miércoles, 18 de marzo de 2015

Facundo: PARTE SEGUNDA - CAPÍTULO SÉPTIMO

CAPÍTULO VII

GUERRA SOCIAL.--CHACÓN

_Ricardo._--Un cheval! Vite un cheval... Mon royaume pour un cheval!

SHAKESPEARE.



Facundo, el gaucho malo de los Llanos, no vuelve a sus pagos esta vez, que se encamina hacia Buenos Aires, y debe a esta dirección imprevista de su fuga, salvar de caer en manos de sus perseguidores. Facundo ha visto que nada le queda que hacer en el interior; no hay esta vez tiempo de martirizar y estrujar a los pueblos para que no den recursos sin que el vencedor llegue por todas partes en su auxilio.

Esta batalla de Oncativo, o la Laguna Larga, era muy fecunda en resultados; por ella, Córdoba, Mendoza, San Juan, San Luis, La Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy quedaban libres de la dominación de caudillos. La unidad de la República, propuesta por Rivadavia por las vías parlamentarias, empezaba a hacerse efectiva desde Córdoba por medio de las armas, y el general Paz, al efecto, reunió un congreso de agentes de aquellas provincias, para que acordasen lo que más conviniera para darse instituciones. Lavalle había sido menos afortunado en Buenos Aires, y Rosas, que estaba destinado a figurar un papel tan sombrío y espantoso en la historia argentina, ya empezaba a influir en los negocios públicos y gobernaba la ciudad. Quedaba, pues, la República dividida en dos fracciones: una en el interior, que deseaba hacer capital de la Unión a Buenos Aires; otra en Buenos Aires, que fingía no querer ser capital de la República, a no ser que abjurase la civilización europea y el orden civil.

La batalla aquella había dejado en descubierto otro grande hecho, a saber: que la _montonera_ había perdido su fuerza primitiva, y que los ejércitos de las ciudades podían medirse con ella y destruirla. Este es un hecho fecundo en la historia argentina. A medida que el tiempo pasa, las bandas pastoras pierden su espontaneidad primitiva. Facundo necesita ya de terror para moverlas, y en batalla campal se presentan como azoradas en presencia de las tropas disciplinadas y dirigidas por las máximas estratégicas que el arte europeo ha enseñado a los militares de las _ciudades_.

En Buenos Aires, empero, el resultado es diverso: Lavalle, no obstante su valor, que ostenta en el Puente de Márquez y en todas partes; no obstante sus numerosas tropas de línea, sucumbe al fin de la campaña, encerrado en el recinto de la ciudad por los millares de gauchos que han aglomerado Rosas y López; y por un tratado que tiene al fin los efectos de una capitulación, se desnuda de la autoridad, y Rosas penetra en Buenos Aires. ¿Por qué es vencido Lavalle? No por otra razón, a mi juicio, sino porque es el más valiente oficial de caballería que tiene la República Argentina; es el general argentino y no el general europeo; las cargas de caballería han hecho su fama romanesca.

Cuando la derrota de Torata, o Moquegua, no recuerdo bien, Lavalle, protegiendo la retirada del ejército, da cuarenta cargas en día y medio, hasta que no le quedan 20 soldados para dar otras. No recuerdo si la caballería de Murat hizo jamás un prodigio igual. Pero ved las consecuencias funestas que trae este hecho para la República. Lavalle en 1839, recordando que la montonera lo ha vencido en 1830, abjura toda su educación guerrera a la europea y adopta el sistema montonero. Equipa 4.000 caballos y llega hasta las goteras de Buenos Aires con sus brillantes bandas, al mismo tiempo que Rosas, el gaucho de la Pampa, que lo ha vencido en 1830, abjura por su parte sus instintos montoneros, anula la caballería en sus ejércitos, y sólo confía el éxito de la campaña a la infantería reglada y al cañón.

Los papeles están cambiados: el gaucho toma la casaca; el militar de la independencia el poncho; el primero triunfa; el segundo va a morir traspasado de una bala que le dispara de paso la montonera. ¡Severas lecciones, por cierto! Si Lavalle hubiera hecho la campaña de 1840 en silla inglesa y con el paletó francés, hoy estaríamos a orillas del Plata arreglando la navegación por vapor de los ríos y distribuyendo terrenos a la inmigración europea. Paz es el primer general ciudadano que triunfa del elemento pastoril, porque pone en ejercicio contra él todos los recursos del arte militar europeo, dirigidos por una cabeza matemática. La inteligencia vence a la materia; el arte al número.

Tan fecunda en resultados es la obra de Paz en Córdoba; tan alto levanta en dos años la influencia de las ciudades, que Facundo siente imposible rehabilitar su poder de caudillo, no obstante que ya lo ha extendido por todo el litoral de los Andes, y sólo la culta, la europea Buenos Aires, puede servir de asilo a su barbarie.

Los diarios de Córdoba de aquella época transcribían las noticias europeas, las sesiones de las Cámaras francesas y los retratos de Casimir Périer, Lamartine, Chateaubriand, servían de modelos en las clases de dibujo; tal era el interés que Córdoba manifestaba por el movimiento europeo. Leed la _Gaceta Mercantil_, y podréis juzgar del rumbo semibárbaro que tomó desde entonces la Prensa de Buenos Aires.

Facundo se fuga para Buenos Aires, no sin fusilar antes a dos oficiales suyos, para mantener el orden en los que le acompañan. Su teoría del _terror_ no se desmiente jamás: es su talismán, su paladión, sus penates. Todo lo abandonará menos esta arma favorita.

Llega a Buenos Aires, se presenta al gobierno de Rosas, encuéntrase en los salones con el general Guido, el más cumplimentero y ceremonioso de los generales que han hecho su carrera haciendo cortesías en las antecámaras de palacio; le dirige una muy profunda a Quiroga: «¡Qué! Me muestran los dientes--dice éste--, como si yo fuera perro.» «Ahí me han mandado ustedes una comisión de doctores a enredarme con el general Paz (Cavia y Cernadas). Paz me ha batido en regla.» Quiroga deploró muchas veces después no haber dado oído a las proposiciones del mayor Paunero.

Facundo desaparece en el torbellino de la gran ciudad; apenas se oye hablar de algunas ocurrencias de juego. El general Mansilla le amenaza una vez de darle un candelerazo, diciéndole: «Qué, ¿se ha creído que está usted en las provincias?» Su traje de gaucho provinciano llama la atención; el embozo del poncho, su barba entera, que ha prometido llevar hasta que se lave la mancha de la Tablada, fija por un momento la atención de la elegante y europea ciudad; mas luego nadie se ocupa de él.

Preparábase entonces una grande expedición sobre Córdoba. Seis mil hombres de Buenos Aires y Santa Fe se estaban alistando para la empresa; López era el general en jefe; Balcarce, Enrique Martínez y otros jefes iban bajo sus órdenes; ya el elemento pastoril domina, pero tiene aún alianza con la _ciudad_, con el partido federal: todavía hay generales. Facundo se encarga de una tentativa desesperada sobre La Rioja o Mendoza, recibe para ello doscientos presidiarios sacados de todas las cárceles, engancha sesenta hombres más en el Retiro, reúne algunos de sus oficiales y se dispone a marchar.

En Pavón estaba Rosas reuniendo sus caballerías _coloradas_; allí estaba también López de Santa Fe. Facundo se detuvo en Pavón a ponerse de acuerdo con los demás jefes. Los tres más famosos caudillos están reunidos en la pampa: López, el discípulo y sucesor inmediato de Artigas; Facundo, el bárbaro del interior, y Rosas, el lobezno que se está criando aún y que ya está en vísperas de lanzarse a cazar de su propia cuenta. Los clásicos los habrían comparado con los triunviros Lépido, Marco Antonio y Octavio, que se reparten el imperio, y la comparación sería exacta hasta en la vileza y crueldad del Octavio argentino.

Los tres caudillos hacen prueba y ostentación de su importancia personal. ¿Sabéis cómo? Montan a caballo los tres, y salen todas las mañanas a _gauchear_ por la Pampa; se bolean los caballos, los apuntan a las vizcacheras, ruedan, pechan, corren carreras. ¿Cuál es el más grande hombre? El más jinete, Rosas, él que triunfa al fin. Una mañana va a invitar a López a la correría: «No, compañero--le contesta éste--; si de hecho es usted muy bárbaro.» Rosas, en efecto, los castigaba todos los días, los dejaba llenos de cardenales y contusiones. Estas justas del arroyo de Pavón han tenido una celebridad fabulosa por toda la República, lo que no dejó de contribuir a allanar el camino del poder al campeón de la jornada, el imperio AL MÁS DE A CABALLO.

Quiroga atraviesa la Pampa con trescientos adictos, arrebatados los más de ellos al brazo de la justicia, por el mismo camino que veinte años antes, cuando sólo era gaucho malo, ha huído de Buenos Aires desertando las filas de los arribeños.

En la Villa del Río Cuarto encuentra una resistencia más tenaz, y Facundo permanece tres días detenido por unas zanjas que sirven de parapeto a la guarnición. Se retiraba ya, cuando un jastial se le presenta y le revela que los sitiadores no tienen un cartucho. ¿Quién es este traidor? El año 1818, en la tarde del 18 de marzo, el coronel Zapiola, jefe de la caballería del ejército chileno-argentino, quiso hacer ante los españoles una exhibición del poder de la caballería de los patriotas en una hermosa llanura que está de este lado de Talca. Eran seis mil hombres los que componían aquella brillante parada. Cargan, y como la fuerza enemiga fuese mucho mayor, la línea se reconcentra, se oprime, se embaraza y se rompe, en fin; muévense los españoles en este momento, y la derrota se pronuncia en aquella enorme masa de caballería. Zapiola es el último en volver su caballo, y recibe a poco trecho un balazo, y cayera en manos del enemigo si un soldado de granaderos a caballo no se desmonta y lo pusiera como una pluma sobre su montura, dándole a ésta con el sable para que más aprisa disparase. Un rezagado que acierta a pasar, el granadero desmontado, préndese a la cola del caballo, lo detiene en la carrera, salta a la grupa, y coronel y soldado se salvan.

Llámanle el Boyero, y este hecho le abre la carrera de los ascensos. En 1820 sacábase un hombre ensartado por ambos brazos en la hoja de su espada, y Lavalle lo ha tenido a su lado como uno de tantos insignes valientes. Sirvió a Facundo largo tiempo, emigró a Chile y desde allí a Montevideo en busca de aventuras guerreras, donde murió gloriosamente peleando en la defensa de la plaza, lavándose de la falta de Río Cuarto. Si el lector se acuerda de lo que he dicho del capataz de carretas, adivinará el carácter, valor y fuerzas del Boyero; un resentimiento con sus jefes, una venganza personal lo impulsa a aquel feo paso, y Facundo toma la Villa del Río Cuarto gracias a su revelación oportuna.

En la Villa del Río Quinto encuentra al valiente Pringles, aquel soldado de la guerra de la Independencia que, cercado por los españoles en un desfiladero, se lanza al mar en su caballo, y entre el ruido de las olas que se estrellan contra la ribera, hace resonar el formidable grito: _¡Viva la patria!_

El inmortal Pringles, a quien el virrey Pezuela colmándolo de presentes devuelve a su ejército, y para quien San Martín en premio de tanto heroísmo hace batir aquella singular medalla que tenía por lema: _¡Honor y gloria a los vencidos de Chancay!_, Pringles muere a mano de los presidiarios de Quiroga, que hace envolver el cadáver en su propia manta.

Alentado con este no esperado triunfo, se avanza hacia San Luis, que apenas le opone resistencia. Pasada la travesía, el camino se divide en tres. ¿Cuál de ellos tomará Quiroga? El de la derecha conduce a los Llanos, su patria, el teatro de sus hazañas, la cuna de su poder; allí no hay fuerzas superiores a las suyas, pero tampoco hay recursos; el del medio lleva a San Juan, donde hay mil hombres sobre las armas, pero incapaces de resistir a una carga de caballería en que él, Quiroga, vaya a la cabeza agitando su terrible lanza; el de la izquierda, en fin, conduce a Mendoza, donde están las verdaderas fuerzas de Cuyo a las órdenes del general Videla Castillo; hay un batallón de ochocientas plazas, decidido, disciplinado, al mando del coronel Barcala; un escuadrón de coraceros en disciplina que manda el teniente coronel Chenaut; milicia, en fin, y piquetes del número 2.º de cazadores y de los coraceros de la Guardia. ¿Cuál de estos tres caminos tomará Quiroga? Sólo tiene a sus órdenes trescientos hombres sin disciplina, y él viene además enfermo y decaído... Facundo toma el camino de Mendoza, _llega, ve y vence_, porque tal es la rapidez con que los acontecimientos se suceden. ¿Qué ha ocurrido? ¿Traición, cobardía? Nada de todo esto. Un plagio impertinente hecho a la estrategia europea, un error clásico por una parte, y una preocupación argentina, un error romántico por otra, han hecho perder del modo más vergonzoso la batalla. Ved cómo.

Videla Castillo sabe oportunamente que Quiroga se acerca, y no creyendo, como ningún general podía creer, que invadiese a Mendoza, destaca a las Lagunas los piquetes que tiene de tropas veteranas, que, con algunos otros destacamentos de San Juan, forman al mando del mayor Castro una buena fuerza de observación, capaz de resistir un ataque y de forzar a Quiroga a tomar el camino de los Llanos. Hasta aquí no hay error. Pero Facundo se dirige a Mendoza y el ejército entero sale a su encuentro.

En el lugar llamado el Chacón hay un campo despejado que el ejército en marcha deja a su retaguardia; mas oyéndose a pocas cuadras el tiroteo de una fuerza que viene batiéndose en retirada, el general Videla manda contramarchar a toda prisa a ocupar el campo despejado de Chacón. Doble error: primero porque una retirada a la proximidad de un enemigo temible hiela el ánimo del soldado bisoño que no comprende bien la causa del movimiento; segundo, y mayor todavía, porque el campo más quebrado y más impracticable es mejor para batir a Quiroga, que no trae sino un piquete de infantería.

Imagináos qué haría Facundo en un terreno intransitable contra seiscientos infantes, una batería formidable de artillería y mil caballos por delante. ¿No es éste el convite del oso a la garza? Pues bien; todos los jefes son argentinos, gente de a caballo; no hay gloria verdadera, si no se conquista a sablazos; ante todo es preciso campo abierto para las cargas de caballería; he aquí el error de la estrategia argentina.

La línea se forma en lugar conveniente. Facundo se presenta a la vista en un caballo blanco; el Boyero se hace reconocer y amenaza desde ella a sus antiguos compañeros de armas. Principia el combate y se manda cargar a unos escuadrones de milicia. Error de argentinos iniciar la batalla con cargas de caballería; error que ha hecho perder la República en cien combates, porque el espíritu de la pampa está allí en todos los corazones; pues si os levantáis un poco las solapas del frac con que el argentino se disfraza, hallaréis siempre el gaucho más o menos civilizado, pero siempre el gaucho. Sobre este error nacional viene un plagio europeo. En Europa, donde las grandes masas de tropas están en columna y el campo de batalla abraza aldeas y villas diversas, las tropas de _élite_ quedan en las reservas para acudir adonde la necesidad las requiera. En América la batalla campal se da por lo común en campo raso, las tropas son poco numerosas, lo recio del combate es de corta duración; de manera que siempre interesa iniciarlo con ventaja. En el caso presente, lo menos conveniente era dar una carga de caballería, y si se quería dar, debía echarse mano de la mejor tropa, para arrollar de una vez los 300 hombres que constituían la batalla y las reservas enemigas. Lejos de eso, se sigue la rutina mandando milicias numerosas, que avanzan al frente; empiezan a mirar a Facundo; cada soldado teme encontrarse con su lanza, y cuando oye el grito de _¡a la carga!_, se queda clavado en el suelo, retrocede, lo cargan a su vez, retrocede y envuelve las mejores tropas. Facundo pasa de largo hacia Mendoza, sin curarse de generales, infantería y cañones que a su retaguardia deja. He aquí la batalla de Chacón, que dejó flanqueado al ejército de Córdoba, que estaba a punto de lanzarse sobre Buenos Aires. El éxito más completo coronó la inconcebible audacia de Quiroga. Desalojarlo de Mendoza era ya inútil; el prestigio de la victoria y el terror le darían medios de resistencia, a la par que, por la derrota, quedaban desmoralizados sus enemigos; se correría sobre San Juan, donde hallarían recursos y armas, y se empeñaría una guerra interminable y sin éxito. Los jefes se marcharon a Córdoba, y la infantería, con los oficiales mendocinos, capituló al día siguiente. Los unitarios de San Juan emigraron a Coquimbo en número de 200, y Quiroga quedó pacífico poseedor de Cuyo y La Rioja. Jamás habían sufrido aquellos dos pueblos catástrofe igual, no tanto por los males que directamente hizo Quiroga, sino por el desorden de todos los negocios que trajo aquella emigración en masa de la parte acomodada de la sociedad.

Pero el mal fué mayor bajo el aspecto del retroceso que experimentó el espíritu de _ciudad_, que es lo que me interesa hacer notar. Muchas veces lo he dicho, y esta vez debo repetirlo: consultada la posición mediterránea de Mendoza, era hasta entonces un pueblo eminentemente civilizado, rico en hombres ilustrados y dotado de un espíritu de empresa y de mejora que no hay en pueblo alguno de la República Argentina; era la Barcelona del interior. Este espíritu había tomado todo su auge durante la administración de Videla Castillo. Construyéronse fuertes al Sur, que, a más de alejar los límites de la provincia, la han dejado para siempre asegurada contra las irrupciones de los salvajes; emprendióse la desecación de los ciénagos inmediatos; adornóse la ciudad; formáronse Sociedades de agricultura, industria, minería y educación pública, dirigidas y secundadas todas por hombres inteligentes, entusiastas y emprendedores; fomentóse una fábrica de tejidos de cáñamo y lana, que proveía de vestidos y lonas para las tropas; formóse una maestranza, en la que se construían espadas, sables, corazas, lanzas, bayonetas y fusiles, sin que en éstos entrase más que el cañón de fabricación extranjera; fundiéronse balas de cañón huecas y tipos de imprenta. Un francés, Charon, químico, dirigía estos últimos trabajos, como también el ensayo de los metales de la provincia. Es imposible imaginarse desenvolvimiento más rápido ni más extenso de todas las fuerzas civilizadoras de un pueblo. En Chile o en Buenos Aires todas estas fabricaciones no llamarían mucho la atención; pero en una provincia del interior, y con sólo el auxilio de artesanos del país, es un esfuerzo prodigioso. La Prensa gemía bajo el peso de diarios y publicaciones periódicas en las que el verso no se hacía esperar. Con las disposiciones que yo le conozco a ese pueblo, en diez años de un sistema semejante hubiérase vuelto un coloso; pero las pisadas de los caballos de Facundo vinieron luego a hollar estos retoños vigorosos de la civilización, y el fraile Aldao hizo pasar el arado y sembrar de sangre el suelo durante diez años. ¡Qué había de quedar!

El movimiento impreso entonces a las ideas no se contuvo, aun después de la ocupación de Quiroga; los miembros de la Sociedad de Minería emigrados en Chile se consagraron desde su arribo al estudio de la química, la mineralogía y la metalurgia. Godoy Cruz, Correa, Villanueva, Doncel y muchos otros reunieron todos los libros que trataban de la materia, recolectaron de toda la América colecciones de metales diversos, registraron los archivos chilenos para informarse de la historia del mineral de Uspallata, y, a fuerza de diligencia, lograron entablar trabajos allí, en que, con el auxilio de la ciencia adquirida, sacaron utilidad de la escasa cantidad de metal útil que aquellas minas contienen, porque el mineral de Uspallata es un cadáver.

De esta época data la nueva explotación de minas en Mendoza, que hoy se está haciendo con ventaja. Los mineros argentinos, no satisfechos con estos resultados, se desparramaron por el territorio de Chile, que les ofrecía un rico anfiteatro para ensayar su ciencia, y no es poco lo que han hecho en Copiapó y en otros puntos en la explotación y beneficio y en la introducción de nuevas máquinas y aparatos. Godoy Cruz, desengañado de las minas, dirigió a otro rumbo sus investigaciones, y con el cultivo de la morera creyó resolver el problema del porvenir de las provincias de San Juan y Mendoza, que consiste en hallar una producción que en _poco volumen encierre mucho valor_.

La seda llena esta condición impuesta a aquellos pueblos centrales, por la inmensa distancia a que están de los puertos y el alto precio de los fletes. Godoy Cruz no se contentó con publicar en Santiago un folleto voluminoso y completo sobre el cultivo de la morera, la cría del gusano de seda y de la cochinilla, sino que, distribuyéndolo gratis en aquellas provincias, ha estado durante diez años _agitando_ sin descanso, propagando la morera, estimulando a todos a dedicarse a su cultivo, exagerando sus ventajas ópimas, mientras que él aquí mantenía relaciones con la Europa para instruirse de los precios corrientes, mandando muestras de la seda que cosechaba, haciéndose conocedor práctico de sus defectos y perfecciones, aprendiendo y enseñando a hilar. Los frutos de esta grande y patriótica obra han correspondido a las esperanzas del noble artífice; hasta el año pasado había ya en Mendoza algunos millones de moreras, y la seda, recogida por quintales, había sido hilada, torcida, teñida y vendida a Europa, en Buenos Aires y Santiago, a cinco, seis y siete pesos libra; porque la joyante de Mendoza no cede en brillo y finura a la más afamada de España o Italia.

El pobre viejo ha vuelto al fin a su patria a deleitarse en el espectáculo de un pueblo entero consagrado a realizar el más fecundo cambio de industria, prometiéndose que la muerte no cerrará sus ojos antes de ver salir para Buenos Aires una caravana de carretas cargadas en el fondo de la América con la preciosa producción que ha hecho por tantos siglos la riqueza de la China y que se disputan hoy las fábricas de León, París, Barcelona y de toda la Italia. ¡Gloria eterna del espíritu unitario, de ciudad y de civilización! ¡Mendoza, a su impulso, se ha anticipado a toda la América española en la explotación en grande de esta rica industria![31]. ¡Pedidle al espíritu de Facundo y de Rosas una sola gota de interés por el bien público, de dedicación a algún objeto de utilidad; torcedlo y exprimidlo, y sólo destilará _sangre y crímenes_!

Me detengo en estos pormenores porque, en medio de tantos horrores como los que estoy condenado a describir, es grato pararse a contemplar las hermosas plantas que hemos visto pisoteadas del salvaje inculto de las pampas; me detengo con placer, porque ellos probarán a los que aún dudaren, que la resistencia a Rosas y su sistema, aunque se haya hasta aquí mostrado débil en sus medios, sólo la defensa de la civilización europea, la de sus resultados y formas, es la que ha dado durante quince años tanta abnegación, tanta constancia a los que hasta aquí han derramado su sangre o han probado las tristezas del destierro.

Hay allí un mundo nuevo que está a punto de desenvolverse, y que no aguarda más para presentarse cuan brillante es, sino que un general afortunado logre apartar el pie de hierro que tiene hoy oprimida la inteligencia del pueblo argentino. La historia, por otra parte, no ha de tejerse sólo con crímenes y empaparse en sangre; ni es por demás traer a la vista de los pueblos extraviados las páginas casi borradas de las pasadas épocas. Que siquiera deseen para sus hijos mejores tiempos que los que ellos alcanzan; porque no importa que hoy el caníbal de Buenos Aires se canse de derramar sangre, y permita volver a ver en sus hogares, a los que ya trae subyugados y anulados, la desgracia y el destierro.

Nada importa esto para el progreso de un pueblo. El mal que es preciso remover es el que nace de un gobierno que tiembla a la presencia de los hombres pensadores e ilustrados, y que para subsistir necesita alejarlos o matarlos, nace de un sistema que, reconcentrando en _un solo hombre_ toda voluntad y toda acción, el bien que él no haga, porque no lo conciba, no lo pueda o no lo quiera, no se sienta nadie dispuesto a hacerlo por temor de atraerse las miradas suspicaces del tirano, o bien porque donde no hay libertad de obrar y pensar, el espíritu público se extingue, y el egoísmo que se reconcentra en nosotros mismos ahoga todo sentimiento de interés por los demás. _Cada uno para sí_, el azote del verdugo para todos: he ahí el resumen de la vida y gobierno de los pueblos esclavizados.

Si el lector se fastidia con estos razonamientos, contaréle crímenes espantosos. Facundo, dueño de Mendoza, tocaba, para proveerse de dinero y soldados, los recursos que ya nos son bien conocidos. Una tarde cruzan la ciudad en todas direcciones partidas que están acarreando a un olivar cuantos oficiales encuentran de los que habían capitulado en Chacón; nadie sabe el objeto, ni ellos temen por lo pronto nada, fiados en la fe de lo estipulado. Varios sacerdotes reciben, empero, orden de presentarse igualmente; cuando ya hay suficiente número de oficiales reunidos, se manda a los sacerdotes confesarlos, lo que, efectuado, se les forma en fila, y de uno en uno empiezan a fusilarlos bajo la dirección de Facundo, que indica al que parece conservar aún la vida, y señala con el dedo el lugar donde deben darle el balazo que ha de ultimarlo.

Concluída la matanza, que dura una hora porque se hace con lentitud y calma, Quiroga explica a algunos el motivo de aquella terrible violación de la fe de los tratados: «Los unitarios--dice--le han muerto en Chile al general Villafañe, y usa de represalias.» El cargo es fundado, aunque la satisfacción sea un poco grosera. «Paz--decía otra vez--me fusiló nueve oficiales, yo le he fusilado noventa y seis; estamos a mano.» Paz no era responsable de un acto que él lamentó profundamente, y que era motivado por la muerte de un parlamentario suyo. Pero el sistema de no dar cuartel, seguido por Rosas con tanto tesón, y de violar todas las formas recibidas, pactos, tratados, capitulaciones, es efecto de causas que no dependen del carácter personal de los caudillos. El derecho de gentes que ha suavizado los horrores de la guerra, es el resultado de siglos de civilización; el salvaje mata a su prisionero, no respeta convenio alguno siempre que halla ventaja en violarlo. ¿Qué freno contendrá al salvaje argentino, que no conoce ese derecho de gentes de las ciudades cultas? ¿Dónde habrá adquirido la conciencia del derecho? ¿En la Pampa? La muerte de Villafañe ocurrió en territorio chileno. Su matador sufrió ya la pena del talión: ojo por ojo, diente por diente. La justicia humana ha quedado satisfecha; pero el carácter del protagonista de aquel sangriento drama hace demasiado a mi asunto para que me prive del placer de introducirlo.

Entre los emigrados sanjuaninos que se dirigían a Coquimbo, iba un mayor del ejército del general Paz, dotado de esos caracteres originales que desenvuelve la vida argentina. El mayor Navarro, de una familia distinguida de San Juan, de formas diminutas y de cuerpo flexible y endeble, era célebre en el ejército por su temerario arrojo. A la edad de diez y ocho años montaba guardia como alférez de milicias en la noche en que en 1820 se sublevó en San Juan el número 1 de los Andes. Cuatro compañías forman enfrente al cuartel e intiman la rendición a los cívicos. Navarro queda solo en la guardia, entorna la puerta y con su florete defiende la entrada; catorce heridas entre golpes de sable y bayoneta lo franquean; y el alférez, apretándose con las manos tres bayonetazos que ha recibido cerca de la ingle, con el otro brazo cubriéndose cinco que le han traspasado el pecho, y ahogándose con la sangre que corre a torrentes de la cabeza, se dirige desde allí a su casa, donde recobra la salud y la vida después de siete meses de una curación desesperada y casi imposible.

Dado de baja por la disolución de los cívicos, se dedica al comercio, pero al comercio acompañado de peligros y aventuras. Al principio introduce cargamentos por contrabando en Córdoba; después trafica desde Córdoba con los indios, y últimamente se casa con la hija de un cacique, vive santamente con ella, se mezcla en las guerras salvajes, se habitúa a comer carne cruda y beber la sangre en la degolladera de los caballos, hasta que en cuatro años se hace un salvaje hecho y derecho. Sabe allí que la guerra del Brasil va a principiar, y dejando a sus amados salvajes, sienta plaza en el ejército en su grado de alférez, y tan buena maña se da y tantos sablazos distribuye, que al fin de la campaña es capitán graduado de mayor y uno de los predilectos de Lavalle, el catador de valientes. En Puente Márquez deja atónito al ejército con sus hazañas, y después de todas aquellas correrías, queda en Buenos Aires con los demás oficiales de Lavalle. Arbolito, Pancho, el Yato, Molina y otros bandidos de la campaña eran los altos personajes que ostentaban su valor por cafés y mesones. La animosidad con los oficiales del ejército era cada día más envenenada. En el café de la Comedia estaban algunos de estos héroes de la época, y brindaban a la muerte del general Lavalle; Navarro, que los ha oído, se acerca, tómale el vaso a uno, sirve para ambos, y dice: «¡Tome usted a la salud de Lavalle!» Desenvainan las espadas y lo dejan tendido. Era preciso salvarse, ganar la campaña, y por entre las partidas enemigas, llegar a Córdoba. Antes de tomar servicio, penetra tierra adentro a visitar a su familia, a su padre político, y sabe con sentimiento que su cara mitad ha fallecido. Se despide de los suyos, y dos de sus deudos, dos mocetones; el uno su primo y su sobrino el otro, le acompañan de regreso al ejército.

De la acción de Chacón traía un fogonazo en la sien que le había arreado todo el pelo y embutido la pólvora en la cara. Con este talante y acompañamiento, y un asistente inglés tan gaucho y certero en el lazo y las bolas como el patrón y los parientes, emigraba el joven Navarro para Coquimbo; porque joven era, y tan culto en su lenguaje y tan elegante en sus modales, como el primer pisaverde; lo que no estorbaba que cuando veía caer una res, viniese a beberle la sangre como un salvaje. Todos los días quería volverse, y las instancias de sus amigos bastaban apenas a contenerlo. «Yo soy hijo de la pólvora--decía con su voz grave y sonora--: la guerra es mi elemento--». «La primer gota de sangre que ha derramado la guerra civil--decía otras veces--ha salido de estas venas, y de aquí ha de salir la última.» «Yo no puedo ir más adelante--repetía parando su caballo--; echo de menos sobre mis hombros las paletas de general.» «En fin--exclama otras veces--: ¿qué dirán mis compañeros cuando sepan que el mayor Navarro ha pisado el suelo extranjero sin un escuadrón con lanza en ristre?»

El día que pasaron la cordillera hubo una escena patética. Era preciso deponer las armas; no había forma de hacer concebir a los indios que había países donde no era permitido andar con la lanza en la mano. Navarro se acercó a ellos, les habló en la lengua; fuese animando poco a poco; dos gruesas lágrimas corrieron de sus ojos, y los indios clavaron con muestras de angustia sus lanzones en el suelo. Todavía después de emprendida la marcha, volvieron sus caballos y dieron vuelta en torno de ellas, ¡como si les dijesen un eterno adiós!

Con estas disposiciones de espíritu pasó el mayor Navarro a Chile, y se alojó en Guanda, que está situado en la boca de la quebrada que conduce a la Cordillera. Allí supo que Villafañe volvía a reunirse a Facundo, y anunció públicamente su propósito de matarlo.

Los emigrados que sabían lo que las palabras importaban en boca del mayor Navarro, después de procurar en vano disuadirlo, se alejaron del lugar de la escena. Advertido Villafañe, pidió auxilio a la autoridad, que le dió unos milicianos, los cuales le abandonaron desde que se informaron de lo que se trataba. Pero Villafañe iba perfectamente armado y traía además seis riojanos. Al pasar por Guanda, Navarro salió a su encuentro, y mediando entre ambos un arroyo, le anunció en frases solemnes y claras su designio de matarlo, con lo que se volvió tranquilo a la casa en que estaba a la sazón almorzando. Villafañe tuvo la indiscreción de alojarse en Tilo, lugar distante sólo cuatro leguas de aquél en que el reto había tenido lugar.

A la noche, Navarro requiere sus armas y una comitiva de nueve hombres que le acompañan, y que deja en lugar conveniente cerca de la casa de Tilo, avanzando él solo a la claridad de la luna. Cuando hubo penetrado en el patio abierto de la casa, grita a Villafañe, que dormía con los suyos en el corredor. «¡Villafañe, levántate! Vengo a matarte; el que tiene enemigos no duerme.» Toma éste su lanza, Navarro se desmonta del caballo, desenvaina la espada, se acerca y lo traspasa. Entonces dispara un pistoletazo, que era la señal de avanzar que había dado a su partida, la cual se echa sobre la comitiva del muerto, la mata o dispersa. Hacen traer los animales de Villafañe, cargan su equipaje y marchan en lugar de él a la República Argentina a incorporarse al ejército. Extraviando caminos, llegan al Río Cuarto, donde se encuentran con el coronel Echevarría perseguido por los enemigos. Navarro vuela en su ayuda, y habiendo caído muerto el caballo de su amigo, le insta que monte a su grupa.

No consiente éste; obstínase Navarro en no fugar sin salvarlo, y últimamente se desmonta de su caballo, lo mata y muere al lado de su amigo, sin que su familia pudiese descubrir tan triste fin sino después de tres años, en que el mismo que lo ultimó contara la trágica historia, y desenterrase para mayor prueba los dos esqueletos de los dos infelices amigos. Hay en toda la vida de este malogrado joven tal originalidad, que vale sin duda la pena de hacer una digresión en favor de su memoria.

Durante la corta emigración del mayor Navarro, habían ocurrido sucesos que cambiaban completamente la faz de los negocios públicos. La célebre captura del general Paz, arrebatado de la cabeza de su ejército por un tiro de bolas, decidía de la suerte de la República, pudiendo decirse que no se constituyó en aquella época, y las leyes y las ciudades no afianzaron su dominio por accidente tan singular; porque Paz, con un ejército de cuatro mil quinientos hombres perfectamente disciplinados, y con un plan de operaciones combinado sabiamente, estaba seguro de desbaratar el ejército de Buenos Aires.

Los que le han visto después triunfar en todas partes, juzgarán que no había mucha presunción de su parte en anticipaciones tan felices. Pudiéramos hacer coro a los moralistas que dan a los acontecimientos más fortuitos el poder de trastornar la suerte de los imperios; pero si es fortuito el acertar un tiro de bolas sobre un general enemigo, no lo es que venga de la parte de los que atacan las _ciudades_, del gaucho de la Pampa, convertido en elemento político. Así, puede decirse que la civilización fué _boleada_ aquella vez.

Facundo, después de vengar tan cruelmente a su general Villafañe, marchó a San Juan a preparar la expedición sobre Tucumán, adonde el ejército de Córdoba se había retirado después de la pérdida del general, lo que hacía imposible todo propósito invasor. A su llegada, todos los ciudadanos federales, como en 1827, salieron a su encuentro; pero Facundo no gustaba de las recepciones.

Manda una partida que salga adelante de la calle en que estaban reunidos, deja a otra atrás, hace poner guardias en todas las avenidas, y tomando él por otro camino, entra en la ciudad, dejando presos a sus oficiosos huéspedes, que tuvieron que pasar el resto del día y la noche entera agrupados en la calle, haciéndose lugar entre las patas de los caballos para dormitar un poco. El que lea esto se indignará del ultraje afrentoso e insolente hecho a sus partidarios mismos, a los que con su cooperación lo han elevado. Yo no veo en esto sino una faz histórica y característica de la lucha argentina. Facundo deja de fingirse federal como lo entendían los hombres de las _ciudades_; es el enemigo de todos los que llevan frac, es el elemento bárbaro que se presenta en toda su desnudez, y es preciso hacerlo sentir a los ilusos que se cuentan aún entre sus partidarios.

Cuando hubo llegado a la plaza, hace detener en medio de ella su coche, manda cesar el repique de las campanas, y arroja a la calle todo el amueblado de la casa que las autoridades han preparado para recibirle: alfombrado, colgaduras, espejos, sillas, mesas, todo se hacina en confusa mezcla en la plaza, y no desciende sino cuando se cerciora de que no quedan sino las paredes limpias, una mesa pequeña, una sola silla y una cama. Es un espartano, diría otro que yo, que no veo en todos estos miserables manejos sino la insolencia brutal de un bárbaro que insulta a las _ciudades_, afectando desdeñar sus goces, su lujo y sus usos civilizados. Mientras que esta operación se efectúa, llama a un niño que acierta a pasar cerca de su coche, le pregunta su nombre, y al oír el apellido Rosa, le dice: «Su padre, don Ignacio de la Rosa, fué un grande hombre; ofrezca a su madre de usted mis servicios.»

Al día siguiente amanece en la plaza un banquillo de fusilar, de seis varas de largo. ¿Quiénes van a ser las víctimas? ¡Los unitarios se han fugado en masa, hasta los tímidos que no son unitarios! Facundo empieza a distribuir contribuciones a las señoras en defecto de sus maridos, padres o hermanos ausentes, y no son por eso menos satisfactorios los resultados. Omito la relación de todos los acontecimientos de este período, que no dejarían escuchar los sollozos y gritos de las mujeres amenazadas de ir al banquillo y de ser azotadas: dos o tres fusilados, cuatro o cinco azotados, una u otra señora condenada a hacer de comer a los soldados, y otras violencias sin nombre.

Pero hubo un día de terror glacial que no debo pasar en silencio. Era el momento de salir la expedición sobre Tucumán; las divisiones empiezan a desfilar una en pos de otra; en la plaza están los troperos cargando los bagajes; una mula se espanta y se entra al templo de Santa Ana. Facundo manda que la enlacen en la iglesia; el arriero va a tomarla con las manos, y en este momento un oficial que entra a caballo por orden de Quiroga, enlaza mula y arriero y los saca a la cincha unidos, sufriendo el infeliz las pisadas, golpes y coces de la bestia.

Algo no está listo en aquel momento; Facundo hace comparecer a las autoridades negligentes. Su excelencia el señor gobernador y capitán general de la provincia recibe una bofetada, el jefe de Policía se escapa corriendo de recibir un lanzazo, y ambos ganan las calles de sus oficinas a dar las órdenes que han omitido. ¿Os parece esto mucha degradación? No: así son los pueblos; así es el hombre cuando se ha perdido toda conciencia del derecho, cuando la fuerza brutal se desencadena. ¿Qué hace el niño cuando su padre, enfurecido, se venga despedazándolo a azotes? Llora y se somete, porque no hay en la tierra apoyo para su derecho. Así lo hacen los gobernadores y los pueblos: lloran y se someten, porque la resistencia es inútil, la dignidad una provocación y la muerte recibida quedaría sin gloria y sin vengadores.

Más tarde, Facundo ve uno de sus oficiales que da de _cintarazos_ a dos soldados que peleaban; lo llama, lo acomete con la lanza; el oficial se prende del asta para salvar la vida, bregan, y al fin el oficial se la quita y se la entrega respetuosamente; nueva tentativa de traspasarlo con ella; nueva lucha, nueva victoria del oficial, que vuelve a entregársela. Facundo entonces reprime su rabia, llama en su auxilio, apodéranse seis hombres del atlético oficial, lo estiran en una ventana, y bien amarrado de pies y manos, Facundo lo traspasa repetidas veces con aquella lanza que por dos veces le había sido devuelta, hasta que el oficial ha apurado la última agonía, hasta que reclina la cabeza y el cadáver yace yerto y sin movimiento. Las furias están desencadenadas; el general Huidobro es amenazado con la lanza, si bien tiene el valor de desenvainar su espada y prepararse a defender su vida.

Y sin embargo de todo esto, Facundo no es cruel, no es sanguinario; es el bárbaro, no más, que no sabe contener sus pasiones, y que, una vez irritadas, no conocen freno ni medida; es el terrorista que a la entrada a una ciudad fusila a uno y azota a otro, pero con economía, muchas veces con discernimiento; el fusilado es un ciego, un paralítico o un sacristán; cuando más el infeliz azotado es un ciudadano ilustre, un joven de las primeras familias. Sus brutalidades con las señoras vienen de que no tiene conciencia de las delicadas atenciones que la debilidad merece; las humillaciones afrentosas impuestas a los ciudadanos provienen de que es campesino grosero, y gusta por ello de maltratar y herir en el amor propio y el decoro a aquéllos que sabe que lo desprecian. No es otro el motivo que hace del terror un sistema de gobierno. ¿Qué habría hecho Rosas sin él en una sociedad como era antes la de Buenos Aires? ¿Qué otro medio de imponer al público ilustrado el respeto que la conciencia niega a lo que de suyo es abyecto y despreciable?

Es inaudito el cúmulo de atrocidades que se necesita amontonar unas sobre otras para pervertir a un pueblo, y nadie sabe los ardides, los estudios, las observaciones y la sagacidad que ha empleado don Juan Manuel Rosas para someter la _ciudad_ a esa influencia mágica que trastorna en seis años la conciencia de lo justo y de lo bueno, que quebranta al fin los corazones más esforzados y los doblega al yugo. El terror de 1793 en Francia era un efecto, no un instrumento; Robespierre no guillotinaba nobles y sacerdotes para crearse una reputación ni elevarse él sobre los cadáveres que amontonaba. Era un alma adusta y severa aquélla que había creído que era preciso amputar a la Francia todos sus miembros aristocráticos para cimentar la revolución. «Nuestros nombres--decía Danton--bajarán a la posteridad execrados, pero habremos salvado la República.» El terror entre nosotros es una invención gubernativa para ahogar toda conciencia, todo espíritu de ciudad, y forzar al fin a los hombres a reconocer como cabeza pensadora el pie que les oprime la garganta; es un desquite que toma el hombre inepto armado del puñal para vengarse del desprecio que sabe que su nulidad inspira a un público que le es infinitamente superior. Por eso hemos visto en nuestros días repetirse las extravagancias de Calígula, que se hacía adorar como Dios, y asociaba al imperio su caballo. Era que Calígula sabía que era él el último de los romanos a quienes tenía, no obstante, bajo su pie. Facundo se daba aires de inspirado, de adivino, para suplir la incapacidad natural de influir sobre los ánimos. Rosas se hacía adorar en los templos y tirar su retrato por las calles en un carro a que iban uncidos generales y señoras, para crearse el prestigio que echaba de menos. Pero Facundo es cruel sólo cuando la sangre se le ha venido a la cabeza y a los ojos, y ve todo colorado. Sus cálculos fríos se limitan a fusilar a un hombre, a azotar a un ciudadano; Rosas no se enfurece nunca; calcula en la quietud y el recogimiento de su gabinete, y desde allí salen las órdenes a sus sicarios.

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