CAPÍTULO IX
BARRANCA-YACO
El fuego que por tanto tiempo
abrasó la Albania, se apagó ya. Se
ha limpiado toda la sangre roja, y
las lágrimas de nuestros hijos han
sido enjugadas. Ahora nos atamos
con el lazo de la confederación y
de la amistad.
COLDEN'S, _History of six nations_.
El vencedor de la Ciudadela ha empujado fuera de los confines de la
República a los últimos sostenedores del sistema unitario. Las mechas de
los cañones están apagadas y las pisadas de los caballos han dejado de
turbar el silencio de la Pampa. Facundo ha vuelto a San Juan y
desbandado su ejército, no sin devolver en efectos de Tucumán las sumas
arrancadas por la violencia a los ciudadanos. ¿Qué queda por hacer? La
paz es ahora la condición normal de la República, como lo había sido
antes un estado perpetuo de oscilación y de guerra.
Las conquistas de Quiroga habían terminado por destruir todo sentimiento
de independencia en las provincias, toda regularidad en la
administración. El nombre de Facundo llenaba el vacío de las leyes; la
libertad y el espíritu de ciudad habían dejado de existir, y los
caudillos de provincia reasumidos en uno general para una porción de la
República. Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza
y San Luis reposaban, más bien que se movían, bajo la influencia de
Quiroga. Lo diré todo de una vez: el federalismo había desaparecido con
los unitarios, y la fusión unitaria más completa acababa de obrarse en
el interior de la República en la persona del vencedor.
Así, pues, la organización unitaria que Rivadavia había querido dar a la
República, y que había ocasionado la lucha, venía realizándose desde el
interior; a no ser que, para poner en duda este hecho, concibamos que
puede existir federación de ciudades que han perdido toda espontaneidad
y están a merced de un caudillo. Pero, no obstante la decepción de las
palabras usuales, los hechos son tan claros, que ninguna duda dejan.
Facundo habla en Tucumán con desprecio de la soñada federación; propone
a sus amigos que se fijen para presidente de la República en un
provinciano; indica para candidato al doctor don José Santos Ortiz, ex
gobernador de San Luis, su amigo y secretario. «No es gaucho bruto como
yo; es doctor y hombre de bien--dice--, sobre todo, el hombre que sabe
hacer justicia a sus enemigos merece toda confianza.»
Como se ve, en Facundo, después de haber derrotado a los unitarios y
dispersado a los doctores, reaparece su primera idea antes de haber
entrado en la lucha, su decisión por la presidencia y su convencimiento
de la necesidad de poner orden en los negocios de la República. Sin
embargo, algunas dudas lo asaltan. «Ahora, general--le dice alguno--, la
nación se constituirá bajo el sistema federal; no queda ni la sombra de
los unitarios.--¡Hum!,--contesta meneando la cabeza,--todavía hay
_trapitos que machucar_[32]. Y con aire significativo añade:--Los
amigos de abajo[33] no quieren Constitución.» Estas palabras las vertía
ya desde Tucumán. Cuando le llegaron comunicaciones de Buenos Aires y
gacetas en que se registraban los ascensos concedidos a los oficiales
generales que habían hecho la estéril campaña de Córdoba, Quiroga decía
al general Huidobro: «Vea usted si han sido para mandarme dos títulos en
blanco para premiar a mis oficiales, después que nosotros lo hemos hecho
todo. ¡Porteños habían de ser!» Sabe que López tiene en su poder su
caballo moro sin mandárselo, y Quiroga se enfurece con la noticia.
«¡Gaucho, ladrón de vacas!--exclama--, ¡caro te va a costar el placer de
montar en bueno!» Y como las amenazas y los denuestos continuasen,
Huidobro y otros jefes se alarman de la indiscreción con que se vierte
de una manera tan pública.
¿Cuál es el pensamiento secreto de Quiroga? ¿Qué ideas lo preocupan
desde entonces? El no es gobernador de ninguna provincia, no conserva
ejército sobre las armas; tan sólo le quedaba un nombre reconocido y
temido en ocho provincias y aun armamento. A su paso por La Rioja ha
dejado escondidos en los bosques todos los fusiles, sables, lanzas y
tercerolas que ha recolectado en los ocho pueblos que ha recorrido;
pasan de 12.000 armas. Un parque de 26 piezas de artillería queda en la
ciudad, con depósitos abundantes de municiones y fornituras; 16.000
caballos escogidos van a pacer en la quebrada de Huaco: que es un
inmenso valle cerrado por una estrecha garganta.
La Rioja es, además de la cuna de su poder, el punto central de las
provincias que están bajo su influencia. A la menor señal, el arsenal
aquel proveerá de elementos de guerra a 12.000 hombres. Y no se crea que
lo de esconder los fusiles en los bosques es una ficción poética. Hasta
el año 1841 se han estado desenterrando depósitos de fusiles, y créese
todavía, aunque sin fundamento, que no se han exhumado todas las armas
escondidas bajo de tierra entonces. El año 1830 el general La Madrid se
apoderó de un tesoro de 30.000 pesos pertenecientes a Quiroga, y muy
luego fué denunciado otro de 15.000.
Quiroga le escribía después haciéndole cargo de 59.000 pesos, que, según
su dicho, contenían aquellos dos entierros, que sin duda entre otros
había dejado en la Rioja desde antes de la batalla de Oncativo, al mismo
tiempo que daba la muerte y tormento a tantos ciudadanos a fin de
arrancarles dinero para la guerra. En cuanto a las verdaderas cantidades
escondidas, el general La Madrid ha sospechado después que la aserción
de Quiroga fuese exacta, por cuanto habiendo caído prisionero el
descubridor, ofreció 10.000 pesos por su libertad, y no habiéndola
obtenido, se quitó la vida degollándose. Estos acontecimientos son
demasiado ilustrativos para que me excuse de referirlos.
El interior tenía, pues, un jefe; y el derrotado de Oncativo, a quien no
se habían confiado otras tropas en Buenos Aires que unos centenares de
presidiarios, podía ahora mirarse como el segundo, si no el primero, en
poder. Para hacer más sensible la escisión de la República en dos
fracciones, las provincias litorales del Plata habían celebrado un
convenio o federación, por la cual se garantían mutuamente su
independencia y libertad; verdad es que el federalismo feudal existía
allí fuertemente constituído en López, Santa Fe, Ferré y Rosas, jefes
natos de los pueblos que dominaban; porque Rosas empezaba ya a influir
como árbitro en los negocios públicos. Con el vencimiento de Lavalle,
había sido llamado al Gobierno de Buenos Aires, desempeñándolo hasta
1832 con la regularidad que podría haberlo hecho otro cualquiera. No
debo omitir un hecho, sin embargo, que es un antecedente necesario.
Rosas solicitó desde los principios ser investido de _facultades
extraordinarias_, y no es posible detallar las resistencias que sus
partidarios de la _ciudad_ le oponían.
Obtúvolas, empero, a fuerza de ruegos y de seducciones para mientras
tanto durase la guerra de Córdoba; concluída la cual, empezaron de nuevo
las exigencias de hacerle desnudarse de aquel poder ilimitado. La ciudad
de Buenos Aires no concebía por entonces, cualesquiera que fuesen las
ideas de partido que dividiesen a sus políticos, cómo podía existir un
Gobierno absoluto. Rosas, empero, resistía blandamente, mañosamente. «No
es para hacer uso de ellas--decía--, sino porque, como dice mi
secretario García Zúñiga, es preciso, como el maestro de escuela, estar
con el _chicote_ en la mano para que respeten la autoridad.» La
comparación ésta le había parecido irreprochable y la repetía sin cesar.
Los ciudadanos, niños; el gobernador, el hombre, el maestro. El ex
gobernador no descendía, empero, a confundirse con los ciudadanos; la
obra de tantos años de paciencia y de acción estaba a punto de
terminarse; el período legal en que había ejercido el mando le había
enseñado todos los secretos de la Ciudadela; conocía sus avenidas sus
puntos mal fortificados, y si salía del Gobierno, era sólo para poder
tomarlo desde afuera por asalto, sin restricciones constitucionales, sin
trabas ni responsabilidad. Dejaba el bastón, pero se armaba de la
espada, para venir con ella más tarde, y dejar uno y otra por el hacha y
las varas, antigua insignia de los reyes romanos.
Una poderosa expedición de que él se había nombrado jefe, se había
organizado durante el último período de su gobierno, para asegurar y
ensanchar los límites de la provincia hacia el Sur, teatro de las
frecuentes incursiones de los salvajes. Debía hacerse una batida general
bajo un plan grandioso; un ejército compuesto de tres divisiones obraría
sobre un frente de cuatrocientas leguas, desde Buenos Aires hasta
Mendoza. Quiroga debía mandar las fuerzas del interior, mientras que
Rosas seguiría la costa del Atlántico con su división. Lo colosal y lo
útil de la empresa ocultaba a los ojos del vulgo el pensamiento
puramente político que bajo el velo tan especioso se disimulaba.
Efectivamente: ¿qué cosa más bella que asegurar la frontera de la
República hacia el Sur, escogiendo un gran río por límite con los
indios, y resguardándola con una cadena de fuertes, propósito en manera
alguna impracticable, y que en el _Viaje de Cruz desde Concepción a
Buenos Aires_ había sido luminosamente desenvuelto? Pero Rosas estaba
muy distante de ocuparse de empresas que sólo al bienestar de la
República propendiesen. Su ejército hizo un paseo marcial hasta el Río
Colorado, marchando con lentitud, y haciendo observaciones sobre el
terreno, clima y demás circunstancias del país que recorría.
Algunos toldos de indios fueron desbaratados, alguna chusma hecha
prisionera; a esto limitáronse los resultados de aquella pomposa
expedición, que dejó la frontera indefensa como antes, y como se
conserva hasta el día de hoy. Las divisiones de Mendoza y San Luis
tuvieron resultados menos felices aún, y regresaron después de una
estéril excursión a los desiertos del Sur. Rosas enarboló entonces por
la primera vez su bandera colorada, semejante en todo a la de Argel o a
la del Japón, y se hizo dar el título de Héroe del Desierto, que venía
en corroboración del que ya había obtenido de Ilustre Restaurador de las
Leyes, de esas mismas leyes que se proponía abrogar por su base[34].
Facundo, demasiado penetrante para dejarse alucinar sobre el objeto de
la gran expedición, permaneció en San Juan hasta el regreso de las
divisiones del interior. La de Huidobro, que había entrado al desierto
por frente a San Luis, salió en derechura a Córdoba, y a su aproximación
fué sofocada una revolución capitaneada por los Castillos, que tenía por
objeto quitar del Gobierno a los Reinafé, que obedecían a la influencia
de López. Esta revolución se hacía por los intereses y bajo la
inspiración de Facundo; los primeros cabecillas fueron desde San Juan,
residencia de Quiroga, y todos sus fautores. Arredondo, Camargo, etc.,
eran sus decididos partidarios. Los periódicos de la época no dijeron
nada, empero, sobre las conexiones de Facundo con aquel movimiento; y
cuando Huidobro se retiró a sus acantonamientos, y Arredondo y otros
caudillos fueron fusilados, nada quedó por hacerse ni decirse sobre
aquellos movimientos; porque la guerra que debían hacerse entre sí las
dos fracciones de la República, los dos caudillos que se disputaban
sordamente el mando, debía serlo sólo de emboscadas, de lazos y de
traiciones. Es un combate mudo, en que no se miden fuerzas, sino
audacias de parte del uno, y astucia y amaño por parte del otro. Esta
lucha entre Quiroga y Rosas es poco conocida, no obstante que abraza un
período de cinco años. Ambos se detestan, se desprecian, no se pierden
de vista un momento, porque cada uno de ellos siente que su vida y su
porvenir dependen del resultado de este juego terrible.
Creo oportuno hacer sensible por un cuadro la geografía política de la
República desde 1822 adelante, para que el lector comprenda mejor los
movimientos que empiezan a operarse.
REPÚBLICA ARGENTINA
REGIÓN DE LOS ANDES
_Unidad bajo la influencia de Quiroga._
Jujuy.
Salta.
Tucumán.
Catamarca.
La Rioja.
San Juan.
Mendoza.
San Luis.
LITORAL DEL PLATA
_Federación bajo el pacto de la Liga Litoral._
Corrientes--Ferré.
Entre Ríos. }
Santa Fe. } López.
Córdoba. }
Buenos Aires.--Rosas.
_Federación Feudal._
Santiago del Estero
bajo la dominación de Ibarra.
López de Santa Fe extendía su influencia sobre Entre Ríos por medio de
Echagüe, santafecino y criatura suya, y sobre Córdoba por los Reinafé.
Ferré, hombre de espíritu independiente, provincialista, mantuvo a
Corrientes fuera de la lucha hasta 1839; bajo el gobierno de Berón de
Astrada volvió las armas de aquella provincia contra Rosas, que con su
acrecentamiento de poder había hecho ilusorio el pacto de la Liga. Ese
mismo Ferré, por ese espíritu de provincialismo estrecho, declaró
desertor en 1840 a Lavalle, por haber pasado el Paraná con el ejército
correntino; y después de la batalla de Caaguazú quitó al general Paz el
ejército victorioso, haciendo así malograr las ventajas decisivas que
pudo producir aquel triunfo.
Ferré en estos procedimientos, como en la Liga Litoral que en años atrás
había promovido, estaba inspirado por el espíritu provincial de
independencia y aislamiento, que había despertado en todos los ánimos la
revolución de la independencia. Así, pues, el mismo sentimiento que
había echado a Corrientes en la oposición a la Constitución unitaria de
1826, le hacía desde 1838 echarse en la oposición a Rosas que
centralizaba el poder. De aquí nacen los desaciertos de aquel caudillo y
los desastres que se siguieron a la batalla de Caaguazú, estéril no sólo
para la República en general, sino para la provincia misma de
Corrientes; pues centralizado el resto de la nación por Rosas, mal
podría ella conservar su independencia feudal y federal.
Terminada la expedición al Sur, o, por mejor decir, desbaratada porque
no tenía verdadero plan ni fin real, Facundo se marchó a Buenos Aires
acompañado de su escolta y de Barcala, y entra en la ciudad sin haberse
tomado la molestia de anunciar a nadie su llegada. Estos procedimientos
subversivos de toda forma recibida, podrían dar lugar a muy largos
comentarios, si no fueran sistemáticos y característicos. ¿Qué objeto
llevaba a Quiroga esta vez a Buenos Aires? ¿Es otra invasión que, como
la de Mendoza, hace sobre el centro del poder de su rival? El
espectáculo de la civilización, ¿ha dominado al fin su rudeza selvática,
y quiere vivir en el seno del lujo y de las comodidades? Yo creo que
todas estas causas reunidas aconsejaron a Facundo su mal aconsejado
viaje a Buenos Aires. El poder educa, y Quiroga tenía todas las altas
dotes de espíritu que permiten a un hombre corresponder siempre a su
nueva posición, por encumbrada que sea. Facundo se establece en Buenos
Aires, y bien pronto se ve rodeado de los hombres más notables; compra
seiscientos mil pesos de fondos públicos; juega a la alta y baja; habla
con desprecio de Rosas; declárase unitario entre los unitarios, y la
palabra constitución no abandona sus labios. Su vida pasada, sus actos
de barbarie, poco conocidos en Buenos Aires, son explicados entonces y
justificados por la necesidad de vencer, por la de su propia
conservación. Su conducta es mesurada, su aire noble e imponente, no
obstante que lleva _chaqueta_, el poncho terciado, y la barba y el pelo
enormemente abultados.
Quiroga, durante su residencia en Buenos Aires, hace algunos ensayos de
su poder personal. Un hombre con cuchillo en mano no quería entregarse a
un sereno. Acierta a pasar Quiroga por el lugar de la escena, embozado
en su poncho como siempre; párase a ver, y súbitamente arroja el poncho,
lo abraza e inmoviliza. Después de desarmarlo, él mismo lo conduce a la
Policía, sin haber querido dar a su nombre al sereno, como tampoco lo
dió en la Policía, donde fué, sin embargo, reconocido por un oficial;
los diarios publicaron al día siguiente aquel acto de arrojo. Sabe una
vez que cierto boticario ha hablado con desprecio de sus actos de
barbarie en el interior. Facundo se dirije a su botica y lo interroga.
El boticario se le impone y le dice que allí no está en las provincias
para atropellar a nadie impunemente.
Este suceso llena de placer a toda la ciudad de Buenos Aires. ¡Pobre
Buenos Aires, tan candorosa, tan engreída con sus instituciones! ¡Un año
más y seréis tratada con más brutalidad que fué tratado el interior por
Quiroga! La Policía hace entrar sus satélites a la habitación misma de
Quiroga en persecución del huésped de la casa, y Facundo, que se ve
tratado tan sin miramiento, extiende el brazo, coge el puñal, se
endereza en la cama donde está recostado, y en seguida vuelve a
reclinarse y abandona lentamente el arma homicida. Siente que hay allí
otro poder que el suyo, y que pueden meterlo en la cárcel si se hace
justicia a sí mismo.
Sus hijos están en los mejores colegios; jamás les permite vestir sino
frac o levita, y a uno de ellos que intenta dejar sus estudios para
abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta
que se arrepienta de su locura. Cuando algún coronel le habla de enrolar
en su cuerpo en clase de oficial a alguno de sus hijos: «si fuera en un
regimiento mandado por Lavalle--contesta burlándose--, ya; ¡pero en
estos cuerpos!...» Si se habla de escritores, ninguno hay que, en su
concepto, pueda rivalizar con los Varela, que tanto mal han dicho de él.
Los únicos hombres honrados que tiene la República son Rivadavia y Paz:
«ambos tenían las más sanas intenciones». A los unitarios sólo exige un
secretario como el doctor Ocampo, un político que redacte una
Constitución, y con una imprenta se marchará a San Luis, y desde allí la
enseñará a toda la República en la punta de una lanza.
Quiroga, pues, se presenta como el centro de una nueva tentativa de
reorganizar la República; y pudiera decirse que conspira abiertamente,
si todos estos propósitos, todas aquellas bravatas no careciesen de
hechos que viniesen a darles cuerpo. La falta de hábitos de trabajo, la
pereza de pastor, la costumbre de esperarlo todo del terror, acaso la
novedad del teatro de acción, paralizan su pensamiento, lo mantienen en
una expectativa funesta que lo compromete últimamente y lo entrega
maniatado a su astuto rival. No han quedado hechos ningunos que
acrediten que Quiroga se proponía obrar inmediatamente, si no son sus
inteligencias con los gobernadores del interior, y sus indiscretas
palabras repetidas por unitarios y federales, sin que los primeros se
resuelvan a fiar su suerte en manos como las suyas, ni los federales lo
rechacen como desertor de sus filas.
Y mientras tanto que se abandona así a una peligrosa indolencia, ve cada
día acercarse la boa que ha de sofocarlo en sus redobladas lazadas. El
año 1833, Rosas se hallaba ocupado en su fantástica expedición, y tenía
su ejército obrando al sur de Buenos Aires, desde donde observaba al
gobierno de Balcarce. La provincia de Buenos Aires presentó poco después
uno de los espectáculos más singulares. Me imagino lo que sucedería en
la tierra si un poderoso cometa se acercase a ella: al principio, el
malestar general; después, rumores sordos, vagos; en seguida, las
oscilaciones del globo atraído fuera de su órbita; hasta que al fin los
sacudimientos convulsivos, el desplome de las montañas, el cataclismo,
traerían el caos que precede a cada una de las creaciones sucesivas de
que nuestro globo ha sido teatro.
Tal era la influencia que Rosas ejercía en 1834. El Gobierno de Buenos
Aires se sentía cada vez más circunscrito en su acción, más embarazado
en su marcha, más dependiente del Héroe del Desierto. Cada comunicación
de éste era un reproche dirigido a su Gobierno, una cantidad exorbitante
exigida para el ejército, alguna demanda inusitada; luego la campaña no
obedecía a la ciudad, y era preciso poner a Rosas la queja de este
desacato de sus edictos. Más tarde, la desobediencia entraba en la
ciudad misma; últimamente, hombres armados recorrían las calles a
caballo disparando tiros, que daban muerte a algunos transeúntes. Esta
desorganización de la sociedad iba de día en día aumentándose como un
cáncer y avanzando hasta el corazón, si bien podía discernirse el camino
que traía desde la tienda de Rosas a la campaña, de la campaña a un
barrio de la ciudad, de allí a cierta clase de hombres, los carniceros,
que eran los principales instigadores.
El gobierno de Balcarce había sucumbido en 1833, al empuje de este
desbordamiento de la campaña sobre la ciudad. El partido de Rosas
trabajaba con ardor para abrir un largo y despejado camino al Héroe del
Desierto, que se aproximaba a recibir la ovación merecida: el Gobierno;
pero el partido federal de la _ciudad_ burla todavía sus esfuerzos si
quiere hacer frente. La Junta de Representantes se reúne en medio del
conflicto que trae la acefalia del Gobierno, y el general Viamont, a su
llamado, se presenta con la prisa en traje de casa y se atreve aún a
hacerse cargo del Gobierno. Por un momento parece que el orden se
restablece y la pobre ciudad respira; pero luego principia la misma
agitación, los mismos manejos, los grupos de hombres que recorren las
calles, que distribuyen latigazos a los pasantes.
Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante
dos años, con este extraño y sistemático desquiciamiento. De repente se
veían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertas
que se cerraban iba repitiéndose de manzana en manzana, de calle en
calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién
sabe! Alguno había dicho que venían..., que se divisaba un grupo..., que
se había oído el tropel lejano de caballos.
Una de estas veces marchaba Facundo Quiroga por una calle seguido de un
ayudante, y al ver a estos hombres con frac que corren por las veredas,
a las señoras que huyen sin saber de qué, Quiroga se detiene, pasea una
mirada de desdén sobre aquellos grupos, y dice a su edecán: «Este pueblo
se ha enloquecido.» Facundo había llegado a Buenos Aires poco después de
la caída de Balcarce. «Otra cosa hubiera sucedido--decía--si yo hubiese
estado aquí.--¿Y qué habría hecho, general?--le replicaba uno de los que
escuchándole había; S. E. no tiene influencia sobre esta plebe de Buenos
Aires.» Entonces Quiroga, levantando la cabeza, sacudiendo su negra
melena, y despidiendo rayos de sus ojos, le dice con voz breve y seca:
«¡Mire usted!, habría salido a la calle, y al primer hombre que hubiera
encontrado, le habría dicho: ¡sígame!; ¡y ese hombre me habría seguido!»
Tal era la avasalladora energía de las palabras de Quiroga, tan
imponente su fisonomía, que el incrédulo bajó la vista aterrado, y por
largo tiempo nadie se atrevió a desplegar los labios.
El general Viamont renuncia al fin, porque ve que no se puede gobernar,
que hay una mano poderosa que detiene las ruedas de la administración.
Búscase alguien que quiera reemplazarlo; se pide por favor a los más
animosos que se hagan cargo del bastón, y nadie quiere; todos se encogen
de hombros y ganan sus casas amedrentados. Al fin se coloca a la cabeza
del Gobierno al doctor Maza, el maestro, el mentor y amigo de Rosas, y
creen haber puesto remedio al mal que los aqueja. ¡Vana esperanza! El
malestar crece, lejos de disminuir.
Anchorena se presenta al Gobierno pidiendo que reprima los desórdenes, y
sabe que no hay medio alguno a su alcance; que la fuerza de la Policía
no obedece; que hay órdenes de afuera. El general Guido, el doctor
Alcorta, dejan oír todavía en la Junta de Representantes algunas
protestas enérgicas contra aquella agitación convulsiva en que se tiene
a la ciudad; pero el mal sigue, y para agravarlo, Rosas reprocha al
Gobierno, desde su campamento, los desórdenes que él mismo fomenta. ¿Qué
es lo que quiere este hombre? ¿Gobernar? Una comisión de la Sala va a
ofrecerle el Gobierno; le dice que sólo él puede poner término a aquella
angustia, a aquella agonía de dos años. Pero Rosas no quiere gobernar, y
nuevas comisiones, nuevos ruegos. Al fin halla medio de conciliarlo
todo. Les hará el favor de gobernar, si los tres años que abraza el
período legal se prolongan a cinco, y se le entrega la _suma_ del Poder
público, palabra nueva cuyo alcance sólo él comprende.
En estas transacciones se hallaba la ciudad de Buenos Aires y Rosas,
cuando llega la noticia de un desavenimiento entre los gobiernos de
Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que podía hacer estallar la
guerra. Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecido
de la escena política, y dos desde que los federales de la ciudad, los
_lomos negros_, han perdido toda influencia en el Gobierno, cuando más
tiene valor para exigir algunas condiciones que hagan tolerable la
capitulación. Rosas, entretanto que la _ciudad_ se rinde a discreción,
con sus constituciones, sus garantías individuales, con sus
responsabilidades impuestas al Gobierno, agita fuera de Buenos Aires
otra máquina no menos complicada.
Sus relaciones con López de Santa Fe son activas, y tiene además una
entrevista en que conferencian ambos caudillos; el Gobierno de Córdoba
está bajo la influencia de López, que ha puesto a su cabeza a los
Reinafé. Invítase a Facundo a ir a interponer su influencia para apagar
las chispas que se han levantado en el Norte de la República; nadie sino
él está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste,
vacila; pero se decide al fin. El 18 de diciembre de 1835 sale de Buenos
Aires, y al subir a la galera, dirige en presencia de varios amigos sus
adioses a la ciudad. «Si salgo bien--dice, agitando la mano--, te
volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!» ¿Qué siniestros
presentimientos vienen a asomar en aquel momento su faz lívida, en el
ánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector que algo parecido
manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que
debía terminar en Waterlóo?
Apenas ha andado media jornada, encuentra un arroyo fangoso que detiene
la galera. El vecino maestro de posta acude solícito a pasarla; se ponen
nuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos, y la galera no avanza.
Quiroga se enfurece, y hace uncir a las varas al mismo maestro de posta.
La brutalidad y el terror vuelven a aparecer desde que se halla en el
campo, en medio de aquella naturaleza y de aquella sociedad semibárbara.
Vencido aquel primer obstáculo, la galera sigue cruzando la Pampa como
una exhalación; camina todos los días hasta las dos de la mañana, y se
pone en marcha de nuevo a las cuatro. Acompáñale el doctor Ortiz, su
secretario, y un joven conocido, a quien a su salida encontró
inhabilitado de ir adelante por la fractura de las ruedas de su
vehículo. En cada posta a que llega hace preguntar inmediatamente: «¿A
qué hora ha pasado un chasque de Buenos Aires?--Hace una hora--¡Caballos
sin pérdida de momento!»--grita Quiroga. Y la marcha continúa. Para
hacer más penosa la situación, parecía que las cataratas del cielo se
habían abierto; durante tres días la lluvia no cesa un momento, y el
camino se ha convertido en un torrente.
Al entrar en la jurisdicción de Santa Fe la inquietud de Quiroga se
aumenta, y se torna en visible angustia cuando en la posta de Pavón sabe
que no hay caballos y que el maestro de posta está ausente. El tiempo
que pasa antes de procurarse nuevos tiros es una agonía mortal para
Facundo, que grita a cada momento: «¡Caballos! ¡Caballos!» Sus
compañeros de viaje nada comprenden de este extraño sobresalto,
asombrados de ver a este hombre, el terror de los pueblos, asustadizo
ahora y lleno de temores, al parecer quiméricos. Cuando la galera logra
ponerse en marcha, murmura en voz baja, como si hablara consigo mismo:
«Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás.» En
el paso del Río Tercero acuden los gauchos de la vecindad a ver al
famoso Quiroga, y pasan la galera punto menos que a hombros.
Ultimamente llega a la ciudad de Córdoba a las nueve y media de la
noche, y una hora después del arribo del chasque de Buenos Aires, a
quien ha venido pisando desde su salida. Uno de los Reinafé acude a la
posta, donde Facundo está aún en la galera pidiendo caballos, que no hay
en aquel momento. Salúdalo con respeto y efusión; suplícale que pase la
noche en la ciudad, donde el Gobierno se prepara a hospedarlo
dignamente. «¡Caballos necesito!», es la breve respuesta que da Quiroga.
«¡Caballos!», replica a cada nueva manifestación de interés o solicitud
de parte de Reinafé, que se retira al fin humillado, y Facundo parte
para su destino a las doce de la noche.
La ciudad de Córdoba, entretanto, estaba agitada por los más extraños
rumores; los amigos del joven que ha venido por casualidad en compañía
de Quiroga, y que se queda en Córdoba, su patria, van en tropel a
visitarlo. Se admiran de verlo vivo y le hablan del peligro inminente
de que se ha salvado. Quiroga debía ser asesinado en tal punto; los
asesinos son N. y N.; las pistolas han sido compradas en tal almacén;
han sido vistos N. y N. para encargarse de la ejecución, y se han
negado. Quiroga los ha sorprendido con la asombrosa rapidez de su
marcha, pues no bien llega el chasque que anuncia su próximo arribo,
cuando se presenta él mismo y hace abortar todos los preparativos. Jamás
se ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba está
instruída de los más mínimos detalles del crimen que el Gobierno
intenta, y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las
conversaciones.
Quiroga, en tanto, llega a su destino, arregla las diferencias entre los
gobernantes hostiles y regresa por Córdoba, a despecho de las reiteradas
instancias de los gobernadores de Santiago y Tucumán, que le ofrecen una
gruesa escolta para su custodia, aconsejándole tomar el camino de Cuyo
para regresar. ¿Qué genio vengativo cierra su corazón y sus oídos y le
hace obstinarse en volver a desafiar a sus enemigos, sin escolta, sin
medios adecuados de defensa? ¿Por qué no toma el camino de Cuyo,
desentierra sus inmensos depósitos de armas a su paso por La Rioja y
arma las ocho provincias que están bajo su influencia? Quiroga lo sabe
todo; aviso tras de aviso ha recibido en Santiago del Estero; sabe el
peligro de que su diligencia lo ha salvado; sabe el nuevo y más
inminente que le aguarda, porque no han desistido sus enemigos del
concebido designio. «¡A Córdoba!», grita a los postillones al ponerse en
marcha, como si Córdoba fuese el término de su viaje[35].
Antes de llegar a la posta del Ojo de Agua, un joven sale del bosque y
se dirige hacia la galera, requiriendo al postillón que se detenga.
Quiroga asoma la cabeza por la portezuela y le pregunta lo que se le
ofrece. «Quiero hablar al doctor Ortiz.» Desciende éste y sabe lo
siguiente: «En las inmediaciones del lugar llamado Barranca-Yaco está
apostado Santos Pérez con una partida; al arribo de la galera deben
hacerle fuego de ambos lados y matar en seguida de postillón arriba;
nadie debe escapar; ésta es la orden.» El joven, que ha sido en otro
tiempo favorecido por el doctor Ortiz, ha venido a salvarlo; tiénele
caballo allí mismo para que monte y se escape con él; su hacienda está
inmediata. El secretario, asustado, pone en conocimiento de Facundo lo
que acaba de saber y le insta para que se ponga en seguridad. Facundo
interroga de nuevo al joven Sandivaras, le da las gracias por su buena
acción, pero lo tranquiliza sobre los temores que abriga. «No ha nacido
todavía--le dice con voz enérgica--el hombre que ha de matar a Facundo
Quiroga. A un grito mío esa partida mañana se pondrá a mis órdenes y me
servirá de escolta hasta Córdoba. Vaya usted, amigo, sin cuidado.»
Estas palabras de Quiroga, de que yo no he tenido noticia hasta este
momento, explican la causa de su extraña obstinación en ir a desafiar la
muerte. El orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de su
elevación, lo llevan maniatado a la sangrienta catástrofe que debe
terminar su vida. Tiene a menos evitar el peligro y cuenta con el terror
de su nombre para hacer caer las cuchillas levantadas sobre su cabeza.
Esta explicación me la daba a mí mismo antes de saber que sus propias
palabras la habían hecho inútil.
La noche que pasaron los viajeros de la posta del Ojo de Agua es de tal
manera angustiosa para el infeliz secretario, que va a una muerte cierta
e inevitable, y que carece del valor y de la temeridad que anima a
Quiroga, que creo no deber omitir ninguno de sus detalles, tanto más
cuanto que, siendo, por fortuna, sus pormenores tan auténticos, sería
criminal descuido no conservarlos, porque si alguna vez un hombre ha
apurado todas las heces de la agonía; si alguna vez la muerte ha debido
parecer horrible, es aquélla en que un triste deber, el de acompañar a
un amigo temerario, nos la impone, cuando no hay infamia ni deshonor en
evitarla[36].
El doctor Ortiz llama aparte al maestro de posta y le interroga
encarecidamente sobre lo que sabe acerca de los extraños avisos que han
recibido, asegurándole no abusar de su confianza. ¡Qué pormenores va a
oír! Santos Pérez ha estado allí, con una partida de treinta hombres,
una hora antes de su arribo; van todos armados de tercerola y sable;
están ya apostados en el lugar designado; deben morir todos los que
acompañan a Quiroga; así lo ha dicho Santos Pérez al mismo maestro de
posta. Esta confirmación de la noticia recibida de antemano no altera en
nada la determinación de Quiroga, que después de tomar una taza de
chocolate, según su costumbre, se duerme profundamente.
El doctor Ortiz gana también la cama, no para dormir, sino para
acordarse de su esposa, de sus hijos, a quienes no volverá a ver más. Y
todo, ¿por qué? Por no arrostrar el enojo de un temible amigo; por no
incurrir en la tacha de desleal. A media noche la inquietud de la agonía
le hace insoportable la cama; levántase y va a buscar a su confidente:
«¿Duermes, amigo?--le pregunta en voz baja.--¡Quién ha de dormir, señor,
con esta cosa tan horrible!--¿Con que no hay duda? ¡Qué suplicio el
mío!--Imagínese, señor, cómo estaré yo, que tengo que mandar dos
postillones, que deben ser muertos también. Esto me mata. Aquí hay un
niño que es sobrino del sargento de la partida, y pienso mandarlo; pero
el otro... ¿a quién mandaré? ¡A hacerlo morir inocentemente!»
El doctor Ortiz hace un último esfuerzo para salvar su vida y la del
compañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detalles
que acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña si se
obstina en hacerse matar inútilmente. Facundo, con gesto airado y
palabras groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligro
en contrariarlo allí que el que le aguarda en Barranca-Yaco, y fuerza es
someterse sin más réplica. Quiroga manda a su asistente, que es un
valiente negro, a que limpie algunas armas de fuego que vienen en la
galera y las cargue; a esto se reducen todas sus precauciones.
Llega el día, por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale, a más
del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han
reunido por casualidad y el negro que va a caballo. Llega al punto
fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin
herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos,
y en un momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón,
correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace por un
momento vacilar a aquella turba. Pregunta por el comandante de la
partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga «¿qué significa
esto?», recibe por toda contestación un balazo en un ojo, que le deja
muerto.
Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al
malaventurado secretario, y manda, concluída la ejecución, tirar hacia
el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos
y el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo.
«¿Qué muchacho es éste?--pregunta viendo al niño de la posta, único que
queda vivo.--Este es un sobrino mío--contesta el sargento de la
partida--; yo respondo de él con mi vida.» Santos Pérez se acerca al
sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida,
desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo
degüella, a pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de un
peligro.
Este último gemido del niño es, sin embargo, el único suplicio que
martiriza a Santos Pérez. Después, huyendo de las partidas que lo
persiguen, oculto entre las breñas de las rocas o en los bosques
enmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Si
a la vacilante claridad de las estrellas se aventura a salir de su
guarida sus miradas inquietas se hunden en la obscuridad de los árboles
sombríos para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte el
bultito blanquecino del niño, y cuando llega al lugar donde hacen
encrucijada dos caminos, le arredra ver venir por el que él deja al niño
animando su caballo. Facundo decía también que un solo remordimiento la
aquejaba: ¡la muerte de los 26 oficiales fusilados en Mendoza!
¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el gaucho malo de la
campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus
numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras
inauditas. Mientras permaneció el general Paz en Córdoba, acaudilló las
montoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempo
el pago de Santa Catalina fué una republiqueta adonde los veteranos del
ejército no pudieron penetrar. Con miras más elevadas habría sido el
digno rival de Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino.
Era alto de talle, hermoso de cara, de color pálido y barba negra y
rizada. Largo tiempo fué después perseguido por la justicia, y nada
menos que 400 hombres andaban en su busca. Al principio los Reinafé lo
llamaron, y en la casa del Gobierno fué recibido amigablemente. Al
salir de la entrevista empezó a sentir una extraña descompostura de
estómago, que le sugirió la idea de consultar a un médico amigo suyo,
quien, informado por él de haber tomado una copa de licor que se le
brindó, le dió un elixir que le hizo arrojar oportunamente el arsénico
que el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución,
el comandante Casanovas, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía
algo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que el
escuadrón de que el comandante Casanovas era jefe hacía el ejercicio al
frente de su casa, Santos Pérez se desmonta y le dice: «Aquí estoy; ¿qué
quería decirme?--¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá; siéntese.--¡No!
¿Para qué me ha hecho llamar?» El comandante, sorprendido así, vacila y
no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo
comprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda,
le dice: «¡Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venido
para convencerme no más.» Cuando se dió orden al escuadrón de
perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogieron
dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil.
Había dado de golpes a la querida con quien dormía; ésta, sintiéndolo
profundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y
el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla. Cuando
despierta, rodeado de fusiles apuntados a su pecho, echa mano a las
pistolas, y no encontrándolas: «Estoy rendido--dice con serenidad.--¡Me
han quitado las pistolas!» El día que lo entraron en Buenos Aires, una
muchedumbre inmensa se había reunido en la puerta de la casa del
Gobierno.
A su vista gritaba el populacho: _¡Muera Santos Pérez!_, y él, meneando
desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella multitud,
murmuraba tan sólo estas palabras: «¡Tuviera aquí mi cuchillo!» Al bajar
del carro que lo conducía a la cárcel, gritó repetidas veces: «¡Muera el
tirano!»; y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca, como la de
Danton, dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban de vez en
cuando en el cadalso como en un andamio de arquitectos.
El Gobierno de Buenos Aires dió un aparato solemne a la ejecución de los
asesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada y acribillada
de balazos estuvo largo tiempo expuesta a examen del pueblo, y el
retrato de Quiroga, como la vista del patíbulo y de los ajusticiados,
fueron litografiados y distribuídos por millares, como también extractos
del proceso, que se dió a luz en un volumen en folio. La Historia
imparcial espera todavía datos y revelaciones para señalar con su dedo
al instigador de los asesinos.
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miércoles, 18 de marzo de 2015
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