Cuando entró Moreira, Gondra, creyendo encontrar en el paisano un buen apoyo, creció en insolencias y no escuchó las juiciosas observaciones que le hizo aquél.
El forastero se iba poniendo cada vez más pálido del coraje que contenía a duras penas, pues suponía en Moreira un aliado de aquel baratero que lo provocaba.
Recibió sin embargo la botella de caña que le alcanzaba el pulpero sin despegar los labios, pagó y se alejó reposadamente, midiendo a Gondra de arriba abajo con una mirada donde estaba pintada toda la ira que sentía rebosar en su corazón.
Gondra soltó una gran carcajada al ver la actitud del forastero, y dirigiéndose a Moreira, que seguía tranquilamente el aspecto feo que iba tomando la escena, le dijo:
-Hágase a un lado aparcero, no sea que el de la caña lo trague.
-Si sos hombre, maula, salí afuera para tener el gusto de rajarte el alma de una puñalada. Todos ustedes -añadió encarándose con Moreira-, han de ser una punta de maulas peleadores en pandilla. Puede salir el que guste o todos de uno a uno.
Moreira palideció a su vez, pero no se movió.
Se había recostado de espaldas contra el mostrador y miraba sombrío a los actores de aquella escena.
Los paisanos no replicaron una palabra; estaba allí Juan Moreira y todos esperaban que él coparía la parada propuesta por el forastero.
-Salí, maula -volvió a gritar el paisano, dominado ya por la ira-. Salí y yo te voy a enseñar a reírte de la gente.
Gondra salió al encuentro del paisano, pero era un gaucho flojo, de los que llaman pura boca, y se acobardó ante la actitud del adversario.
-¡Oiganle a la maula! Ya sabía que habían de ser pura boca. Que salga ese tu padrino que ha venido como a ayudarte -añadió el paisano encarándose con Moreira-. Salga uno siquiera, porque si no, entro y agarro a rebencazos a todo el mundo.
Moreira, entonces, sin mirar al provocador del duelo, tomó a Gondra por un brazo y le dijo gravemente:
-Yo no soy sacaclavos de nadie ni he nombrado a nadie para que ande copando por mí las bancas. Yo no puedo pelear con ese hombre, porque no es enemigo para mí. Ya que lo has provocado, es preciso pelear, para que no se diga que te han corrido con la vaina.
Gondra miró a Moreira creyendo que se chanceaba, pero al ver el severo ademán del gaucho, no supo qué contestar.
Tenía miedo a aquel hombre que lo esperaba cuchillo en mano, pero más miedo tenía a Moreira.
Este comprendió toda la cobardía de Gondra, que había provocado aquel conflicto porque contaba con su ayuda y, desnudando su daga, le dijo de una manera sombría que no admitía réplica:
-No hay más remedio que hacer la pata ancha, ya que "has comprado sin que nadie te venda"; o peleas con ese hombre a quien has provocado o yo te saco las tripas de una puñalada. Pronto y basta de bromas.
El forastero miraba asombrado la actitud de aquel hombre a quien tanto miedo tenían los paisanos.
Gondra se había colocado entre la espada y la pared.
Tenía miedo al forastero, pero más miedo tenía a Moreira, que lo amenazaba de muerte.
Forzado, pues, a optar entre un enemigo y otro, prefirió la partida con el forastero, a quien acometió flojamente.
-¡Duro y parejo! ¡Duro y parejo! -gritaba a sus espaldas Moreira-, o te clavo como a un peludo.
La lucha era encarnizada.
Los paisanos se soltaban viajes formidables, y ya Gondra había recibido un hachazo en el brazo izquierdo y una puñalada de poca consecuencia bajo la tetilla derecha.
Ya iba a separarse, completamente acobardado, cuando sintió la punta de la daga de Moreira que le pinchaba la espalda, mientras el gaucho le decía:
-Coraje, maula, coraje y no le haga asco a la muerte.
Gondra, que sintió penetrar la daga de Moreira en su espalda, acometió al forastero de una manera desesperada, en momento en que éste volvía la vista hacia Moreira, descuidando la defensa.
La daga de Gondra penetró entre la cuarta y quinta costilla del lado izquierdo del desgraciado gaucho, produciéndole una muerte instantánea.
Gondra se volvió gozoso, como para recoger de Moreira una felicitación, pero éste guardó fríamente la daga y, dando a Gondra un puntapié que lo hizo ir a azotarse contra el mostrador, se dirigió a su caballo diciendo:
-Me voy porque no quiero vomitar de puro asco.
Y quitando al overo el morral que ató a los tientos, le puso el freno, montó y se alejó al galope largo.
Unas veinte cuadras andaría a este paso cuando puso su caballo al tranquito, tomando la dirección de Cañuelas, donde tenía que ir a ver a un amigo para obtener por su medio noticias de Vicenta y el pequeño Juan.
Pero en Cañuelas, como en todas partes, la fatalidad esperaba a Moreira, que ya no iba encontrando sitio tranquilo donde reposar la planta.
Moreira caminó todo ese día, usando todas aquellas precauciones del hombre que sabe que detrás de cada mata de pasto puede salirle una partida de plaza a disputarle la vida.
Había marchado a pequeñas jornadas de veinte a treinta cuadras, dando continuo descanso al overo bayo, de cuya ligereza podía necesitar de un momento a otro.
Cada dos horas el paisano echaba pie a tierra y sacaba el freno al caballo para que pudiese comer, mientras él tendía su manta y se recostaba al lado del Cacique a reflexionar sobre su situación desesperante.
De pronto se le ocurría ir a buscar abrigo y tranquilidad entre los indios, pero entonces tendría que abandonar a su mujer y a su hijo, que quedarían desamparados y que eran los únicos lazos que lo ataban a su existencia desventurada, haciendo que con tanto encarnizamiento disputara su cabeza a la justicia de paz.
-Yo peleo con las partidas -pensaba Moreira-, porque necesito vivir para mi hijo, y para que no le digan mañana que me mataron porque fui cobarde. El hombre que me matara me haría un verdadero servicio, porque yo no vivo sino sufriendo; ¿pero qué sería de mi hijo si yo muriera? Por ahora tengo que vivir; después veremos.
Y Moreira tenía razón. ¿Qué halago podía tener para él la miserable existencia que llevaba?
Expuesto a ser preso cada minuto, tenía que andar vagando sin descanso, siempre dispuesto al combate, que cada día sería más duro, porque las partidas de plaza lo acometerían cada vez con más saña, y cada vez mejor reforzadas y armadas, para asegurar su deseado triunfo.
Si alguna vez podía entregarse al sueño, sueño agitado, que no bastaba a descansar su cuerpo rendido, lo hacía gracias a la vigilancia de su leal Cacique, y asimismo tenía que dormir como una fiera: lejos de poblado, en medio del campo y a la siesta, hora en que no se ve un solo jinete, un solo animal que no esté entregado al reposo.
La noche la pasaba viajando o tendido sobre su manta, esperando que su caballo comiese con toda tranquilidad y descansara de las fatigas de la jornada.
Era, pues, una existencia miserable que el paisano llevaba con conformidad, por aquellos dos seres queridos que no se borraban jamás de su pensamiento, siempre vuelto a ellos.
Moreira solía pensar en el doctor Alsina, que era el único hombre que podía arrancarlo de aquella situación tirante. ¿Pero cómo escribirle? ¿Cómo hacerle conocer su historia?
El paisano había llegado a desconfiar de los hombres, sospechando que pudieran venderlo a la justicia, y sabía que una carta suya en el correo sería abierta por la primera autoridad, que la rompería para privarlo de todo amparo, y desechaba su idea, reservándola para ocasión más favorable.
A la caída de la tarde, Moreira llegó a una pulpería muy concurrida, pues era domingo y los paisanos habían estado de carreras y de jugada de taba.
Cuando Moreira llegó, reinaba en la pulpería la alegría más franca y cordial.
Las copas de caña con limonada, bebida clásica del paisano, eran vaciadas y vueltas a llenar con una rapidez que había entusiasmado al pulpero, volviéndolo más amable que un peluquero francés.
La guitarra sonaba de cuando en cuando, acompañando una voz vinosa y nasal, que dejaba oír algún travieso pie de gato o alguna huella zafada.
Sabido es que cuando el gaucho está en este género de diversiones no se aleja de la pulpería hasta que en los bolsillos de su tirador no queda nada que se parezca a dinero, y muchas veces habiendo hecho desaparecer de él hasta las monedas de plata que lo adornan constituyendo su lujo, y que deja empeñadas por una bicoca.
Moreira ató al palenque su overo bayo, con ese nudo especial que desata rápidamente el paisano, y entró a la pulpería seducido por aquel bullicio.
-Dios guarde a la buena gente -dijo el paisano saludando a la alegre concurrencia, y colgando su rebenque en la empuñadura de su daga, se dirigió al pulpero, pidiéndole un poco de pasto seco para el caballo y un buen churrasco para el Cacique, que no había probado bocado en todo aquel día.
Un viva descomunal y prolongado saludó la presencia del paisano, manifestación clara de la profunda simpatía que inspiraba en aquella gente, y diez o doce hombres se levantaron estirándole la mano unos y brindándole otros con una copa de bebida, llegando algunos de ellos, algo divertidos, a demostrarle su alegría con sendos puñetazos en los hombros y ademanes de canchada.
Moreira agradeció íntimamente aquellas manifestaciones de cariño y simpatía, estrechó la mano a todos, pero rechazó las copas, diciendo alegremente, mientras recibía de manos del pulpero el pedido que hiciera a la entrada:
-Voy primero a dar de comer a mi gente y en seguida vuelvo.
Fue hasta el palenque, aflojó la cincha al overo y le puso en el suelo una brazada de pasto seco, mientras el Cacique, desde el recado, reclamaba su parte con alegres meneadas de cola y cariñosas ladridos.
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domingo, 24 de enero de 2016
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