martes, 31 de enero de 2017

Culto al Coraje

Jorge Luis Borges admiró a los cuchilleros porteños, que profesaban el culto al valor y a la violencia


“El barrio lo admira. Cultor del coraje,
conquistó a la larga renombre de osado;
se impuso en cien riñas entre el compadraje
y de las prisiones salió consagrado.”

EVARISTO CARRIEGO.

A Borges le fascinaban los espejos, los tigres, los laberintos y los cuchillos. Dijo: “Soy fácilmente monótono”. Del cuchillo decía que era más que una estructura hecha de metales, que los hombres lo pensaron para un fin muy preciso y que era de algún modo eterno, siempre el mismo puñal, el que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los que mataron a César. Borges guardaba un puñal en un cajón de su escritorio, durmiendo, decía, su sencillo sueño de tigre, estaba forjado en Toledo en el siglo XIX, fue un regalo que el jurista Luis Melián Lafinur le hizo a su padre, que se lo trajo del Uruguay. Las visitas que lo veían tenían que jugar un rato con él y Borges presentía que hacía tiempo que lo buscaban y en cada contacto  la hoja presentía, a su vez, al homicida para quien lo  crearon los hombres. Le fascinaban a Borges los cuchillos corajudos y los hombres que los manejaban en riñas orilleras, a muerte, generalmente, por causas de un honor de incierta memoria o por pruebas de hombría o por la profesión de la violencia. Borges recogió el culto al coraje del poeta Evaristo Carriego, un hombre tenue, moreno y tísico, que escribía con la urgencia del que sentía el aliento frío de la muerte joven. Carriego descubrió la vertiente patética y literaria del suburbio porteño y de sus casas de lujuriar, con sus flamencas polacas, de las cuchilladas en el bailecito y de los guapos de esquina que mandaban la parroquia. Les dicen guapos en Buenos Aires a los bravos que viven del puñal y de la pelea y le dicen guapear a no arrugar en la riña y a provocarla por oficio o por devoción. El guapo porteño es, en realidad, un matón de barrio con música de tango, o mejor de milonga, que es menos quejumbrosa y sentimental. El tango nació en el burdel y fue derivando con el tiempo hacia el tema de la pobre costurerita que dio un mal paso, pero la milonga era callejera y anónima y cantaba de duelos y sangre. Cantaba el desafío, para ver quién lo recogía. Decía una: “Yo soy del barrio del Alto, / soy del barrio del Retiro. / Yo soy aquel que no miro / con quién tengo que pelear.” Decía otra: “Soy del barrio de Montserrat, / donde relumbra el acero, / lo que digo con el pico / lo sostengo con el cuero.” A Carriego le cuadró su presentimiento y la tuberculosis le llevó sin cumplir los treinta, pero por el camino les puso versos a los guapos orilleros que mandaban por esgrima de cuchillo arrabalero y a Borges, miope y frágil, le quedó la admiración por el valor ancestral de los bravos del  boliche.

El guapo

El guapo no era chulo de magdalenas, aunque las frecuentase, ni chorizo de mamaos, el guapo compadreaba con el malevaje pero venía de un oficio, que generalmente era el de carrero, el de matarife o el de amansador de caballos. El guapo alquilaba su esgrima y su “incapacidad perfecta de miedo” (Borges) a los patrones parroquiales que dictaban la ley del barrio. Servía para apaciguar el baile de peleas de curdas y para intimidar a los que cuestionaban la legitimidad del jefe, para influir en el voto municipal y para cobrar las trampas. Vivía de su coraje y de su fama brava y sabía que a veces la tenía que sostener delante de un gallo nuevo. Solía redondear la ganancia en las timbas en las que se jugaba al truco, que es un juego valenciano de baraja española y señas, y apostando a “los burros” en el hipódromo del barrio de Palermo. Se dejaba ver en los chigres de beber pero no se tomaba y no pagaba el trago porque le convidaban los atorrantes para hacerle la merced. El guapo profesaba la religión de la palabra y no la faltaba. La policía lo sabía y no le llevaba arrestado cuando se mezclaba en un desorden delante de su compadraje. El guapo se comprometía a responder en la comisaría más tarde y sin auditorio  y cumplía, porque tenía empeñado el verbo. Tenía su código el bravo y lo seguía, y tenía su estampa, que no era ostentosa como la del cafishio de portal. Le dice cafishio el porteño al proxeneta de hembras y le dice fariñera al cuchillo que llevaba el guapo al riñón y en el que confiaba su suerte.

La daga caprichosa
Guapos célebres los hubo como el Gaucho Juan Moreira, que venía de la llanura y al que Evaristo Carriego rimó con devoción. Llevaba escritos en la cara los refrendos de su bravura y Carriego le dedicó estos versos: “Le cruzan el rostro, de estigmas violentos, / hondas cicatrices, y quizá le halaga / llevar imborrables adornos sangrientos: / caprichos de hembra que tuvo la daga.” Estaba Luis García el Payador, que ceceaba al hablar pero nadie se reía y presumía de llevar incrustada en el hombro una bala que los médicos no fueron capaces de sacar. Y estaba Juan Muraña y Romualdo Suárez el Chileno, hombres de cuchillo valiente. Una vez que salieron juntos del penal después de cumplir condena se fueron a un antro a celebrarlo y por el camino el Chileno le preguntó a Muraña que dónde quería el tajo, pero Muraña se adelantó y le cortó la cara con un puñal que sacó de la sisa de su chaleco. Al Chileno una muesca más le dio lo mismo e igual siguió el jolgorio con la herida manando sangre. Le decían “vistear” los guapos al pelear con cuchillo, porque se vigilaban la mirada para acertar el movimiento de la mano. En Uruguay le dicen “barajar”. Muraña tuvo una muerte indigna de un guapo y se desnucó cuando se cayó borracho del pescante de un carretón. Juan Muraña y Nicolás Paredes detuvieron una manifestación de cien hombres del Partido Radical con la única exhibición de su prestigio matón. No sacaron el cuchillo ni por demostrar que lo llevaban, se acercaron a la turba y con amabilidad les recomendaron que se fueran a sus casas. Los cien hombres, ante dos, plegaron las pancartas y se dieron la vuelta por no reñir con el par de guapos. A Nicolás Paredes le trató Borges cuando ya se había retirado, fue en 1922, cuando se lo presentó Felix Lima, escritor de lunfardo. Paredes fue criollo bigotudo, de pecho de toro, habilidoso cuchillero y jugador de naipe. Borges le conoció ya anciano, viviendo humildemente de su renta y ocupado en echar a los borrachos en un night club. Paredes le enseñó a jugar al truco y le regaló una naranja, porque de su casa nadie salía con las manos vacías. Como todos los guapos de precio, Paredes no era valentón de tasca y voz en grito sino que al contrario, se manejaba con cortesía y párrafo suave. Una vez le vio en la labor en el night club, le tocó desalojar a tres curdas y les enseñó el camino de salida conduciéndose con amabilidad, sin el áspero ademán del matón joven. Los curdelas  aflojaron, por no pelear, Paredes exhibía, dijo Borges, la “seguridad absoluta” y no ponía la agresividad en el gesto ni en el verbo y la guardaba para el cuchillo, cuando era menester. Don Nicolás Paredes le dijo a Borges un día que había dos cosas que un hombre no debe permitir. La primera es amenazar y la segunda, dejarse amenazar. Cuando Borges no quiso colgar un retrato de Juan Domingo Perón en la pared de la Biblioteca Nacional, un peronista amenazó a su madre, doña Leonor Acevedo, con matarla a ella y a su hijo.  “En cuanto a mi hijo, sale todos los días a las diez de la mañana, no tiene más que esperarlo y matarlo”, le contestó. “En cuanto a mí, he cumplido los ochenta, así que no pierda el tiempo amenazando porque si no se apura, me le muero antes”.

MARTÍN OLMOS
https://martinolmos.wordpress.com/2013/07/23/el-culto-al-coraje/

El Fin (Ilustrado)

El FIN de Jorge Luis Borges con Guion de Juan Sasturain y Dibujos de Alberto Breccia













sábado, 28 de enero de 2017

El Fin de Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges, un avezado lector y comentador del Martín Fierro, imagino un final distinto para la payada del protagonista con el moreno, en el que el destino de ambos se hace uno.

El fin
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)


         Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…
         Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
         Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
         La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
         Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
         —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
         El otro, con voz áspera, replicó:
         —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
         Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
         —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
         El otro explicó sin apuro:
         —Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.
         Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
         —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
         El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
         —Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
         Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
         —Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
         —Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
         El negro, como si no lo oyera, observó:
         —Con el otoño se van acortando los días.
         —Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
         Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
         —Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
         Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
         —Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
         El otro contestó con seriedad:
         —En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
         Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
         —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
         Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
         Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.


viernes, 27 de enero de 2017

Zanja de Alsina

Zanja de Alsina. Construcción a lo largo de la línea de fronteras, con objeto de impedir el avance de los indios. Proyecto del ingeniero Ebelot durante la presidencia de Nicolás Avellaneda, julio de 1877
Biblioteca Inventario 4092.



sábado, 21 de enero de 2017

Juan Muraña

Jorge Luis Borges
(El informe de Brodie, 1970)


         Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un. estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani.. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames. Roberto Godel lo recordará.
         Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo:
         —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos?
         Me miró con una suerte de santo horror.
         —Me he documentado —le contesté.
         No me dejó seguir y me dijo:
         —Documentado es la palabra. A mí los documentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente.
         Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto:
         —Soy sobrino de Juan Muraña.
         De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó:
         —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte.
         Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.
         “—A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado: y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él.
         Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la había trastornado La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.
         La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Este, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída.
         Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.
         No sé cuanto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.
         Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames.. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quién está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: He cambiado mucho. Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad.
         Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había estado nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: 'Le había llegado la hora'. El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento.
         Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza.. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.
         Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero. La única persona en Buenos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez:
         —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo.
         Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero.
         Sin levantar los ojos mi tía me dijo:
         —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó.
         —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años.
         —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo?
         Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal.
          Siguió hablando con suavidad:
         —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro.
         Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mujer desatinada había asesinado a Luchessi. Mandada por el odio, por la locura y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos huesudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando.
         Nunca sabré si Le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo.”
         Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus hechos, creo entrever un símbolo de muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.

El Hombre de la Esquina Rosada



Hombre de la Esquina Rosada es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges, uno de los autores más destacados de la literatura en español del siglo XX. El autor dedicó el cuento al escritor, poeta y periodista uruguayo Enrique Amorim.
El cuento, que ha sido incluido en antologías y también adaptado para obras de teatro, películas y obras musicales, utiliza palabras arrabaleras, ordinarias, toscas y rústicas, esto es lenguaje orillero como lo llamaba Borges.
Una versión del cuento fue publicado por primera vez con el nombre de "Leyenda policial" en la revista Martín Fierro del 26 de febrero de 1927. Una segunda versión integró el volumen de El idioma de los argentinos en 1928 con el nombre de "Hombres pelearon" y una tercera se publicó como Hombres de las orillas en el diario Crítica del 16 de septiembre de 1933. La versión final con su nombre definitivo integró el volumen Historia universal de la infamia, que se publicó en 1935.
Categoría

Hombre de la esquina rosada
Historia universal de la infamia (1936)
A Enrique Amorim


         A mi, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condicion de Rosendo.
          Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
          La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
          Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
          Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
          —Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
          Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
          En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
          ¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras:
          —Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
         —De asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
          —Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
          —¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
          Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
          Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quien? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
         —Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo —me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
          Me quedé mirando esas cosas de toda la vida —cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos— y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.
          ¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
          Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
         Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
         Ajuera oimos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
          —Entrá, m'hija —y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
         —¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! —se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
         —La está mandando un ánima —dijo el Inglés.
         —Un muerto, amigo —dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcados —alto, sin ver— y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Ouién le iba a creer?
          El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. “Tápenme la cara”, dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
         —Para morir no se precisa más que estar vivo —dijo una del montón, y otra, pensativa también:
          —Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
         Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
         —Lo mató la mujer.
         Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
          —Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?
         Añadí, medio desganado de guapo:
          —¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
         El cuero no le pidió biaba a ninguno.
         En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
          Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
          Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.






martes, 3 de enero de 2017

Duelo a primera sangre entre dalmiro sanz y julio secundino cabezas.

Esta es la historia de la vez que el periodista y escritor Dalmiro Saenz tuvo un duelo a cuchillo con Don Secundino Cabezas ..El motivo era escribir una nota en la revista "Gente" en donde él fuera uno de los protagonistas de dicho duelo .Para ello , convenció al viejo poeta gaucho y conocido animador de jinetadas .Dejemos que José Curbelo nos cuente la historia en este poema que le pertenece y titulara "A primera sangre"...

Decía en las jineteadas
"voy al hombre!, voy al hombre!!
y adquirió justo renombre
en rueda de paisanadas.
Quedan las frases grabadas
de aquel paisano genuino
ya que fue don Secundino
Cabezas la criolla ciencia
diplomada de experiencia
en la escuela del camino.

De un modo sencillo y sano
si me ayuda la memoria
quisiera narrar la historia
que él me contó mano a mano.
"fue en Mataderos,hermano"
- me decía con fervor
ahí probamos el valor
y trenzamos sin recelo
a primera sangre un duelo
con Dalmiro, el escritor."

El hombre quería probar
sus corajes,sus temores
entre trágicos fulgores
de los filos al chocar.
Quería una historia narrar
después de vivirla ÉL MISMO
encarando el periodismo
de una manera distinta
mezclando sangre con tinta
para darle más realismo.

Y aunque el duelo es la fiereza
que tantas tragedias labra
entre el filo y la palabra
puede tallar la nobleza.
Cuando por suerte o destreza
decía el criollo´,lo corté
y en la frente lo marqué
hice pie, dí un paso atrás
y por las dudas,nomás
en guardia firme quedé.

Decía el criollo " esa ocasión
quedé un instante parado
ya que de un hombre cortado
nadie sabe la reacción.
Le dije párese Don!
Don Dalmiro,párese,
Con respeto lo traté
ya que un paisano sencillo
ni peléandose a cuchillo
trata al contrario de ché.

Dalmiro Saenz ese día
se ganó todo mi afecto,
guardó el facón con respeto
y estrechó la mano mía."
De tal forma repetía
Secundino.Y al final
rescato el proceder leal
de dos hombres que pelearon
y a cuchillo cimentaron
una amistad fraternal.












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