualquier hombre, con excepción del coronel Sandes y de Juan Moreira, dos naturalezas de bronce que se pueden llamar gemelas.
Larsen había quedado completamente asombrado: la vista de Moreira, que avanzaba decidido aunque vacilante, lo había impuesto de tal modo, que no tuvo aliento para disparar su revólver y su brazo derecho cayó a lo largo del cuerpo, completamente debilitado por el terror.
Moreira encogió el brazo, lo acometió y se tendió en una larga puñalada tomando por blanco el pecho del joven, que cerró los ojos y esperó el golpe automáticamente.
La daga no lo hirió, sin embargo. Eulogio Varela, que estaba a pocos pasos, acudió a evitar el golpe con una abnegación suprema, y convencido, por experiencia, de que no había fuerza humana capaz de doblar aquella mano de acero, puso el brazo entre el pecho de Larsen y la daga de Moreira, recibiendo en él la terrible puñalada que, sin aquella valla de carne, habría dado muerte al imprudente joven.
Moreira retiró la daga y miró a Varela, con una especie de admiración; quiso acometer de nuevo, pero un vómito de sangre le empapó por completo la pechera de la camisa haciéndolo caer de rodillas, completamente debilitado por la copiosa pérdida de sangre.
Todos a una cargaron sobre él, apresurándose a concluir con el átomo de vida que le quedaba, mientras un nuevo vómito de sangre, más abundante que el primero, salía de aquella boca en cuyos labios lívidos el estertor de la muerte no había logrado apagar la sonrisa de desdén.
El Cacique, que lo había seguido paso a paso, desde que salió de la pieza, se acercó solícito a lamer aquel semblante que la agonía iba apagando poco a poco, y Moreira, mirándolo con el último destello que quedaba en sus ojos entornados por la muerte, cayó de boca pesadamente.
Entonces todos cargaron sobre él, cuya cabeza reposaba sobre el último vómito de sangre, última sangre de sus venas que salió al caer su cuerpo.
Asimismo aquel hombre excepcional levantó su brazo armado aún por la daga, y amagó una última puñalada; pero aquel brazo que sólo la muerte podía haber debilitado, cayó por primera vez sin herir, para no volverse a levantar más.
Alzó entonces lentamente la cabeza y dirigió su última mirada llena aún de soberbia sobre el cuerpo de Chirino que estaba a pocos pasos, y bajó poco a poco la frente empapada en sangre, y quedó tan inmóvil como un muerto.
Los actores de aquella verdadera tragedia quedaron parados, sin atinar a hacer un solo movimiento; una extraña sensación de respeto les alejaba de aquel hombre que había caído como un verdadero gigante, dando pruebas de un valor imponderable y de un espíritu que no había logrado batir la muerte dolorosa, terriblemente dolorosa, a que había sucumbido.
Cuando vemos caer hombres como Juan Moreira, no podemos dominar el sentimiento de profunda tristeza que invade nuestro espíritu.
Sentimos respeto por aquel corazón esforzado y no podemos mirar indiferentes la caída de uno de estos seres llenos de hermosas cualidades, con un espíritu noble e inquebrantable y dotados de un carácter hidalgo, lanzados al camino del crimen y empujados a una muerte horrible por la maldad salvaje de uno de esos tenientes alcaldes de campaña a quienes desgraciadamente está librado el honor y la vida del humilde y noble gaucho porteño.
Cuando los vigilantes se convencieron, por la inmovilidad del cuerpo, de que Moreira estaba realmente muerto, se acercaron al cadáver y lo dieron vuelta.
Se decía que Moreira era tan valiente y no había sido herido nunca, porque usaba cota de malla, y era preciso convencerse de si aquello era cierto.
Los labios del cadáver estaban sonrientes: parecía que aún provocaban a la lucha con palabras despreciativas.
Aquellos hombres abrieron la pechera de la camisa y miraron aquel pecho admirable por su modelación, lanzaron un grito de asombro.
El pecho de Moreira estaba realmente cubierto por una cota, pero no era de malla de acero, sino un tejido de enormes cicatrices que lo cruzaban en todas direcciones, heridas cuya existencia no se había conocido nunca, porque el altivo paisano cuando las recibía, iba a curárselas donde nadie pudiera verlo.
Decían que una de aquellas cicatrices, que marcaba un largo de dos centímetros bajo la tetilla derecha, había sido recibida en la segunda lucha con Leguizamón.
Desde la cintura hasta los hombros se podían contar nueve heridas, de las cuales tres eran de arma de fuego; en el muslo derecho, a la altura de la rodilla, se veía una cicatriz de bala y su hombro izquierdo, a manera de presilla, estaba cruzado por un hachazo que había dejado allí una cicatriz de un centímetro de profundidad.
Esta era la cota de malla que había vestido Moreira para evitar la muerte que casi diariamente le había salido al encuentro.
Dos horas después de haber muerto aquel hombre excepcional, se presentó en La Estrella el señor Blas Varela, tío del valiente capitán de la partida de Lobos, que recogió y llevó a su casa a los heridos de aquella acción, que eran Eulogio Varela, Pedro Berton, el sargento Chirino y dos más, donde recibieron los primeros cuidados.
Más tarde llegaron por un tren expreso tres cirujanos que envió el Gobernador de la Provincia y que procedieron inmediatamente a la cura de aquellos heridos.
Al otro día de haber muerto Moreira, cediendo al empuje de tantos enemigos y dando una última prueba de su valor novelesco, llegaban al partido de Lobos comisiones de los pueblos vecinos para cerciorarse por sus propios ojos de que realmente Moreira había muerto.
En el rostro de todos los que miraban aquel cuerpo exánime se podía ver una expresión del más franco asombro, pues para todos los que conocían su tristísima historia, Moreira era un desventurado cuya muerte conmovía el espíritu de una manera inevitable.
Y aquel hombre, cuya hermosura típica no había alterado la rigidez de la muerte y que momentos antes sembraba el terror entre sus enemigos, estaba allí frío e inmóvil, con la barba convertida en una masa de sangre coagulada y los labios entreabiertos por una última sonrisa, sirviendo de espectáculo a los innumerables curiosos que llegaban a La Estrella para verlo por última vez y contemplar la herida que había dado fin a aquella existencia desventurada.
Moreira fue enterrado en el cementerio de Lobos, veinticuatro horas después de su muerte, en una humilde fosa donde sólo se ve un número calado en una plancha de hierro.
Nos contaba la buena vieja vasca que en compañía de su marido cuida el cementerio de Lobos, que cuando todos se alejaron de aquel sitio fúnebre, se vio trepar al montoncito de tierra recién movida, un perrito que se echó allí y empezó a aullar de una manera tristísima.
Según aquella buena vieja, esta escena patética es la que más la ha conmovido desde que cuida aquel cementerio solitario, donde no se ven aquellos objetos pomposos con que la vanidad de los vivos adorna la soledad de los muertos.
Era el Cacique, el fiel Cacique, que no abandonaba a su amo, eligiendo por guarida aquel humilde montoncito de tierra.
Extraña lealtad y abnegación que hacen a un perro muy superior al hombre mismo, quien concluye por olvidar hasta el paraje en que, en el seno de la tierra, descansan los seres que más se amaron en la vida.
Así terminó aquel gaucho que había nacido para ser feliz por las hermosas prendas que adornaban su corazón y la conducta ejemplar que había observado hasta que la Justicia de Paz, esa terrible Justicia de Paz, se echó sobre él, como el buitre que abate su vuelo sobre la osamenta.
¡Pobre Moreira! Ni una mano amiga vino a cerrarle los párpados sobre la altiva mirada empañada por el estertor de la agonía.
El caballo, el célebre overo bayo, compañero inseparable de aquella especie de judío errante en su propia tierra, pasaría a poder de algún alcalde o sargento de partida; sus armas, aquellas terribles armas que tan temidas se habían hecho, pasaron a manos del juez del crimen que instruyó la causa del valiente Juan Moreira.
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