CAPÍTULO VIII
GUERRA SOCIAL.--CIUDADELA.
Les habitans de Tucuman finissent
leurs journées par des réunions
champêtres, où à l'ombre
de beaux arbres improvisent, au
son d'une guitarre rustique, des
chants alternatifs dans le genre de
ceux que Virgile et Théocrite ont
embellis. Tout, jusqu'aux prénoms
grecs rappelle au voyageur étonné
l'antique Arcadie.
MALTE-BRUN.
La expedición salió, y los sanjuaninos federales, y mujeres y madres de
unitarios respiraron al fin, como si despertaran de una horrible
pesadilla. Facundo desplegó en esta campaña un espíritu de orden y una
rapidez en sus marchas, que mostraban cuánto le habían aleccionado los
pasados desastres. En veinticuatro días atravesó con su ejército cerca
de 300 leguas de territorio; de manera que estuvo a punto de sorprender
a pie algunos escuadrones del ejército enemigo que, con la noticia
inesperada de su próximo arribo, lo vió presentarse en la Ciudadela,
antiguo campamento de los ejércitos de la patria bajo las órdenes de
Belgrano. Sería inconcebible el cómo se dejó vencer un ejército como el
que mandaba La Madrid en Tucumán, con jefes tan valientes y soldados tan
aguerridos, si causas morales y preocupaciones antiestratégicas no
viniesen a dar la solución de tan extraño enigma.
El general La Madrid, jefe del ejército, tenía entre sus súbditos al
general López, especie de caudillo de Tucumán, que le era desafecto
personalmente, y a más de que una retirada desmoraliza las tropas, el
general La Madrid no era el más adecuado para dominar el espíritu de los
jefes subalternos. El ejército se presentaba a la batalla medio
_federalizado_, medio _montonerizado_, mientras que el de Facundo traía
esa unidad que dan el terror y la obediencia a un caudillo que no es
_causa_, sino _persona_, y que, por tanto, aleja el libre albedrío y
ahoga toda individualidad. Rosas ha triunfado de sus enemigos por esta
_unidad_ de hierro, que hace de todos sus satélites instrumentos
pasivos, ejecutores ciegos de su suprema voluntad. La víspera de la
batalla, el teniente coronel Balmaceda pide al general en jefe que se le
permita dar la primera carga. Si así se hubiere efectuado, ya que era de
regla principiar las batallas por cargas de caballería, y ya que un
subalterno se toma la libertad de pedirlo, la batalla se hubiera ganado,
porque el segundo de Coraceros no halló jamás, ni en el Brasil ni en la
República Argentina, quien resistiese su empuje. Accedió el general a la
demanda del comandante del segundo; pero un coronel halló que le
quitaban el mejor cuerpo, el general López, que se comprometían al
principio las tropas de _élite_ que debían formar la reserva, según
todas las reglas, y el general en jefe, no teniendo suficiente autoridad
para acallar estos clamores, mandó a la reserva al escuadrón invencible
y al insigne cargador que lo mandaba.
Facundo despliega su batalla a distancia tal, que lo pone al abrigo de
la infantería que manda Barcala, y que debilita el efecto de ocho
piezas de artillería que dirige el inteligente Arengreen. ¿Había
previsto Facundo lo que sus enemigos iban a hacer? Una guerrilla ha
precedido, en la que la partida de Quiroga arrolla la división Tucumana.
Facundo llama al jefe victorioso.--¿Por qué se ha vuelto usted?--Porque
he arrollado al enemigo hasta la ceja del monte.--¿Por qué no penetró en
el monte acuchillando?--Porque había fuerzas superiores.--¡A ver, cuatro
tiradores!... Y el jefe es ejecutado. Oíase de un extremo al otro de la
línea de Quiroga el tintín de las espuelas y de los fusiles de los
soldados, que temblaban, no de miedo del enemigo, sino del terrible jefe
que a su retaguardia andaba, corriendo la línea y blandiendo su lanza de
cabo de ébano. Esperan como un alivio y un desahogo del terror que los
oprime que se les mande echarse sobre el enemigo; lo harán pedazos,
romperán la línea de bayonetas, a trueque de poner algo de por medio
entre ellos y la imagen de Facundo, que los persigue como un fantasma
airado. Como se ve, pues, campeaba de un lado el terror, del otro la
anarquía. A la primera tentativa de carga desbándase la caballería de La
Madrid; sigue la reserva, y cinco jefes a caballo quedan tan sólo con la
artillería, que menudeaba sus detonaciones, y la infantería, que se
echaba a la bayoneta sobre el enemigo. ¿Para qué más pormenores? El
detalle de una batalla lo da el que triunfa.
La consternación reina en Tucumán; la emigración se hace en masa, porque
en aquella ciudad los federales son contados. ¡Era la tercera visita de
Facundo! Al día siguiente debe repartirse una contribución. Quiroga sabe
que en un templo hay escondidos objetos preciosos; preséntase al
sacristán, a quien interroga sobre el caso; es una especie de imbécil
que contesta sonriéndose. «¿Te ríes? ¡A ver!... ¡Cuatro tiradores!...»,
que lo dejan en el sitio, y las listas de la contribución se llenan en
una hora. Las arcas del general se rehinchan de oro. Si alguno no ha
comprendido bien, no le quedará duda cuando vea pasar presos para ser
azotados al guardián de San Francisco y al presbítero Colombres. Facundo
se presenta en seguida al depósito de prisioneros, separa a los
oficiales y se retira a descansar de tanta fatiga, dejando orden de que
se les fusile a todos.
Es Tucumán un país tropical, en donde la Naturaleza ha hecho ostentación
de sus más pomposas galas; es el edén de América, sin rival en toda la
redondez de la tierra. Imagináos los Andes cubiertos de un manto
verdinegro de vegetación colosal, dejando escapar por debajo de la orla
de este vestido doce ríos que corren a distancias iguales en dirección
paralela, hasta que empiezan a inclinarse todos hacia un rumbo y forman,
reunidos, un canal navegable que se aventura en el corazón de la
América. El país comprendido entre los afluentes y el canal tiene a lo
más cincuenta leguas. Los bosques que encubren la superficie del país
son primitivos, pero en ellos las pompas de la India están revestidas de
las gracias de la Grecia.
El nogal entreteje su anchuroso ramaje con el caoba y el ébano; el cedro
deja crecer a su lado el clásico laurel, que a su vez resguarda sobre su
follaje el mirto consagrado a Venus, dejando todavía espacio para que
alcen sus varas el nardo balsámico y la azucena de los campos. El
odorífero cedro se ha apoderado por ahí de una cenefa de terreno que
interrumpe el bosque, y el rosal cierra el paso en otras con sus tupidos
y espinosos mimbres. Los troncos añosos sirven de terreno a diversas
especies de musgos florecientes, y las lianas y moreras festonean,
enredan y confunden todas estas diversas generaciones de plantas. Sobre
toda esta vegetación que agotaría la paleta fantástica en combinaciones
y riqueza de colorido, revoloteaban enjambres de mariposas doradas,
esmaltados picaflores, millones de loros color de esmeralda, urracas
azules y tucanes anaranjados. El estrépito de esas aves vocingleras os
aturde todo el día, cual si fuera el ruido de una canora catarata. El
mayor Andrews, un viajero inglés que ha dedicado muchas páginas a la
descripción de tantas maravillas, cuenta que salía por las mañanas a
extasiarse en la contemplación de aquella soberbia y brillante
vegetación; que penetraba en los bosques aromáticos, y delirando,
arrebatado por la enajenación que lo dominaba, se internaba en donde
veía que había obscuridad, espesura, hasta que al fin regresaba a su
casa, donde le hacían notar que se había desgarrado los vestidos,
rasguñado y herido la cara, de la que venía a veces destilando sangre
sin que él lo hubiese sentido.
La ciudad está cercada por un bosque de muchas leguas, formado
exclusivamente de naranjos dulces, acoplados a determinada altura, de
manera que forma una bóveda sin límites, sostenida por un millón de
columnas lisas y torneadas. Los rayos de aquel sol tórrido no han podido
mirar nunca las escenas que tienen lugar sobre la alfombra de verdura
que cubre la tierra bajo aquel toldo inmenso. ¡Y qué escenas! Los
domingos van las beldades tucumanas a pasar el día en aquellas galerías
sin límites; cada familia escoge un lugar aparente; apártanse las
naranjas que embarazan el paso si es el otoño, o bien sobre la gruesa
alfombra de azahares que tapiza el suelo se balancean las parejas del
baile, y con los perfumes de sus flores se dilatan, debilitándose a lo
lejos los sonidos melodiosos de los tristes cantares que acompaña la
guitarra. ¿Creéis, por ventura, que esta descripción es plagiada de _Las
mil y una noches_, u otros cuentos de hadas a la oriental? Daos prisa
más bien a imaginaros lo que no digo de la voluptuosidad y belleza de
las mujeres que nacen bajo un cielo de fuego, y que, desfallecidas, van
a la siesta a reclinarse muellemente bajo la sombra de los mirtos y
laureles, a dormirse embriagadas por las esencias que ahogan al que no
está habituado a aquella atmósfera.
Facundo había ganado una de esas enramadas sombrías, acaso para meditar
sobre lo que debía hacer con la pobre ciudad que había caído como una
ardilla bajo la garra del león. La pobre ciudad, en tanto, estaba
preocupada con la realización de un proyecto lleno de inocente
coquetería. Una diputación de niñas rebosando juventud, candor y beldad,
se dirige hacia el lugar donde Facundo yace reclinado sobre su poncho.
La más resuelta o entusiasta camina delante; vacila, se detiene,
empújanla las que la siguen, páranse todas sobrecogidas de miedo,
vuelven las púdicas caras, se alientan unas a otras y, deteniéndose,
avanzando tímidamente y empujándose entre sí, llegan al fin a su
presencia. Facundo las recibe con bondad, las hace sentar en torno suyo,
las deja recobrarse e inquiere al fin el objeto de aquella agradable
visita. Vienen a implorar por la vida de los oficiales del ejército que
van a ser fusilados.
Los sollozos se escapan de entre la escogida y tímida comitiva; la
sonrisa de la esperanza brilla en algunos semblantes, y todas las
seducciones delicadas de la mujer son puestas en requisición para lograr
el piadoso fin que se han propuesto. Facundo está vivamente interesado,
y por entre la espesura de su barba negra alcanza a discernirse en las
facciones la complacencia y el contento. Pero necesita interrogarlas una
a una, conocer sus familias, la casa donde viven, mil pormenores que
parecen entretenerlo y agradarle, y que ocupan una hora de tiempo,
mantienen la expectación y la esperanza; al fin les dice con la mayor
bondad: «¿No oyen ustedes esas descargas?»
¡Ya no hay tiempo! ¡Los han fusilado! Un grito de horror sale de entre
aquel coro de ángeles, que se escapa como una bandada de palomas
perseguidas por el halcón. ¡Los habían fusilado, en efecto! ¡Pero cómo!
Treinta y tres oficiales, de coroneles abajo, formados en la plaza,
desnudos enteramente, reciben parados la descarga mortal. Dos
hermanitos, hijos de una distinguida familia de Buenos Aires, se abrazan
para morir, y el cadáver del uno resguarda de las balas al otro. «Yo
estoy libre--grita--; me he salvado por la ley.» ¡Pobre iluso! ¡Cuánto
hubiera dado por la vida! ¡Al confesarse había sacado una sortija de la
boca donde, para que no se la quitaran, habíala escondido, encargando al
sacerdote devolverla a su linda prometida, que al recibirla dió, en
cambio, la razón, que no ha recobrado hasta hoy la pobre loca!
Los soldados de caballería enlazan cada uno su cadáver y lo llevan
arrastrando al cementerio, si bien algunos pedazos de cráneos, un brazo
y otros miembros quedan en la plaza de Tucumán, y sirven de pasto a los
perros. ¡Ah! ¡Cuántas glorias arrastradas así por el lodo! ¡Don Juan
Manuel Rosas hacía matar del mismo modo y casi al mismo tiempo, en San
Nicolás de los Arroyos, veintiocho oficiales, fuera de ciento y más que
habían perecido obscuramente! ¡Chacabuco, Maipú, Junín, Ayacucho,
Ituzaingó! ¿Por qué han sido tus laureles una maldición para todos los
que los llevaron?
Si al horror de estas escenas puede añadirse algo, es la suerte que cupo
al respetable coronel Arraya, padre de ocho hijos, prisionero, con tres
lanzadas en la espalda; se le hizo entrar en Tucumán a pie, desnudo,
desangrándose y cargado con ocho fusiles. Extenuado de fatiga, fué
preciso concederle una cama en una casa particular. A la hora de la
ejecución en la plaza, algunos tiradores penetran hasta su habitación, y
en la cama lo traspasan a balazos, haciéndole morir en medio de las
llamaradas de las incendiadas sábanas.
El coronel Barcala, el ilustre negro, fué el único jefe exceptuado de
esta carnicería, porque Barcala era el amo de Córdoba y de Mendoza, en
donde los _cívicos_ lo idolatraban. Era un instrumento que podía
conservarse para lo futuro; ¿quién sabe lo que más tarde podrá suceder?
Al día siguiente principia en toda la ciudad una operación que se llama
_secuestro_. Consiste en poner centinelas en las puertas de todas las
tiendas y almacenes, en las barracas de cueros, en las curtiembres de
las suelas, en los depósitos de tabaco. En todas, porque en Tucumán no
hay federales, esta planta que no ha podido crecer sino después de tres
buenos riegos de sangre que ha dado al suelo Quiroga, y otro mayor que
los tres juntos que le otorgó Oribe. Ahora dicen que hay federales que
llevan una cinta que lo acredita, en la que está escrito: _¡Mueran los
salvajes, inmundos unitarios!_ ¡Cómo dudarlo un momento!
Todas aquellas propiedades mobiliarias y los ganados de las campañas
pertenecen de derecho a Facundo. Doscientas cincuenta carretas con la
dotación de diez y seis bueyes cada una, se ponen en marcha para Buenos
Aires llevando los productos del país. Los efectos europeos se ponen en
un depósito que surte a un baratillo, en el que los comandantes
desempeñan el oficio de baratilleros. Se vende todo y a vil precio.
Hay más todavía: Facundo en persona vende camisas, enaguas de mujeres,
vestidos de niños; los despliega, los enseña y agita ante la
muchedumbre. Un medio, un real, todo es bueno; la mercadería se
despacha, el negocio está brillante, faltan brazos, la multitud se
agolpa, se ahoga en la apretura. Sólo sí empieza a notarse que, pasados
algunos días, los compradores escasean, y en vano se les ofrecen
pañuelos de espumilla bordados por cuatro reales; nadie compra.
¿Qué ha sucedido? ¿Remordimientos de la plebe? Nada de eso. Se ha
agotado el dinero circulante; las contribuciones por una parte, el
secuestro por la otra, la venta barata, han reunido el último medio que
circulaba en la provincia. Si alguno queda en poder de los adictos u
oficiales, la mesa de juego está ahí para dejar al fin y a la postre
vacías todas las bolsas. En la puerta de calle de la casa del general
están secándose al sol hileras de zurrones de plata forrados de cuero.
Ahí permanecen la noche sin custodia, sin que los transeúntes se atrevan
siquiera a mirar.
¡Y no se crea que la ciudad ha sido abandonada al pillaje, o que el
soldado haya participado de aquel botín inmenso! No; Quiroga repetía
después en Buenos Aires, en los círculos de sus _compañeros_: «Yo jamás
he consentido en que el soldado robe, porque me ha parecido inmoral.» Un
chacarrero se queja a Facundo en los primeros días de que sus soldados
le han tomado algunas frutas. Hácelos formar, y los culpables son
reconocidos. Seiscientos azotes es la pena que cada uno sufre. El
vecino, espantado, pide para las víctimas, y le amenazan con llevar la
misma porción. Porque así es el gaucho argentino: mata porque le mandan
sus caudillos matar, y no roba porque no se lo mandan. Si queréis
averiguar cómo no se sublevan estos hombres y no se desencadenan contra
el que no les da nada en cambio de su sangre y de su valor, preguntadle
a don Juan Manuel Rosas todos los prodigios que pueden hacerse con el
terror. ¡El sabe mucho de eso! ¡No sólo al miserable gaucho, sino al
ínclito general, al ciudadano fastuoso y envanecido se le hacen obrar
milagros! ¿No os decía que el terror produce resultados mayores que el
patriotismo?
El coronel del ejército de Chile don Manuel Gregorio Quiroga, ex
gobernador federal de San Juan y jefe de Estado Mayor del ejército de
Quiroga, convencido de que aquel botín de medio millón es sólo para el
general, que acaba de dar de bofetadas a un comandante que ha guardado
para sí algunos reales de la venta de un pañuelo, concibe el proyecto de
sustraer algunas alhajas de valor de las que están amontonadas en el
depósito general y resarcirse con ellas de sus sueldos.
Descúbrese el robo, y el general le manda amarrar contra un poste y
exponerlo a la vergüenza pública; y cuando el ejército regresa a San
Juan, el coronel del ejército de Chile, ex gobernador de San Juan, el
jefe de Estado Mayor, marcha a pie por caminos apenas practicables,
acollarado con un novillo; ¡el compañero del novillo sucumbió en
Catamarca, sin que se sepa si el novillo llegó a San Juan! En fin: sabe
Facundo que un joven Rodríguez, de lo más esclarecido de Tucumán, ha
recibido carta de los prófugos; lo hace aprehender, lo lleva él mismo a
la plaza, lo cuelga y le hace dar seiscientos azotes. Pero los soldados
no saben dar azotes como los que aquel crimen exige, y Quiroga toma las
gruesas riendas que sirven para la ejecución, batiéndolas en el aire con
su brazo hercúleo, y descarga cincuenta azotes para que sirvan de
modelo.
Concluído el acto, él en persona remueve la tina de salmuera, le
refriega las nalgas, le arranca los pedazos flotantes y le mete el puño
en las concavidades que aquéllos han dejado. Facundo vuelve a su casa,
lee las cartas interceptadas, y encuentra en ellas encargos de los
maridos a sus mujeres, libranzas de los comerciantes, recomendaciones de
que no tengan cuidado por ellos, etc. En una palabra: no hay nada que
pueda interesar a la política; entonces pregunta por el joven Rodríguez
y le dicen que está espirando. En seguida se pone a jugar y gana miles.
Don Francisco Reto y don N. Lugones han murmurado entre sí algo sobre
los horrores que presencian. Cada uno recibe trescientos azotes y la
orden de retirarse a sus casas cruzando la ciudad desnudos
_completamente_, las manos puestas en la cabeza y las asentaderas
chorreando sangre; soldados armados van a la distancia para hacer que la
orden se ejecute puntualmente. ¿Y queréis saber lo que es la naturaleza
humana cuando la infamia está entronizada y no hay a quién apelar en la
tierra contra los verdugos? Lugones, que es de carácter travieso, se da
vuelta hacia su compañero de suplicio, y le dice con la mayor
compostura: «Pásame, compañero, la tabaquera; ¡pitemos un cigarro!» En
fin: la disentería se declara en Tucumán, y los médicos aseguran que no
hay remedio, que viene de afecciones morales, del terror, enfermedad
contra la cual no se ha hallado remedio en la República Argentina hasta
el día de hoy.
Facundo se presenta un día en una casa y pregunta por la señora a un
grupo de chiquillos que juegan a las nueces; el más atisbado contesta
que no está. «Dile que yo he estado aquí.--¿Y quién es usted?--Soy
Facundo Quiroga...» El niño cae redondo, y sólo el año pasado ha
empezado a dar indicios de recobrar un poco la razón; los otros echan a
correr llorando a gritos; uno se sube a un árbol, otro salta unas tapias
y se da un terrible golpe..... ¿Qué quería Facundo con esta señora?...
¡Era una hermosa viuda que había atraído sus miradas y venía a
solicitarla! Porque en Tucumán el cupido o el sátiro no estaba ocioso.
Agrádale una jovencita, la habla y la propone llevarla a San Juan.
Imagináos lo que una pobre niña podría contestar a esta deshonrosa
proposición hecha por un tigre.
Se ruboriza, y balbuciendo contesta que ella no podía resolver...; que
su padre... Facundo se dirige al padre, y el angustiado padre,
disimulando su horror, objeta que quién le responde de su hija; que la
abandonarán. Facundo satisface todos las objeciones, y el infeliz padre,
no sabiendo lo que se dice y creyendo cortar aquel mercado abominable,
propone que se le haga un documento... Facundo toma la pluma y extiende
la seguridad requerida, pasando papel y pluma al padre para que firme en
convenio. El padre es padre al fin, y la naturaleza habla diciendo: «¡No
firmo; mátame!--¡Eh, viejo cochino!», le contesta Quiroga, y toma la
puerta ahogándose de rabia.
Quiroga, el campeón de la _causa que han jurado los pueblos_, como se
estila decir por allá, era bárbaro, avaro y lúbrico, y se entregaba a
sus pasiones sin embozo; su sucesor no saquea los pueblos, es verdad; no
ultraja el pudor de las mujeres; no tiene más que una pasión, una
necesidad: la sed de _sangre humana_ y la del despotismo. En cambio,
sabe usar de las palabras y de las formas que satisfacen la exigencia de
los indiferentes. Los _salvajes_, los _sanguinarios_, los _pérfidos_,
_inmundos_ unitarios, el _sanguinario_ duque de Abrantes, el _pérfido_
ministro del Brasil, ¡la _federación_!, ¡el _sentimiento americano_!,
¡el oro _inmundo_ de Francia, las _pretensiones inícuas_ de la
Inglaterra, la _conquista europea_! Palabras así bastan para encubrir
la más espantosa y larga serie de crímenes que ha visto el siglo XIX.
¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡me prosterno y humillo ante tu poderosa
inteligencia! ¡Sois grande como el Plata, como los Andes! ¡Sólo tú has
comprendido cuán despreciable es la especie humana, sus libertades, su
ciencia y su orgullo! ¡Pisoteadla!; ¡que todos los Gobiernos del mundo
civilizado te acatarán a medida que seas más insolente! ¡Pisoteadla!;
¡que no te faltarán perros fieles que, recogiendo el mendrugo que les
tiras, vayan a derramar su sangre en los campos de batalla o a ostentar
en el pecho vuestra marca colorada por todas las capitales americanas!
¡Pisoteadla!, ¡oh!, ¡sí; pisoteadla!...
En Tucumán, Salta y Jujuy quedaba, por la invasión de Quiroga,
interrumpido o debilitado un gran movimiento industrial y progresivo en
nada inferior al que de Mendoza indicamos. El doctor Colombres, a quien
Facundo cargaba de prisiones, había introducido y fomentado el cultivo
de la caña de azúcar, a que tanto se presta el clima, no dándose por
satisfecho de su obra hasta que diez grandes ingenios estuvieron en
movimiento. Costear plantas de la Habana, mandar agentes a los ingenios
del Brasil para estudiar los procedimientos y aparejos, destilar la
melaza, todo se había realizado con ardor y suceso cuando Facundo echó
sus caballadas en los cañaverales y desmontó gran parte de los nacientes
ingenios.
Una sociedad de agricultura publicaba ya sus trabajos y se preparaba a
ensayar el cultivo del añil y de la cochinilla. A Salta se habían traído
de Europa y Norteamérica talleres y artífices para tejidos de lana,
paños abatanados, jergones para alfombras y tafiletes, de todo lo que ya
se había alcanzado resultados satisfactorios. Pero lo que más
preocupaba a aquellos pueblos, porque es lo que más vitalmente les
interesa, era la navegación del Bermejo, grande arteria comercial, que,
pasando por las inmediaciones o términos de aquellas provincias, afluye
al Paraná y abre una salida a las inmensas riquezas que aquel cielo
tropical derrama por todas partes.
El porvenir de aquellas hermosas provincias depende de la habilitación
para el comercio de las vías acuáticas; de ciudades mediterráneas,
pobres y poco populosas, podrían convertirse en diez años en otros
tantos focos de civilización y de riqueza, si pudiesen, favorecidas por
un Gobierno hábil, consagrarse a allanar los ligeros obstáculos que se
oponen a su desenvolvimiento. No son éstos sueños quiméricos de un
porvenir probable; pero lejano, no.
En Norteamérica las márgenes del Mississipí y de sus afluentes se han
cubierto en menos de diez años no sólo de populosas y grandes ciudades,
sino de Estados nuevos que han entrado a formar parte de la Unión; y el
Mississipí no es más aventajado que el Paraná; ni el Ohío, el Illinois y
el Arkansas recorren territorios más feraces ni comarcas más extensas
que las del Pilcomayo, el Bermejo, el Paraguay y tantos grandes ríos que
la Providencia ha colocado entre nosotros para marcarnos el camino que
han de seguir más tarde las nuevas poblaciones que formarán la Unión
argentina. Rivadavia había puesto en la carpeta de su bufete como asunto
vital la navegación interna de los ríos; en Salta y Buenos Aires se
había formado una gran asociación que contaba con medio millón de pesos,
y el ilustre Sola realizado su viaje y publicado la carta del río.
¡Cuánto tiempo perdido desde 1825 hasta 1845! ¡Cuánto tiempo más aún
hasta que Dios sea servido ahogar el monstruo de la Pampa! Porque Rosas,
oponiéndose tan tenazmente a la libre navegación de los ríos;
pretextando temores de intrusión europea; hostilizando a las ciudades
del interior y abandonándolas a sus propias fuerzas, no obedece
simplemente a las preocupaciones españolas contra los extranjeros, no
cede solamente a las sugestiones de porteño ignorante que posee el
puerto y la aduana general de la República sin cuidarse de desenvolver
la civilización y la riqueza de toda esta nación para que su puerto esté
lleno de buques cargados de productos del interior y su aduana de
mercaderías, sino que principalmente sigue sus instintos de gaucho de la
pampa que mira con horror el agua, con desprecio los buques y que no
conoce más dicha ni felicidad igual a la de montar en buen parejero para
transportarse de un lugar a otro. ¿Qué le importa la morera, el azúcar,
el añil, la navegación de los ríos, la inmigración europea y todo lo que
sale del estrecho círculo de ideas en que se ha criado? ¿Qué le va en
fomentar el interior a él, que vive en medio de las riquezas y posee una
aduana que sin nada de eso le da dos millones de fuertes anuales? Salta,
Jujuy, Tucumán, Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos serían hoy otras
tantas Buenos Aires si se hubiese continuado el movimiento industrial y
civilizador tan poderosamente iniciado por los antiguos unitarios, y del
que, sin embargo, han quedado tan fecundas semillas.
Tucumán tiene hoy una grande explotación de azúcares y licores, que
sería su riqueza si pudiese sacarlos a poco costo de flete a la costa, a
permutarlos por las mercaderías en esa ingrata y torpe Buenos Aires,
desde donde le viene hoy el movimiento barbarizador impreso por el
gaucho de la manta colorada.
Pero no hay males que sean eternos, y un día abrirán los ojos esos
pobres pueblos a quienes se les niega toda libertad de moverse y se les
priva de todos los hombres capaces e inteligentes, que podrían llevar a
cabo la obra de realizar en pocos años el porvenir grandioso a que están
llamados por la naturaleza aquellos países, que hoy permanecen
estacionarios, empobrecidos y devastados.
¿Por qué son perseguidos en todas partes, o más bien, por qué eran
unitarios _salvajes_, y no federales _sabios_, toda esa multitud de
hombres animosos y emprendedores que consagraban su tiempo a diversas
mejoras sociales: éste a fomentar la educación pública, aquél a
introducir el cultivo de la morera, este otro al de la caña de azúcar,
ese otro a seguir el curso de los grandes ríos, sin otro interés
personal, sin otra recompensa que la gloria de merecer bien de sus
conciudadanos? ¿Por qué ha cesado este movimiento y esta solicitud? ¿Por
qué no vemos levantarse de nuevo el genio de la civilización europea,
que brillaba antes, aunque en bosquejo, en la República Argentina? ¿Por
qué su Gobierno, _unitario_ hoy, como no lo intentó jamás el mismo
Rivadavia, no ha dedicado una sola mirada a examinar los inextinguibles
y no tocados recursos de un suelo privilegiado? ¿Por qué no se ha
consagrado una vigésima parte de los millones que devora una guerra
fratricida y de exterminio a fomentar la educación del pueblo y promover
su ventura? ¿Qué se le ha dado, en cambio, de sus sacrificios y de sus
sufrimientos? ¡Un trapo colorado! A esto ha estado reducida la solicitud
del Gobierno durante quince años; ésta es la única medida de
administración nacional, el único punto de contacto entre el amo y el
siervo: ¡marcar el ganado!
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miércoles, 18 de marzo de 2015
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