PARTE TERCERA
CAPÍTULO PRIMERO
GOBIERNO UNITARIO
No se sabe bien por qué es que
_quiere gobernar_. Una sola cosa ha
podido averiguarse, y es que está
poseído de una furia que lo atormenta:
_¡quiere gobernar!_ Es un oso
que ha roto las rejas de su jaula, y
desde que tenga en sus manos _su
gobierno_, pondrá en fuga a todo el
mundo. ¡Ay de aquél que caiga en
sus manos! No lo largará hasta que
expire bajo _su gobierno_. Es una
sanguijuela que no se desprende
hasta que no está repleta de sangre.
LAMARTINE.
He dicho en la introducción de estos ligeros apuntes que, para mi
entender, Facundo Quiroga es el núcleo de la guerra civil de la
República Argentina y la expresión más franca y candorosa de una de las
fuerzas que han luchado con diversos nombres durante treinta años. La
muerte de Quiroga no es un hecho aislado ni sin consecuencias;
antecedentes sociales que he desenvuelto antes la hacían casi
inevitable; era un desenlace político, como el que podría haber dado una
guerra.
El gobierno de Córdoba, que se encargó de consumar el atentado, era
demasiado subalterno entre los que se habían establecido, para que osase
acometer la empresa con tanto descaro, si no se hubiese creído apoyado
de los que iban a cosechar los resultados. El asesinato de Quiroga es,
pues, un acto _oficial_, largamente discutido entre varios Gobiernos,
preparado con anticipación, y llevado a cabo con tenacidad como una
medida de Estado. Por lo que con su muerte no queda terminada una serie
de hechos que me he propuesto coordinar, y para no dejarla trunca e
incompleta, necesito continuar un poco más adelante en el camino que
llevo, para examinar los resultados que produce en la política interior
de la República, hasta que el número de cadáveres que cubran el sendero
ya sea tan grande, que me sea forzoso detenerme, hasta esperar que el
tiempo y la intemperie los destruyan, para que desembaracen la marcha.
Por la puerta que deja abierta el asesinato de Barranca-Yaco entrará el
lector conmigo en un teatro donde todavía no se ha terminado el drama
sangriento.
Facundo muere asesinado el 18 de febrero; la noticia de su muerte llega
a Buenos Aires el 24, y a principios de marzo ya estaban arregladas
todas las bases del Gobierno necesario e inevitable del comandante
general de campaña, que desde 1833 ha tenido en tortura a la ciudad,
fatigándola, angustiándola, desesperándola, hasta que la ha arrancado al
fin entre sollozos y gemidos la _suma del Poder público_, porque Rosas
no se ha contentado esta vez con exigir la dictadura, las facultades
extraordinarias, etc. No; lo que pide es lo que la frase expresa:
tradiciones, costumbres, formas, garantías, leyes, culto, ideas,
conciencia, vida, haciendas, preocupaciones; sumad todo lo que tiene
poder sobre la sociedad, y lo que resulte será la suma del poder público
pedida. El 5 de abril la Junta de Representantes, en cumplimiento de lo
estipulado, elige gobernador de Buenos Aires por cinco años al general
don Juan Manuel Rosas, Héroe del Desierto, Ilustre Restaurador de las
Leyes, Depositario de la Suma del Poder Público.
Pero no le satisface la elección hecha por la Junta de Representantes;
lo que medita es tan grande, tan nuevo, tan nunca visto, que es preciso
tomarse antes todas las seguridades imaginables, no sea que más tarde se
diga que el pueblo de Buenos Aires no le ha delegado la _suma del Poder
público_. Rosas, gobernador propone, a las Mesas electorales esta
cuestión: ¿Convienen en que don Juan Manuel Rosas sea gobernador por
cinco años, con la suma del Poder público? Y debo decirlo en obsequio de
la verdad histórica, nunca hubo Gobierno más popular, más deseado ni más
bien sostenido por la opinión.
Los unitarios, que en nada habían tomado parte, lo recibían al menos con
indiferencia; los federales, _lomos negros_, con desdén, pero sin
oposición; los ciudadanos pacíficos lo esperaban como una bendición y un
término a las crueles oscilaciones de dos largos años; la campaña, en
fin, como símbolo de su poder y la humillación de los _cajetillas_ de la
_ciudad_. Bajo tan felices disposiciones, principiáronse las elecciones
o ratificaciones de todas las parroquias, y la votación fué unánime,
excepto tres votos que se opusieron a la delegación de la suma del Poder
público. ¿Concíbese cómo ha podido suceder que en una provincia de
cuatrocientos mil habitantes, según lo asegura la _Gaceta_, sólo hubiese
tres votos contrarios al Gobierno? ¿Sería acaso que los disidentes no
votaron? ¡Nada de eso! No se tiene aún noticia de ciudadano alguno que
no fuese a votar; los enfermos se levantaron de la cama a ir a dar su
asentimiento, temerosos de que sus nombres fuesen inscritos en algún
negro registro, porque así se había insinuado.
El terror estaba ya en la atmósfera, y aunque el trueno no había
estallado aún, todos veían la nube negra y torva que venía cubriendo el
cielo dos años hacía. La votación aquella es única en los anales de los
pueblos civilizados, y los nombres de los tres locos, más bien que
animosos opositores, se han conservado en la tradición del pueblo de
Buenos Aires.
Hay un momento fatal en la historia de todos los pueblos y es aquél en
que, cansados los partidos de luchar, piden antes de todo el reposo de
que por largos años han carecido, aun a expensas de la libertad o de los
fines que ambicionaban; éste es el momento en que se alzan los tiranos
que fundan dinastías e imperios. Roma, cansada de las luchas de Mario y
de Sila, de patricios y plebeyos, se entregó con delicia a la dulce
tiranía de Augusto, el primero que encabeza la lista execrable de los
emperadores romanos.
La Francia, después del Terror, después de la impotencia y
desmoralización del Directorio, se entregó a Napoleón que, por un camino
sembrado de laureles, la sometió a los aliados que la devolvieron a los
Borbones.
Rosas tuvo la habilidad de acelerar aquel cansancio, de crearlo a fuerza
de hacer imposible el reposo. Dueño una vez del poder absoluto, ¿quién
se lo pedirá más tarde, quién se atreverá a disputarle sus títulos a la
dominación? Los romanos daban la dictadura en casos raros y por término
corto fijo; y aun así, el uso de la dictadura temporal autorizó la
perpetua, que destruyó la República y trajo todo el desenfreno del
Imperio. Cuando el término del gobierno de Rosas expira, anuncia su
determinación decidida de retirarse a la vida privada; la muerte de su
cara esposa, la de su padre, han ulcerado su corazón; necesita ir lejos
del tumulto de los negocios públicos a llorar a sus anchas pérdidas tan
amargas. El lector debe recordar al oír este lenguaje en la boca de
Rosas, que no veía a su padre desde la juventud, y a cuya esposa había
dado días tan amargos, algo parecido a las hipócritas protestas de
Tiberio ante el Senado romano. La Sala de Buenos Aires le ruega, le
suplica que continúe haciendo sacrificios por la patria; Rosas se deja
persuadir, continúa tan sólo por seis meses más; pasan los seis meses y
se abandona la farsa de la elección. Y, en efecto: ¿qué necesidad tiene
de ser electo un jefe que ha arraigado el poder en su persona? ¿Quién le
pide cuenta temblando del terror que les ha inspirado a todos?
Cuando la aristocracia veneciana hubo sofocado la conspiración de
Tiépolo en 1300, nombró de su seno diez individuos que, investidos de
facultades discrecionales, debían perseguir y castigar a los conjurados,
pero limitando la duración de su autoridad a sólo diez días. Oigamos al
conde De Daru, en su célebre _Historia de Venecia_, referir el suceso:
«Tan inminente se creyó el peligro--dice--, que se creó una autoridad
dictatorial después de la victoria. Un consejo de diez miembros fué
nombrado para velar por la conservación del Estado. Se le armó de todos
los medios; librósele de todas las formas, de todas las
responsabilidades; quedáronle sometidas todas las cabezas.
»Verdad es que su duración no debía pasar de diez días; fué necesario,
sin embargo, prorrogarla por diez más, después por veinte, en seguida
por dos meses; pero al fin fué prolongada seis veces seguidas por este
último término. A la vuelta de un año de existencia se hizo continuar
por cinco. Entonces se encontró demasiado fuerte para prorrogarse a sí
mismo durante diez años más, hasta que fué aquel terrible tribunal
declarado perpetuo. Lo que había hecho por prolongar su duración lo hizo
por extender sus atribuciones. Instituído solamente para conocer en los
crímenes de Estado, ese tribunal se había apoderado de la
administración. So pretexto de velar por la seguridad de la República,
se entrometió en la paz y en la guerra, dispuso de las rentas y concluyó
por arrogarse el poder soberano»[37].
En la República Argentina no es un Consejo el que se ha apoderado así de
la autoridad suprema: es un hombre, y un hombre bien indigno. Encargado
temporalmente de las Relaciones Exteriores, depone, fusila, asesina a
los gobernadores de las provincias que le hicieron el encargo. Revestido
de la suma del Poder público en 1835 por sólo cinco años, en 1845 está
aún revestido de aquel poder. Y nadie sería hoy tan candoroso para
esperar que lo deje, ni que el pueblo se atreva a pedírselo. Su gobierno
es de por vida, y si la Providencia hubiese de consentir que muriese
pacíficamente como el doctor Francia, largos años de dolores y miserias
aguardan a aquellos desgraciados pueblos, víctimas hoy del cansancio de
un momento.
El 13 de abril de 1835 se recibió Rosas del gobierno, y su talante
desembarazado y su aplomo en la ceremonia no dejó de sorprender a los
ilusos que habían creído tener un rato de diversión al ver el desmayo y
_gaucherie_ del gaucho. Presentóse de casaca de general, desabotonada,
que dejaba ver un chaleco amarillo de cotonía. Perdónenme los que no
comprenden el espíritu de esta singular _toilette_ el que recuerde
aquella circunstancia.
En fin: ya tiene el gobierno en sus manos. Facundo ha muerto un mes
antes; la ciudad se ha entregado a su discreción; el pueblo ha
confirmado del modo más auténtico esta entrega de toda garantía y de
toda institución. Es el Estado una tabla rasa en que él va a escribir
una cosa nueva, original; él es un poeta, un Platón que va a realizar su
república ideal según él ha concebido; es éste un trabajo que ha
meditado veinte años, y que al fin puede dar a luz, sin que vengan a
estorbar su realización tradiciones envejecidas, preocupaciones de la
época, plagios hechos a la Europa, garantías individuales, instituciones
vigentes. Es un genio, en fin, que ha estado lamentando los errores de
su siglo y preparándose para destruirlos de un golpe. Todo va a ser
nuevo, obra de su ingenio; vamos a ver este portento.
De la Sala de Representantes adonde ha ido a recibir el bastón, se
retira en un coche _colorado_, mandado pintar exprofeso para el acto, al
que están atados cordones de seda _colorada_ y a los que se uncen
aquellos hombres que desde 1833 han tenido la ciudad en continua alarma
por sus atentados y su impunidad; llámase la _Sociedad Popular_ y lleva
el _puñal_ a la cintura, chaleco _colorado_ y una cinta _colorada_ en la
que se lee: _Mueran los unitarios_. En la puerta de su casa le hacen
guardia de honor estos mismos hombres; después acuden los ciudadanos,
después los generales, porque es necesario hacer aquella manifestación
de adhesión sin límites a la persona del Restaurador.
Al día siguiente aparece una proclama y una lista de proscripción, en la
que entra uno de sus concuñados, el doctor Alsina. La proclama aquella,
que es uno de los pocos escritos de Rosas, es un documento precioso que
siento no tener a mano. Era un programa de su gobierno, sin disfraz, sin
rodeos: _el que no está conmigo es mi enemigo_; tal era el axioma de
política consagrado en ella. Se anuncia que va a correr sangre, y tan
sólo promete no atentar contra las propiedades. ¡Ay de los que provoquen
su cólera!
Cuatro días después la parroquia de San Francisco anuncia su intención
de celebrar una misa y _Tedéum_ en acción de gracias al Todopoderoso,
etc., etc., invitando al vecindario a solemnizar con su presencia el
acto. Las calles circunvecinas están empavesadas, alfombradas,
tapizadas, decoradas. Es aquello un bazar oriental en que se ostentan
tejidos de damasco, púrpura, oro y pedrerías en decoraciones
caprichosas. El pueblo llena las calles, los jóvenes acuden a la
novedad, las señoras hacen de la parroquia su paseo de la tarde. El
_Tedéum_ se posterga de un día a otro, y la agitación de la ciudad, el
ir y venir, la excitación, la interrupción de todo trabajo dura cuatro,
cinco días consecutivos. La _Gaceta_ repite los más mínimos detalles de
la espléndida función.
Ocho días después otra parroquia anuncia su _Tedéum_; los vecinos se
proponen rivalizar en entusiasmo y obscurecer la pasada fiesta. ¡Qué
lujo de decoraciones; qué ostentación de riquezas y adornos! El retrato
del Restaurador está en la calle en un dosel, en que los terciopelos
_colorados_ se mezclan con los galones y las cordonaduras de oro. Igual
movimiento por más días aún; se vive en la calle, en la parroquia
privilegiada. Pocos días después, otra parroquia, otra fiesta en otro
barrio. ¿Pero hasta cuándo fiestas? ¡Qué! ¿No se cansa este pueblo de
espectáculos? ¿Qué entusiasmo es aquél, que no se resfría en un mes?
¿Por qué no hacen todas las parroquias su función a un tiempo? No; es el
entusiasmo sistemático, ordenado, administrado poco a poco.
Un año después todavía no han concluído las parroquias de dar su fiesta;
el vértigo _oficial_ pasa de la ciudad a la campaña, y es cosa de nunca
acabar. La _Gaceta_ de la época está ahí ocupada año y medio en
describir fiestas federales. El _retrato_ se mezcla en todas ellas,
tirado en un carro hecho para él, por los generales, las señoras, los
federales _netos_. «Et le peuple, enchanté d'un tel spectacle,
enthousiasmé du _Tedéum_, chanté moult bien a Notre-Dame, le peuple
oublia qu'il payait fort cher tout, et se retirait fort joyeux»[38].
De las fiestas sale al fin de año y medio el color _colorado_ como
insignia de adhesión _a la causa_; el retrato de Rosas, colocado en los
altares primero, pasa después a ser parte del equipo de cada hombre, que
debe llevarlo en el pecho, en señal de _amor intenso a la persona_ del
Restaurador. Por último, de entre estas fiestas se desprende al fin la
terrible Mazorca, cuerpo de Policía entusiasta, federal, que tiene por
encargo y oficio echar lavativas de ají y aguarrás a los descontentos
primero, y después, no bastando este tratamiento flogístico, degollar a
aquéllos que se les indique.
La América entera se ha burlado de aquellas famosas fiestas de Buenos
Aires y mirádolas como el colmo de la degradación de un pueblo; pero yo
no veo en ellas sino un designio político, el más fecundo en resultados.
¿Cómo encarnar en una República que no conoció reyes jamás la idea de
la _personalidad de gobierno_? La cinta colorada es una materialización
del terror que os acompaña a todas partes, en la calle, en el seno de la
familia; es preciso pensar en ella al vestirse, al desnudarse, y las
ideas se nos grava siempre por asociación. La vista de un árbol en el
campo nos recuerda lo que íbamos conversando diez años antes al pasar
por cerca de él, ¡figuráos las ideas que trae consigo asociadas la cinta
colorada y las impresiones indelebles que ha debido dejar unidas a la
imagen de Rosas!
Así, en una comunicación de un alto funcionario de Rosas he leído en
estos días «que es un signo que su Gobierno ha mandado llevar a sus
empleados en señal de conciliación y de paz». Las palabras _Mueran los
salvajes_, _asquerosos_, _inmundos unitarios_, son por cierto muy
conciliadoras, tanto, que sólo en el destierro o en el sepulcro habrá
quienes se atrevan a negar su eficacia. La mazorca ha sido un
instrumento poderoso de conciliación y de paz, y si no, id a ver los
resultados y buscad en la tierra ciudad más conciliada y pacífica que la
de Buenos Aires. A la muerte de su esposa, que una chanza brutal de su
parte ha precipitado, manda que se le tributen honores de capitán
general, y ordena un luto de dos años a la ciudad y campaña de la
provincia, que consiste en un ancho crespón atado al sombrero con una
cinta colorada. ¡Imagináos una ciudad culta, hombres y niños vestidos a
la europea, _uniformados_ dos años enteros con un ribete colorado en el
sombrero! ¿Os parece ridículo? ¡No! Nada hay ridículo cuando todos, sin
excepción, participan de la extravagancia, y sobre todo cuando el azote
o las lavativas de ají están ahí para poneros serios como estatuas si os
viene la tentación de reiros.
Los serenos cantan a cada cuarto de hora: _¡Viva el ilustre
Restaurador! ¡Viva doña Encarnación Ezcurra! ¡Mueran los impíos
unitarios!_ El sargento primero, al pasar lista a su compañía, repite
las mismas palabras; el niño al levantarse de la cama saluda al día con
la frase sacramental. No hace un mes que una madre argentina, alojada en
una fonda de Chile, decía a uno de sus hijos que despertaba repitiendo
en voz alta: «¡Vivan los federales! ¡Mueran los salvajes, asquerosos
unitarios!»: «Cállate, hijo, no digas eso aquí, que no se usa; ya no
digas más, ¡no sea que te oigan!»
Su temor era fundado: ¡le oyeron! ¿Qué político ha producido la Europa
que haya tenido el alcance para comprender el medio de crear la idea de
la _personalidad_ del jefe del Gobierno, ni la tenacidad prolija de
incubarla quince años, ni que haya tocado medios más variados ni más
conducentes al objeto? Podemos en esto, sin embargo, consolarnos de que
la Europa haya suministrado un modelo al genio americano. La mazorca,
con los mismos caracteres, compuesta de los mismos hombres, ha existido
en la Edad Media en Francia, en tiempo de las guerras entre los partidos
de los Armagnac y del duque de Borgoña. En la _Historia de París_,
escrita por La Fosse, encuentro estos singulares detalles: «Estos
instigadores del asesinato, a fin de reconocer por todas partes los
borgoñones, habían ya ordenado que llevasen en el vestido la cruz de San
Andrés, principal atributo del escudo de Borgoña, y para estrechar más
los lazos del partido, imaginaron en seguida formar una Hermandad bajo
la invocación del mismo San Andrés. Cada cofrade debía llevar por signo
distintivo, a más de la cruz, una corona de rosas... ¡Horrible
confusión! ¡El símbolo de inocencia y de ternura sobre la cabeza de los
degolladores!... ¡Rosas y sangre!... La sociedad odiosa de los
_cabochiens_, es decir, la horda de carniceros y desolladores, fué
soltada por la ciudad, como una tropa de tigres hambrientos, y estos
verdugos sin número se bañaron en sangre humana»[39].
Poned en lugar de la cruz de San Andrés la cinta colorada; en lugar de
las rosas coloradas, el chaleco colorado; en lugar de _cabochiens_,
mazorqueros; en lugar de 1418, fecha de aquella Sociedad, 1835, fecha de
esta otra; en lugar de París, Buenos Aires; en lugar del duque de
Borgoña, Rosas, y tendréis el plagio hecho en nuestros días. La mazorca,
como los _cabochiens_, se compuso en su origen de los carniceros y
desolladores de Buenos Aires. ¡Qué instructiva es la Historia! ¡Cómo se
repite a cada rato!...
Otra creación de aquella época fué el _censo de las opiniones_. Esta es
una institución verdaderamente original. Rosas mandó levantar en la
ciudad y la campaña, por medio de los jueces de paz, un registro en el
que se anotó el nombre de cada vecino, clasificándolo de unitario,
indiferente, federal, o federal neto. En los colegios se encargó a los
rectores, y en todas partes se hizo con la más severa escrupulosidad,
comprobándolo después y admitiendo los reclamos que la inexactitud podía
originar. Estos registros, reunidos después en la oficina de gobierno,
han servido para suministrar gargantas a la cuchilla infatigable de la
mazorca durante siete años.
Sin duda que pasma la osadía del pensamiento de formar la estadística de
las opiniones de un pueblo entero, caracterizarlas según su importancia,
y con el registro a la vista seguir durante diez años la tarea de
desembarazarse de todas las cifras adversas, destruyendo en la
_persona_ el germen de la hostilidad. Nada igual me presenta la
Historia, sino las clasificaciones de la Inquisición, que distinguía las
opiniones heréticas en malsonantes, ofensivas, de oídos piadosos, casi
herejía, herejía, herejía perniciosa, etc., etc.; pero al fin la
Inquisición no hizo el catastro de la España para exterminarla en las
generaciones, en el individuo, antes de ser denunciado al Santo
Tribunal.
Como mi ánimo es sólo mostrar el nuevo orden de instituciones que
suplanta a las que estamos copiando de la Europa, necesito acumular las
principales, sin atender a las fechas. La ejecución que llamamos
_fusilar_ queda desde luego sustituída por la de _degollar_. Verdad es
que se fusila una mañana 44 indios en una plaza de la ciudad, para dejar
yertos a todos con esta matanza que, aunque de salvajes, era al fin de
hombres; pero poco a poco se abandona, y el _cuchillo_ se hace el
instrumento de la Justicia.
¿De dónde ha tomado tan peregrinas ideas de gobierno este hombre
horriblemente extravagante? Yo voy a consignar algunos datos. Rosas
desciende de una familia perseguida por _goda_ durante la revolución de
la Independencia. Su educación doméstica se resiente de la dureza y
terquedad de las antiguas costumbres señoriales. Yo he dicho que su
madre, de un carácter duro, tétrico, se ha hecho servir de rodillas
hasta estos últimos años; el silencio lo ha rodeado durante su infancia,
y el espectáculo de la autoridad y de la servidumbre han debido dejarle
impresiones duraderas.
Algo de extravagante ha habido en el carácter de la madre, y esto se ha
reproducido en don Juan Manuel y dos de sus hermanas. Apenas llegado a
la pubertad, se hace insoportable a su familia, y su padre lo destierra
en una estancia. Rosas, con cortos intervalos, ha residido en la
campaña de Buenos Aires cerca de treinta años; y ya el año 24 era una
autoridad que las Sociedades industriales ganaderas consultaban en
materia de arreglos de estancias. Es el primer jinete de la República
Argentina, y cuando digo de la República Argentina, sospecho que de toda
la tierra, porque ni un equitador ni un árabe tiene que habérselas con
el potro salvaje de la Pampa.
Es un prodigio de actividad; sufre accesos nerviosos en que la vida
predomina tanto, que necesita saltar sobre un caballo, echarse a correr
por la Pampa, lanzar gritos desacompasados, rodar, hasta que, al fin,
extenuado el caballo, sudando él a mares, vuelve a las habitaciones
fresco ya y dispuesto para el trabajo. Napoleón y lord Byron padecían de
estos arrebatos, de estos furores causados por el exceso de la vida.
Rosas se distingue desde temprano en la campaña por las vastas empresas
de leguas de siembras de trigo que acomete y lleva a cabo con suceso, y
sobre todo por la administración severa, por la disciplina de hierro que
introduce en sus estancias. Esta es su obra maestra, su tipo de
gobierno, que ensayará más tarde para la _ciudad_ misma. Es preciso
conocer el gaucho argentino y sus propensiones innatas, sus hábitos
inveterados. Si andando en la Pampa le vais proponiendo darle una
estancia con ganados que lo hagan rico propietario; si corre en busca de
la médica de los alrededores para que salve a su madre, a su esposa
querida que deja agonizando, y se atraviesa un avestruz a su paso,
echará a correr detrás de él, olvidando la fortuna que le ofrecéis, la
esposa o la madre moribunda; y no es él sólo el que está dominado de
este instinto: el caballo mismo relincha, sacude la cabeza y tasca el
freno de impaciencia por volar tras del avestruz. Si a la distancia de
diez leguas de su habitación el gaucho echa de menos su cuchillo, se
vuelve a tomarlo, aunque esté a una cuadra del lugar adonde iba; porque
el cuchillo es para él lo que la respiración a la vida misma.
Pues bien: Rosas ha conseguido que en sus estancias, que se unen con
diversos nombres desde los cerrillos hasta el arroyo Cachagualefú,
anduviesen los avestruces en rebaños, y dejasen, al fin, de huir a la
aproximación del gaucho; tan seguros y tranquilos pacen en las
posesiones de Rosas, y esto mientras que han sido ya extinguidos en
todas las adyacentes campañas. En cuanto al cuchillo, ninguno de sus
peones lo cargó jamás, no obstante que la mayor parte de ellos eran
asesinos perseguidos por la Justicia. Una vez él, por olvido, se ha
puesto el puñal a la cintura, y el mayordomo se lo hace notar; Rosas se
baja los calzones y manda que se le den 200 azotes, que es la pena
impuesta en su estancia al que lleva cuchillo.
Habrá gentes que duden de este hecho confesado y publicado por él mismo;
pero es auténtico, como lo son las extravagancias y rarezas sangrientas
que el mundo civilizado se ha negado obstinadamente a creer durante diez
años. La autoridad ante todo; el respeto a lo mandado, aunque sea
ridículo o absurdo; diez años estará en Buenos Aires y en toda la
República haciendo azotar y degollar, hasta que la cinta colorada sea
una parte de la existencia del individuo, como el corazón mismo.
Repetirá en presencia del mundo entero, sin contemporizar jamás, en cada
comunicación oficial: _¡Mueran los asquerosos, salvajes, inmundos
unitarios!_, hasta que el mundo entero se eduque y se habitúe a oír este
grito sanguinario, sin escándalo, sin réplica, y ya hemos visto a un
magistrado de Chile tributar su homenaje y aquiescencia a este hecho,
que, al fin, a nadie interesa.
¿Dónde, pues, ha estudiado este hombre el plan de innovaciones que
introduce en _su gobierno_, en desprecio del sentido común, de la
tradición, de la conciencia y de la práctica inmemorial de los pueblos
civilizados? Dios me perdone si me equivoco, pero esta idea me domina
hace tiempo: en la _Estancia de ganados_ en que ha pasado toda su vida,
y en la Inquisición, en cuya tradición ha sido educado. Las fiestas de
las parroquias son una imitación de la _hierra_ del ganado, a que acuden
todos los vecinos; la _cinta colorada_ que clava a cada hombre, mujer o
niño, es la _marca_ con que el propietario reconoce su ganado; el
degüello a cuchillo, erigido en medio de ejecución pública, viene de la
costumbre de _degollar_ las reses que tiene todo hombre en la campaña;
la prisión sucesiva de centenares de ciudadanos sin motivo conocido y
por años enteros, es el rodeo con que se dociliza el ganado,
encerrándolo diariamente en el corral; los azotes por las calles, la
mazorca, las matanzas ordenadas, son otros tantos medios de _domar_ a la
_ciudad_, dejarla al fin como el ganado más manso y ordenado que se
conoce.
Esta prolijidad y arreglo ha distinguido en su vida privada a don Juan
Manuel Rosas, cuyas estancias eran citadas como el modelo de la
disciplina de los peones y la mansedumbre del ganado. Si esta
explicación parece monstruosa y absurda, denme otra; muéstrenme la razón
por qué coinciden de un modo tan espantoso su manejo de una estancia,
sus prácticas y administración, con el gobierno, práctica y
administración de Rosas; hasta su respeto de entonces por la propiedad
es efecto de que el gaucho gobernador _¡es propietario!_ Facundo
respetaba menos la propiedad que la vida. Rosas ha perseguido a los
ladrones de ganado con igual obstinación que a los unitarios. Implacable
se ha mostrado su Gobierno contra los cuereadores de la campaña, y
centenares han sido degollados. Esto es laudable, sin duda; yo sólo
explico el origen de la antipatía.
Pero hay otra parte de la sociedad que es preciso moralizar, enseñar a
obedecer, a entusiasmarse cuando _deba_ entusiasmarse, a aplaudir cuando
_deba_ aplaudir, a callar cuando _deba_ callar. Con la posesión de la
_Suma del Poder público_, la Sala de Representantes queda inútil, puesto
que la ley emana directamente de la _persona_ del jefe de la República.
Sin embargo, conserva la forma, y durante quince años son reelectos unos
30 individuos que están al corriente de los negocios. Pero la tradición
tiene asignado otro papel a la Sala; allí Alcorta, Guido y otros han
hecho oír en tiempo de Balcarce y Viamonte acentos de libertad y
reproches al instigador de los desórdenes; necesita, pues, quebrantar
esta tradición y dar una lección severa para el porvenir.
El doctor don Vicente Maza, presidente de la Sala y de la Cámara de
Justicia, consejero de Rosas, y el que más ha contribuído a elevarlo, ve
un día que su retrato ha sido quitado de la sala del Tribunal por un
destacamento de la mazorca; en la noche rompen los vidrios de las
ventanas de su casa donde ha ido a asilarse; al día siguiente escribe a
Rosas, en otro tiempo su protegido, su ahijado político, mostrándole la
extrañeza de aquellos procedimientos y su inocencia de todo crimen. A la
noche del tercer día se dirige a la Sala, y estaba dictando al
escribiente su renuncia, cuando el cuchillo que corta su garganta
interrumpe el dictado. Los representantes empiezan a llegar, la
alfombra está cubierta de sangre, el cadáver del presidente yace
tendido aún; el señor Irigoyen propone que al día siguiente se reúnan el
mayor número posible de rodados para acompañar debidamente al cementerio
a la ilustre víctima. Don Baldomero García dice: «Me parece bien;
pero... no muchos coches...; ¿para qué?» Entra el general Guido y le
comunican la idea, a que contesta, clavándoles unos ojos tamaños y
mirándolos de hito en hito: «¿Coches? ¿Acompañamiento? Que traigan el
carro de la Policía y se lo lleven ahora mismo.--Eso decía yo--continúa
García--. ¡Para qué coches!...» La _Gaceta_ del día siguiente anunció
que los impíos unitarios habían asesinado a Maza. Un gobernador del
interior decía, aterrado, al saber esta catástrofe: «¡Es imposible que
sea Rosas el que lo ha hecho matar!» A lo que su secretario añadió: «Y
si él lo ha hecho, razón ha de haber tenido»; en lo que convinieron
todos los circunstantes.
Efectivamente, razón tenía. Su hijo, el coronel Maza, tenía tramada una
conspiración en que entraba todo el ejército, y después Rosas decía que
había muerto al anciano padre por no darle el pesar de ver morir a su
querido hijo.
Pero aun me falta entrar en el vasto campo de la política general de
Rosas con respecto a la República entera. Tiene ya su _gobierno_;
Facundo ha muerto dejando ocho provincias huérfanas, unitarizadas bajo
su influencia. La República marcha visiblemente a la unidad del
Gobierno, a que su superficie llana, su puerto único, la condena. Se ha
dicho que es federal, llámesela Confederación Argentina, pero todo va
encaminándose a la unidad más absoluta; desde 1835 viene fundiéndose
desde el interior en formas, prácticas e influencias. No bien se recibe
Rosas del Gobierno en 1835, cuando declara, por una proclamación, que
los _impíos unitarios_ han asesinado alevosamente al ilustre general
Quiroga, y que él se propone castigar atentado tan espantoso, que ha
privado a la Federación de su columna más poderosa. ¡Qué!...--decían
abriendo un palmo de boca los pobres unitarios al leer la proclama--;
¡qué!... Los Reinafé, ¿son unitarios? ¿No son hechura de López? ¿No
entraron en Córdoba persiguiendo el ejército de Paz? ¿No están en activa
y amigable correspondencia con Rosas? ¿No salió de Buenos Aires Quiroga
con solicitud de Rosas? ¿No iba un chasque delante de él, que anunciaba
a los Reinafé su próxima llegada? ¿No tenían los Reinafé preparada de
antemano la partida que debía asesinarlo?... Nada; los impíos unitarios
han sido los asesinos, ¡y desgraciado el que dude de ello!... Rosas
manda a Córdoba a pedir los preciosos restos de Quiroga, la galera en
que fué muerto, y se le hacen en Buenos Aires las exequias más suntuosas
que hasta entonces se han visto; se manda cargar luto a la _ciudad_
entera. Al mismo tiempo dirige una circular a todos los gobiernos, en la
que les pide que lo nombren _a él_ juez árbitro para seguir la causa y
juzgar a los impíos unitarios que han asesinado a Quiroga; les indica la
forma en que han de autorizarlo, y por cartas particulares les encarece
la importancia de la medida; los halaga, seduce y ruega. La autorización
es unánime, y los Reinafé son depuestos y presos todos los que han
tenido parte, noticia o atingencia con el crimen, y conducidos a Buenos
Aires.
Un Reinafé se escapa y es alcanzado en el territorio de Bolivia; otro
pasa al Paraná y más tarde cae en manos de Rosas, después de haber
escapado en Montevideo, de ser robado por un capitán de buque. Rosas y
el doctor Maza siguen la causa de noche, a puertas cerradas. El doctor
Gamboa, que se toma alguna libertad en la defensa de un reo subalterno,
es declarado impío unitario por un decreto de Rosas. En fin: son
ajusticiados todos los criminales que se han aprehendido, y un
voluminoso extracto de la causa ve la luz pública. Dos años después
había muerto López de Santa Fe de enfermedad natural, si bien el médico
mandado por Rosas para asistirlo recibió más tarde una casa de la
Municipalidad, por recompensa de sus servicios al Gobierno.
Cullen, el secretario de López en la época de la muerte de Quiroga, y
que a la de López queda de gobernador de Santa Fe, por disposición
testamentaria del finado, es depuesto por Rosas y sacado al fin de
Santiago del Estero, donde se ha asilado, y a cuyo gobernador manda
Rosas una talega de onzas o la declaración de la guerra, si el amigo no
entrega a su amigo. El gobernador prefiere las onzas; Cullen es
entregado a Rosas, y al pisar la frontera de Buenos Aires encuentra una
partida y un oficial que le hace desmontarse del caballo y lo fusila. La
_Gaceta_ de Buenos Aires publicaba después una carta de Cullen a Rosas,
en que había indicios claros de la complicación del gobierno de Santa Fe
en el asesinato de Quiroga, y como el finado López, decía la _Gaceta_,
tenía plena confianza en su secretario, ignoraba el atroz crimen que
éste estaba preparando.
Nadie podía replicar entonces que si López lo ignoraba, Rosas no, porque
a él era dirigida la carta. Ultimamente, el doctor don Vicente Maza, el
secretario de Rosas y procesador de los reos, murió también degollado en
la sala de sesiones; de manera que Quiroga, sus asesinos, los jueces de
los asesinos y los instigadores del crimen, todos tuvieron en dos años
la mordaza que la tumba pone a las revelaciones indiscretas. Id ahora a
preguntar quién mandó matar a Quiroga. ¿López? No se sabe. Un mayor
Muslera, de auxiliares, decía una vez en presencia de muchas personas,
en Montevideo: «Hasta ahora he podido descubrir por qué me ha tenido
preso e incomunicado el general Rosas durante dos años y cinco meses. La
noche anterior a mi prisión estuve en su casa.
»Su hermana y yo estábamos sentados en un sofá, mientras que él se
paseaba a lo largo de la sala, con muestras visibles de descontento.--¿A
que no adivina--me dijo la señora--por qué está así Juan Manuel? Es
porque me está viendo este ramito _verde_ que tengo en las manos; ahora
verá--añadió tirándolo al suelo. Efectivamente, don Juan Manuel se
detuvo a poco andar, se acercó a nosotros, y me dijo en tono
familiar:--¿Y qué se dice en San Luis de la muerte de Quiroga?--Dicen,
señor, que S. E. es quien lo ha hecho matar.--¿Sí? Así se corre...
Continuó paseándose, me despedí después, y al día siguiente fuí preso, y
he permanecido hasta el día que llegó la noticia de la victoria de
Yungay, en que, con doscientos más, fuí puesto en libertad.» El mayor
Muslera murió también combatiendo contra Rosas, lo que no ha estorbado
que se continúe hasta el día de hoy diciendo lo mismo que había oído
aquél.
Pero el vulgo no ha visto en la muerte de Quiroga y el enjuiciamiento de
sus asesinos más que un crimen horrible. La Historia verá otra cosa en
lo primero: la fusión de la República en una unidad compacta y en el
enjuiciamiento de los Reinafé, gobernadores de una provincia, el _hecho_
que constituye a Rosas jefe del Gobierno unitario absoluto, que desde
aquel día y por aquel acto se constituye en la República Argentina.
Rosas, investido del poder de juzgar a otro gobernador, establece en las
conciencias de los demás la idea de la autoridad suprema de que está
investido.
Juzga a los Reinafé por un crimen averiguado; pero en seguida manda
fusilar sin juicio previo a Rodríguez, gobernador de Córdoba, que
sucedió a los Reinafé, por no haber obedecido a todas sus instrucciones;
fusila en seguida a Cullen, gobernador de Santa Fe, por razones que él
sólo conoce, y últimamente, expide un decreto por el cual declara que
ningún Gobierno de las demás provincias será reconocido válido mientras
no obtenga su _exequátur_. Si aún se duda que ha asumido el mando
supremo, y que los demás gobernadores son simples bajaes, a quienes
puede mandar el cordón morado cada vez que no cumplan con sus órdenes,
expedirá otro en el que deroga todas las leyes existentes de la
República desde el año 1810 en adelante, aunque hayan sido dictadas por
los Congresos generales o cualquiera otra autoridad competente;
declarando además írrito y de ningún valor todo lo que, a consecuencia y
en cumplimiento de esas leyes, se hubiese obrado hasta entonces. Yo
pregunto: ¿qué legislador, qué Moisés o Licurgo, llevó más adelante el
intento de refundir una sociedad bajo un plan nuevo? La revolución de
1810 queda por este decreto derogada; ley ni arreglo ninguno queda
vigente; el campo para las innovaciones limpio como la palma de la mano,
y la República entera sometida sin dar una batalla siquiera y sin
consultar a los caudillos.
La _suma del Poder público_ de que se había investido para Buenos Aires
solo, la extiende a toda la República, porque no sólo no se dice que es
el sistema unitario el que se ha establecido, del que la persona de
Rosas es el centro, sino que con mayor tesón que nunca se grita: _¡Viva
la federación; mueran los unitarios!_ El epíteto unitario deja de ser el
distintivo de un partido, y pasa a expresar todo lo que es execrado:
los asesinos de Quiroga son _unitarios_; Rodríguez es _unitario_;
Cullen, _unitario_; Santa Cruz, que trata de establecer la confederación
perú-boliviana, _unitario_. Es admirable la paciencia que ha mostrado
Rosas en fijar el sentido de ciertas palabras y el tesón de repetirlas.
En diez años se habrá visto escrito en la República Argentina treinta
millones de veces: _¡Viva la Confederación! ¡Viva el ilustre
Restaurador! ¡Mueran los salvajes unitarios!_, y nunca el cristianismo
ni el mahometismo multiplicaron tanto sus símbolos respectivos, la cruz
y la creciente, para estereotipar la creencia moral en exterioridades
materiales y tangibles. Todavía era preciso afinar aquel dicterio de
_unitario_; fué primero lisa y llanamente _unitarios_, más tarde los
_impíos_ unitarios, favoreciendo con eso las preocupaciones del partido
ultracatólico que secundó su elevación. Cuando se emancipó de ese pobre
partido, y el cuchillo alcanzó también a la garganta de curas y
canónigos, fué preciso abandonar la denominación de impíos; la
casualidad suministró una coyuntura.
Los diarios de Montevideo empezaron a llamar _salvaje_ a Rosas; un día
la _Gaceta_ de Buenos Aires apareció con esta agregación al tema
ordinario: muera los _salvajes_ unitarios; repitiólo la mazorca,
repitiéronlo todas las comunicaciones oficiales, repitiéronlo los
gobernadores del interior, y quedó consumada la adopción. «Repita usted
la palabra _salvaje_--escribía Rosas a López--hasta la saciedad, hasta
aburrir, hasta cansar. Yo sé lo que digo, amigo.» Más tarde se le agregó
_inmundos_, más tarde _asquerosos_, más tarde, en fin, don Baldomero
García decía en una comunicación al Gobierno de Chile, que sirvió de
cabeza de proceso a Bedoya, que era aquel emblema y aquel letrero «una
señal de conciliación y de paz», porque todo el sistema se reduce a
burlarse del sentido común.
La unidad de la República se realiza a fuerza de negarla; y desde que
todos dicen federación, claro está que hay unidad. Rosas se llama
encargado de las Relaciones Exteriores de la República, y sólo cuando la
fusión está consumada y ha pasado a tradición, a los diez años después,
don Baldomero García en Chile cambia aquel título por el de Director
Supremo de los asuntos de la República.
He aquí, pues, la República unitarizada, sometida toda ella al arbitrio
de Rosas; la antigua cuestión de los partidos de ciudad desnaturalizada;
cambiado el sentido de las palabras, e introducido el régimen de la
estancia de ganados en la administración de la República más guerrera,
más entusiasta por la libertad y que más sacrificios hizo para
conseguirla.
La muerte de López le entregaba a Santa Fe, la de los Reinafé a Córdoba,
la de Facundo a las ocho provincias de la falda de los Andes. Para tomar
posesión de todas ellas, bastáronle algunos obsequios personales,
algunas cartas amistosas y algunas erogaciones del erario. Los
auxiliares acantonados en San Luis recibieron un magnífico vestuario, y
sus sueldos empezaron a pagarse de las cajas de Buenos Aires.
El padre Aldao, a más de una suma de dinero, empezó a recibir su sueldo
de general de mano de Rosas, y el general Heredia, de Tucumán, que; con
motivo de la muerte de Quiroga, escribía a un amigo suyo: «¡Ay, amigo!
¡No sabe lo que ha perdido la República con la muerte de Quiroga! ¡Qué
porvenir, qué pensamiento tan grande de hombre! Quería constituir la
República y llamar a todos los emigrados para que contribuyesen con sus
luces y saber a esta grande obra»; el general Heredia recibió un
armamento y dinero para preparar la guerra contra el _impío unitario_
Santa Cruz, y se olvidó bien pronto del cuadro grandioso que Facundo
había desenvuelto a su vista en las conferencias que con él tuvo antes
de su muerte.
Una medida administrativa que influía sobre toda la nación vino a servir
de ensayo y manifestación de esta fusión unitaria y dependencia absoluta
de Rosas. Rivadavia había establecido correos que de ocho en ocho días
llevaban y traían la correspondencia de las provincias a Buenos Aires, y
uno mensual a Chile y otro a Bolivia, que daban el nombre a las dos
líneas generales de comunicación establecidas en la República. Los
Gobiernos civilizados del mundo ponen hoy toda solicitud en aumentar a
costa de gastos inmensos los correos no sólo de ciudad a ciudad, día por
día y hora por hora, sino en el seno mismo de las grandes ciudades,
estableciendo estafetas de barrio, y entre todos los puntos de la tierra
por medio de las líneas de vapores que atraviesan el Atlántico o costean
el Mediterráneo, porque la riqueza de los pueblos, la seguridad de las
especulaciones de comercio, todo depende de la facilidad de adquirir
noticias.
En Chile vemos todos los días, o los reclamos de los pueblos para que se
aumenten los correos, o bien la solicitud del Gobierno para
multiplicarlos por mar o por tierra. En medio de este movimiento general
del mundo para acelerar las comunicaciones de los pueblos, don Juan
Manuel Rosas, para mejor gobernar sus provincias, suprime los correos,
que no existen en toda la República hace catorce años. En su lugar
establece chasques de gobierno, que despacha él cuando hay una orden o
una noticia que comunicar a sus subalternos.
Esta medida horrible y ruinosa ha producido, sin embargo, para su
sistema, las consecuencias más útiles. La expectación, la duda, la
incertidumbre, se mantienen en el interior; los gobernadores mismos se
pasan tres o cuatro meses sin recibir un despacho, sin saber sino de
oídas lo que en Buenos Aires ocurre. Cuando un conflicto ha pasado,
cuando una ventaja se ha obtenido, entonces parten los chasques al
interior conduciendo cargas de _Gacetas_, partes y boletines, con una
carta al amigo, al compañero y gobernador, anunciándole que los
_salvajes unitarios_ han sido derrotados, que la Divina Providencia vela
por la conservación de la República.
Ha sucedido en 1843, que en Buenos Aires las harinas tenían un precio
exorbitante y las provincias del interior lo ignoraban; algunos que
tuvieron noticias privadas de sus corresponsales, mandaron cargamentos
que les dejaron pingües utilidades. Entonces las provincias de San Juan
y Mendoza, en masa, se movieron a especular sobre las harinas. Millares
de cargas atraviesan la Pampa, llegan a Buenos Aires, y encuentran...
que hacía dos meses que habían bajado de precio, hasta no costear ni los
fletes. Más tarde se corre en San Juan que las harinas han tomado valor
en Buenos Aires; los cosecheros suben el precio; suben las propuestas;
se compra el trigo por cantidades exorbitantes; se acumula en varias
manos, hasta que al fin una árrea que llega descubre que no ha habido
alteración ninguna en la plaza, que ella deja su carga de harina porque
no hay ni compradores. ¡Imagináos, si podéis, pueblos colocados a
inmensas distancias, ser gobernados de este modo!
Todavía en estos últimos años las consecuencias de sus tropelías le han
servido para consumar su obra unitaria. El Gobierno de Chile,
despreciado en sus reclamaciones sobre males inferidos a sus súbditos,
creyó oportuno cortar las relaciones comerciales con las provincias de
Cuyo. Rosas aplaudió la medida y se calló la boca. Chile le
proporcionaba lo que él no se había atrevido a intentar, que era cerrar
todas las vías de comercio que no dependiesen de Buenos Aires. Mendoza y
San Juan, La Rioja y Tucumán, que proveían de ganados, harina, jabón y
otros ramos valiosos a las provincias del norte de Chile, han abandonado
este tráfico. Un enviado ha venido a Chile, que esperó seis meses en
Mendoza, hasta que se cerrase la cordillera, y que hasta aquí hace tres
que no ha hablado una palabra de abrir el comercio.
Organizada la República bajo un plan de combinaciones tan fecundas en
resultados, contrájose Rosas a la organización de su poder en Buenos
Aires, echándole bases duraderas. La campaña lo había empujado sobre la
ciudad; pero abandonando él la estancia por el Fuerte, necesitando
moralizar esa misma campaña como propietario y borrar el camino por
donde otros comandantes de campaña podían seguir sus huellas, se
consagró a levantar un ejército, que se engrosaba de día en día, y que
debía servir a contener la República en la obediencia y a llevar el
estandarte de la santa causa a todos los pueblos vecinos.
No era sólo el ejército la fuerza que había sustituído a la adhesión de
la campaña y a la opinión pública de la _ciudad_. Dos pueblos distintos
de razas diversas vinieron en su apoyo. Existe en Buenos Aires una
multitud de negros, de los millares quitados por los corsarios durante
la guerra del Brasil. Forman asociaciones según los pueblos africanos a
que pertenecen, tienen reuniones públicas, caja municipal, y un fuerte
espíritu de cuerpo que los sostiene en medio de los blancos.
Los africanos son conocidos por todos los viajeros como una raza
guerrera, llena de imaginación y de fuego, y aunque feroces cuando están
excitados, dóciles, fieles y adictos al amo o a los que los ocupa. Los
europeos que penetran en el interior del Africa toman negros a su
servicio, que los defiende de los otros negros, y se exponen por ellos a
los mayores peligros.
Rosas se formó una opinión pública, un pueblo adicto en la población
negra de Buenos Aires, y confió a su hija doña Manuelita esta parte de
su gobierno. La influencia de las negras para con ella, su favor para
con el Gobierno, han sido siempre sin límites. Un joven sanjuanino
estaba en Buenos Aires cuando Lavalle se acercaba en 1840; había pena de
la vida para el que saliese del recinto de la ciudad. Una negra vieja
que en otro tiempo había pertenecido a su familia y había sido vendida
en Buenos Aires, lo reconoce; sabe que está detenido: «Amito--le dice--,
¿cómo no me había avisado? En el momento voy a conseguirle
pasaporte.--¿Tú?--Yo, amito; la señorita Manuelita no me lo negará.» Un
cuarto de hora después la negra volvía con el pasaporte firmado por
Rosas, con orden a las partidas de dejarlo salir libremente.
Los negros ganados así para el Gobierno ponían en manos de Rosas un
celoso espionaje en el seno de cada familia, por los sirvientes y
esclavos, proporcionándole, además, excelentes e incorruptibles soldados
de otro idioma y de una raza salvaje. Cuando Lavalle se acercó a Buenos
Aires, el Fuerte y Santos Lugares estaban llenos, a falta de soldados,
de negras entusiastas vestidas de hombre para engrosar las fuerzas. La
adhesión de los negros dió al poder de Rosas una base indestructible.
Felizmente, las continuas guerras han exterminado ya la parte masculina
de esta población, que encontraba su patria y su manera de gobernar en
el amo a quien servía. Para intimar la campaña, atrajo a los fuertes del
Sur algunas tribus salvajes, cuyos caciques estaban a sus órdenes.
Asegurados estos puntos principales, el tiempo irá consolidando la obra
de organización unitaria que el crimen había iniciado, y sostenían la
decepción y la astucia. La República así reconstruída, sofocado el
federalismo de las provincias, y por persuasión, conveniencia o temor,
obedeciendo todos sus gobiernos a la impulsión que se les da desde
Buenos Aires, Rosas necesita salir de los límites de su Estado para
ostentar afuera, para exhibir a la luz pública la obra de su ingenio.
¿De qué le ha servido absorberse las provincias si al fin había de
permanecer, como el doctor Francia, sin brillo en el exterior, sin
contacto ni influencia sobre los pueblos vecinos? La fuerte unidad dada
a la República sólo es la base firme que necesita para lanzarse y
producirse en un teatro más elevado, porque Rosas tiene conciencia de su
valer y espera una nombradía imperecedera.
Invitado por el Gobierno de Chile, toma parte en la guerra que este
Estado hace a Santa Cruz. ¿Qué motivos le hacen abrazar con tanto ardor
una guerra lejana y sin antecedentes para él? Una idea fija que lo
domina desde mucho antes de ejercer el Gobierno supremo de la República,
a saber: la reconstrucción del antiguo virreinato de Buenos Aires.
No es que por entonces conciba apoderarse de Bolivia, sino que, habiendo
cuestiones pendientes sobre límites, reclama la provincia de Tarija; lo
demás lo darán el tiempo y las circunstancias. A la otra orilla del
Plata también hay una desmembración del virreinato: la República
Oriental. Allí Rosas halla medios de establecer su influencia con el
gobierno de Oribe, y si no obtiene que no lo ataque la Prensa, consigue
al menos que el pacífico Rivadavia, los Agüero, Varelas y otros
unitarios de nota sean expulsados del territorio oriental.
Desde entonces la influencia de Rosas se encarna más y más en aquella
República, hasta que al fin el ex presidente Oribe se constituye en
general de Rosas, y los emigrados argentinos se confunden con los
nacionales en la resistencia que oponen a esta conquista disfrazada con
nombres especiosos. Más tarde, y cuando el doctor Francia muere, Rosas
se niega a reconocer la independencia del Paraguay, siempre preocupado
de su idea favorita: la reconstrucción del antiguo virreinato.
Pero todas estas manifestaciones de la Confederación Argentina no bastan
a mostrarlo en toda su luz; necesítase un campo más vasto, antagonistas
más poderosos, cuestiones de más brillo, una potencia europea, en fin,
con quien habérselas y mostrarle lo que es un Gobierno americano
original, y la fortuna no se esquiva esta vez para ofrecérsela.
La Francia mantenía en Buenos Aires, en calidad de agente consular, un
joven de corazón y capaz de simpatías ardientes por la civilización y la
libertad. M. Roger está relacionado con la juventud literata de Buenos
Aires, y mira, con la indignación de un corazón joven y francés, los
actos de inmoralidad, la subversión de todo principio de justicia y la
esclavitud de un pueblo que estima altamente. Yo no quiero entrar en la
apreciación de los motivos ostensibles que motivaron el bloqueo de
Francia, sino en las causas que venían preparando una coalición entre
Rosas y los agentes de los Poderes europeos. Los franceses, sobre todo,
se habían distinguido ya desde 1828 por su decisión entusiasta por la
causa que sostenían los antiguos unitarios. M. Guizot ha dicho en pleno
Parlamento que sus conciudadanos son muy entrometidos; yo no pondré en
duda autoridad tan competente; lo único que aseguraré es que, entre
nosotros, los franceses residentes se mostraron siempre franceses,
europeos y hombres de corazón; si después en Montevideo se han mostrado
lo que en 1828, eso probará que en todos tiempos son entrometidos, o
bien, que hay algo en las cuestiones políticas del Plata que les toca
muy de cerca.
Sin embargo, yo no comprendo cómo concibe M. Guizot que en un país
cristiano, en que los franceses residentes tienen sus hijos y su
fortuna, y esperan hacer de él su patria definitiva, han de mirar con
indiferencia el que se levante y afiance un sistema de gobierno que
destruye todas las garantías de las sociedades civilizadas, y abjura
todas las tradiciones, doctrinas y principios que ligan aquel país a la
gran familia europea.
Si la escena fuese en Turquía o en Persia, comprendo muy bien que serían
entrometidos por demás los extranjeros que se mezclasen en las querellas
de los habitantes; entre nosotros, y cuando las cuestiones son de la
clase de las que allí se ventilan, hallo muy difícil creer que el mismo
M. Guizot conservase cachaza suficiente para no desear siquiera el
triunfo de aquella causa que más de acuerdo está con su educación,
hábitos e ideas europeas. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que los
europeos, de cualquier nación que sean, han abrazado con calor un
partido, y para que esto suceda, causas sociales muy profundas deben
militar para vencer el egoísmo natural al hombre extranjero; más
indiferentes se han mostrado siempre los americanos mismos.
La _Gaceta_ de Rosas se queja hasta hoy de la hostilidad puramente
personal de Purvis y otros agentes europeos que favorecen a los enemigos
de Rosas aun contra las órdenes expresas de sus Gobiernos. Estas
antipatías personales de europeos civilizados, más que la muerte de
Bacle, prepararon el bloqueo. El joven Roger quiso poner el peso de la
Francia en la balanza en que no alcanzaba a pesar bastante el partido
europeo civilizado que destruía Rosas, y M. Martigny, tan apasionado
como él, lo secundó en aquella obra más digna de esa Francia ideal que
nos ha hecho amar la literatura francesa, que de la verdadera Francia,
que anda arrastrándose hoy día tras de todas las cuestiones de hechos
mezquinos y sin elevación de miras.
Una desavenencia con la Francia era para Rosas el bello ideal de su
Gobierno, y no sería dado saber quién agriaba más la discusión, si M.
Roger con sus reclamos, su deseo de hacer caer aquel tirano bárbaro, o
Rosas, animado de su ojeriza contra los extranjeros y sus instituciones,
trajes, costumbres e ideas de gobierno. «Este bloqueo--decía Rosas
frotándose las manos de contento y entusiasmo--va a llevar mi nombre por
todo el mundo, y la América me mirará como el defensor de su
independencia.» Sus anticipaciones han ido más allá de lo que él podía
prometerse, y sin duda que Mehemet-Alí ni Abdel-Kader gozan hoy en la
tierra de una nombradía más sonada que la suya.
En cuanto a Defensor de la Independencia Americana, título que él se ha
arrogado, los hombres ilustrados de América empiezan hoy a disputárselo,
y acaso los hechos vengan tristemente a mostrar que sólo Rosas podía
echar a la Europa sobre la América y forzarla a intervenir en las
cuestiones que de este lado del Atlántico se agitan. La triple
intervención que se anuncia es la primera que ha tenido lugar en los
nuevos Estados americanos.
El bloqueo francés fué la vía pública por la cual llegó a manifestarse
sin embozo el sentimiento llamado propiamente _americanismo_. Todo lo
que de bárbaros tenemos; todo lo que nos separa de la Europa culta, se
mostró desde entonces en la República Argentina organizado en sistema y
dispuesto a formar de nosotros una entidad aparte de los pueblos de
procedencia europea. A la par de la destrucción de todas las
instituciones que nos esforzamos por todas partes en copiar a la Europa,
iba la persecución al frac, a la moda, a las patillas, a los peales del
calzón, a la forma del cuello del chaleco y al peinado que traía el
figurín; y a estas exterioridades europeas se sustituía el pantalón
ancho y suelto, el chaleco colorado, la chaqueta corta, el poncho, como
trajes nacionales, eminentemente americanos, y este mismo don Baldomero
García que hoy nos trae a Chile el _Mueran los salvajes, asquerosos,
inmundos unitarios_, como «signo de conciliación y de paz», fué botado a
empujones del Fuerte un día en que, como magistrado, acudía a un
besamanos, por tener el salvajismo asqueroso e inmundo de presentarse
con frac.
Desde entonces la _Gaceta_ cultiva, ensancha, agita y desenvuelve en el
ánimo de sus lectores el odio a los europeos, el desprecio de los
europeos que quieren conquistarnos. A los franceses los llama
_titiriteros tiñosos_; a Luis Felipe, _guarda chanchos_ unitario, y a la
política europea, _bárbara_, _asquerosa_, _brutal_, _sanguinaria_,
_cruel_, _inhumana_. El bloqueo principia y Rosas escoge medios de
resistirlo, dignos de una guerra entre él y Francia. Quita a los
catedráticos de las Universidades sus rentas; a las escuelas primarias
de hombres y de mujeres, las dotaciones cuantiosas que Rivadavia les
había asignado; cierra todos los establecimientos filantrópicos; los
locos son arrojados a las calles, y los vecinos se encargan de encerrar
en sus casas a aquellos peligrosos desgraciados.
¿No hay una exquisita penetración en estas medidas? ¿No se hace la
verdadera guerra a la Francia, que en luces está a la cabeza de la
Europa, atacándola en la educación pública? El Mensaje de Rosas anuncia
todos los años que el celo de los ciudadanos mantiene los
establecimientos públicos. ¡Bárbaro! ¡Es la _ciudad_, que trata de
salvarse de no ser convertida en pampa si abandona la educación que la
liga al mundo civilizado! Efectivamente: el doctor Alcorta y otros
jóvenes dan lecciones gratis en la Universidad durante muchos años, a
fin de que no se cierren los cursos; los maestros de escuela continúan
enseñando y piden a los padres de familia una limosna para vivir, porque
quieren continuar dando lecciones.
La Sociedad de Beneficencia recorre secretamente las casas en busca de
suscripciones; improvisa recursos para mantener a las heroicas maestras,
que, con tal que no se mueran de hambre, han jurado no cerrar sus
escuelas, y el 25 de Mayo presentan sus millares de alumnas todos los
años, vestidas de blanco, a mostrar su aprovechamiento en los exámenes
públicos... ¡Ah, corazones de piedra! ¿Nos preguntaréis todavía por qué
combatimos?
Diera con lo que precede por terminadas las consecuencias que de la vida
de Facundo Quiroga se han derivado en los hechos históricos y en la
política de la República Argentina, si por conclusión de estos apuntes
aún no me quedara que apreciar las consecuencias morales que ha traído
la lucha de las campañas pastoras con las ciudades y los resultados, ya
favorables, ya adversos, que ha dado para el porvenir de la República.
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miércoles, 18 de marzo de 2015
Facundo: PARTE SEGUNDA - CAPÍTULO NOVENO
CAPÍTULO IX
BARRANCA-YACO
El fuego que por tanto tiempo abrasó la Albania, se apagó ya. Se ha limpiado toda la sangre roja, y las lágrimas de nuestros hijos han sido enjugadas. Ahora nos atamos con el lazo de la confederación y de la amistad.
COLDEN'S, _History of six nations_.
El vencedor de la Ciudadela ha empujado fuera de los confines de la República a los últimos sostenedores del sistema unitario. Las mechas de los cañones están apagadas y las pisadas de los caballos han dejado de turbar el silencio de la Pampa. Facundo ha vuelto a San Juan y desbandado su ejército, no sin devolver en efectos de Tucumán las sumas arrancadas por la violencia a los ciudadanos. ¿Qué queda por hacer? La paz es ahora la condición normal de la República, como lo había sido antes un estado perpetuo de oscilación y de guerra.
Las conquistas de Quiroga habían terminado por destruir todo sentimiento de independencia en las provincias, toda regularidad en la administración. El nombre de Facundo llenaba el vacío de las leyes; la libertad y el espíritu de ciudad habían dejado de existir, y los caudillos de provincia reasumidos en uno general para una porción de la República. Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza y San Luis reposaban, más bien que se movían, bajo la influencia de Quiroga. Lo diré todo de una vez: el federalismo había desaparecido con los unitarios, y la fusión unitaria más completa acababa de obrarse en el interior de la República en la persona del vencedor.
Así, pues, la organización unitaria que Rivadavia había querido dar a la República, y que había ocasionado la lucha, venía realizándose desde el interior; a no ser que, para poner en duda este hecho, concibamos que puede existir federación de ciudades que han perdido toda espontaneidad y están a merced de un caudillo. Pero, no obstante la decepción de las palabras usuales, los hechos son tan claros, que ninguna duda dejan. Facundo habla en Tucumán con desprecio de la soñada federación; propone a sus amigos que se fijen para presidente de la República en un provinciano; indica para candidato al doctor don José Santos Ortiz, ex gobernador de San Luis, su amigo y secretario. «No es gaucho bruto como yo; es doctor y hombre de bien--dice--, sobre todo, el hombre que sabe hacer justicia a sus enemigos merece toda confianza.»
Como se ve, en Facundo, después de haber derrotado a los unitarios y dispersado a los doctores, reaparece su primera idea antes de haber entrado en la lucha, su decisión por la presidencia y su convencimiento de la necesidad de poner orden en los negocios de la República. Sin embargo, algunas dudas lo asaltan. «Ahora, general--le dice alguno--, la nación se constituirá bajo el sistema federal; no queda ni la sombra de los unitarios.--¡Hum!,--contesta meneando la cabeza,--todavía hay _trapitos que machucar_[32]. Y con aire significativo añade:--Los amigos de abajo[33] no quieren Constitución.» Estas palabras las vertía ya desde Tucumán. Cuando le llegaron comunicaciones de Buenos Aires y gacetas en que se registraban los ascensos concedidos a los oficiales generales que habían hecho la estéril campaña de Córdoba, Quiroga decía al general Huidobro: «Vea usted si han sido para mandarme dos títulos en blanco para premiar a mis oficiales, después que nosotros lo hemos hecho todo. ¡Porteños habían de ser!» Sabe que López tiene en su poder su caballo moro sin mandárselo, y Quiroga se enfurece con la noticia. «¡Gaucho, ladrón de vacas!--exclama--, ¡caro te va a costar el placer de montar en bueno!» Y como las amenazas y los denuestos continuasen, Huidobro y otros jefes se alarman de la indiscreción con que se vierte de una manera tan pública.
¿Cuál es el pensamiento secreto de Quiroga? ¿Qué ideas lo preocupan desde entonces? El no es gobernador de ninguna provincia, no conserva ejército sobre las armas; tan sólo le quedaba un nombre reconocido y temido en ocho provincias y aun armamento. A su paso por La Rioja ha dejado escondidos en los bosques todos los fusiles, sables, lanzas y tercerolas que ha recolectado en los ocho pueblos que ha recorrido; pasan de 12.000 armas. Un parque de 26 piezas de artillería queda en la ciudad, con depósitos abundantes de municiones y fornituras; 16.000 caballos escogidos van a pacer en la quebrada de Huaco: que es un inmenso valle cerrado por una estrecha garganta.
La Rioja es, además de la cuna de su poder, el punto central de las provincias que están bajo su influencia. A la menor señal, el arsenal aquel proveerá de elementos de guerra a 12.000 hombres. Y no se crea que lo de esconder los fusiles en los bosques es una ficción poética. Hasta el año 1841 se han estado desenterrando depósitos de fusiles, y créese todavía, aunque sin fundamento, que no se han exhumado todas las armas escondidas bajo de tierra entonces. El año 1830 el general La Madrid se apoderó de un tesoro de 30.000 pesos pertenecientes a Quiroga, y muy luego fué denunciado otro de 15.000.
Quiroga le escribía después haciéndole cargo de 59.000 pesos, que, según su dicho, contenían aquellos dos entierros, que sin duda entre otros había dejado en la Rioja desde antes de la batalla de Oncativo, al mismo tiempo que daba la muerte y tormento a tantos ciudadanos a fin de arrancarles dinero para la guerra. En cuanto a las verdaderas cantidades escondidas, el general La Madrid ha sospechado después que la aserción de Quiroga fuese exacta, por cuanto habiendo caído prisionero el descubridor, ofreció 10.000 pesos por su libertad, y no habiéndola obtenido, se quitó la vida degollándose. Estos acontecimientos son demasiado ilustrativos para que me excuse de referirlos.
El interior tenía, pues, un jefe; y el derrotado de Oncativo, a quien no se habían confiado otras tropas en Buenos Aires que unos centenares de presidiarios, podía ahora mirarse como el segundo, si no el primero, en poder. Para hacer más sensible la escisión de la República en dos fracciones, las provincias litorales del Plata habían celebrado un convenio o federación, por la cual se garantían mutuamente su independencia y libertad; verdad es que el federalismo feudal existía allí fuertemente constituído en López, Santa Fe, Ferré y Rosas, jefes natos de los pueblos que dominaban; porque Rosas empezaba ya a influir como árbitro en los negocios públicos. Con el vencimiento de Lavalle, había sido llamado al Gobierno de Buenos Aires, desempeñándolo hasta 1832 con la regularidad que podría haberlo hecho otro cualquiera. No debo omitir un hecho, sin embargo, que es un antecedente necesario. Rosas solicitó desde los principios ser investido de _facultades extraordinarias_, y no es posible detallar las resistencias que sus partidarios de la _ciudad_ le oponían.
Obtúvolas, empero, a fuerza de ruegos y de seducciones para mientras tanto durase la guerra de Córdoba; concluída la cual, empezaron de nuevo las exigencias de hacerle desnudarse de aquel poder ilimitado. La ciudad de Buenos Aires no concebía por entonces, cualesquiera que fuesen las ideas de partido que dividiesen a sus políticos, cómo podía existir un Gobierno absoluto. Rosas, empero, resistía blandamente, mañosamente. «No es para hacer uso de ellas--decía--, sino porque, como dice mi secretario García Zúñiga, es preciso, como el maestro de escuela, estar con el _chicote_ en la mano para que respeten la autoridad.» La comparación ésta le había parecido irreprochable y la repetía sin cesar.
Los ciudadanos, niños; el gobernador, el hombre, el maestro. El ex gobernador no descendía, empero, a confundirse con los ciudadanos; la obra de tantos años de paciencia y de acción estaba a punto de terminarse; el período legal en que había ejercido el mando le había enseñado todos los secretos de la Ciudadela; conocía sus avenidas sus puntos mal fortificados, y si salía del Gobierno, era sólo para poder tomarlo desde afuera por asalto, sin restricciones constitucionales, sin trabas ni responsabilidad. Dejaba el bastón, pero se armaba de la espada, para venir con ella más tarde, y dejar uno y otra por el hacha y las varas, antigua insignia de los reyes romanos.
Una poderosa expedición de que él se había nombrado jefe, se había organizado durante el último período de su gobierno, para asegurar y ensanchar los límites de la provincia hacia el Sur, teatro de las frecuentes incursiones de los salvajes. Debía hacerse una batida general bajo un plan grandioso; un ejército compuesto de tres divisiones obraría sobre un frente de cuatrocientas leguas, desde Buenos Aires hasta Mendoza. Quiroga debía mandar las fuerzas del interior, mientras que Rosas seguiría la costa del Atlántico con su división. Lo colosal y lo útil de la empresa ocultaba a los ojos del vulgo el pensamiento puramente político que bajo el velo tan especioso se disimulaba. Efectivamente: ¿qué cosa más bella que asegurar la frontera de la República hacia el Sur, escogiendo un gran río por límite con los indios, y resguardándola con una cadena de fuertes, propósito en manera alguna impracticable, y que en el _Viaje de Cruz desde Concepción a Buenos Aires_ había sido luminosamente desenvuelto? Pero Rosas estaba muy distante de ocuparse de empresas que sólo al bienestar de la República propendiesen. Su ejército hizo un paseo marcial hasta el Río Colorado, marchando con lentitud, y haciendo observaciones sobre el terreno, clima y demás circunstancias del país que recorría.
Algunos toldos de indios fueron desbaratados, alguna chusma hecha prisionera; a esto limitáronse los resultados de aquella pomposa expedición, que dejó la frontera indefensa como antes, y como se conserva hasta el día de hoy. Las divisiones de Mendoza y San Luis tuvieron resultados menos felices aún, y regresaron después de una estéril excursión a los desiertos del Sur. Rosas enarboló entonces por la primera vez su bandera colorada, semejante en todo a la de Argel o a la del Japón, y se hizo dar el título de Héroe del Desierto, que venía en corroboración del que ya había obtenido de Ilustre Restaurador de las Leyes, de esas mismas leyes que se proponía abrogar por su base[34].
Facundo, demasiado penetrante para dejarse alucinar sobre el objeto de la gran expedición, permaneció en San Juan hasta el regreso de las divisiones del interior. La de Huidobro, que había entrado al desierto por frente a San Luis, salió en derechura a Córdoba, y a su aproximación fué sofocada una revolución capitaneada por los Castillos, que tenía por objeto quitar del Gobierno a los Reinafé, que obedecían a la influencia de López. Esta revolución se hacía por los intereses y bajo la inspiración de Facundo; los primeros cabecillas fueron desde San Juan, residencia de Quiroga, y todos sus fautores. Arredondo, Camargo, etc., eran sus decididos partidarios. Los periódicos de la época no dijeron nada, empero, sobre las conexiones de Facundo con aquel movimiento; y cuando Huidobro se retiró a sus acantonamientos, y Arredondo y otros caudillos fueron fusilados, nada quedó por hacerse ni decirse sobre aquellos movimientos; porque la guerra que debían hacerse entre sí las dos fracciones de la República, los dos caudillos que se disputaban sordamente el mando, debía serlo sólo de emboscadas, de lazos y de traiciones. Es un combate mudo, en que no se miden fuerzas, sino audacias de parte del uno, y astucia y amaño por parte del otro. Esta lucha entre Quiroga y Rosas es poco conocida, no obstante que abraza un período de cinco años. Ambos se detestan, se desprecian, no se pierden de vista un momento, porque cada uno de ellos siente que su vida y su porvenir dependen del resultado de este juego terrible.
Creo oportuno hacer sensible por un cuadro la geografía política de la República desde 1822 adelante, para que el lector comprenda mejor los movimientos que empiezan a operarse.
REPÚBLICA ARGENTINA
REGIÓN DE LOS ANDES
_Unidad bajo la influencia de Quiroga._
Jujuy. Salta. Tucumán. Catamarca. La Rioja. San Juan. Mendoza. San Luis.
LITORAL DEL PLATA
_Federación bajo el pacto de la Liga Litoral._
Corrientes--Ferré.
Entre Ríos. } Santa Fe. } López. Córdoba. }
Buenos Aires.--Rosas.
_Federación Feudal._
Santiago del Estero bajo la dominación de Ibarra.
López de Santa Fe extendía su influencia sobre Entre Ríos por medio de Echagüe, santafecino y criatura suya, y sobre Córdoba por los Reinafé. Ferré, hombre de espíritu independiente, provincialista, mantuvo a Corrientes fuera de la lucha hasta 1839; bajo el gobierno de Berón de Astrada volvió las armas de aquella provincia contra Rosas, que con su acrecentamiento de poder había hecho ilusorio el pacto de la Liga. Ese mismo Ferré, por ese espíritu de provincialismo estrecho, declaró desertor en 1840 a Lavalle, por haber pasado el Paraná con el ejército correntino; y después de la batalla de Caaguazú quitó al general Paz el ejército victorioso, haciendo así malograr las ventajas decisivas que pudo producir aquel triunfo.
Ferré en estos procedimientos, como en la Liga Litoral que en años atrás había promovido, estaba inspirado por el espíritu provincial de independencia y aislamiento, que había despertado en todos los ánimos la revolución de la independencia. Así, pues, el mismo sentimiento que había echado a Corrientes en la oposición a la Constitución unitaria de 1826, le hacía desde 1838 echarse en la oposición a Rosas que centralizaba el poder. De aquí nacen los desaciertos de aquel caudillo y los desastres que se siguieron a la batalla de Caaguazú, estéril no sólo para la República en general, sino para la provincia misma de Corrientes; pues centralizado el resto de la nación por Rosas, mal podría ella conservar su independencia feudal y federal.
Terminada la expedición al Sur, o, por mejor decir, desbaratada porque no tenía verdadero plan ni fin real, Facundo se marchó a Buenos Aires acompañado de su escolta y de Barcala, y entra en la ciudad sin haberse tomado la molestia de anunciar a nadie su llegada. Estos procedimientos subversivos de toda forma recibida, podrían dar lugar a muy largos comentarios, si no fueran sistemáticos y característicos. ¿Qué objeto llevaba a Quiroga esta vez a Buenos Aires? ¿Es otra invasión que, como la de Mendoza, hace sobre el centro del poder de su rival? El espectáculo de la civilización, ¿ha dominado al fin su rudeza selvática, y quiere vivir en el seno del lujo y de las comodidades? Yo creo que todas estas causas reunidas aconsejaron a Facundo su mal aconsejado viaje a Buenos Aires. El poder educa, y Quiroga tenía todas las altas dotes de espíritu que permiten a un hombre corresponder siempre a su nueva posición, por encumbrada que sea. Facundo se establece en Buenos Aires, y bien pronto se ve rodeado de los hombres más notables; compra seiscientos mil pesos de fondos públicos; juega a la alta y baja; habla con desprecio de Rosas; declárase unitario entre los unitarios, y la palabra constitución no abandona sus labios. Su vida pasada, sus actos de barbarie, poco conocidos en Buenos Aires, son explicados entonces y justificados por la necesidad de vencer, por la de su propia conservación. Su conducta es mesurada, su aire noble e imponente, no obstante que lleva _chaqueta_, el poncho terciado, y la barba y el pelo enormemente abultados.
Quiroga, durante su residencia en Buenos Aires, hace algunos ensayos de su poder personal. Un hombre con cuchillo en mano no quería entregarse a un sereno. Acierta a pasar Quiroga por el lugar de la escena, embozado en su poncho como siempre; párase a ver, y súbitamente arroja el poncho, lo abraza e inmoviliza. Después de desarmarlo, él mismo lo conduce a la Policía, sin haber querido dar a su nombre al sereno, como tampoco lo dió en la Policía, donde fué, sin embargo, reconocido por un oficial; los diarios publicaron al día siguiente aquel acto de arrojo. Sabe una vez que cierto boticario ha hablado con desprecio de sus actos de barbarie en el interior. Facundo se dirije a su botica y lo interroga. El boticario se le impone y le dice que allí no está en las provincias para atropellar a nadie impunemente.
Este suceso llena de placer a toda la ciudad de Buenos Aires. ¡Pobre Buenos Aires, tan candorosa, tan engreída con sus instituciones! ¡Un año más y seréis tratada con más brutalidad que fué tratado el interior por Quiroga! La Policía hace entrar sus satélites a la habitación misma de Quiroga en persecución del huésped de la casa, y Facundo, que se ve tratado tan sin miramiento, extiende el brazo, coge el puñal, se endereza en la cama donde está recostado, y en seguida vuelve a reclinarse y abandona lentamente el arma homicida. Siente que hay allí otro poder que el suyo, y que pueden meterlo en la cárcel si se hace justicia a sí mismo.
Sus hijos están en los mejores colegios; jamás les permite vestir sino frac o levita, y a uno de ellos que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta que se arrepienta de su locura. Cuando algún coronel le habla de enrolar en su cuerpo en clase de oficial a alguno de sus hijos: «si fuera en un regimiento mandado por Lavalle--contesta burlándose--, ya; ¡pero en estos cuerpos!...» Si se habla de escritores, ninguno hay que, en su concepto, pueda rivalizar con los Varela, que tanto mal han dicho de él. Los únicos hombres honrados que tiene la República son Rivadavia y Paz: «ambos tenían las más sanas intenciones». A los unitarios sólo exige un secretario como el doctor Ocampo, un político que redacte una Constitución, y con una imprenta se marchará a San Luis, y desde allí la enseñará a toda la República en la punta de una lanza.
Quiroga, pues, se presenta como el centro de una nueva tentativa de reorganizar la República; y pudiera decirse que conspira abiertamente, si todos estos propósitos, todas aquellas bravatas no careciesen de hechos que viniesen a darles cuerpo. La falta de hábitos de trabajo, la pereza de pastor, la costumbre de esperarlo todo del terror, acaso la novedad del teatro de acción, paralizan su pensamiento, lo mantienen en una expectativa funesta que lo compromete últimamente y lo entrega maniatado a su astuto rival. No han quedado hechos ningunos que acrediten que Quiroga se proponía obrar inmediatamente, si no son sus inteligencias con los gobernadores del interior, y sus indiscretas palabras repetidas por unitarios y federales, sin que los primeros se resuelvan a fiar su suerte en manos como las suyas, ni los federales lo rechacen como desertor de sus filas.
Y mientras tanto que se abandona así a una peligrosa indolencia, ve cada día acercarse la boa que ha de sofocarlo en sus redobladas lazadas. El año 1833, Rosas se hallaba ocupado en su fantástica expedición, y tenía su ejército obrando al sur de Buenos Aires, desde donde observaba al gobierno de Balcarce. La provincia de Buenos Aires presentó poco después uno de los espectáculos más singulares. Me imagino lo que sucedería en la tierra si un poderoso cometa se acercase a ella: al principio, el malestar general; después, rumores sordos, vagos; en seguida, las oscilaciones del globo atraído fuera de su órbita; hasta que al fin los sacudimientos convulsivos, el desplome de las montañas, el cataclismo, traerían el caos que precede a cada una de las creaciones sucesivas de que nuestro globo ha sido teatro.
Tal era la influencia que Rosas ejercía en 1834. El Gobierno de Buenos Aires se sentía cada vez más circunscrito en su acción, más embarazado en su marcha, más dependiente del Héroe del Desierto. Cada comunicación de éste era un reproche dirigido a su Gobierno, una cantidad exorbitante exigida para el ejército, alguna demanda inusitada; luego la campaña no obedecía a la ciudad, y era preciso poner a Rosas la queja de este desacato de sus edictos. Más tarde, la desobediencia entraba en la ciudad misma; últimamente, hombres armados recorrían las calles a caballo disparando tiros, que daban muerte a algunos transeúntes. Esta desorganización de la sociedad iba de día en día aumentándose como un cáncer y avanzando hasta el corazón, si bien podía discernirse el camino que traía desde la tienda de Rosas a la campaña, de la campaña a un barrio de la ciudad, de allí a cierta clase de hombres, los carniceros, que eran los principales instigadores.
El gobierno de Balcarce había sucumbido en 1833, al empuje de este desbordamiento de la campaña sobre la ciudad. El partido de Rosas trabajaba con ardor para abrir un largo y despejado camino al Héroe del Desierto, que se aproximaba a recibir la ovación merecida: el Gobierno; pero el partido federal de la _ciudad_ burla todavía sus esfuerzos si quiere hacer frente. La Junta de Representantes se reúne en medio del conflicto que trae la acefalia del Gobierno, y el general Viamont, a su llamado, se presenta con la prisa en traje de casa y se atreve aún a hacerse cargo del Gobierno. Por un momento parece que el orden se restablece y la pobre ciudad respira; pero luego principia la misma agitación, los mismos manejos, los grupos de hombres que recorren las calles, que distribuyen latigazos a los pasantes.
Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante dos años, con este extraño y sistemático desquiciamiento. De repente se veían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertas que se cerraban iba repitiéndose de manzana en manzana, de calle en calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién sabe! Alguno había dicho que venían..., que se divisaba un grupo..., que se había oído el tropel lejano de caballos.
Una de estas veces marchaba Facundo Quiroga por una calle seguido de un ayudante, y al ver a estos hombres con frac que corren por las veredas, a las señoras que huyen sin saber de qué, Quiroga se detiene, pasea una mirada de desdén sobre aquellos grupos, y dice a su edecán: «Este pueblo se ha enloquecido.» Facundo había llegado a Buenos Aires poco después de la caída de Balcarce. «Otra cosa hubiera sucedido--decía--si yo hubiese estado aquí.--¿Y qué habría hecho, general?--le replicaba uno de los que escuchándole había; S. E. no tiene influencia sobre esta plebe de Buenos Aires.» Entonces Quiroga, levantando la cabeza, sacudiendo su negra melena, y despidiendo rayos de sus ojos, le dice con voz breve y seca: «¡Mire usted!, habría salido a la calle, y al primer hombre que hubiera encontrado, le habría dicho: ¡sígame!; ¡y ese hombre me habría seguido!» Tal era la avasalladora energía de las palabras de Quiroga, tan imponente su fisonomía, que el incrédulo bajó la vista aterrado, y por largo tiempo nadie se atrevió a desplegar los labios.
El general Viamont renuncia al fin, porque ve que no se puede gobernar, que hay una mano poderosa que detiene las ruedas de la administración. Búscase alguien que quiera reemplazarlo; se pide por favor a los más animosos que se hagan cargo del bastón, y nadie quiere; todos se encogen de hombros y ganan sus casas amedrentados. Al fin se coloca a la cabeza del Gobierno al doctor Maza, el maestro, el mentor y amigo de Rosas, y creen haber puesto remedio al mal que los aqueja. ¡Vana esperanza! El malestar crece, lejos de disminuir.
Anchorena se presenta al Gobierno pidiendo que reprima los desórdenes, y sabe que no hay medio alguno a su alcance; que la fuerza de la Policía no obedece; que hay órdenes de afuera. El general Guido, el doctor Alcorta, dejan oír todavía en la Junta de Representantes algunas protestas enérgicas contra aquella agitación convulsiva en que se tiene a la ciudad; pero el mal sigue, y para agravarlo, Rosas reprocha al Gobierno, desde su campamento, los desórdenes que él mismo fomenta. ¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Gobernar? Una comisión de la Sala va a ofrecerle el Gobierno; le dice que sólo él puede poner término a aquella angustia, a aquella agonía de dos años. Pero Rosas no quiere gobernar, y nuevas comisiones, nuevos ruegos. Al fin halla medio de conciliarlo todo. Les hará el favor de gobernar, si los tres años que abraza el período legal se prolongan a cinco, y se le entrega la _suma_ del Poder público, palabra nueva cuyo alcance sólo él comprende.
En estas transacciones se hallaba la ciudad de Buenos Aires y Rosas, cuando llega la noticia de un desavenimiento entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que podía hacer estallar la guerra. Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecido de la escena política, y dos desde que los federales de la ciudad, los _lomos negros_, han perdido toda influencia en el Gobierno, cuando más tiene valor para exigir algunas condiciones que hagan tolerable la capitulación. Rosas, entretanto que la _ciudad_ se rinde a discreción, con sus constituciones, sus garantías individuales, con sus responsabilidades impuestas al Gobierno, agita fuera de Buenos Aires otra máquina no menos complicada.
Sus relaciones con López de Santa Fe son activas, y tiene además una entrevista en que conferencian ambos caudillos; el Gobierno de Córdoba está bajo la influencia de López, que ha puesto a su cabeza a los Reinafé. Invítase a Facundo a ir a interponer su influencia para apagar las chispas que se han levantado en el Norte de la República; nadie sino él está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste, vacila; pero se decide al fin. El 18 de diciembre de 1835 sale de Buenos Aires, y al subir a la galera, dirige en presencia de varios amigos sus adioses a la ciudad. «Si salgo bien--dice, agitando la mano--, te volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!» ¿Qué siniestros presentimientos vienen a asomar en aquel momento su faz lívida, en el ánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector que algo parecido manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que debía terminar en Waterlóo?
Apenas ha andado media jornada, encuentra un arroyo fangoso que detiene la galera. El vecino maestro de posta acude solícito a pasarla; se ponen nuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos, y la galera no avanza. Quiroga se enfurece, y hace uncir a las varas al mismo maestro de posta. La brutalidad y el terror vuelven a aparecer desde que se halla en el campo, en medio de aquella naturaleza y de aquella sociedad semibárbara.
Vencido aquel primer obstáculo, la galera sigue cruzando la Pampa como una exhalación; camina todos los días hasta las dos de la mañana, y se pone en marcha de nuevo a las cuatro. Acompáñale el doctor Ortiz, su secretario, y un joven conocido, a quien a su salida encontró inhabilitado de ir adelante por la fractura de las ruedas de su vehículo. En cada posta a que llega hace preguntar inmediatamente: «¿A qué hora ha pasado un chasque de Buenos Aires?--Hace una hora--¡Caballos sin pérdida de momento!»--grita Quiroga. Y la marcha continúa. Para hacer más penosa la situación, parecía que las cataratas del cielo se habían abierto; durante tres días la lluvia no cesa un momento, y el camino se ha convertido en un torrente.
Al entrar en la jurisdicción de Santa Fe la inquietud de Quiroga se aumenta, y se torna en visible angustia cuando en la posta de Pavón sabe que no hay caballos y que el maestro de posta está ausente. El tiempo que pasa antes de procurarse nuevos tiros es una agonía mortal para Facundo, que grita a cada momento: «¡Caballos! ¡Caballos!» Sus compañeros de viaje nada comprenden de este extraño sobresalto, asombrados de ver a este hombre, el terror de los pueblos, asustadizo ahora y lleno de temores, al parecer quiméricos. Cuando la galera logra ponerse en marcha, murmura en voz baja, como si hablara consigo mismo: «Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás.» En el paso del Río Tercero acuden los gauchos de la vecindad a ver al famoso Quiroga, y pasan la galera punto menos que a hombros.
Ultimamente llega a la ciudad de Córdoba a las nueve y media de la noche, y una hora después del arribo del chasque de Buenos Aires, a quien ha venido pisando desde su salida. Uno de los Reinafé acude a la posta, donde Facundo está aún en la galera pidiendo caballos, que no hay en aquel momento. Salúdalo con respeto y efusión; suplícale que pase la noche en la ciudad, donde el Gobierno se prepara a hospedarlo dignamente. «¡Caballos necesito!», es la breve respuesta que da Quiroga. «¡Caballos!», replica a cada nueva manifestación de interés o solicitud de parte de Reinafé, que se retira al fin humillado, y Facundo parte para su destino a las doce de la noche.
La ciudad de Córdoba, entretanto, estaba agitada por los más extraños rumores; los amigos del joven que ha venido por casualidad en compañía de Quiroga, y que se queda en Córdoba, su patria, van en tropel a visitarlo. Se admiran de verlo vivo y le hablan del peligro inminente de que se ha salvado. Quiroga debía ser asesinado en tal punto; los asesinos son N. y N.; las pistolas han sido compradas en tal almacén; han sido vistos N. y N. para encargarse de la ejecución, y se han negado. Quiroga los ha sorprendido con la asombrosa rapidez de su marcha, pues no bien llega el chasque que anuncia su próximo arribo, cuando se presenta él mismo y hace abortar todos los preparativos. Jamás se ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba está instruída de los más mínimos detalles del crimen que el Gobierno intenta, y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las conversaciones.
Quiroga, en tanto, llega a su destino, arregla las diferencias entre los gobernantes hostiles y regresa por Córdoba, a despecho de las reiteradas instancias de los gobernadores de Santiago y Tucumán, que le ofrecen una gruesa escolta para su custodia, aconsejándole tomar el camino de Cuyo para regresar. ¿Qué genio vengativo cierra su corazón y sus oídos y le hace obstinarse en volver a desafiar a sus enemigos, sin escolta, sin medios adecuados de defensa? ¿Por qué no toma el camino de Cuyo, desentierra sus inmensos depósitos de armas a su paso por La Rioja y arma las ocho provincias que están bajo su influencia? Quiroga lo sabe todo; aviso tras de aviso ha recibido en Santiago del Estero; sabe el peligro de que su diligencia lo ha salvado; sabe el nuevo y más inminente que le aguarda, porque no han desistido sus enemigos del concebido designio. «¡A Córdoba!», grita a los postillones al ponerse en marcha, como si Córdoba fuese el término de su viaje[35].
Antes de llegar a la posta del Ojo de Agua, un joven sale del bosque y se dirige hacia la galera, requiriendo al postillón que se detenga. Quiroga asoma la cabeza por la portezuela y le pregunta lo que se le ofrece. «Quiero hablar al doctor Ortiz.» Desciende éste y sabe lo siguiente: «En las inmediaciones del lugar llamado Barranca-Yaco está apostado Santos Pérez con una partida; al arribo de la galera deben hacerle fuego de ambos lados y matar en seguida de postillón arriba; nadie debe escapar; ésta es la orden.» El joven, que ha sido en otro tiempo favorecido por el doctor Ortiz, ha venido a salvarlo; tiénele caballo allí mismo para que monte y se escape con él; su hacienda está inmediata. El secretario, asustado, pone en conocimiento de Facundo lo que acaba de saber y le insta para que se ponga en seguridad. Facundo interroga de nuevo al joven Sandivaras, le da las gracias por su buena acción, pero lo tranquiliza sobre los temores que abriga. «No ha nacido todavía--le dice con voz enérgica--el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga. A un grito mío esa partida mañana se pondrá a mis órdenes y me servirá de escolta hasta Córdoba. Vaya usted, amigo, sin cuidado.»
Estas palabras de Quiroga, de que yo no he tenido noticia hasta este momento, explican la causa de su extraña obstinación en ir a desafiar la muerte. El orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de su elevación, lo llevan maniatado a la sangrienta catástrofe que debe terminar su vida. Tiene a menos evitar el peligro y cuenta con el terror de su nombre para hacer caer las cuchillas levantadas sobre su cabeza. Esta explicación me la daba a mí mismo antes de saber que sus propias palabras la habían hecho inútil.
La noche que pasaron los viajeros de la posta del Ojo de Agua es de tal manera angustiosa para el infeliz secretario, que va a una muerte cierta e inevitable, y que carece del valor y de la temeridad que anima a Quiroga, que creo no deber omitir ninguno de sus detalles, tanto más cuanto que, siendo, por fortuna, sus pormenores tan auténticos, sería criminal descuido no conservarlos, porque si alguna vez un hombre ha apurado todas las heces de la agonía; si alguna vez la muerte ha debido parecer horrible, es aquélla en que un triste deber, el de acompañar a un amigo temerario, nos la impone, cuando no hay infamia ni deshonor en evitarla[36].
El doctor Ortiz llama aparte al maestro de posta y le interroga encarecidamente sobre lo que sabe acerca de los extraños avisos que han recibido, asegurándole no abusar de su confianza. ¡Qué pormenores va a oír! Santos Pérez ha estado allí, con una partida de treinta hombres, una hora antes de su arribo; van todos armados de tercerola y sable; están ya apostados en el lugar designado; deben morir todos los que acompañan a Quiroga; así lo ha dicho Santos Pérez al mismo maestro de posta. Esta confirmación de la noticia recibida de antemano no altera en nada la determinación de Quiroga, que después de tomar una taza de chocolate, según su costumbre, se duerme profundamente.
El doctor Ortiz gana también la cama, no para dormir, sino para acordarse de su esposa, de sus hijos, a quienes no volverá a ver más. Y todo, ¿por qué? Por no arrostrar el enojo de un temible amigo; por no incurrir en la tacha de desleal. A media noche la inquietud de la agonía le hace insoportable la cama; levántase y va a buscar a su confidente: «¿Duermes, amigo?--le pregunta en voz baja.--¡Quién ha de dormir, señor, con esta cosa tan horrible!--¿Con que no hay duda? ¡Qué suplicio el mío!--Imagínese, señor, cómo estaré yo, que tengo que mandar dos postillones, que deben ser muertos también. Esto me mata. Aquí hay un niño que es sobrino del sargento de la partida, y pienso mandarlo; pero el otro... ¿a quién mandaré? ¡A hacerlo morir inocentemente!»
El doctor Ortiz hace un último esfuerzo para salvar su vida y la del compañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detalles que acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña si se obstina en hacerse matar inútilmente. Facundo, con gesto airado y palabras groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligro en contrariarlo allí que el que le aguarda en Barranca-Yaco, y fuerza es someterse sin más réplica. Quiroga manda a su asistente, que es un valiente negro, a que limpie algunas armas de fuego que vienen en la galera y las cargue; a esto se reducen todas sus precauciones.
Llega el día, por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale, a más del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han reunido por casualidad y el negro que va a caballo. Llega al punto fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos, y en un momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace por un momento vacilar a aquella turba. Pregunta por el comandante de la partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga «¿qué significa esto?», recibe por toda contestación un balazo en un ojo, que le deja muerto.
Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al malaventurado secretario, y manda, concluída la ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos y el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo. «¿Qué muchacho es éste?--pregunta viendo al niño de la posta, único que queda vivo.--Este es un sobrino mío--contesta el sargento de la partida--; yo respondo de él con mi vida.» Santos Pérez se acerca al sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida, desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo degüella, a pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de un peligro.
Este último gemido del niño es, sin embargo, el único suplicio que martiriza a Santos Pérez. Después, huyendo de las partidas que lo persiguen, oculto entre las breñas de las rocas o en los bosques enmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Si a la vacilante claridad de las estrellas se aventura a salir de su guarida sus miradas inquietas se hunden en la obscuridad de los árboles sombríos para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte el bultito blanquecino del niño, y cuando llega al lugar donde hacen encrucijada dos caminos, le arredra ver venir por el que él deja al niño animando su caballo. Facundo decía también que un solo remordimiento la aquejaba: ¡la muerte de los 26 oficiales fusilados en Mendoza!
¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el gaucho malo de la campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras inauditas. Mientras permaneció el general Paz en Córdoba, acaudilló las montoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempo el pago de Santa Catalina fué una republiqueta adonde los veteranos del ejército no pudieron penetrar. Con miras más elevadas habría sido el digno rival de Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino. Era alto de talle, hermoso de cara, de color pálido y barba negra y rizada. Largo tiempo fué después perseguido por la justicia, y nada menos que 400 hombres andaban en su busca. Al principio los Reinafé lo llamaron, y en la casa del Gobierno fué recibido amigablemente. Al salir de la entrevista empezó a sentir una extraña descompostura de estómago, que le sugirió la idea de consultar a un médico amigo suyo, quien, informado por él de haber tomado una copa de licor que se le brindó, le dió un elixir que le hizo arrojar oportunamente el arsénico que el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución, el comandante Casanovas, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía algo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que el escuadrón de que el comandante Casanovas era jefe hacía el ejercicio al frente de su casa, Santos Pérez se desmonta y le dice: «Aquí estoy; ¿qué quería decirme?--¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá; siéntese.--¡No! ¿Para qué me ha hecho llamar?» El comandante, sorprendido así, vacila y no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo comprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda, le dice: «¡Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venido para convencerme no más.» Cuando se dió orden al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogieron dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil.
Había dado de golpes a la querida con quien dormía; ésta, sintiéndolo profundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla. Cuando despierta, rodeado de fusiles apuntados a su pecho, echa mano a las pistolas, y no encontrándolas: «Estoy rendido--dice con serenidad.--¡Me han quitado las pistolas!» El día que lo entraron en Buenos Aires, una muchedumbre inmensa se había reunido en la puerta de la casa del Gobierno.
A su vista gritaba el populacho: _¡Muera Santos Pérez!_, y él, meneando desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella multitud, murmuraba tan sólo estas palabras: «¡Tuviera aquí mi cuchillo!» Al bajar del carro que lo conducía a la cárcel, gritó repetidas veces: «¡Muera el tirano!»; y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca, como la de Danton, dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban de vez en cuando en el cadalso como en un andamio de arquitectos.
El Gobierno de Buenos Aires dió un aparato solemne a la ejecución de los asesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada y acribillada de balazos estuvo largo tiempo expuesta a examen del pueblo, y el retrato de Quiroga, como la vista del patíbulo y de los ajusticiados, fueron litografiados y distribuídos por millares, como también extractos del proceso, que se dió a luz en un volumen en folio. La Historia imparcial espera todavía datos y revelaciones para señalar con su dedo al instigador de los asesinos.
BARRANCA-YACO
El fuego que por tanto tiempo abrasó la Albania, se apagó ya. Se ha limpiado toda la sangre roja, y las lágrimas de nuestros hijos han sido enjugadas. Ahora nos atamos con el lazo de la confederación y de la amistad.
COLDEN'S, _History of six nations_.
El vencedor de la Ciudadela ha empujado fuera de los confines de la República a los últimos sostenedores del sistema unitario. Las mechas de los cañones están apagadas y las pisadas de los caballos han dejado de turbar el silencio de la Pampa. Facundo ha vuelto a San Juan y desbandado su ejército, no sin devolver en efectos de Tucumán las sumas arrancadas por la violencia a los ciudadanos. ¿Qué queda por hacer? La paz es ahora la condición normal de la República, como lo había sido antes un estado perpetuo de oscilación y de guerra.
Las conquistas de Quiroga habían terminado por destruir todo sentimiento de independencia en las provincias, toda regularidad en la administración. El nombre de Facundo llenaba el vacío de las leyes; la libertad y el espíritu de ciudad habían dejado de existir, y los caudillos de provincia reasumidos en uno general para una porción de la República. Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza y San Luis reposaban, más bien que se movían, bajo la influencia de Quiroga. Lo diré todo de una vez: el federalismo había desaparecido con los unitarios, y la fusión unitaria más completa acababa de obrarse en el interior de la República en la persona del vencedor.
Así, pues, la organización unitaria que Rivadavia había querido dar a la República, y que había ocasionado la lucha, venía realizándose desde el interior; a no ser que, para poner en duda este hecho, concibamos que puede existir federación de ciudades que han perdido toda espontaneidad y están a merced de un caudillo. Pero, no obstante la decepción de las palabras usuales, los hechos son tan claros, que ninguna duda dejan. Facundo habla en Tucumán con desprecio de la soñada federación; propone a sus amigos que se fijen para presidente de la República en un provinciano; indica para candidato al doctor don José Santos Ortiz, ex gobernador de San Luis, su amigo y secretario. «No es gaucho bruto como yo; es doctor y hombre de bien--dice--, sobre todo, el hombre que sabe hacer justicia a sus enemigos merece toda confianza.»
Como se ve, en Facundo, después de haber derrotado a los unitarios y dispersado a los doctores, reaparece su primera idea antes de haber entrado en la lucha, su decisión por la presidencia y su convencimiento de la necesidad de poner orden en los negocios de la República. Sin embargo, algunas dudas lo asaltan. «Ahora, general--le dice alguno--, la nación se constituirá bajo el sistema federal; no queda ni la sombra de los unitarios.--¡Hum!,--contesta meneando la cabeza,--todavía hay _trapitos que machucar_[32]. Y con aire significativo añade:--Los amigos de abajo[33] no quieren Constitución.» Estas palabras las vertía ya desde Tucumán. Cuando le llegaron comunicaciones de Buenos Aires y gacetas en que se registraban los ascensos concedidos a los oficiales generales que habían hecho la estéril campaña de Córdoba, Quiroga decía al general Huidobro: «Vea usted si han sido para mandarme dos títulos en blanco para premiar a mis oficiales, después que nosotros lo hemos hecho todo. ¡Porteños habían de ser!» Sabe que López tiene en su poder su caballo moro sin mandárselo, y Quiroga se enfurece con la noticia. «¡Gaucho, ladrón de vacas!--exclama--, ¡caro te va a costar el placer de montar en bueno!» Y como las amenazas y los denuestos continuasen, Huidobro y otros jefes se alarman de la indiscreción con que se vierte de una manera tan pública.
¿Cuál es el pensamiento secreto de Quiroga? ¿Qué ideas lo preocupan desde entonces? El no es gobernador de ninguna provincia, no conserva ejército sobre las armas; tan sólo le quedaba un nombre reconocido y temido en ocho provincias y aun armamento. A su paso por La Rioja ha dejado escondidos en los bosques todos los fusiles, sables, lanzas y tercerolas que ha recolectado en los ocho pueblos que ha recorrido; pasan de 12.000 armas. Un parque de 26 piezas de artillería queda en la ciudad, con depósitos abundantes de municiones y fornituras; 16.000 caballos escogidos van a pacer en la quebrada de Huaco: que es un inmenso valle cerrado por una estrecha garganta.
La Rioja es, además de la cuna de su poder, el punto central de las provincias que están bajo su influencia. A la menor señal, el arsenal aquel proveerá de elementos de guerra a 12.000 hombres. Y no se crea que lo de esconder los fusiles en los bosques es una ficción poética. Hasta el año 1841 se han estado desenterrando depósitos de fusiles, y créese todavía, aunque sin fundamento, que no se han exhumado todas las armas escondidas bajo de tierra entonces. El año 1830 el general La Madrid se apoderó de un tesoro de 30.000 pesos pertenecientes a Quiroga, y muy luego fué denunciado otro de 15.000.
Quiroga le escribía después haciéndole cargo de 59.000 pesos, que, según su dicho, contenían aquellos dos entierros, que sin duda entre otros había dejado en la Rioja desde antes de la batalla de Oncativo, al mismo tiempo que daba la muerte y tormento a tantos ciudadanos a fin de arrancarles dinero para la guerra. En cuanto a las verdaderas cantidades escondidas, el general La Madrid ha sospechado después que la aserción de Quiroga fuese exacta, por cuanto habiendo caído prisionero el descubridor, ofreció 10.000 pesos por su libertad, y no habiéndola obtenido, se quitó la vida degollándose. Estos acontecimientos son demasiado ilustrativos para que me excuse de referirlos.
El interior tenía, pues, un jefe; y el derrotado de Oncativo, a quien no se habían confiado otras tropas en Buenos Aires que unos centenares de presidiarios, podía ahora mirarse como el segundo, si no el primero, en poder. Para hacer más sensible la escisión de la República en dos fracciones, las provincias litorales del Plata habían celebrado un convenio o federación, por la cual se garantían mutuamente su independencia y libertad; verdad es que el federalismo feudal existía allí fuertemente constituído en López, Santa Fe, Ferré y Rosas, jefes natos de los pueblos que dominaban; porque Rosas empezaba ya a influir como árbitro en los negocios públicos. Con el vencimiento de Lavalle, había sido llamado al Gobierno de Buenos Aires, desempeñándolo hasta 1832 con la regularidad que podría haberlo hecho otro cualquiera. No debo omitir un hecho, sin embargo, que es un antecedente necesario. Rosas solicitó desde los principios ser investido de _facultades extraordinarias_, y no es posible detallar las resistencias que sus partidarios de la _ciudad_ le oponían.
Obtúvolas, empero, a fuerza de ruegos y de seducciones para mientras tanto durase la guerra de Córdoba; concluída la cual, empezaron de nuevo las exigencias de hacerle desnudarse de aquel poder ilimitado. La ciudad de Buenos Aires no concebía por entonces, cualesquiera que fuesen las ideas de partido que dividiesen a sus políticos, cómo podía existir un Gobierno absoluto. Rosas, empero, resistía blandamente, mañosamente. «No es para hacer uso de ellas--decía--, sino porque, como dice mi secretario García Zúñiga, es preciso, como el maestro de escuela, estar con el _chicote_ en la mano para que respeten la autoridad.» La comparación ésta le había parecido irreprochable y la repetía sin cesar.
Los ciudadanos, niños; el gobernador, el hombre, el maestro. El ex gobernador no descendía, empero, a confundirse con los ciudadanos; la obra de tantos años de paciencia y de acción estaba a punto de terminarse; el período legal en que había ejercido el mando le había enseñado todos los secretos de la Ciudadela; conocía sus avenidas sus puntos mal fortificados, y si salía del Gobierno, era sólo para poder tomarlo desde afuera por asalto, sin restricciones constitucionales, sin trabas ni responsabilidad. Dejaba el bastón, pero se armaba de la espada, para venir con ella más tarde, y dejar uno y otra por el hacha y las varas, antigua insignia de los reyes romanos.
Una poderosa expedición de que él se había nombrado jefe, se había organizado durante el último período de su gobierno, para asegurar y ensanchar los límites de la provincia hacia el Sur, teatro de las frecuentes incursiones de los salvajes. Debía hacerse una batida general bajo un plan grandioso; un ejército compuesto de tres divisiones obraría sobre un frente de cuatrocientas leguas, desde Buenos Aires hasta Mendoza. Quiroga debía mandar las fuerzas del interior, mientras que Rosas seguiría la costa del Atlántico con su división. Lo colosal y lo útil de la empresa ocultaba a los ojos del vulgo el pensamiento puramente político que bajo el velo tan especioso se disimulaba. Efectivamente: ¿qué cosa más bella que asegurar la frontera de la República hacia el Sur, escogiendo un gran río por límite con los indios, y resguardándola con una cadena de fuertes, propósito en manera alguna impracticable, y que en el _Viaje de Cruz desde Concepción a Buenos Aires_ había sido luminosamente desenvuelto? Pero Rosas estaba muy distante de ocuparse de empresas que sólo al bienestar de la República propendiesen. Su ejército hizo un paseo marcial hasta el Río Colorado, marchando con lentitud, y haciendo observaciones sobre el terreno, clima y demás circunstancias del país que recorría.
Algunos toldos de indios fueron desbaratados, alguna chusma hecha prisionera; a esto limitáronse los resultados de aquella pomposa expedición, que dejó la frontera indefensa como antes, y como se conserva hasta el día de hoy. Las divisiones de Mendoza y San Luis tuvieron resultados menos felices aún, y regresaron después de una estéril excursión a los desiertos del Sur. Rosas enarboló entonces por la primera vez su bandera colorada, semejante en todo a la de Argel o a la del Japón, y se hizo dar el título de Héroe del Desierto, que venía en corroboración del que ya había obtenido de Ilustre Restaurador de las Leyes, de esas mismas leyes que se proponía abrogar por su base[34].
Facundo, demasiado penetrante para dejarse alucinar sobre el objeto de la gran expedición, permaneció en San Juan hasta el regreso de las divisiones del interior. La de Huidobro, que había entrado al desierto por frente a San Luis, salió en derechura a Córdoba, y a su aproximación fué sofocada una revolución capitaneada por los Castillos, que tenía por objeto quitar del Gobierno a los Reinafé, que obedecían a la influencia de López. Esta revolución se hacía por los intereses y bajo la inspiración de Facundo; los primeros cabecillas fueron desde San Juan, residencia de Quiroga, y todos sus fautores. Arredondo, Camargo, etc., eran sus decididos partidarios. Los periódicos de la época no dijeron nada, empero, sobre las conexiones de Facundo con aquel movimiento; y cuando Huidobro se retiró a sus acantonamientos, y Arredondo y otros caudillos fueron fusilados, nada quedó por hacerse ni decirse sobre aquellos movimientos; porque la guerra que debían hacerse entre sí las dos fracciones de la República, los dos caudillos que se disputaban sordamente el mando, debía serlo sólo de emboscadas, de lazos y de traiciones. Es un combate mudo, en que no se miden fuerzas, sino audacias de parte del uno, y astucia y amaño por parte del otro. Esta lucha entre Quiroga y Rosas es poco conocida, no obstante que abraza un período de cinco años. Ambos se detestan, se desprecian, no se pierden de vista un momento, porque cada uno de ellos siente que su vida y su porvenir dependen del resultado de este juego terrible.
Creo oportuno hacer sensible por un cuadro la geografía política de la República desde 1822 adelante, para que el lector comprenda mejor los movimientos que empiezan a operarse.
REPÚBLICA ARGENTINA
REGIÓN DE LOS ANDES
_Unidad bajo la influencia de Quiroga._
Jujuy. Salta. Tucumán. Catamarca. La Rioja. San Juan. Mendoza. San Luis.
LITORAL DEL PLATA
_Federación bajo el pacto de la Liga Litoral._
Corrientes--Ferré.
Entre Ríos. } Santa Fe. } López. Córdoba. }
Buenos Aires.--Rosas.
_Federación Feudal._
Santiago del Estero bajo la dominación de Ibarra.
López de Santa Fe extendía su influencia sobre Entre Ríos por medio de Echagüe, santafecino y criatura suya, y sobre Córdoba por los Reinafé. Ferré, hombre de espíritu independiente, provincialista, mantuvo a Corrientes fuera de la lucha hasta 1839; bajo el gobierno de Berón de Astrada volvió las armas de aquella provincia contra Rosas, que con su acrecentamiento de poder había hecho ilusorio el pacto de la Liga. Ese mismo Ferré, por ese espíritu de provincialismo estrecho, declaró desertor en 1840 a Lavalle, por haber pasado el Paraná con el ejército correntino; y después de la batalla de Caaguazú quitó al general Paz el ejército victorioso, haciendo así malograr las ventajas decisivas que pudo producir aquel triunfo.
Ferré en estos procedimientos, como en la Liga Litoral que en años atrás había promovido, estaba inspirado por el espíritu provincial de independencia y aislamiento, que había despertado en todos los ánimos la revolución de la independencia. Así, pues, el mismo sentimiento que había echado a Corrientes en la oposición a la Constitución unitaria de 1826, le hacía desde 1838 echarse en la oposición a Rosas que centralizaba el poder. De aquí nacen los desaciertos de aquel caudillo y los desastres que se siguieron a la batalla de Caaguazú, estéril no sólo para la República en general, sino para la provincia misma de Corrientes; pues centralizado el resto de la nación por Rosas, mal podría ella conservar su independencia feudal y federal.
Terminada la expedición al Sur, o, por mejor decir, desbaratada porque no tenía verdadero plan ni fin real, Facundo se marchó a Buenos Aires acompañado de su escolta y de Barcala, y entra en la ciudad sin haberse tomado la molestia de anunciar a nadie su llegada. Estos procedimientos subversivos de toda forma recibida, podrían dar lugar a muy largos comentarios, si no fueran sistemáticos y característicos. ¿Qué objeto llevaba a Quiroga esta vez a Buenos Aires? ¿Es otra invasión que, como la de Mendoza, hace sobre el centro del poder de su rival? El espectáculo de la civilización, ¿ha dominado al fin su rudeza selvática, y quiere vivir en el seno del lujo y de las comodidades? Yo creo que todas estas causas reunidas aconsejaron a Facundo su mal aconsejado viaje a Buenos Aires. El poder educa, y Quiroga tenía todas las altas dotes de espíritu que permiten a un hombre corresponder siempre a su nueva posición, por encumbrada que sea. Facundo se establece en Buenos Aires, y bien pronto se ve rodeado de los hombres más notables; compra seiscientos mil pesos de fondos públicos; juega a la alta y baja; habla con desprecio de Rosas; declárase unitario entre los unitarios, y la palabra constitución no abandona sus labios. Su vida pasada, sus actos de barbarie, poco conocidos en Buenos Aires, son explicados entonces y justificados por la necesidad de vencer, por la de su propia conservación. Su conducta es mesurada, su aire noble e imponente, no obstante que lleva _chaqueta_, el poncho terciado, y la barba y el pelo enormemente abultados.
Quiroga, durante su residencia en Buenos Aires, hace algunos ensayos de su poder personal. Un hombre con cuchillo en mano no quería entregarse a un sereno. Acierta a pasar Quiroga por el lugar de la escena, embozado en su poncho como siempre; párase a ver, y súbitamente arroja el poncho, lo abraza e inmoviliza. Después de desarmarlo, él mismo lo conduce a la Policía, sin haber querido dar a su nombre al sereno, como tampoco lo dió en la Policía, donde fué, sin embargo, reconocido por un oficial; los diarios publicaron al día siguiente aquel acto de arrojo. Sabe una vez que cierto boticario ha hablado con desprecio de sus actos de barbarie en el interior. Facundo se dirije a su botica y lo interroga. El boticario se le impone y le dice que allí no está en las provincias para atropellar a nadie impunemente.
Este suceso llena de placer a toda la ciudad de Buenos Aires. ¡Pobre Buenos Aires, tan candorosa, tan engreída con sus instituciones! ¡Un año más y seréis tratada con más brutalidad que fué tratado el interior por Quiroga! La Policía hace entrar sus satélites a la habitación misma de Quiroga en persecución del huésped de la casa, y Facundo, que se ve tratado tan sin miramiento, extiende el brazo, coge el puñal, se endereza en la cama donde está recostado, y en seguida vuelve a reclinarse y abandona lentamente el arma homicida. Siente que hay allí otro poder que el suyo, y que pueden meterlo en la cárcel si se hace justicia a sí mismo.
Sus hijos están en los mejores colegios; jamás les permite vestir sino frac o levita, y a uno de ellos que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta que se arrepienta de su locura. Cuando algún coronel le habla de enrolar en su cuerpo en clase de oficial a alguno de sus hijos: «si fuera en un regimiento mandado por Lavalle--contesta burlándose--, ya; ¡pero en estos cuerpos!...» Si se habla de escritores, ninguno hay que, en su concepto, pueda rivalizar con los Varela, que tanto mal han dicho de él. Los únicos hombres honrados que tiene la República son Rivadavia y Paz: «ambos tenían las más sanas intenciones». A los unitarios sólo exige un secretario como el doctor Ocampo, un político que redacte una Constitución, y con una imprenta se marchará a San Luis, y desde allí la enseñará a toda la República en la punta de una lanza.
Quiroga, pues, se presenta como el centro de una nueva tentativa de reorganizar la República; y pudiera decirse que conspira abiertamente, si todos estos propósitos, todas aquellas bravatas no careciesen de hechos que viniesen a darles cuerpo. La falta de hábitos de trabajo, la pereza de pastor, la costumbre de esperarlo todo del terror, acaso la novedad del teatro de acción, paralizan su pensamiento, lo mantienen en una expectativa funesta que lo compromete últimamente y lo entrega maniatado a su astuto rival. No han quedado hechos ningunos que acrediten que Quiroga se proponía obrar inmediatamente, si no son sus inteligencias con los gobernadores del interior, y sus indiscretas palabras repetidas por unitarios y federales, sin que los primeros se resuelvan a fiar su suerte en manos como las suyas, ni los federales lo rechacen como desertor de sus filas.
Y mientras tanto que se abandona así a una peligrosa indolencia, ve cada día acercarse la boa que ha de sofocarlo en sus redobladas lazadas. El año 1833, Rosas se hallaba ocupado en su fantástica expedición, y tenía su ejército obrando al sur de Buenos Aires, desde donde observaba al gobierno de Balcarce. La provincia de Buenos Aires presentó poco después uno de los espectáculos más singulares. Me imagino lo que sucedería en la tierra si un poderoso cometa se acercase a ella: al principio, el malestar general; después, rumores sordos, vagos; en seguida, las oscilaciones del globo atraído fuera de su órbita; hasta que al fin los sacudimientos convulsivos, el desplome de las montañas, el cataclismo, traerían el caos que precede a cada una de las creaciones sucesivas de que nuestro globo ha sido teatro.
Tal era la influencia que Rosas ejercía en 1834. El Gobierno de Buenos Aires se sentía cada vez más circunscrito en su acción, más embarazado en su marcha, más dependiente del Héroe del Desierto. Cada comunicación de éste era un reproche dirigido a su Gobierno, una cantidad exorbitante exigida para el ejército, alguna demanda inusitada; luego la campaña no obedecía a la ciudad, y era preciso poner a Rosas la queja de este desacato de sus edictos. Más tarde, la desobediencia entraba en la ciudad misma; últimamente, hombres armados recorrían las calles a caballo disparando tiros, que daban muerte a algunos transeúntes. Esta desorganización de la sociedad iba de día en día aumentándose como un cáncer y avanzando hasta el corazón, si bien podía discernirse el camino que traía desde la tienda de Rosas a la campaña, de la campaña a un barrio de la ciudad, de allí a cierta clase de hombres, los carniceros, que eran los principales instigadores.
El gobierno de Balcarce había sucumbido en 1833, al empuje de este desbordamiento de la campaña sobre la ciudad. El partido de Rosas trabajaba con ardor para abrir un largo y despejado camino al Héroe del Desierto, que se aproximaba a recibir la ovación merecida: el Gobierno; pero el partido federal de la _ciudad_ burla todavía sus esfuerzos si quiere hacer frente. La Junta de Representantes se reúne en medio del conflicto que trae la acefalia del Gobierno, y el general Viamont, a su llamado, se presenta con la prisa en traje de casa y se atreve aún a hacerse cargo del Gobierno. Por un momento parece que el orden se restablece y la pobre ciudad respira; pero luego principia la misma agitación, los mismos manejos, los grupos de hombres que recorren las calles, que distribuyen latigazos a los pasantes.
Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante dos años, con este extraño y sistemático desquiciamiento. De repente se veían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertas que se cerraban iba repitiéndose de manzana en manzana, de calle en calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién sabe! Alguno había dicho que venían..., que se divisaba un grupo..., que se había oído el tropel lejano de caballos.
Una de estas veces marchaba Facundo Quiroga por una calle seguido de un ayudante, y al ver a estos hombres con frac que corren por las veredas, a las señoras que huyen sin saber de qué, Quiroga se detiene, pasea una mirada de desdén sobre aquellos grupos, y dice a su edecán: «Este pueblo se ha enloquecido.» Facundo había llegado a Buenos Aires poco después de la caída de Balcarce. «Otra cosa hubiera sucedido--decía--si yo hubiese estado aquí.--¿Y qué habría hecho, general?--le replicaba uno de los que escuchándole había; S. E. no tiene influencia sobre esta plebe de Buenos Aires.» Entonces Quiroga, levantando la cabeza, sacudiendo su negra melena, y despidiendo rayos de sus ojos, le dice con voz breve y seca: «¡Mire usted!, habría salido a la calle, y al primer hombre que hubiera encontrado, le habría dicho: ¡sígame!; ¡y ese hombre me habría seguido!» Tal era la avasalladora energía de las palabras de Quiroga, tan imponente su fisonomía, que el incrédulo bajó la vista aterrado, y por largo tiempo nadie se atrevió a desplegar los labios.
El general Viamont renuncia al fin, porque ve que no se puede gobernar, que hay una mano poderosa que detiene las ruedas de la administración. Búscase alguien que quiera reemplazarlo; se pide por favor a los más animosos que se hagan cargo del bastón, y nadie quiere; todos se encogen de hombros y ganan sus casas amedrentados. Al fin se coloca a la cabeza del Gobierno al doctor Maza, el maestro, el mentor y amigo de Rosas, y creen haber puesto remedio al mal que los aqueja. ¡Vana esperanza! El malestar crece, lejos de disminuir.
Anchorena se presenta al Gobierno pidiendo que reprima los desórdenes, y sabe que no hay medio alguno a su alcance; que la fuerza de la Policía no obedece; que hay órdenes de afuera. El general Guido, el doctor Alcorta, dejan oír todavía en la Junta de Representantes algunas protestas enérgicas contra aquella agitación convulsiva en que se tiene a la ciudad; pero el mal sigue, y para agravarlo, Rosas reprocha al Gobierno, desde su campamento, los desórdenes que él mismo fomenta. ¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Gobernar? Una comisión de la Sala va a ofrecerle el Gobierno; le dice que sólo él puede poner término a aquella angustia, a aquella agonía de dos años. Pero Rosas no quiere gobernar, y nuevas comisiones, nuevos ruegos. Al fin halla medio de conciliarlo todo. Les hará el favor de gobernar, si los tres años que abraza el período legal se prolongan a cinco, y se le entrega la _suma_ del Poder público, palabra nueva cuyo alcance sólo él comprende.
En estas transacciones se hallaba la ciudad de Buenos Aires y Rosas, cuando llega la noticia de un desavenimiento entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que podía hacer estallar la guerra. Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecido de la escena política, y dos desde que los federales de la ciudad, los _lomos negros_, han perdido toda influencia en el Gobierno, cuando más tiene valor para exigir algunas condiciones que hagan tolerable la capitulación. Rosas, entretanto que la _ciudad_ se rinde a discreción, con sus constituciones, sus garantías individuales, con sus responsabilidades impuestas al Gobierno, agita fuera de Buenos Aires otra máquina no menos complicada.
Sus relaciones con López de Santa Fe son activas, y tiene además una entrevista en que conferencian ambos caudillos; el Gobierno de Córdoba está bajo la influencia de López, que ha puesto a su cabeza a los Reinafé. Invítase a Facundo a ir a interponer su influencia para apagar las chispas que se han levantado en el Norte de la República; nadie sino él está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste, vacila; pero se decide al fin. El 18 de diciembre de 1835 sale de Buenos Aires, y al subir a la galera, dirige en presencia de varios amigos sus adioses a la ciudad. «Si salgo bien--dice, agitando la mano--, te volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!» ¿Qué siniestros presentimientos vienen a asomar en aquel momento su faz lívida, en el ánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector que algo parecido manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que debía terminar en Waterlóo?
Apenas ha andado media jornada, encuentra un arroyo fangoso que detiene la galera. El vecino maestro de posta acude solícito a pasarla; se ponen nuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos, y la galera no avanza. Quiroga se enfurece, y hace uncir a las varas al mismo maestro de posta. La brutalidad y el terror vuelven a aparecer desde que se halla en el campo, en medio de aquella naturaleza y de aquella sociedad semibárbara.
Vencido aquel primer obstáculo, la galera sigue cruzando la Pampa como una exhalación; camina todos los días hasta las dos de la mañana, y se pone en marcha de nuevo a las cuatro. Acompáñale el doctor Ortiz, su secretario, y un joven conocido, a quien a su salida encontró inhabilitado de ir adelante por la fractura de las ruedas de su vehículo. En cada posta a que llega hace preguntar inmediatamente: «¿A qué hora ha pasado un chasque de Buenos Aires?--Hace una hora--¡Caballos sin pérdida de momento!»--grita Quiroga. Y la marcha continúa. Para hacer más penosa la situación, parecía que las cataratas del cielo se habían abierto; durante tres días la lluvia no cesa un momento, y el camino se ha convertido en un torrente.
Al entrar en la jurisdicción de Santa Fe la inquietud de Quiroga se aumenta, y se torna en visible angustia cuando en la posta de Pavón sabe que no hay caballos y que el maestro de posta está ausente. El tiempo que pasa antes de procurarse nuevos tiros es una agonía mortal para Facundo, que grita a cada momento: «¡Caballos! ¡Caballos!» Sus compañeros de viaje nada comprenden de este extraño sobresalto, asombrados de ver a este hombre, el terror de los pueblos, asustadizo ahora y lleno de temores, al parecer quiméricos. Cuando la galera logra ponerse en marcha, murmura en voz baja, como si hablara consigo mismo: «Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás.» En el paso del Río Tercero acuden los gauchos de la vecindad a ver al famoso Quiroga, y pasan la galera punto menos que a hombros.
Ultimamente llega a la ciudad de Córdoba a las nueve y media de la noche, y una hora después del arribo del chasque de Buenos Aires, a quien ha venido pisando desde su salida. Uno de los Reinafé acude a la posta, donde Facundo está aún en la galera pidiendo caballos, que no hay en aquel momento. Salúdalo con respeto y efusión; suplícale que pase la noche en la ciudad, donde el Gobierno se prepara a hospedarlo dignamente. «¡Caballos necesito!», es la breve respuesta que da Quiroga. «¡Caballos!», replica a cada nueva manifestación de interés o solicitud de parte de Reinafé, que se retira al fin humillado, y Facundo parte para su destino a las doce de la noche.
La ciudad de Córdoba, entretanto, estaba agitada por los más extraños rumores; los amigos del joven que ha venido por casualidad en compañía de Quiroga, y que se queda en Córdoba, su patria, van en tropel a visitarlo. Se admiran de verlo vivo y le hablan del peligro inminente de que se ha salvado. Quiroga debía ser asesinado en tal punto; los asesinos son N. y N.; las pistolas han sido compradas en tal almacén; han sido vistos N. y N. para encargarse de la ejecución, y se han negado. Quiroga los ha sorprendido con la asombrosa rapidez de su marcha, pues no bien llega el chasque que anuncia su próximo arribo, cuando se presenta él mismo y hace abortar todos los preparativos. Jamás se ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba está instruída de los más mínimos detalles del crimen que el Gobierno intenta, y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las conversaciones.
Quiroga, en tanto, llega a su destino, arregla las diferencias entre los gobernantes hostiles y regresa por Córdoba, a despecho de las reiteradas instancias de los gobernadores de Santiago y Tucumán, que le ofrecen una gruesa escolta para su custodia, aconsejándole tomar el camino de Cuyo para regresar. ¿Qué genio vengativo cierra su corazón y sus oídos y le hace obstinarse en volver a desafiar a sus enemigos, sin escolta, sin medios adecuados de defensa? ¿Por qué no toma el camino de Cuyo, desentierra sus inmensos depósitos de armas a su paso por La Rioja y arma las ocho provincias que están bajo su influencia? Quiroga lo sabe todo; aviso tras de aviso ha recibido en Santiago del Estero; sabe el peligro de que su diligencia lo ha salvado; sabe el nuevo y más inminente que le aguarda, porque no han desistido sus enemigos del concebido designio. «¡A Córdoba!», grita a los postillones al ponerse en marcha, como si Córdoba fuese el término de su viaje[35].
Antes de llegar a la posta del Ojo de Agua, un joven sale del bosque y se dirige hacia la galera, requiriendo al postillón que se detenga. Quiroga asoma la cabeza por la portezuela y le pregunta lo que se le ofrece. «Quiero hablar al doctor Ortiz.» Desciende éste y sabe lo siguiente: «En las inmediaciones del lugar llamado Barranca-Yaco está apostado Santos Pérez con una partida; al arribo de la galera deben hacerle fuego de ambos lados y matar en seguida de postillón arriba; nadie debe escapar; ésta es la orden.» El joven, que ha sido en otro tiempo favorecido por el doctor Ortiz, ha venido a salvarlo; tiénele caballo allí mismo para que monte y se escape con él; su hacienda está inmediata. El secretario, asustado, pone en conocimiento de Facundo lo que acaba de saber y le insta para que se ponga en seguridad. Facundo interroga de nuevo al joven Sandivaras, le da las gracias por su buena acción, pero lo tranquiliza sobre los temores que abriga. «No ha nacido todavía--le dice con voz enérgica--el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga. A un grito mío esa partida mañana se pondrá a mis órdenes y me servirá de escolta hasta Córdoba. Vaya usted, amigo, sin cuidado.»
Estas palabras de Quiroga, de que yo no he tenido noticia hasta este momento, explican la causa de su extraña obstinación en ir a desafiar la muerte. El orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de su elevación, lo llevan maniatado a la sangrienta catástrofe que debe terminar su vida. Tiene a menos evitar el peligro y cuenta con el terror de su nombre para hacer caer las cuchillas levantadas sobre su cabeza. Esta explicación me la daba a mí mismo antes de saber que sus propias palabras la habían hecho inútil.
La noche que pasaron los viajeros de la posta del Ojo de Agua es de tal manera angustiosa para el infeliz secretario, que va a una muerte cierta e inevitable, y que carece del valor y de la temeridad que anima a Quiroga, que creo no deber omitir ninguno de sus detalles, tanto más cuanto que, siendo, por fortuna, sus pormenores tan auténticos, sería criminal descuido no conservarlos, porque si alguna vez un hombre ha apurado todas las heces de la agonía; si alguna vez la muerte ha debido parecer horrible, es aquélla en que un triste deber, el de acompañar a un amigo temerario, nos la impone, cuando no hay infamia ni deshonor en evitarla[36].
El doctor Ortiz llama aparte al maestro de posta y le interroga encarecidamente sobre lo que sabe acerca de los extraños avisos que han recibido, asegurándole no abusar de su confianza. ¡Qué pormenores va a oír! Santos Pérez ha estado allí, con una partida de treinta hombres, una hora antes de su arribo; van todos armados de tercerola y sable; están ya apostados en el lugar designado; deben morir todos los que acompañan a Quiroga; así lo ha dicho Santos Pérez al mismo maestro de posta. Esta confirmación de la noticia recibida de antemano no altera en nada la determinación de Quiroga, que después de tomar una taza de chocolate, según su costumbre, se duerme profundamente.
El doctor Ortiz gana también la cama, no para dormir, sino para acordarse de su esposa, de sus hijos, a quienes no volverá a ver más. Y todo, ¿por qué? Por no arrostrar el enojo de un temible amigo; por no incurrir en la tacha de desleal. A media noche la inquietud de la agonía le hace insoportable la cama; levántase y va a buscar a su confidente: «¿Duermes, amigo?--le pregunta en voz baja.--¡Quién ha de dormir, señor, con esta cosa tan horrible!--¿Con que no hay duda? ¡Qué suplicio el mío!--Imagínese, señor, cómo estaré yo, que tengo que mandar dos postillones, que deben ser muertos también. Esto me mata. Aquí hay un niño que es sobrino del sargento de la partida, y pienso mandarlo; pero el otro... ¿a quién mandaré? ¡A hacerlo morir inocentemente!»
El doctor Ortiz hace un último esfuerzo para salvar su vida y la del compañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detalles que acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña si se obstina en hacerse matar inútilmente. Facundo, con gesto airado y palabras groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligro en contrariarlo allí que el que le aguarda en Barranca-Yaco, y fuerza es someterse sin más réplica. Quiroga manda a su asistente, que es un valiente negro, a que limpie algunas armas de fuego que vienen en la galera y las cargue; a esto se reducen todas sus precauciones.
Llega el día, por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale, a más del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han reunido por casualidad y el negro que va a caballo. Llega al punto fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos, y en un momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace por un momento vacilar a aquella turba. Pregunta por el comandante de la partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga «¿qué significa esto?», recibe por toda contestación un balazo en un ojo, que le deja muerto.
Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al malaventurado secretario, y manda, concluída la ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos y el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo. «¿Qué muchacho es éste?--pregunta viendo al niño de la posta, único que queda vivo.--Este es un sobrino mío--contesta el sargento de la partida--; yo respondo de él con mi vida.» Santos Pérez se acerca al sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida, desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo degüella, a pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de un peligro.
Este último gemido del niño es, sin embargo, el único suplicio que martiriza a Santos Pérez. Después, huyendo de las partidas que lo persiguen, oculto entre las breñas de las rocas o en los bosques enmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Si a la vacilante claridad de las estrellas se aventura a salir de su guarida sus miradas inquietas se hunden en la obscuridad de los árboles sombríos para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte el bultito blanquecino del niño, y cuando llega al lugar donde hacen encrucijada dos caminos, le arredra ver venir por el que él deja al niño animando su caballo. Facundo decía también que un solo remordimiento la aquejaba: ¡la muerte de los 26 oficiales fusilados en Mendoza!
¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el gaucho malo de la campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras inauditas. Mientras permaneció el general Paz en Córdoba, acaudilló las montoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempo el pago de Santa Catalina fué una republiqueta adonde los veteranos del ejército no pudieron penetrar. Con miras más elevadas habría sido el digno rival de Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino. Era alto de talle, hermoso de cara, de color pálido y barba negra y rizada. Largo tiempo fué después perseguido por la justicia, y nada menos que 400 hombres andaban en su busca. Al principio los Reinafé lo llamaron, y en la casa del Gobierno fué recibido amigablemente. Al salir de la entrevista empezó a sentir una extraña descompostura de estómago, que le sugirió la idea de consultar a un médico amigo suyo, quien, informado por él de haber tomado una copa de licor que se le brindó, le dió un elixir que le hizo arrojar oportunamente el arsénico que el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución, el comandante Casanovas, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía algo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que el escuadrón de que el comandante Casanovas era jefe hacía el ejercicio al frente de su casa, Santos Pérez se desmonta y le dice: «Aquí estoy; ¿qué quería decirme?--¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá; siéntese.--¡No! ¿Para qué me ha hecho llamar?» El comandante, sorprendido así, vacila y no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo comprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda, le dice: «¡Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venido para convencerme no más.» Cuando se dió orden al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogieron dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil.
Había dado de golpes a la querida con quien dormía; ésta, sintiéndolo profundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla. Cuando despierta, rodeado de fusiles apuntados a su pecho, echa mano a las pistolas, y no encontrándolas: «Estoy rendido--dice con serenidad.--¡Me han quitado las pistolas!» El día que lo entraron en Buenos Aires, una muchedumbre inmensa se había reunido en la puerta de la casa del Gobierno.
A su vista gritaba el populacho: _¡Muera Santos Pérez!_, y él, meneando desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella multitud, murmuraba tan sólo estas palabras: «¡Tuviera aquí mi cuchillo!» Al bajar del carro que lo conducía a la cárcel, gritó repetidas veces: «¡Muera el tirano!»; y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca, como la de Danton, dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban de vez en cuando en el cadalso como en un andamio de arquitectos.
El Gobierno de Buenos Aires dió un aparato solemne a la ejecución de los asesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada y acribillada de balazos estuvo largo tiempo expuesta a examen del pueblo, y el retrato de Quiroga, como la vista del patíbulo y de los ajusticiados, fueron litografiados y distribuídos por millares, como también extractos del proceso, que se dió a luz en un volumen en folio. La Historia imparcial espera todavía datos y revelaciones para señalar con su dedo al instigador de los asesinos.
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