Mostrando entradas con la etiqueta Facundo - Parte I. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Facundo - Parte I. Mostrar todas las entradas

viernes, 9 de enero de 2015

Facundo: PARTE PRIMERA - CAPÍTULO CUARTO

CAPÍTULO IV

REVOLUCIÓN DE 1810

Cuando la batalla empieza, el tártaro da un grito terrible, llega, hiere, desaparece y vuelve como el rayo.
VÍCTOR HUGO.

He necesitado andar todo el camino que dejo recorrido para llegar al punto en que nuestro drama comienza. Es inútil detenerse en el carácter, objeto y fin de la revolución de la independencia. En toda la América fueron los mismos, nacidos del mismo origen, a saber: el movimiento de las ideas europeas. La América obraba así porque así obran todos los pueblos. Los libros, los acontecimientos, todo llevaba a la América a asociarse a la impulsión que a la Francia habían dado Norteamérica y sus propios escritores; a la España, la Francia y sus libros. Pero lo que necesito notar para mi objeto es que la revolución, excepto en su símbolo exterior, independencia del Rey, era sólo interesante e inteligible para las ciudades argentinas, extraña y sin prestigios para las campañas. En las ciudades había libros, ideas, espíritu municipal, Juzgados, derecho, leyes, educación, todos los puntos de contacto y de mancomunidad que tenemos con los europeos; había una base de organización, incompleta, atrasada, si se quiere; pero precisamente porque era incompleta, porque no estaba a la altura de lo que ya se sabía que podía llegar, se adoptaba la revolución con entusiasmo. Para las campañas, la revolución era un problema; sustraerse a la autoridad del Rey era agradable, por cuanto era sustraerse a la autoridad. La campaña pastora no podía mirar la cuestión bajo otro aspecto. Libertad, responsabilidad del poder, todas las cuestiones que la revolución se proponía resolver eran extrañas a su manera de vivir, a sus necesidades. Pero la revolución le era útil en este sentido: que iba a dar objeto y ocupación a ese exceso de vida que hemos indicado y que iba a añadir un nuevo centro de reunión, mayor al circunscripto a que acudían diariamente los varones en toda la extensión de las campañas.
Aquellas constituciones espartanas; aquellas fuerzas físicas tan desenvueltas; aquellas disposiciones guerreras que se malbarataban en puñaladas y tajos entre unos y otros; aquella desocupación romana a que sólo faltaba un Campo de Marte para ponerse en ejercicio activo; aquella antipatía a la autoridad con quien vivían en continua lucha, todo encontraba al fin camino por donde abrirse paso y salir a la luz, ostentarse y desenvolverse.
Empezaron, pues, en Buenos Aires los movimientos revolucionarios, y todas las ciudades del interior respondieron con decisión al llamamiento. Las campañas pastoras se agitaron y adhirieron al impulso. En Buenos Aires empezaron a formarse ejércitos, pasablemente disciplinados, para acudir al Alto Perú y a Montevideo, donde se hallaban las fuerzas españolas mandadas por el general Vigodet. El general Rondeau puso sitio a Montevideo con un ejército disciplinado. Concurría al sitio Artigas, caudillo célebre, con algunos millares de gauchos. Artigas había sido contrabandista temible hasta 1804, en que las autoridades civiles de Buenos Aires pudieron ganarlo y hacerlo servir en carácter de comandante de campaña en apoyo de esas mismas autoridades a quienes había hecho la guerra hasta entonces. Si el lector no se ha olvidado del baqueano y de las cualidades generales que constituyen el candidato para la comandancia de campaña, comprenderá fácilmente el carácter e instintos de Artigas.
Un día Artigas, con sus gauchos, se separó del general Rondeau y empezó a hacerle la guerra. La oposición de éste era la misma que hoy tiene Oribe sitiando a Montevideo y haciendo a retaguardia frente a otro enemigo. La única diferencia consistía en que Artigas era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez. Yo no quiero entrar en averiguación de las causas o pretextos que motivaron este rompimiento, ni tampoco quiero darle nombre ninguno de los consagrados en el lenguaje de la política, porque ninguno le conviene. Cuando un pueblo entra en revolución, dos intereses opuestos luchan al principio: el revolucionario y el conservador; entre nosotros se han denominado los partidos que los sostenían patriotas y realistas. Natural es que, después del triunfo, el partido vencedor se subdivida en fracciones de moderados y exaltados; los unos que quieren llevar la revolución en todas sus consecuencias; los otros, que quieren mantenerla en ciertos límites. También es del carácter de las revoluciones que el partido vencido primeramente vuelva a reorganizarse y triunfar a merced de la división de los vencedores. Pero cuando en una revolución, una de las fuerzas llamadas en su auxilio se desprende inmediatamente, forma una tercera entidad, se muestra indiferentemente hostil a unos y a otros combatientes, a realistas y patriotas; esta fuerza que se separa es heterogénea; la sociedad que la encierra no ha conocido hasta entonces su existencia, y la revolución sólo ha servido para que se muestre y desenvuelva.
Este era el elemento que el célebre Artigas ponía en movimiento; instrumento ciego, pero lleno de vida, de instintos hostiles a la civilización europea y a toda organización regular; adverso a la monarquía como a la república, porque ambas venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad. De este instrumento se sirvieron los partidos diversos de las ciudades cultas, y principalmente el menos revolucionario, hasta que, andando el tiempo, los mismos que lo llamaron en su auxilio sucumbieron, y con ellos la ciudad, sus ideas, su literatura, sus colegios, sus tribunales, su civilización.
Este movimiento espontáneo de las campañas pastoriles fué tan ingenuo en sus primitivas manifestaciones, tan genial y tan expresivo de su espíritu y tendencias, que abisma hoy el candor de los partidos de las ciudades que lo asimilaron a su causa y lo bautizaron con los nombres políticos que a ellos los dividían. La fuerza que sostenía a Artigas en Entre Ríos era la misma que en Santa Fe a López, en Santiago a Ibarra, en los Llanos a Facundo. El individualismo constituía su esencia, el caballo su arma exclusiva, la pampa inmensa su teatro. Las hordas beduínas que hoy importunan con sus algaradas y depredaciones las fronteras de la Argelia, dan una idea exacta de la montonera argentina, de que se han servido hombres sagaces o malvados insignes. La misma lucha de civilización y barbarie de la ciudad y el desierto existe hoy en Africa; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada entre la horda y la montonera. Masas inmensas de jinetes vagando por el desierto, ofreciendo el combate a las fuerzas disciplinadas de las ciudades, si se sienten superiores en fuerza, disipándose como las nubes de cosacos, en todas direcciones, si el combate es igual siquiera, para reunirse de nuevo, caer de improviso sobre los que duermen, arrebatarle los caballos, matar a los rezagados y a las partidas avanzadas; presentes siempre, intangibles por su falta de cohesión, débiles en el combate, pero fuertes e invencibles en una larga campaña, en que, al fin, la fuerza organizada, el ejército, sucumbe diezmado por los encuentros parciales, las sorpresas, la fatiga, la extenuación.
La montonera, tal como apareció en los primeros días de la República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal, y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires estaba reservado convertir en un sistema de legislación aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América avergonzada, a la contemplación de la Europa. Rosas no ha inventado nada; su talento ha consistido sólo en plagiar a sus antecesores y hacer de los instintos brutales de las masas ignorantes, un sistema meditado y coordinado fríamente. La correa de cuero sacada al coronel Maciel y de que Rosas se ha hecho una _manea_ que enseña a los agentes extranjeros, tiene sus antecedentes en Artigas y los demás caudillos bárbaros, tártaros. La montonera de Artigas _enchalecaba_ a sus enemigos; esto es, los cosía dentro de un retobo de cuero fresco y los dejaba así abandonados en los campos. El lector suplirá todos los horrores de esta muerte lenta. El año 36 se ha repetido este horrible castigo con un coronel del ejército. El ejecutar con el cuchillo, _degollando_ y no fusilando, es un instinto de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para dar todavía a la muerte formas gauchas y al asesino placeres horribles; sobre todo, para cambiar las formas _legales_ y admitidas en las sociedades cultas, por otras que él llama americanas y en nombre de las cuales invita a la América para que salga a su defensa, cuando los sufrimientos del Brasil, del Paraguay, del Uruguay invocan la alianza de los poderes europeos a fin de que les ayuden a librarse de este caníbal que ya los invade con sus hordas sanguinarias. ¡No es posible mantener la tranquilidad de espíritu necesaria para investigar la verdad histórica, cuando se tropieza a cada paso con la idea de que ha podido engañarse a la América y a la Europa tanto tiempo con un sistema de asesinatos y crueldades, tolerables tan sólo en Ashanty o Dahomey, en el interior de Africa!
Tal es el carácter que presenta la montonera desde su aparición; género singular de guerra y enjuiciamiento que sólo tiene antecedentes en los pueblos asiáticos que habitan las llanuras y que no ha debido nunca confundirse con los hábitos, ideas y costumbres de las ciudades argentinas, que eran, como todas las ciudades americanas, una continuación de la Europa y de España. La montonera sólo puede explicarse examinando la organización íntima de la sociedad de donde procede. Artigas, baqueano, contrabandista, esto es, haciendo la guerra a la sociedad civil, a la ciudad; comandante de campaña por transacción, caudillo de las masas de a caballo, es el mismo tipo que, con ligeras variantes, continúa reproduciéndose en cada comandante de campaña que ha llegado a hacerse caudillo. Como todas las guerras civiles en que profundas desemejanzas de educación, creencias y objetos dividen a los partidos, la guerra interior de la República Argentina ha sido larga obstinada, hasta que uno de los elementos ha vencido. La guerra de la revolución argentina ha sido doble: 1.º, guerra de las ciudades, iniciadas en la cultura europea, contra los españoles, a fin de dar mayor ensanche a esa cultura, y 2.º, guerra de los caudillos contra las ciudades, a fin de librarse de toda sujeción civil y desenvolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triunfan de los españoles, y las campañas de las ciudades. He aquí explicado el enigma de la revolución argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el último aún no ha sonado todavía.
No entraré en todos los detalles que requeriría este asunto; la lucha es más o menos larga; unas ciudades sucumben primero, otras después. La vida de Facundo Quiroga nos proporcionará ocasión de mostrarlos en toda su desnudez. Lo que por ahora necesito hacer notar es que, con el triunfo de estos caudillos, toda forma _civil_, aun en el estado en que la usaban los españoles, ha desaparecido totalmente en unas partes; en otras, de un modo parcial, pero caminando visiblemente a su destrucción. Los pueblos en masa no son capaces de comparar distintamente unas épocas con otras; el momento presente es para ellos el único sobre el cual extienden sus miradas; así es como nadie ha observado hasta ahora la destrucción de las ciudades y su decadencia, lo mismo que no prevén la barbarie total a que marchan visiblemente los pueblos del interior. Buenos Aires es tan poderosa en elementos de civilización europea, que concluirá al fin con educar a Rosas y contener sus instintos sanguinarios y bárbaros. El alto puesto que ocupa, las relaciones con los gobiernos europeos, la necesidad en que se ha visto de respetar a los extranjeros, la de mentir por la Prensa y negar las atrocidades que ha cometido, a fin de salvarse de la reprobación universal que lo persigue, todo, en fin, contribuirá a contener sus desafueros, como ya se está sintiendo; sin que esto estorbe que Buenos Aires venga a ser, como la Habana, el pueblo más rico de América, pero también el más subyugado y más degradado.
Cuatro son las ciudades que han sido aniquiladas ya por el dominio de los caudillos que sostienen hoy a Rosas, a saber: Santa Fe, Santiago del Estero, San Luis y La Rioja. Santa Fe, situada en la confluencia del Paraná y otro río navegable que desemboca en sus inmediaciones, es uno de los puntos más favorecidos de la América, y, sin embargo, no cuenta hoy con dos mil almas; San Luis, capital de una provincia de cincuenta mil habitantes, y donde no hay más ciudad que la capital, no tiene mil quinientas.
Para hacer sensible la ruina y decadencia de la civilización y los rápidos progresos que barbarie hace en el interior, necesito tomar dos ciudades: una ya aniquilada, la otra caminando sin sentirlo a la barbarie: La Rioja y San Juan. La Rioja no ha sido en otro tiempo una ciudad de primer orden; pero, comparada con su estado presente, la desconocerían sus mismos hijos. Cuando principió la revolución de 1810, contaba con un crecido número de capitalistas y personajes notables que han figurado de un modo distinguido en las armas, en el foro, en la tribuna, en el púlpito. De La Rioja ha salido el doctor Castro Barros, diputado al Congreso de Tucumán y canonista célebre; el general Dávila, que libertó a Copiapó del poder de los españoles en 1817; el general Ocampo, presidente de Charcas; el doctor don Gabriel Ocampo, uno de los abogados más célebres del foro argentino, y un número crecido de abogados del apellido de Ocampo, Dávila y García, que existen hoy desparramados por el territorio chileno, como varios sacerdotes de luces, entre ellos el doctor Gordillo, residente en el Huasco.
Para que una provincia haya podido producir en una época dada tantos hombres eminentes e ilustrados, es necesario que las luces hayan estado difundidas sobre un número mayor de individuos y sido respetadas y solicitadas con ahinco. Si en los primeros días de la revolución sucedía esto, ¿cuál no debiera ser el acrecentamiento de luces, riqueza y población que hoy día debería notarse, si un espantoso retroceso a la barbarie no hubiese impelido a aquel pobre pueblo continuar su desenvolvimiento? ¿Cuál es la ciudad chilena, por insignificante que sea, que no pueda enumerar los progresos que ha hecho en diez años, en ilustración, aumento de riqueza y ornato, sin excluir aún de este número las que han sido destruídas por los terremotos?
Pues bien; veamos el estado de La Rioja, según las soluciones dadas a uno de los muchos interrogatorios que he dirigido para conocer a fondo los hechos sobre que fundo mis teorías. Aquí es una persona respetable la que habla, ignorando siquiera el objeto con que interrogo sus recientes recuerdos, porque sólo hace cuatro meses que dejó La Rioja.
P.--¿A qué número ascenderá aproximadamente la población actual de la ciudad de La Rioja?
R.--_Apenas mil quinientas almas. Se dice que sólo hay quince varones residentes en la ciudad._
P.--¿Cuántos ciudadanos notables residen en ella?
R.--_En la ciudad serán seis u ocho._
P.--¿Cuántos abogados tienen estudio abierto?
R.--_Ninguno._
P.--¿Cuántos médicos asisten a los enfermos?
R.--_Ninguno._
P.--¿Qué jueces letrados hay?
R.--_Ninguno._
P.--¿Cuántos hombres visten frac?
R.--_Ninguno._
P.--¿Cuántos jóvenes riojanos están estudiando en Córdoba o Buenos Aires?
R.--_Sólo sé de uno._
P.--¿Cuántas escuelas hay y cuántos niños asisten?
R.--_Ninguna._
P.--¿Hay algún establecimiento público de caridad?
R.--_Ninguno, ni escuela de primeras letras. El único religioso franciscano que hay en aquel convento, tiene algunos niños._
P.--¿Cuántos templos arruinados hay?
R.--_Cinco; sólo la Matriz sirve de algo._
P.--¿Se edifican casas nuevas?
R.--_Ninguna, ni se reparan las caídas._
P.--¿Se arruinan las existentes?
R.--_Casi todas, porque las avenidas de las calles son tantas._
P.--¿Cuántos sacerdotes se han ordenado?
R.--_En la ciudad sólo dos mocitos: uno es clérigo cura, otro es religioso de Catamarca. En la provincia, cuatro más._
P.--¿Hay grandes fortunas de a cincuenta mil pesos? ¿Cuántas de veinte mil?
R.--_Ninguna; todos pobrísimos._
P.--¿Ha aumentado o disminuído la población?
R.--_Ha disminuído más de la mitad._
P.--¿Predomina en el pueblo algún sentimiento de terror?
R.--_Máximo. Se teme aun hablar lo inocente._
P.--La moneda que se acuña, ¿es de buena ley?
R.--_La provincial es adulterada._
Aquí los hechos hablan con toda su horrible y espantosa severidad. Sólo la historia de la conquista de los mahometanos sobre la Grecia presenta ejemplos de una _barbarización_, de una destrucción tan rápida. ¡Y esto sucede en América en el siglo XIX! ¡Es la obra sólo de veinte años, sin embargo! Lo que conviene a La Rioja es exactamente aplicable a Santa Fe, a San Luis, a Santiago del Estero, esqueletos de ciudades, villorrios decrépitos y devastados. En San Luis hace diez años que sólo hay un sacerdote, y que no hay escuela ni una persona que lleve frac. Pero vamos a juzgar en San Juan la suerte de las ciudades que han escapado a la destrucción, pero que van _barbarizándose_ insensiblemente.
San Juan es una provincia agrícola y comerciante exclusivamente; el no tener campaña la ha librado por largo tiempo del dominio de los caudillos. Cualquiera que fuese el partido dominante, gobernador y empleados eran tomados de la parte educada de la población, hasta el año 1833, en que Facundo Quiroga colocó a un hombre vulgar en el gobierno. Este, no pudiéndose sustraer a la influencia de las costumbres civilizadas que prevalecían en despecho del poder, se entregó a la dirección de la parte culta, hasta que fué vencido por Brizuela, jefe de los riojanos, sucediéndole el general Benavides, que conserva el mando hace nueve años, no ya como una magistratura periódica, sino como propiedad suya. San Juan ha crecido en población a causa de los progresos de la agricultura y de la emigración de La Rioja y San Luis, que huye del hambre y de la miseria. Sus edificios se han aumentado sensiblemente; lo que prueba toda la riqueza de aquellos países, y cuánto podrían progresar si el gobierno cuidase de fomentar la instrucción y la cultura, únicos medios de elevar un pueblo.
El despotismo de Benavides es blando y pacífico, lo que mantiene la quietud y la calma en los espíritus. Es el único caudillo de Rosas que no se ha hartado de sangre; pero la influencia _barbarizadora_ del sistema actual no se hace sentir menos por eso.
En una población de cuarenta mil habitantes reunidos en una ciudad, no hay hoy un solo abogado hijo del país ni de las otras provincias.
Todos los tribunales están desempeñados por hombres que no tienen el más leve conocimiento del derecho, y que son, además, hombres estúpidos en toda la extensión de la palabra. No hay establecimiento ninguno de educación pública. Un colegio de señoras fué cerrado en 1840; tres de hombres han sido abiertos y cerrados sucesivamente del 40 al 43, por la indiferencia y aun hostilidad del gobierno.
Sólo tres jóvenes se están educando fuera de la provincia.
Sólo hay un médico sanjuanino.
No hay tres jóvenes que sepan el inglés, ni cuatro que hablen el francés.
Uno sólo hay que ha cursado matemáticas.
Un solo joven hay que posee una instrucción digna de un pueblo culto, el señor Rawson, distinguido ya por sus talentos extraordinarios. Su padre es norteamericano, y a esto ha debido que reciba educación.
No hay diez ciudadanos que sepan más que leer y escribir.
No hay un militar que haya servido en los ejércitos de línea fuera de la República.
¿Creeráse que tanta mediocridad es natural a una ciudad del interior? ¡No! Ahí está la tradición para probar lo contrario. Veinte años atrás, San Juan era uno de los pueblos más cultos del interior, y ¿cuál no debe de ser la decadencia y postración de una ciudad americana, para ir a buscar sus épocas brillantes veinte años atrás del momento presente?
El año 1831 emigraron a Chile doscientos ciudadanos jefes de familia, jóvenes, literatos, abogados, militares, etcétera. Copiapó, Coquimbo, Valparaíso y el resto de la República, están llenos aún de estos nobles proscriptos, capitalistas algunos, mineros inteligentes otros, comerciantes y hacendados muchos, abogados, médicos varios. Como en la dispersión de Babilonia, todos éstos no volvieron a ver la tierra prometida. ¡Otra emigración ha salido, para no volver, en 1840!
San Juan había sido hasta entonces suficientemente rico en hombres civilizados, para dar al célebre Congreso de Tucumán un presidente de la capacidad y altura del doctor Laprida, que murió más tarde asesinado por los Aldao; un prior a la Recolecta Domínica de Chile en el distinguido, sabio y patriota Oro, después obispo de San Juan; un ilustre patriota, don Ignacio de la Roza, que preparó con San Martín la expedición a Chile, y que derramó en su país las semillas de la igualdad de clases prometida por la revolución; un ministro al gobierno de Rivadavia; un ministro a la legación argentina en don Domingo de Oro, cuyos talentos diplomáticos no son aún debidamente apreciados; un diputado al Congreso de 1826 en el ilustrado sacerdote Vera; un diputado a la convención de Santa Fe en el presbítero Oro, orador de nota; otro a la de Córdoba en don Rudecindo Rojo, tan eminente por sus talentos y genio industrial como por su grande instrucción; un militar al ejército, entre otros, en el coronel Rojo, que ha salvado dos provincias sofocando motines con sólo su serena audacia, y de quien el general Paz, juez competente en la materia, decía que sería uno de los primeros generales de la República. San Juan poseía entonces un teatro y compañía permanente de actores.
Existen aún los restos de seis o siete bibliotecas de particulares en que estaban reunidas las principales obras del siglo XVIII y las traducciones de las mejores obras griegas y latinas. Yo no he tenido otra instrucción hasta el año 36, que la que esas ricas, aunque truncas bibliotecas, pudieron proporcionarme. Era tan rico San Juan en hombres de luces el año 1825, que la sala de representantes contaba con seis oradores de nota. Los miserables aldeanos que hoy (1845) deshonran la sala de representantes de San Juan, en cuyo recinto se oyeron oraciones tan elocuentes y pensamientos tan elevados, que sacudan el polvo de las actas de aquellos tiempos y huyan avergonzados de estar profanando con sus diatribas aquel augusto santuario.
Los juzgados, el ministerio, estaban servidos por letrados, y quedaba suficiente número para la defensa de los intereses de las partes.
La cultura de los modales, el refinamiento de las costumbres, el cultivo de las letras, las grandes empresas comerciales, el espíritu público de que estaban animados los habitantes, todo anunciaba al extranjero la existencia de una sociedad culta, que caminaba rápidamente a elevarse a un rango distinguido, lo que daba lugar para que las prensas de Londres divulgasen por América y Europa este concepto honroso: «...manifiestan las mejores disposiciones para hacer progreso en la civilización; en el día se considera a este pueblo como el que sigue a Buenos Aires más inmediatamente en la marcha de la reforma social; allí se han adoptado varias de las instituciones nuevamente establecidas en Buenos Aires, en proporción relativa; y en la reforma eclesiástica han hecho los sanjuaninos progresos extraordinarios, incorporando todos los regulares al clero secular y extinguiendo los conventos que aquéllos tenían».
Pero lo que dará una idea más completa de la cultura de entonces, es el estado de la enseñanza primaria. Ningún pueblo de la República Argentina se ha distinguido más que San Juan en su solicitud por difundirla, ni hay otro que haya obtenido resultados más completas. No satisfecho el gobierno de la capacidad de los hombres de la provincia para desempeñar cargo tan importante, mandó traer de Buenos Aires el año 1815 un sujeto que reuniese, a una instrucción competente, mucha moralidad. Vinieron unos señores Rodríguez, tres hermanos dignos de rolar con las primeras familias del país, y en las que se enlazaron, tal era su mérito y la distinción que se les prodigaba. Yo, que hago profesión hoy de la enseñanza primaria, que he estudiado la materia, puedo decir que si alguna vez se ha realizado en América algo parecido a las famosas escuelas holandesas descritas por M. Cousin, es en la de San Juan. La educación moral y religiosa era acaso superior a la instrucción elemental que allí se daba; y no atribuyo a otra causa el que en San Juan se hayan cometido tan pocos crímenes, ni la conducta moderada del mismo Benavides, sino a que la mayor parte de los sanjuaninos, él incluso, han sido educados en esa famosa escuela, en que los preceptos de la moral se inculcaban a los alumnos con una especial solicitud. Si estas páginas llegan a manos de don Ignacio y de don Roque Rodríguez, que reciban este débil homenaje que creo debido a los servicios eminentes hechos por ellos, en asocio de su finado hermano don José, a la cultura y moralidad de un pueblo entero.
Esta es la historia de las ciudades argentinas. Todas ellas tienen que reinvindicar glorias, civilización y notabilidades pasadas. Ahora el nivel barbarizador pesa sobre todas ellas. La barbarie del interior ha llegado a penetrar hasta las calles de Buenos Aires. Desde 1810 hasta 1840, las provincias que encerraban en sus ciudades tanta civilización, fueron demasiado bárbaras, empero, para destruir con su impulso la obra colosal de la revolución de la independencia. Ahora que nada les queda de lo que en hombres, luces e instituciones tenían, ¿qué va a ser de ellas? La ignorancia y la pobreza, que es la consecuencia, están como las aves mortecinas, esperando que las ciudades del interior den la última boqueada, para devorar su presa, para hacerlas campo, estancia. Buenos Aires puede volver a ser lo que fué, porque la civilización europea es tan fuerte allí, que en despecho de las brutalidades del gobierno se ha de sostener. Pero en las provincias, ¿en qué se apoyará? Dos siglos no bastarán para volverlas al camino que han abandonado, desde que la generación presente educa a sus hijos en la barbarie que a ella le ha alcanzado. Pregúntasenos ahora, ¿por qué combatimos? ¿Combatimos? Combatimos para volver a las ciudades su vida propia.


jueves, 8 de enero de 2015

Facundo: PARTE PRIMERA - CAPÍTULO TERCERO

CAPÍTULO III

ASOCIACIÓN.--LA PULPERÍA

Le _Gaucho_ vit de privations, mais son luxe est la liberté. Fier d'une indépendance sans bornes, ses sentiments sauvahes comme sa vie, sont pourtant nobles et bons.
HEAD.

En el capítulo primero hemos dejado al campesino argentino en el momento en que ha llegado a la edad viril tal cual lo ha formado la naturaleza y la falta de verdadera sociedad en que vive. Le hemos visto hombre, independiente de toda necesidad, libre de toda sujeción, sin ideas de gobierno, porque todo orden regular y sistemado se hace de todo punto imposible. Con estos hábitos de incuria, de independencia, va a entrar en otra escala de la vida campestre que, aunque vulgar, es el punto de partida de todos los grandes acontecimientos que vamos a ver desenvolverse muy luego.
No se olvide que hablo de los pueblos esencialmente pastores; que en éstos toma la fisonomía fundamental, dejando las modificaciones accidentales que experimentan para indicar a su tiempo los efectos parciales. Hablo de la asociación de estancias, que, distribuídas de cuatro en cuatro leguas más o menos, cubren la superficie de una provincia.
Las campañas agrícolas se subdividen y se diseminan también en la sociedad, pero en una escala muy reducida: un labrador colinda con otro, y los aperos de la labranza y la multitud de instrumentos, aparejos, bestias que ocupa, etcétera, lo variado de sus productos y las diversas artes que la agricultura llama en su auxilio, establecen relaciones necesarias entre los habitantes de un valle y hacen indispensable un rudimento de villa que les sirva de centro. Por otra parte, los cuidados y faenas que la labranza exige requieren tal número de brazos, que la ociosidad se hace imposible y los varones se ven forzados a permanecer en el recinto de la heredad. Todo lo contrario sucede en esta singular asociación. Los límites de la propiedad no están marcados; los ganados, cuanto más numerosos son, menos brazos ocupan; la mujer se encarga de todas las faenas domésticas y fabriles. El hombre queda desocupado, sin goces, sin ideas, sin atenciones forzosas; el hogar doméstico le fastidia, lo expele, digámoslo así. Hay necesidad, pues, de una sociedad ficticia para remediar esta desasociación normal. El hábito contraído desde la infancia de andar a caballo es un nuevo estímulo para dejar la casa. Los niños tienen el deber de echar caballos al corral apenas sale el sol, y todos los varones, hasta los pequeñuelos, ensillan su caballo, aunque no sepan qué hacerse. El caballo es una parte integrante del argentino de los campos; es para él lo que la corbata para los que viven en el seno de las sociedades. El año 41, el Chacho, caudillo de los llanos, emigró a Chile.«--¿Cómo le va, amigo?--le preguntaba uno.--¡Cómo me ha de ir!--contestó con el acento del dolor y de la melancolía--, en Chile y a pie.» Sólo un gaucho argentino sabe apreciar todas las desgracias y todas las angustias que estas dos frases expresan.
Aquí vuelve a aparecer la vida árabe, tártara. Las siguientes palabras de Víctor Hugo parecen escritas en la Pampa: «No podría combatir a pie; no hace sino una sola persona con su caballo. Vive a caballo; trata, compra y vende a caballo; bebe, come, duerme y sueña a caballo.»
Salen, pues, los varones sin saber fijamente adónde. Una vuelta a los ganados, una visita a una cría o a la querencia de un caballo predilecto, invierte una pequeña parte del día; el resto lo absorbe una reunión en una venta o _pulpería_. Allí concurren cierto número de parroquianos de los alrededores; allí se dan y adquieren las noticias sobre los animales extraviados; trázanse en el suelo las marcas del ganado; sábese dónde caza el tigre, dónde se le han visto los rastros al león; allí se arman las carreras, se reconocen los mejores caballos; allí, en fin, está el cantor, allí se fraterniza por el circular de la copa y las prodigalidades de los que poseen.
En esta vida tan sin emociones, el juego sacude los espíritus enervados, el licor enciende las imaginaciones adormecidas. Esta asociación accidental de todos los días viene por su repetición a formar una sociedad más estrecha que la de donde partió cada individuo, y en esta asamblea sin objeto público, sin interés social, empiezan a echarse los rudimentos de las reputaciones que más tarde, y andando los años, van a aparecer en la escena política. Ved cómo:
El gaucho estima, sobre todas las cosas, las fuerzas físicas, la destreza en el manejo del caballo, y, además, el valor. Esta reunión, este _club_ diario es un verdadero circo olímpico, en que se ensayan y comprueban los quilates del mérito de cada uno.
El gaucho anda armado del cuchillo, que ha heredado de los españoles; esta peculiaridad de la península, este grito característico de Zaragoza: _¡Guerra a cuchillo!_, es aquí más real que en España. El cuchillo, a más de un arma, es un instrumento que le sirve para todas sus ocupaciones; no puede vivir sin él; es como la trompa del elefante: su brazo, su mano, su dedo, su todo. El gaucho, a la par del jinete, hace alarde de valiente, y el cuchillo brilla a cada momento, describiendo círculos en el aire, a la menor provocación, sin provocación alguna, sin otro interés que medirse con un desconocido; juega a las puñaladas como jugaría a los dados. Tan profundamente entran estos hábitos pendencieros en la vida íntima del gaucho argentino, que las costumbres han creado sentimientos de honor y una esgrima que garantiza la vida. El hombre de la plebe de los demás países toma el cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo desenvaina para pelear, y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, es preciso que tenga instintos verdaderamente malos o rencores muy profundos, para que atente contra la vida de su adversario. Su objeto es sólo _marcarlo_, darle una tajada en la cara, dejarle una señal indeleble. Así se ve a estos gauchos llenos de cicatrices que rara vez son profundas. La riña, pues, se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a la reputación. Ancho círculo se forma en torno de los combatientes, y los ojos siguen con pasión y avidez el centelleo de los puñales que no cesan de agitarse un momento. Cuando la sangre corre a torrentes, los espectadores se creen obligados en conciencia a separarlos. Si sucede alguna _desgracia_, las simpatías están por el que se desgració; el mejor caballo le sirve para salvarse a parajes lejanos, y allí lo acoge el respeto o la compasión. Si la justicia le da alcance, no es raro que haga frente, y si _corre a la partida_, adquiere un renombre desde entonces que se dilata sobre una ancha circunferencia. Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya puede presentarse de nuevo en su pago sin que se proceda a ulteriores persecuciones; está absuelto. Matar es una desgracia, a menos que el hecho se repita tantas veces, que inspire horror el contacto del asesino. El estanciero don Juan Manuel Rosas, antes de ser hombre público, había hecho de su residencia una especie de asilo para los homicidas, sin que jamás consintiese en su servicio a los ladrones; preferencias que se explicarían fácilmente por su carácter de gaucho propietario, si su conducta posterior no hubiese revelado afinidades que han llenado de espanto el mundo.
En cuanto a los juegos de equitación, bastaría indicar uno de los muchos en que se ejercitan, para juzgar del arrojo que para entregarse a ellos se requiere. Un gaucho pasa a todo escape por enfrente de sus compañeros. Uno le arroja un tiro de bolas que en medio de la carrera maniata al caballo. Del torbellino de polvo que levanta éste al caer, vese salir al jinete corriendo, seguido del caballo, a quien el impulso de la carrera interrumpida hace avanzar obedeciendo a las leyes de la física. En este pasatiempo se juega la vida y a veces se pierde.
¿Creeráse que estas proezas, la destreza y la audacia en el manejo del caballo, son las bases de las grandes ilustraciones que han llenado con su nombre la República Argentina y cambiado la faz del país? Nada es más cierto, sin embargo. No es mi ánimo persuadir que el asesinato y el crimen hayan sido siempre una escala de ascensos. Millares son los valientes que han parado en bandidos obscuros; pero pasan de centenares los que a estos hechos han debido su posición. En todas las sociedades despotizadas, las grandes dotes naturales van a perderse en el crimen; el crimen, el genio romano que conquistara el mundo, es hoy el terror de los Lagos Pontinos, y los Zumalacárregui, los Mina españoles, se encuentran a centenares en Sierra Leona. Hay una necesidad para el hombre de desenvolver sus fuerzas, su capacidad y ambición, que, cuando faltan los medios legítimos, él se forja un mundo con su moral y sus leyes aparte, y en él se complace en mostrar que había nacido Napoleón o César.
Con esta sociedad, pues, en que la cultura del espíritu es inútil e imposible, donde los negocios municipales no existen; donde el bien público es una palabra sin sentido, porque no hay público, el hombre dotado eminentemente se esfuerza por producirse, y adopta para ello los medios y los caminos que encuentra. El gaucho será un malhechor o un caudillo, según el rumbo que las cosas tomen en el momento en que ha llegado a hacerse notable.
Costumbres de este género requieren medios vigorosos de represión, y para reprimir desalmados se necesitan jueces más desalmados aún. Lo que al principio dije del capataz de carretas, se aplica exactamente al juez de campaña. Ante toda otra cosa, necesita valor; el terror de su nombre es más poderoso que los castigos que aplica. El juez es, naturalmente, algún famoso de tiempo atrás, a quien la edad y la familia han llamado a la vida ordenada. Por supuesto que la justicia que administra es de todo punto arbitraria: su conciencia o sus pasiones lo guían, y sus sentencias son inapelables. A veces suele haber jueces de éstos que lo son de por vida y que dejan una memoria respetada. Pero la conciencia de estos medios ejecutivos y lo arbitrario de las penas forman ideas en el pueblo sobre el poder de la _autoridad_, que más tarde viene a producir sus efectos. El juez se hace obedecer por su reputación de audacia temible, su autoridad, su juicio sin formas, su sentencia, un _yo lo mando_ y sus castigos inventados por él mismo. De este desorden, quizá por mucho tiempo inevitable, resulta que el caudillo que en las revueltas llega a elevarse, posee sin contradicción, y sin que sus secuaces duden de ello, el poder amplio y terrible que sólo se encuentra hoy en los pueblos asiáticos.
El caudillo argentino es un Mahoma, que pudiera a su antojo cambiar la religión dominante y forjar una nueva. Tiene todos los poderes; su injusticia es una desgracia para su víctima, pero no un abuso de su parte; porque él puede ser injusto; más todavía: él ha de ser injusto necesariamente; siempre lo ha sido.
Lo que digo del juez es aplicable al comandante de campaña. Este es un personaje de más alta categoría que el primero, y en quien han de reunirse en más alto grado las cualidades de reputación y antecedentes de aquél. Todavía una circunstancia nueva agrava, lejos de disminuir, el mal. El gobierno de las ciudades es el que da el título de comandante de campaña; pero como la ciudad es débil en el campo, sin influencia y sin adictos, el gobierno echa mano de los hombres que más temor le inspiran para encomendarles este empleo, a fin de tenerlos en su obediencia; manera muy conocida de proceder de todos los gobiernos débiles, y que alejan el mal del momento presente para que se produzca más tarde en dimensiones colosales. Así, el gobierno papal hace transacciones con los bandidos, a quienes da empleos en Roma, estimulando con esto el vandalaje y creándole un porvenir seguro; así, el Sultán concedía a Mehemet-Alí la investidura de bajá de Egipto, para tener que reconocerle más tarde Rey hereditario, a trueque de que no le destronase. Es singular que todos los caudillos de la revolución argentina han sido comandantes de campaña: López e Ibarra, Artigas y Güemes, Facundo y Rosas. Es el punto de partida para todas las ambiciones. Rosas, cuando hubo apoderádose de la ciudad, exterminó a todos los comandantes que lo habían elevado, entregando este influyente cargo a hombres vulgares que no pudiesen seguir el camino que él había traído: Pajarito, Celarrayán, Arbolito, Pancho el Ñato y Molina, eran otros tantos bandidos comandantes de que Rosas purgó al país.
Doy tanta importancia a estos pormenores porque ellos servirán a explicar todos nuestros fenómenos sociales y la revolución que se ha estado obrando en la República Argentina; revolución que está desfigurada por palabras del Diccionario civil, que la disfrazan y ocultan, creando ideas erróneas; de la misma manera que los españoles, al desembarcar en América, daban un nombre europeo conocido a un animal nuevo que encontraban, saludando con el terrible de león, que trae al espíritu la idea de la magnanimidad y fuerza del rey de las bestias, al miserable gato llamado puma, que huye a la vista de los perros, y tigre al jaguar de nuestros bosques. Por deleznables e innobles que parezcan estos fundamentos que quiero dar a la guerra civil, la evidencia vendrá luego a mostrar cuán sólidos e indestructibles son.
La vida de los campos argentinos, tal como la he mostrado, no es un accidente vulgar: es un orden de cosas, un sistema de asociación característico, normal, único, a mi juicio, en el mundo, y él sólo basta para explicar toda nuestra revolución. Había antes de 1810 en la República Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles; dos civilizaciones diversas: la una española, europea, civilizada, y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen y, después de largos años de lucha, la una absorbiese a la otra. He indicado la asociación normal de la campaña, la desasociación, peor mil veces que la tribu nómade; he mostrado la asociación ficticia, en la desocupación; la formación de las reputaciones gauchas: valor, arrojo, destreza, violencias y oposición a la justicia regular, a la justicia civil de la ciudad. Este fenómeno de organización social existía en 1810, existe aún, modificado en muchos puntos, modificándose lentamente en otros e intacto en muchos aún. Estos focos de reunión del gauchaje valiente, ignorante, libre y desocupado, estaban diseminados a millares en la campaña. La revolución de 1810 llevó a todas partes el movimiento y el rumor de las armas. La vida pública, que hasta entonces había faltado a esta asociación árabe-romana, entró en todas las ventas, y el movimiento revolucionario trajo al fin la asociación bélica en la _montonera_ provincial, hija legítima de la venta y de la estancia, enemiga de la ciudad y del ejército patriota revolucionario. Desenvolviéndose los acontecimientos, veremos las montoneras provinciales con sus caudillos a la cabeza; en Facundo Quiroga, últimamente triunfante en todas partes, la campaña sobre las ciudades, y dominadas éstas en su espíritu, gobierno y civilización, formarse al fin el Gobierno central, unitario, despótico del estanciero don Juan Manuel de Rosas, que clava en la culta Buenos Aires el cuchillo del gaucho y destruye la obra de los siglos, la civilización, las leyes y la libertad.


miércoles, 7 de enero de 2015

Facundo: PARTE PRIMERA - CAPÍTULO SEGUNDO

CAPÍTULO II

ORIGINALIDAD Y CARACTERES ARGENTINOS.--EL RASTREADOR.--EL BAQUEANO.--EL GAUCHO MALO.--EL CANTOR

Ainsi que l'océan, les steppe remplissent l'esprit du sentiment de l'infini.
HUMBOLDT.

Si de las condiciones de la vida pastoril, tal como la ha constituído la colonización y la incuria, nacen graves dificultades para una organización política cualquiera, y muchas más para el triunfo de la civilización europea, de sus instituciones, y de la riqueza y libertad, que son sus consecuencias, no puede, por otra parte, negarse que esta situación tiene su costado poético, fases dignas de la pluma del romancista. Si un destello de literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales, y, sobre todo, de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia; lucha imponente en América, y que da lugar a escenas tan peculiares, tan características y tan fuera del círculo de ideas en que se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes dramáticos se vuelven desconocidos fuera del país donde se toman, los usos sorprendentes y originales los caracteres.
El único romancista norteamericano que haya logrado hacerse un nombre europeo es Fenimore Cooper, y eso porque transportó la escena de sus descripciones fuera del círculo ocupado por los plantadores, al límite entre la vida bárbara y la civilizada, al teatro de la guerra en que las razas indígenas y la raza sajona están combatiendo por la posesión del terreno.
No de otro modo nuestro joven poeta Echeverría ha logrado llamar la atención del mundo literario español con su poema titulado _La Cautiva_. Este bardo argentino dejó a un lado a Dido y Arjea, que sus predecesores los Varelas trataron con maestría clásica y estro poético, pero sin suceso y sin consecuencia, porque nada agregaban al caudal de nociones europeas, y volvió sus miradas al desierto, y allá en la inmensidad sin límites, en las soledades en que vaga el salvaje, en la lejana zona de fuego que el viajero ve acercarse cuando los campos se incendían, halló las inspiraciones que proporciona a la imaginación el espectáculo de una naturaleza solemne, grandiosa, inconmensurable, callada; y entonces el eco de sus versos pudo hacerse oír con aprobación aun por la península española.
Hay que notar de paso un hecho, que es muy explicativo, de los fenómenos sociales de los pueblos. Los accidentes de la naturaleza producen costumbres y usos peculiares a estos accidentes, haciendo que donde estos accidentes se repiten vuelvan a encontrarse los mismos medios de parar a ellos, inventados por pueblos distintos. Esto me explica por qué la flecha y el arco se encuentran en todos los pueblos salvajes, cualesquiera que sea su raza, su origen y su colocación geográfica. Cuando leía en _El último de los Mohicanos_, de Cooper, que Ojo de Alcón y Uncas habían perdido el rastro de los Mingos en un arroyo, dije: «Van a tapar el arroyo.» Cuando en _La Pradera_, el Trampero mantiene la incertidumbre y la agonía mientras el fuego los amenaza, un argentino habría aconsejado lo mismo que el Trampero sugiere al fin, que es limpiar un lugar para guarecerse, e incendiar a su vez, para poderse retirar del fuego que invade sobre las cenizas del que se ha encendido. Tal es la práctica de los que atraviesan la pampa para salvarse de los incendios del pasto. Cuando los fugitivos de _La Pradera_ encuentran un río, y Cooper describe la misteriosa operación del Pawnie con el cuero de búfalo que recoge, va a hacer la _pelota_, me dije a mí mismo: lástima es que no haya una mujer que la conduzca, que entre nosotros son las mujeres las que cruzan los ríos con la _pelota_ tomada con los dientes por un lazo. El procedimiento para asar una cabeza de búfalo en el desierto es el mismo que nosotros usamos para _batear_ una cabeza de vaca o un lomo de ternera. En fin, otros mil accidentes que omito prueban la verdad de que modificaciones análogas del suelo traen análogas costumbres, recursos y expedientes. No es otra la razón de hallar en Fenimore Cooper descripciones de usos y costumbres que parecen plagiadas de la pampa; así, hallamos en los hábitos pastoriles de la América, reproducidos, hasta los trajes, el semblante grave y hospitalidad árabes.
Existe, pues, un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra. La poesía para despertarse, porque la poesía es como el sentimiento religioso, una facultad del espíritu humano, necesita el espectáculo de lo bello, del poder terrible, de la inmensidad de la extensión, de lo vago, de lo incomprensible, porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar empiezan las mentiras de la imaginación, el mundo ideal. Ahora yo pregunto: ¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte, y ver... no ver nada? Porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda. ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte. He aquí ya la poesía. El hombre que se mueve en estas escenas, se siente asaltado de temores e incertidumbres fantásticas, de sueños que le preocupan despierto.
De aquí resulta que el pueblo argentino es poeta por carácter, por naturaleza. ¿Ni cómo ha de dejar de serlo, cuando en medio de una tarde serena y apacible una nube torva y negra se levanta sin saber de dónde, se extiende sobre el cielo mientras se cruzan dos palabras, y de repente el estampido del trueno anuncia la tormenta que deja frío al viajero, y reteniendo el aliento por temor de atraerse un rayo de dos mil que caen en torno suyo? La obscuridad se sucede después a la luz; la muerte está por todas partes; un poder terrible, incontrastable, le ha hecho en un momento reconcentrarse en sí mismo y sentir su nada en medio de aquella naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una vez, en la aterrante magnificencia de sus obras. ¿Qué más colores para la paleta de la fantasía? Masas de tinieblas que anublan el día; masas de luz lívida, temblorosa, que ilumina un instante las tinieblas y muestra la pampa a distancias infinitas, cruzándolas vivamente el rayo, en fin, símbolo del poder. Estas imágenes han sido hechas para quedarse hondamente grabadas. Así, cuando la tormenta pasa, el gaucho se queda triste, pensativo, serio, y la sucesión de luz y tinieblas se continúa en su imaginación, del mismo modo que cuando miramos fijamente el sol nos queda por largo tiempo su disco en la retina.
Preguntadle al gaucho, a quien matan con preferencia los rayos, y os introducirá en un mundo de idealizaciones morales y religiosas, mezcladas de hechos naturales, pero mal comprendidos, de tradiciones supersticiosas y groseras. Añádase que, si es cierto que el flúido eléctrico entra en la economía de la vida humana y es el mismo que llaman flúido nervioso, el cual excitado subleva las pasiones y enciende el entusiasmo, muchas disposiciones debe tener para los trabajos de la imaginación el pueblo que habita bajo una atmósfera recargada de electricidad hasta el punto que la ropa frotada chisporrotea como el pelo contrariado del gato.
¿Cómo no ha de ser poeta el que presencia estas escenas imponentes:
«Gira en vano, reconcentra su inmensidad, y no encuentra la vista en su vivo anhelo do fijar su fugaz vuelo como el pájaro en la mar. Doquier campo y heredades del ave y bruto guaridas; doquier cielo y soledades de Dios sólo conocidas, que El sólo puede sondar»,
o el que tiene a la vista esta naturaleza engalanada?:
«De las entrañas de América dos raudales se destacan: el Paraná, faz de perlas, y el Uruguay, faz de nácar. Los dos entre bosques corren o entre floridas barrancas, como dos grandes espejos entre marcos de esmeraldas. Salúdanlos en su paso la melancólica pava, el picaflor y jilguero, el zorzal y la torcaza. Como ante reyes se inclinan ante ellos seibos y palmas, y le arrojan flor del aire, aroma y flor de naranja; luego en el Guazú se encuentran, y reuniendo sus aguas, mezclando nácar y perlas, se derraman en el Plata».
Pero ésta es la poesía culta, la poesía de la ciudad; hay otra que hace oír sus ecos por los campos solitarios: la poesía popular, candorosa y desaliñada del gaucho.
También nuestro pueblo es músico. Esta es una predisposición nacional que todos los vecinos le reconocen. Cuando en Chile se anuncia por la primera vez un argentino en una casa, lo invitan al piano en el acto, o le pasan una vihuela, y si se excusa diciendo que no sabe pulsarla, o extrañan y no le creen, «porque siendo argentino--dicen--debe ser músico». Esta es una preocupación popular que acusa nuestros hábitos nacionales. En efecto: el joven culto de las ciudades toca el piano o la flauta, el violín o la guitarra; los mestizos se dedican casi exclusivamente a la música, y son muchos los hábiles compositores e instrumentistas que salen de entre ellos. En las noches de verano se oye sin cesar la guitarra en la puerta de las tiendas, y tarde de la noche el sueño es dulcemente interrumpido por las serenatas y los conciertos ambulantes.
El pueblo campesino tiene sus cantares propios.
El _triste_, que predomina en los pueblos del Norte, es un canto frigio, plañidero, natural al hombre en el estado primitivo de barbarie, según Rousseau.
La _vidalita_, canto popular con coros, acompañado de la guitarra y un tamboril, a cuyos redobles se reúne la muchedumbre y va engrosando el cortejo y el estrépito de las voces; este canto me parece heredado de los indígenas, porque lo he oído en una fiesta de indios en Copiapó, en celebración de la Candelaria, y como canto religioso, debe ser antiguo, y los indios chilenos no lo han de haber adoptado de los españoles argentinos. La _vidalita_ es el metro popular en que se cantan los asuntos del día, las canciones guerreras; el gaucho compone el verso que canta, y lo populariza por las asociaciones que su canto exige.
Así, pues, en medio de la rudeza de las costumbres nacionales, estas dos artes que embellecen la vida civilizada y dan desahogo a tantas pasiones generosas, están honradas y favorecidas por las masas mismas, que ensayan su áspera musa en composiciones líricas y poéticas. El joven Echeverría residió algunos meses en la campaña en 1840, y la fama de sus versos sobre la pampa le había precedido ya; los gauchos lo rodeaban con respeto y afición, y cuando un recién venido mostraba señales de desdén hacia el _cajetilla_, alguno le insinuaba al oído: «Es poeta», y toda prevención hostil cesaba al oír este título privilegiado.
Sabido es, por otra parte, que la guitarra es el instrumento popular de los españoles y que es común en América. En Buenos Aires, sobre todo, está todavía muy vivo el tipo popular español, el _majo_. Descúbresele en el compadrito de la ciudad y en el gaucho de la campaña. El _jaleo_ español vive en el _cielito_; los dedos sirven de castañuelas. Todos los movimientos del compadrito revelan al majo: el movimiento de los hombros, los ademanes, la colocación del sombrero, hasta la manera de escupir por entre los colmillos, todo es un andaluz genuino.
Del centro de estas costumbres y gustos generales se levantan especialidades notables, que un día embellecerán y darán un tinte original al drama y al romance nacional. Yo quiero sólo notar aquí algunos que servirán a completar la idea de las costumbres, para trazar en seguida el carácter, causas y efectos de la guerra civil.
El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío. Esta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo. «Aquí va--dijo luego--una mulita mora muy buena... ésta es la tropa de don N. Zapata..., es de muy buena silla..., va ensillada..., ha pasado ayer...» Este hombre venía de la Sierra de San Luis; la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea y no un rastreador de profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: «¡Este es!» El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma; negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido en una provincia su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene ahora cerca de ochenta años; encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: «Ya no valgo nada; ahí están los niños.» Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después Calíbar regresó, vió el rastro ya borrado e imperceptible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra en una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor después de dos años! El año 1830 un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fué encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio y volvía para atrás. Calíbar lo seguía sin perder la pista; si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: «¡Dónde te _mi-as-dir_!» Al fin llegó a una acequia de agua en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas hierbas, y dice: «¡Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican!» Entra en una viña; Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: «Adentro está». La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. «No ha salido» fué la breve respuesta que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dió el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fué ejecutado. En 1830 algunos presos políticos intentaban una evasión; todo estaba preparado: los auxiliares de fuera prevenidos; en el momento de efectuarla, uno dijo: «¿Y Calíbar?» «¡Cierto!--contestaron los otros anonadados, aterrados--. ¡Calíbar!» Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.
¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!
Después del rastreador viene el baqueano, personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del Ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.
El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza. Imagináos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de cien leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. El sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos extensos un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconveniente, y esto en cien ciénagos distintos.
En lo más obscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla, monta en seguida, y les dice para asegurarlos: «Estamos en dereseras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al sur», y se dirige hacia el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa de encontrarlo, y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
Si aun esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la obscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca, y después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce por el gusto el pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.
Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y galopando día y noche, llega al lugar designado.
El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima observa los polvos, y por su espesor cuenta la fuerza: «son dos mil hombres»--dice--, «quinientos», «doscientos», y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más una senda extraviada e ignorada por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple baqueano, que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del Uruguay. No la hubieran ocupado los brasileños sin su auxilio, y no la hubieran libertado sin él los argentinos. Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años de lucha con el general baqueano, y todo el poder de Buenos Aires, hoy con sus numerosos ejércitos que cubren toda la campaña del Uruguay, puede desaparecer destruído a pedazos, por una sorpresa, por una fuerza cortada mañana, por una victoria que él sabrá convertir en su provecho, por el conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia del enemigo, o por otro accidente inapercibido o insignificante.
El general Rivera principió sus estudios del terreno el año 1804, y haciendo la guerra a las autoridades entonces, como contrabandista, a los contrabandistas después como empleado, al rey en seguida como patriota, a los patriotas más tarde como montonero, a los argentinos como jefe brasilero, a éstos como general argentino, a Lavalleja como presidente, al presidente Oribe como jefe proscripto, a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del baqueano.
El Gaucho Malo: éste es un tipo de ciertas localidades, un _outlaw_, un _squatter_, un misántropo particular. Es el _Ojo del Alcón_, el _Trampero_ de Cooper, con toda su ciencia del desierto, con toda su aversión a las poblaciones de los blancos, pero sin su moral natural y sin sus conexiones con los salvajes. Llámanle el Gaucho Malo, sin que este epíteto le desfavorezca del todo. La justicia lo persigue desde muchos años; su nombre es temido, pronunciado en voz baja, pero sin odio y casi con respeto. Es un personaje misterioso: mora en la pampa, son su albergue los cardales, vive de perdices y _mulitas_; si alguna vez quiere regalarse con una lengua, enlaza una vaca, la voltea solo, la mata, saca su bocado predilecto y abandona lo demás a las aves montesinas. De repente se presenta el Gaucho Malo en un pago de donde la partida acaba de salir, conversa pacíficamente con los buenos gauchos, que lo rodean y lo admiran; se prevee _de los vicios_, y si divisa la partida, monta tranquilamente en su caballo y lo apunta hacia el desierto, sin prisa, sin aparato, desdeñando volver la cabeza. La partida rara vez lo sigue; mataría inútilmente sus caballos, porque el que monta el Gaucho Malo es un parejero _pangaré_ tan célebre como su amo. Si el acaso lo echa alguna vez de improviso entre las garras de la justicia, acomete a lo más espeso de la partida, y a merced de cuatro tajadas que con su cuchillo ha abierto en la cara o en el cuerpo de los soldados, se hace paso por entre ellos, y tendiéndose sobre el lomo del caballo para sustraerse a la acción de las balas que lo persiguen, endilga hacia el desierto, hasta que, poniendo espacio conveniente entre él y sus perseguidores, refrena su trotón y marcha tranquilamente. Los poetas de los alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía del héroe del desierto, y su nombradía vuela por toda la vasta campaña. A veces se presenta a la puerta de un baile campestre con una muchacha que ha robado; entra en el baile con su pareja, confúndese en las mudanzas del _cielito_, y desaparece sin que nadie se aperciba de ello. Otro día se presenta en la casa de la familia ofendida, hace descender de la grupa a la niña que ha seducido, y desdeñando las maldiciones de los padres que le siguen, se encamina tranquilo a su morada sin límites.
Este hombre divorciado de la sociedad, proscrito por las leyes; este salvaje de color blanco, no es en el fondo un ser más depravado que los que habitan las poblaciones. El osado prófugo que acomete una partida entera, es inofensivo para con los viajeros. El Gaucho Malo no es un bandido, no es un salteador; el ataque a la vida no entra en su idea, como el robo no entraba en la idea del _Churriador_; roba, es cierto, pero ésta es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos. Una vez viene al real de una tropa del interior, el patrón propone comprarle un caballo de tal pelo extraordinario, de tal figura, de tales prendas, con una estrella blanca en la paleta. El gaucho se recoge, medita un momento, y después de un rato de silencio, contesta: «No hay actualmente caballo así.» ¿Qué ha estado pensando el gaucho? En aquel momento ha recorrido en su mente mil estancias de la pampa, ha visto y examinado todos los caballos que hay en la provincia, con sus marcas, color, señas particulares, y convencido de que no hay ninguno que tenga una estrella en la paleta; unos la tienen en la frente, otros una mancha blanca en el anca. ¿Es sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía por sus nombres doscientos mil soldados, y recordaba al verlos todos los hechos que a cada uno de ellos se referían. Si no se le pide, pues, lo imposible, en día señalado, en un punto dado del camino, entregará un caballo tal como se le pide, sin que el anticiparle el dinero sea un motivo de faltar a la cita. Tiene sobre este punto el honor de los tahúres sobre la deuda.
Viaja a veces a la campaña de Córdoba, a Santa Fe. Entonces se le ve cruzar la pampa con una tropilla de caballos por delante; si alguno lo encuentra, sigue su camino sin acercársele, a menos que él lo solicite.
El cantor. Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de civilización, de barbarie y de peligros. El gaucho cantor es el mismo bardo, el vate, el trovador de la Edad Media, que se mueve en la misma escena, entre las luchas de las ciudades y del feudalismo de los campos, entre la vida que se va y la vida que se acerca. El cantor anda de pago en pago, «de tapera en galpón», cantando sus héroes de la pampa perseguidos por la justicia, los llantos de la viuda a quien los indios robaron sus hijos en un malón reciente, la derrota y la muerte del valiente Rauch, la catástrofe de Facundo Quiroga y la suerte que cupo a Santos Pérez. El cantor está haciendo candorosamente el mismo trabajo de crónica, costumbres, historia, biografía, que el bardo de la Edad Media, y sus versos serían recogidos más tarde como los documentos y datos en que habría de apoyarse el historiador futuro, si a su lado no estuviese otra sociedad culta con superior inteligencia de los acontecimientos que la que el infeliz despliega en sus rapsodias ingenuas. En la República Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo suelo: una naciente, que, sin conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza, está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que, sin cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos resultados de la civilización europea. El siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno dentro de las ciudades, el otro en las campañas.
El cantor no tiene residencia fija; su morada está donde la noche lo sorprende, su fortuna en sus versos y en su voz; dondequiera que el _cielito_ enreda sus parejas sin tasa; dondequiera que se apure una copa de vino, el cantor tiene su lugar preferente, su parte escogida en el festín. El gaucho argentino no bebe si la música y los versos no lo excitan, y cada pulpería tiene su guitarra para poner en manos del cantor, a quien el grupo de caballos estacionados en la puerta anuncia a lo lejos dónde se necesita el concurso de su gaya ciencia.
El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación de sus propias hazañas. Desgraciadamente el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre de tener que habérselas con la Justicia. También tiene que dar la cuenta de sendas puñaladas que ha distribuído, una o dos _desgracias_ (¡muertes!) que tuvo y algún caballo o alguna muchacha que robó. El año 1840, entre un grupo de gauchos y a orillas del majestuoso Paraná, estaba sentado en el suelo, y con las piernas cruzadas, un cantor que tenía azorado y divertido a su auditorio con la larga y animada historia de sus trabajos y aventuras. Había ya contado lo del rapto de la querida con los trabajos que sufrió, lo de la _desgracia_ y la disputa que la motivó; estaba refiriendo su encuentro con la partida y las puñaladas que en su defensa dió, cuando el tropel y los gritos de los soldados le avisaron que esta vez estaba cercado. La partida, en efecto, se había cerrado en forma de herradura; la abertura quedaba hacia el Paraná que corría 20 varas más abajo: tal era la altura de la barranca. El cantor oyó la grita sin turbarse; viósele de improviso sobre el caballo, echando una mirada escudriñadora sobre el círculo de soldados con las tercerolas preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el poncho en los ojos y clávale las espuelas. Algunos instantes después se veía salir de las profundidades del Paraná el caballo sin freno, a fin de que nadase con más libertad, y el cantor tomado de la cola volviendo la cara quietamente, cual si fuera en un bote de ocho remos, hacia la escena que dejaba en la barranca. Algunos balazos de la partida no estorbaron que llegase sano y salvo al primer islote que sus ojos divisaron.
Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada, monótona, irregular, cuando se abandona a la inspiración del momento. Más narrativa que sentimental, llena de imágenes tomadas de la vida campestre, del caballo y las escenas del desierto, que la hacen metafórica y pomposa. Cuando refiere sus proezas o las de algún afamado malévolo, parécese al improvisador napolitano, desarreglado, prosaico de ordinario, elevándose a la altura poética por momentos para caer de nuevo al recitado insípido y casi sin versificación. Fuera de esto, el cantor posee su repertorio de poesías populares, quintillas, décimas y octavas, diversos géneros de versos octosílabos. Entre éstos hay muchas composiciones de mérito y que descubren inspiración y sentimiento.
Aún podría añadir a estos tipos originales muchos otros igualmente curiosos, igualmente locales, si tuviesen, como los anteriores, la peculiaridad de revelar las costumbres nacionales, sin lo cual es imposible comprender nuestros personajes políticos ni el carácter primordial y americano de la sangrienta lucha que despedaza a la República Argentina. Andando esta historia, el lector va a descubrir por sí solo dónde se encuentra el rastreador, el baqueano, el gaucho malo, el cantor. Verá en los caudillos cuyos nombres han traspasado las fronteras argentinas y aun en aquéllos que llenan el mundo con el horror de su nombre, el reflejo vivo de la situación interior del país, sus costumbres, su organización.





martes, 6 de enero de 2015

Facundo: PARTE PRIMERA - CAPÍTULO PRIMERO

PARTE PRIMERA

CAPÍTULO PRIMERO

ASPECTO FÍSICO DE LA REPÚBLICA ARGENTINA, Y CARACTERES, HÁBITOS E IDEAS QUE ENGENDRA
L'étendue des pampas est si prodigieuse qu'au nord elles son bornées par des bosquets de palmiers, et au midi par des neiges éternelles.
HEAD.

El continente americano termina al Sur en una punta en cuya extremidad se forma el Estrecho de Magallanes. Al Oeste, y a corta distancia del Pacífico, se extienden paralelos a la costa los Andes chilenos. La tierra que queda al oriente de aquella cadena de montañas y al occidente del Atlántico, siguiendo el Río de la Plata hacia el interior por el Uruguay arriba, es el territorio que se llamó Provincias Unidas del Río de la Plata, y en la que aún se derrama sangre por denominarlo República Argentina o Confederación Argentina. Al Norte están el Paraguay y Bolivia, sus límites presuntos.
La inmensa extensión de país que está en sus extremos es enteramente despoblada, y ríos navegables posee que no ha surcado aún el frágil barquichuelo. El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, se le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son por lo general los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Allí la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al Sur y al Norte acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y las indefensas poblaciones. En la solitaria carabana de carretas que atraviesa pesadamente las Pampas y que se detiene a reposar por momentos, la tripulación, reunida en torno del escaso fuego, vuelve maquinalmente la vista hacia el Sur al más ligero susurro del viento que agita las hierbas secas para hundir sus miradas en las tinieblas profundas de la noche en busca de los bultos siniestros de la horda salvaje que puede sorprenderla desapercibida de un momento a otro.
Si el oído no escucha rumor alguno; si la vista no alcanza a calar el velo obscuro que cubre la callada soledad, vuelve sus miradas, para tranquilizarse del todo, a las orejas del algún caballo que está inmediato al fogón para observar si están inmóviles y negligentemente inclinadas hacia atrás. Entonces continúa la conversación interrumpida o lleva a la boca el tasajo de carne medio sollamado de que se alimenta. Si no es la proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre del campo, es el temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que puede pisar; esta inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en las campañas, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino cierta resignación estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida, una manera de morir como cualquiera otra, y puede quizá explicar en parte la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven impresiones profundas y duraderas.
La parte habitada de este país privilegiado en dones, y que encierra todos los climas, puede dividirse en tres fisonomías distintas que imprimen a la población condiciones diversas, según la manera como tiene que entenderse con la naturaleza que la rodea. Al Norte, confundiéndose con el Chaco, un espeso bosque cubre con su impenetrable ramaje extensiones que llamáramos inauditas si en formas colosales hubiese nada inaudito en toda la extensión de la América. Al centro, y en una zona paralela, se disputan largo tiempo el terreno, la pampa y la selva; domina en partes el bosque; se degrada en matorrales enfermizos y espinosos; preséntase de nuevo la selva a merced de algún río que la favorece, hasta que al fin al Sur triunfa la pampa y ostenta su lisa y velluda frente, infinita, sin límite conocido, sin accidente notable; es la imagen del mar en la tierra, la tierra como en el mapa; la tierra aguardando todavía que se le mande producir las plantas y toda clase de simiente.
Pudiera señalarse como un rasgo notable de la fisonomía de este país la aglomeración de ríos navegables que al Este se dan cita de todos los rumbos del horizonte para reunirse en el Plata y presentar dignamente su estupendo tributo al océano, que lo recibe en sus flancos no sin muestras visibles de turbación y de respeto. Pero estos inmensos canales excavados por la solícita mano de la Naturaleza, no introducen cambio ninguno en las costumbres nacionales. El hijo de los aventureros españoles que colonizaron el país, detesta la navegación y se considera como aprisionado en los estrechos límites del bote o la lancha. Cuando un gran río le ataja el paso, se desnuda tranquilamente, apresta su caballo y lo endilga nadando a algún islote que se divisa a lo lejos; arriba a él, descansan caballo y caballero, y de islote en islote se completa al fin la travesía.
De este modo, el favor más grande que la Providencia depara a un pueblo, el gaucho argentino lo desdeña, viendo en él más bien un obstáculo opuesto a sus movimientos que el medio más poderoso de facilitarlos; de este modo la fuente del engrandecimiento de las naciones: lo que hizo la celebridad remotísima del Egipto, lo que engrandeció a Holanda y es la causa del rápido desenvolvimiento de Norteamérica; la navegación de los ríos o la canalización, es un elemento muerto, inexplotado por el habitante de las márgenes del Bermejo, Pilcomayo, Paraná, Paraguay y Uruguay. Desde el Plata remontan aguas arriba algunas navecillas tripuladas por italianos y carcamanes; pero el movimiento sube unas cuantas leguas y cesa casi de todo punto. No fué dado a los españoles el instinto de la navegación que poseen en tan alto grado los sajones del Norte. Otro espíritu se necesita que agite esas arterias en que hoy se estagnan los flúidos vivificantes de una nación. De todos estos ríos que debieran llevar la civilización, el poder y la riqueza hasta profundidades más recónditas del continente y hacer de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, Salta, Tucumán y Jujuy otros tantos pueblos nadando en riquezas y rebosando población y cultura, sólo uno hay que es fecundo en beneficios para los que moran en sus riberas: el Plata, que los resume a todos juntos.
En su embocadura están situadas dos ciudades, Montevideo y Buenos Aires, cosechando hoy alternativamente las ventajas de su envidiable posición. Buenos Aires está llamada a ser un día la ciudad más gigantesca de ambas Américas. Bajo un clima benigno, señora de la navegación de cien ríos que fluyen a sus pies, reclinada muellemente sobre un inmenso territorio y con trece provincias interiores que no conocen otra salida para sus productos, fuera ya la Babilonia americana si el espíritu de la pampa no hubiese soplado sobre ella y si no ahogase en sus fuentes el tributo de riqueza que los ríos y las provincias tienen que llevarla siempre. Ella sola, en la vasta extensión argentina, está en contacto con las naciones europeas; ella sola explota las ventajas del comercio extranjero; ella sola tiene el poder y rentas. En vano le han pedido las provincias que les deje pasar un poco de civilización, de industria y de población europea; una política estúpida y colonial se hizo sorda a estos clamores. Pero las provincias se vengaron, mandándole a Rosas, mucho y demasiado de la barbarie que a ellas les sobraba.
Harto caro la han pagado los que decían: «la República Argentina acaba en el Arroyo del Medio». Ahora llega desde los Andes hasta el mar; la barbarie y la violencia bajaron a Buenos Aires más allá del nivel de las provincias. No hay que quejarse de Buenos Aires, que es grande y lo será más, porque así le cupo en suerte. Debiéramos quejarnos antes de la Providencia y pedirle que rectifique la configuración de la tierra. No siendo esto posible, demos por bien hecho lo que de mano de Maestro está hecho. Quejémonos de la ignorancia de ese poder brutal que esteriliza para sí y para las provincias los dones que natura prodigó al pueblo que extravía. Buenos Aires, en lugar de mandar ahora luces, riqueza y prosperidad al interior, mándale solo cadenas, hordas exterminadoras y tiranuelos subalternos. ¡También se venga del mal que las provincias le hicieron con prepararle a Rosas!
He señalado esta circunstancia de la posición monopolizadora de Buenos Aires, para mostrar que hay una organización del suelo tan central y unitaria en aquel país, que aunque Rosas hubiera gritado de buena fe _¡federación o muerte!_, habría concluído por el sistema unitario que hoy ha establecido. Nosotros, empero, queríamos la unidad en la civilización y en la libertad, y se nos ha dado en la barbarie y en la esclavitud. Pero otro tiempo vendrá en que las cosas entren en su cauce ordinario. Lo que por ahora interesa conocer, es que los progresos de la civilización se acumulan en Buenos Aires sólo; la pampa es un malísimo conductor para llevarla y distribuirla en las provincias, y ya veremos lo que de aquí resulta.
Pero por sobre todos estos accidentes peculiares a ciertas partes de aquel territorio, predomina una facción general, uniforme y constante; ya sea que la tierra esté cubierta de la lujuriosa y colosal vegetación de los trópicos, ya sea que arbustos enfermizos, espinosos y desapacibles revelen la escasa porción de humedad que les da vida; ya, en fin, que la pampa ostente su despejada y monótona faz, la superficie de la tierra es generalmente llana y unida, sin que basten a interrumpir esta continuidad sin límites las sierras de San Luis y Córdoba en el centro, y algunas ramificaciones avanzadas de los Andes al Norte; nuevo elemento de unidad para la nación que pueble un día aquellas grandes soledades, pues que es sabido que las montañas que se interponen en unos y otros países, y los demás obstáculos naturales, mantienen el aislamiento de los pueblos y conservan sus peculiaridades primitivas.
Norteamérica está llamada a ser una federación, menos por la primitiva independencia de las plantaciones que por su ancha exposición al Atlántico y las diversas salidas que al interior dan el San Lorenzo al Norte, el Mississipí al Sur y las inmensas canalizaciones al centro. La República Argentina es una e indivisible.
Muchos filósofos han creído también que las llanuras preparaban las vías al despotismo, del mismo modo que las montañas prestaban asidero a las resistencias de la libertad. Esta llanura sin límites que desde Salta a Buenos Aires, y de allí a Mendoza, por una distancia de más de setecientas leguas permite rodar enormes y pesadas carretas sin encontrar obstáculo alguno, por caminos en que la mano del hombre apenas ha necesitado cortar algunos árboles y matorrales; esta llanura constituye uno de los rasgos más notables de la fisonomía interior de la República.
Para preparar vías de comunicación basta sólo el esfuerzo del individuo y los resultados de la naturaleza bruta; si el arte quisiera prestarle su auxilio; si las fuerzas de la sociedad intentaran suplir la debilidad del individuo, las dimensiones colosales de la obra arredrarían a los más emprendedores, y la incapacidad del esfuerzo lo haría inoportuno.
Así, en materia de caminos, la naturaleza salvaje dará la ley por mucho tiempo, y la acción de la civilización permanecerá débil e ineficaz.
Esta extensión de las llanuras imprime, por otra parte, a la vida del interior cierta tintura asiática que no deja de ser bien pronunciada. Muchas veces, al salir la luna tranquila y resplandeciente por entre las hierbas de la tierra, la he saludado maquinalmente con estas palabras de Volney, en su descripción de las Ruinas: _La pleine lune à l'Orient s'élevait sur un fond bleuâtre aux plaines rives de l'Eupharte_. Y, en efecto, hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas; alguna analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el Eufrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitaria que cruza nuestras soledades para llegar al fin de una marcha de meses, a Buenos Aires, y la caravana de camellos que se dirige hacia Bagdad o Esmirna. Nuestras carretas viajeras son una especie de escuadra de pequeños bajeles, cuya gente tiene costumbres, idiomas y vestidos peculiares que la distinguen de los otros habitantes, como el marino se distingue de los hombres de tierra.
Es el capataz un caudillo, como en Asia el jefe de la caravana; necesítase para este destino una voluntad de hierro, un carácter arrojado hasta la temeridad, para contener la audacia y turbulencia de los filibusteros de tierra, que ha de gobernar y dominar él solo en el desamparo del desierto. A la menor señal de insubordinación, el capataz enarbola su _chicote_ de fierro y descarga sobre el insolente golpes que causan contusiones y heridas; y si la resistencia se prolonga, antes de apelar a las pistolas, cuyo auxilio por lo general desdeña, salta del caballo con el formidable cuchillo en mano y reivindica bien pronto su autoridad por la superior destreza con que sabe manejarlo.
El que muere en estas ejecuciones del capataz no deja derecho a ningún reclamo, considerándose legítima la autoridad que lo ha asesinado.
Así es como en la vida argentina empieza a establecerse por estas peculiaridades el predominio de la fuerza brutal, la preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que mandan, la justicia administrada sin formas y sin debate. La tropa de carretas lleva, además, armamento, un fusil o dos por carreta, y a veces un cañoncito giratorio en la que va a la delantera. Si los bárbaros la asaltan, forma un círculo atando unas carretas con otras, y casi siempre resisten victoriosamente a las codicias de los salvajes ávidos de sangre y de pillaje.
La árrea de mulas cae con frecuencia indefensa en manos de estos beduínos americanos, y rara vez los troperos escapan de ser degollados. En estos largos viajes el proletario argentino adquiere el hábito de vivir lejos de la sociedad y de luchar individualmente con la naturaleza, endurecido en las privaciones, y sin contar con otros recursos que su capacidad y maña personal para precaverse de todos los riesgos que le cercan de continuo.
El pueblo que habita estas extensas comarcas se compone de dos razas diversas, que, mezclándose, forman medios tintes imperceptibles, españoles e indígenas. En las campañas de Córdoba y San Luis predomina la raza española pura, y es común encontrar en los campos, pastoreando ovejas, muchachas tan blancas, tan rosadas y hermosas como querrían serlo las elegantes de una capital. En Santiago del Estero el grueso de la población campesina habla aún el _quichua_, que revela su origen indio. En Corrientes los campesinos usan un dialecto español muy gracioso:--Dame, general, un chiripá--decían a Lavalle sus soldados.
En la campaña de Buenos Aires se reconoce todavía el soldado andaluz, y en la ciudad predominan los apellidos extranjeros. La raza negra, casi extinguida ya, excepto en Buenos Aires, ha dejado sus zambos y mulatos, habitantes de las ciudades, eslabón que liga al hombre civilizado con el palurdo; raza inclinada a la civilización, dotada de talento y de los más bellos instintos de progreso.
Por lo demás, de la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual. Mucho debe haber contribuído a producir este resultado desgraciado la incorporación de indígenas que hizo la colonización. Las razas americanas viven en la ociosidad y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido. Pero no se ha mostrado mejor dotada de acción la raza española cuando se ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus propios instintos.
Da compasión y vergüenza en la República Argentina comparar la colonia alemana o escocesa del Sur de Buenos Aires y la villa que se forma en el interior; en la primera las casitas son pintadas, el frente de la casa siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos; el amueblado sencillo, pero completo; la vajilla, de cobre o de estaño, reluciendo siempre; la cama con cortinillas graciosas, y los habitantes, en un movimiento y acción continuos. Ordeñando vacas, fabricando mantequilla y quesos, han logrado algunas familias hacer fortunas colosales y retirarse a la ciudad a gozar de las comodidades.
La villa nacional es el reverso de esta medalla: niños sucios y cubiertos de harapos viven con una jauría de perros; hombres tendidos por el suelo en la más completa inacción; el desaseo y la pobreza por todas partes; una mesita y petacas por todo amueblado; ranchos miserables por habitación, y un aspecto general de barbarie y de incuria los hacen notables.
Esta miseria, que ya va desapareciendo, y que es un accidente de las campañas pastoras, motivó sin duda las palabras que el despecho y la humillación de las armas inglesas arrancaron a Walter Scott. «Las vastas llanuras de Buenos Aires--dice--no están pobladas sino por cristianos salvajes, conocidos bajo el nombre de _huachos_ (por decir _gauchos_), cuyo principal amueblado consiste en cráneos de caballos, cuyo alimento es carne cruda y agua y cuyo pasatiempo favorito es reventar caballos en carreras forzadas. Desgraciadamente--añade el buen gringo--prefirieron su independencia nacional a nuestros algodones y muselinas». Sería bueno proponerla a la Inglaterra, por ver no más cuántas varas de lienzo y cuántas piezas de muselina daría por poseer estas llanuras de Buenos Aires.
Por aquella extensión sin límites, tal como la hemos descrito, están esparcidas aquí y allá catorce ciudades capitales de provincia, que si hubiéramos de seguir el orden aparente, clasificáramos por su colocación geográfica: Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, a las márgenes del Paraná; Mendoza, San Juan, Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, casi en línea paralela con los Andes chilenos, y Santiago, San Luis y Córdoba, al centro.
Pero esta manera de enumerar los pueblos argentinos no conduce a ninguno de los resultados sociales que voy solicitando. La clasificación que hace a mi objeto es la que resulta de los medios de vivir del pueblo de las campañas, que es lo que influye en su carácter y espíritu. Ya he dicho que la vecindad de los ríos no imprime modificación alguna, puesto que no son navegados sino en una escala insignificante y sin influencia. Ahora todos los pueblos argentinos, salvo San Juan y Mendoza, viven de los productos del pastoreo; Tucumán explota, además, la agricultura, y Buenos Aires, a más de un pastoreo de millones de cabezas de ganado, se entrega a las múltiples y variadas ocupaciones de la vida civilizada.
Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de casi todas las ciudades americanas: sus calles cortadas en ángulos rectos, su población diseminada en una ancha superficie, si se exceptúa a Córdoba, que, edificada en corto y limitado recinto, tiene todas las apariencias de una ciudad europea, a que dan mayor realce la multitud de torres y cúpulas de sus numerosos y magníficos templos. La ciudad es el centro de la civilización argentina, española, europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los Juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos.
La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tienen allí su teatro y su lugar conveniente. No sin objeto hago esta enumeración trivial. La ciudad capital de las provincias pastoras existe algunas veces ella sola, sin ciudades menores, y no falta alguna en que el terreno inculto llegue hasta ligarse con las calles. El desierto las circunda a más o menos distancia: las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de civilización enclavados en un llano inculto de centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una que otra villa de consideración. Buenos Aires y Córdoba son las que mayor número de villas han podido echar sobre la campaña, como otros tantos focos de civilización y de intereses municipales; ya esto es un hecho notable.
El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes; allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado por allí, proscripto afuera, y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos.
Estudiemos ahora la fisonomía exterior de las extensas campiñas que rodean las ciudades y penetremos en la vida interior de sus habitantes. Ya he dicho que en muchas provincias el límite forzoso es el desierto intermedio y sin agua. No sucede así, por lo general, con la campaña de una provincia, en la que reside la mayor parte de su población. La de Córdoba, por ejemplo, que cuenta 160.000 almas, apenas 20 están dentro del recinto de la aislada ciudad; todo el grueso de la población está en los campos, que, así como por lo común son llanos, casi por todas partes son pastosos, ya estén cubiertos de bosques, ya desnudos de vegetación mayor, y en algunas con tanta abundancia y de tan exquisita calidad, que el prado artificial no llegaría a aventajarles. Mendoza y San Juan, sobre todo, se exceptúan de esta peculiaridad de la superficie inculta, por lo que sus habitantes viven principalmente de los productos de la agricultura. En todo lo demás, abundando los pastos, la cría de ganado es, no la ocupación de los habitantes, sino su medio de subsistencia. Ya la vida pastoril nos vuelve impensadamente a traer a la imaginación el recuerdo de Asia, cuyas llanuras nos imaginamos siempre cubiertas aquí y allá de las tiendas del calmuco, del cosaco o del árabe. La vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara y estacionaria, la vida de Abraham, que es la del beduíno de hoy, asoma en los campos argentinos, aunque modificada por la civilización de un modo extraño.
La tribu árabe que vaga por las soledades asiáticas vive reunida bajo el mando de un anciano de la tribu o un jefe guerrero; la sociedad existe, aunque no esté fija en un punto determinado de la tierra; las creencias religiosas, las tradiciones inmemoriales, la invariabilidad de las costumbres, el respeto a los ancianos, forman reunidos un código de leyes, de usos y prácticas de gobierno, que mantienen la moral, tal como la comprenden, el orden y la asociación de tribu. Pero el progreso está sofocado, porque no puede haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve la capacidad industrial del hombre y le permite extender sus adquisiciones.
En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade; el pastor posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo en un punto que le pertenece; pero para ocuparlo ha sido necesario disolver la asociación y derramar las familias sobre una inmensa superficie. Imagináos una extensión de 2.000 leguas cuadradas cubierta toda de población, pero colocadas las habitaciones a cuatro leguas de distancia unas de otras, a ocho a veces, a dos las más cercanas. El desenvolvimiento de la propiedad mobiliaria no es imposible; los goces del lujo no son del todo incompatibles con este aislamiento; puede la fortuna levantar un soberbio edificio en el desierto; pero el estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad de manifestarse con dignidad que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí, en el aislamiento y la soledad. Las privaciones indispensables justifican la pereza natural, y la frugalidad en los goces trae en seguida todas las exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido completamente; queda sólo la familia feudal, aislada, reconcentrada; y no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace imposible: la municipalidad no existe, la policía no puede ejercerse y la justicia civil no tiene medios de alcanzar a los delincuentes.
Ignoro si el mundo moderno presenta un género de asociación tan monstruoso como éste. Es todo lo contrario del municipio romano, que reconcentraba en un recinto toda la población y de allí salía a labrar los campos circunvecinos. Existía, pues, una organización social fuerte, y sus benéficos resultados se hacen sentir hasta hoy y han preparado la civilización moderna. Se asemeja a la antigua slobada esclavona, con la diferencia de que aquélla era agrícola y, por tanto, más susceptible de gobierno; el desparramo de la población no era tan extenso como éste. Se diferencia de la tribu nómade, en que aquélla anda en sociedad siquiera, ya que no se posesiona del suelo. Es, en fin, algo parecido a la feudalidad de la Edad Media, en que los barones residían en el campo y desde allí hostilizaban las ciudades y asolaban las campañas; pero aquí faltan el barón y el castillo feudal. Si el poder se levanta en el campo, es momentáneamente, es democrático: ni se hereda, ni puede conservarse, por falta de montañas y posiciones fuertes. De aquí resulta que aun la tribu salvaje de la pampa está organizada mejor que nuestras campañas para el desarrollo moral.
Pero lo que presenta de notable esta sociedad, en cuanto a su aspecto social, es su afinidad con la vida antigua, con la vida espartana o romana, si por otra parte no tuviese una desemejanza radical. El ciudadano libre de Esparta o de Roma echaba sobre sus esclavos el peso de la vida material, el cuidado de proveer a la subsistencia, mientras que él vivía libre de cuidados en el foro, en la plaza pública, ocupándose exclusivamente de los intereses del Estado, de la paz, la guerra, las luchas de partido. El pastoreo proporciona las mismas ventajas, y la función inhumana del ilota antiguo la desempeña el ganado. La procreación espontánea forma y acrece indefinidamente la fortuna; la mano del hombre está por demás; su trabajo, su inteligencia, su tiempo, no son necesarios para la conservación y aumento de los medios de vivir. Pero si nada de esto necesita para lo material de la vida, las fuerzas que economiza no puede emplearlas como el romano; fáltale la ciudad, el municipio, la asociación íntima, y, por tanto, fáltale la base de todo desarrollo social; no estando reunidos los estancieros, no tienen necesidades públicas que satisfacer; en una palabra: no hay _res pública_.
El progreso moral, la cultura de la inteligencia descuidada en la tribu árabe o tártara, es aquí no sólo descuidada, sino imposible. ¿Dónde colocar la escuela para que asistan a recibir lecciones los niños diseminados a diez leguas de distancia en todas direcciones? Así, pues, la civilización es del todo irrealizable, la barbarie es normal, y gracias si las costumbres domésticas conservan un corto depósito de moral. La religión sufre las consecuencias de la disolución de la sociedad; el curato es nominal, el púlpito no tiene auditorio, el sacerdote huye de la capilla solitaria o se desmoraliza en la inacción y en la soledad; los vicios, el simoniaquismo, la barbarie normal, penetran en su celda y convierten su superioridad moral en elementos de fortuna y de ambición, porque al fin concluye por hacerse caudillo de partido.
Yo he presenciado una escena campestre digna de los tiempos primitivos del mundo, anteriores a la institución del sacerdocio. Hallábame en la Sierra de San Luis, en casa de un estanciero cuyas dos ocupaciones favoritas eran rezar y jugar. Había edificado una capilla en la que los domingos por la tarde rezaba él mismo el rosario, para suplir al sacerdote y el oficio divino de que por años habían carecido. Era aquél un cuadro homérico: el sol llegaba al ocaso; las majadas que volvían al redil hendían el aire con sus confusos balidos; el dueño de la casa, hombre de sesenta años, de una fisonomía noble, en que la raza europea pura se ostentaba por la blancura del cutis, los ojos azulados, la frente espaciosa y despejada, hacía coro, a que contestaban una docena de mujeres y algunos mocetones, cuyos caballos, no bien domados aún, estaban amarrados cerca de la puerta de la capilla. Concluído el rosario, hizo un fervoroso ofrecimiento. Jamás he oído voz más llena de unción, fervor más puro, fe más firme, ni oración más bella, más adecuada a las circunstancias que la que recitó. Pedía en ella a Dios lluvia para los campos, fecundidad para los ganados, paz para la República, seguridad para los caminantes... Yo soy muy propenso a llorar, y aquella vez lloré hasta sollozar, porque el sentimiento religioso se había despertado en mi alma con exaltación y como una sensación desconocida, porque nunca he visto escena más religiosa; creía estar en los tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y de la naturaleza que lo revela; la voz de aquel hombre candoroso e inocente me hacía vibrar todas las fibras y me penetraba hasta la medula de los huesos.
He aquí a lo que está reducida la religión en las campañas pastoras: a la religión natural; el cristianismo existe, como el idioma español, en clase de tradición que se perpetúa, pero corrompido, encarnado en supersticiones groseras, sin instrucción, sin culto y sin convicciones. En casi todas las campañas apartadas de las ciudades ocurre que, cuando llegan comerciantes de San Juan o de Mendoza, les presentan tres o cuatro niños de meses y de un año para que los bauticen, satisfechos de que por su buena educación podrán hacerlo de un modo válido; y no es raro que a la llegada de un sacerdote se le presenten mocetones, que vienen domando un potro, a que les ponga el óleo y administre el bautismo _sub conditione_.
A falta de todos los medios de civilización y de progreso, que no pueden desenvolverse sino a condición de que los hombres estén reunidos en sociedades numerosas, ved la educación del hombre en el campo. Las mujeres guardan la casa, preparan la comida, trasquilan las ovejas, ordeñan las vacas, fabrican los quesos y tejen las groseras telas de que se visten; todas las ocupaciones domésticas, todas las industrias caseras las ejerce la mujer; sobre ella pesa casi todo el trabajo, y gracias si algunos hombres se dedican a cultivar un poco de maíz para el alimento de la familia, pues el pan es inusitado como manutención ordinaria. Los niños ejercitan sus fuerzas y se adiestran por placer en el manejo del lazo y de las boleadoras, con que molestan y persiguen sin descanso a las terneras y cabras; cuando son jinetes, y esto sucede luego de aprender a caminar, sirven a caballo en algunos quehaceres; más tarde, y cuando ya son fuertes, recorren los campos cayéndose y levantándose, rodando a designio de las vizcacheras, salvando precipicios y adiestrándose en el manejo del caballo; cuando la pubertad asoma se consagran a domar potros salvajes, y la muerte es el castigo menor que les aguarda si un momento les faltan las fuerzas o el coraje. Con la juventud primera viene la completa independencia y la desocupación.
Aquí principia la vida pública, diré, del gaucho, pues que su educación está ya terminada. Es preciso ver a estos españoles, por el idioma únicamente y por las confusas nociones religiosas que conservan, para saber apreciar los caracteres indómitos y altivos que nacen de esta lucha del hombre aislado con la naturaleza salvaje, del racional con el bruto; es preciso ver estas caras cerradas de barba, estos semblantes graves y serios, como los de los árabes asiáticos, para juzgar del compasivo desdén que les inspira la vista del hombre sedentario de las ciudades, que puede haber leído muchos libros, pero que no sabe aterrar un toro bravío y darle muerte, que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a pie y sin el auxilio de nadie; que nunca ha parado un tigre, recibídolo con el puñal en una mano y el poncho envuelto en la otra, para meterlo en la boca, mientras le traspasa el corazón y lo deja tendido a sus pies. Este hábito de triunfar de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza, de desafiarla y vencerla, desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la importancia individual y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen una alta conciencia de su valer como nación; todos los demás pueblos americanos les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de su presunción y arrogancia. Creo que el cargo no es del todo infundado, y no me pesa de ello. ¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí mismo! ¡Para ése no se han hecho las grandes cosas! ¿Cuánto no habrá podido contribuir a la independencia de una parte de la América la arrogancia de estos gauchos argentinos que nada han visto bajo el sol mejor que ellos, ni el hombre sabio ni el poderoso? El europeo es para ellos el último de todos, porque no resiste a un par de corcovos del caballo. Si el origen de esta vanidad nacional en las clases inferiores es mezquino, no son por eso menos nobles las consecuencias, como no es menos pura el agua de un río porque nazca de vertientes cenagosas e infectas. Es implacable el odio que les inspiran los hombres cultos, e invencible su disgusto por sus vestidos, usos y maneras. De esta pasta están amasados los soldados argentinos, y es fácil imaginarse los hábitos que de este género pueden dar en valor y sufrimiento para la guerra; añádase que desde la infancia están habituados a matar las reses, y que este acto de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su corazón contra los gemidos de las víctimas.
La vida del campo, pues, ha desenvuelto en el gaucho las facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia. Su carácter moral se resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del poder de la naturaleza; es fuerte, altivo, enérgico. Sin ninguna instrucción, sin necesitarla tampoco, sin medios de subsistencia como sin necesidades, es feliz en medio de su pobreza y de sus privaciones, que no son tales para el que nunca conoció mayores goces, ni extendió más altos sus deseos; de manera que si esta disolución de la sociedad radica hondamente la barbarie por la imposibilidad y la inutilidad de la educación moral e intelectual, no deja, por otra parte, de tener sus atractivos. El gaucho no trabaja; el alimento y el vestido lo encuentra preparado en su casa; uno y otro se lo proporcionan sus ganados, si es propietario; la casa del patrón o del pariente, si nada posee. Las atenciones que el ganado exige se reducen a correrías y partidas de placer. La hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es una fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo; allí es el punto de reunión de todos los hombres de veinte leguas a la redonda; allí la ostentación de la increíble destreza en el lazo. El gaucho llega a la hierra al paso lento y mesurado de su mejor _parejero_, que detiene a distancia apartada; y para gozar mejor del espectáculo, cruza la pierna sobre el pescuezo del caballo. Si el entusiasmo lo anima, desciende lentamente del caballo, desarrolla su lazo y lo arroja sobre un toro que pasa con la velocidad del rayo a cuarenta pasos de distancia; lo ha cogido de una uña, que era lo que se proponía, y vuelve tranquilo a enrollar su _cuerda_.


Archivo http://elranchodefierro.magix.net/public/index.html

Online Advertising data recovery