El sargento Navarro era un hombre flaco, de pelo lacio y bigotes cerdunos, pero dotado de una fuerza muscular poderosísima. Navarro había llegado al 25 de Mayo, donde había oído todas las mentas que se contaban de Moreira, escandalizándose cristianamente de los triunfos que se le atribuían sobre las numerosas partidas con que había peleado.
Sabiendo Navarro que el Juez de Paz había dispuesto saliese la partida de plaza en persecución de Moreira, y oyendo decir que ésta se haría la que no lo había encontrado porque le tenía miedo, se presentó al Juez de Paz pidiendo el mando de la partida y prometiendo que, si el gaucho se hallaba en el partido, lo traería vivo o muerto.
La proposición fue aceptada con verdadero júbilo y en el acto se dispuso todo para salir en busca del terrible gaucho.
Navarro había averiguado qué clase de hombre era Moreira y con qué estrategia se batía para poder luchar contra diez o doce hombres ventajosamente, pues suponía que se parapetaría detrás de alguna cosa o usaría alguna táctica maliciosa que le proporcionara serias ventajas sobre sus enemigos.
Pero cuando supo que el gaucho peleaba lealmente, cuerpo a cuerpo y sin hacer uso de tretas, Navarro se rió alegremente y dijo que había de traer preso a Moreira, y que lo había de traer vivo.
Si Navarro hubiese conocido la clase de enemigo con quien iba a estrellarse, tal vez no habría prometido tanto; mas, soldado viejo y habituado a luchas rudas y laboriosas, no podía suponer que un hombre solo pudiese resistir a doce bien armados y sobre todo cuando esos hombres iban a ser guiados por él, que se tenía por bravo y bueno.
Navarro proclamó a su gente diciéndoles que era una vergüenza que fueran el juguete de un hombre solo y que él les iba a demostrar cómo se prende a un bandido.
Tanto habló el sargento y tanta patraña contó, que los policianos se templaron y se dispusieron a seguirlo llenos de confianza.
El Juez de Paz de 25 de Mayo ofreció a Navarro una buena recompensa si le traía a Moreira, y el buen sargento se puso en campaña con diez soldados, rogando a Dios que le hiciera dar con la guarida del gaucho, pues ardía en deseos de toparse con él, porque había comprometido su amor propio de veterano y había charlado en toda regla.
Navarro recorrió medio partido por los lados que le indicaban que podría estar Moreira, pero por más que registró las pulperías no lo pudo encontrar.
-Esta gente es muy ladina -decía Navarro a sus soldados-, y son capaces de esconderlo sabiendo que soy yo el que anda en su busca; pero, como llegue a saber que me juegan sucio, prendo a todos los pulperos y con una cepiada jefe me hago decir dónde está ese espantajo que tan sin razón asusta a toda la gente.
Los soldados estaban llenos de bríos y confianza al ver el deseo que demostraba Navarro de hallar a Moreira, y pensaban que aquel hombre había de ser muy guapo, tan ganoso se mostraba, a pesar de conocer que Moreira peleaba con el diablo y de saber lo que sucediera a Leguizamón por haberse metido a buscarle camorra.
Ya Navarro empezaba a desesperar del éxito de su empresa, por no dar con el hombre, cuando supo que en una pulpería, como a dos leguas de distancia, estaba un forastero que había llegado esa mañana y armado un baile con coperío, en el que ya había unos cuantos mozos divertidos.
-Puede ser que ése sea -dijo Navarro, y tomó el camino de la pulpería indicada, seguido de los diez soldados que, creyendo que pudieran hallar allí a Moreira, habían perdido la mitad de los bríos y empezaban a no creer que aquel hombre tan flaco y tan charlatán pudiera con Juan Moreira y llegara hasta prenderlo.
Animado y alegre, Navarro seguía andando hacia la pulpería, sin notar el desaliento que empezaba a dominar a su tropa y manteniendo a los viejos caballos patrias, en un trote sostenido, porque quería conservarlos frescos para el caso previsto por él, de tener que perseguir a Moreira, que ya le habían dicho que andaba muy bien montado.
Cuando avistó la pulpería hizo hacer un altito a la gente para cinchar y tomar esas pequeñas precauciones a que el soldado está habituado antes del combate.
Fue entonces que el paisano que había traído la noticia a Moreira de que lo andaban buscando, y quien de cuando en cuando salía a divisar el campo, vio la partida, y entrando a la pulpería todo espantado dijo a Moreira que huyera, porque hacia allí venía la partida, como de doscientos por lo menos.
-No me hago a un lado de la huella, ni aunque vengan degollando -dijo alegremente el paisano suspendiendo la relación de un gato que echaba en ese momento-. Este día -agregó-, tengo ganas de pelear para que no se vaya sin verme ese veterano que las viene echando de bueno, porque a la fija no me conoce -y salió a ver la gente que venía.
El sargento y los soldados se habían puesto en marcha de nuevo, muy desalentado el primero por la presencia de aquella gente, pues a estar allí, Moreira huiría precipitadamente.
-Aquel overo bayo que está en el palenque con un perrito arriba -dijo a Navarro uno de los soldados- es el caballo de ño Juan Moreira.
-Prenda que será mía desde hoy -respondió Navarro-, porque su dueño no lo va a necesitar más y aunque lo necesitase, sería lo mismo, porque se la voy a quitar.
Los milicos se miraban asombrados al ver la serenidad de aquel hombre a quien empezaban a tener lástima, porque presentían su triste fin.
La sola vista del caballo de Moreira descompaginó por completo a la partida, viendo que el trance duro se acercaba y que había que hacer de tripas corazón.
Cuando la partida llegó a la pulpería, Moreira había ya montado sobre su overo, después de revisar con suma ligereza los gatillos de sus enormes trabucos.
Con la rienda recogida y el poncho enrollado al brazo izquierdo, esperó tranquilo que le dirigieran la palabra, como si no fuera él a quien buscaban.
El sargento Navarro se dirigió resueltamente a Moreira.
No tenía más arma que un sable de caballería que pendía de su cintura, arma que consideraba más que suficiente para prender al gaucho, por estar hecho a ella hacía muchos años.
Los soldados se habían detenido un poco atrás dominados por la situación, y esperaban que Navarro les indicase lo que habían de hacer, aunque ellos hubieran preferido disparar.
-¿Es usted Juan Moreira? -preguntó el sargento al paisano, examinando a Moreira con una mirada rápida y sumamente penetrante.
-¿Qué dice, don? -contestó éste, clavando sus negros ojos en los del sargento y revolviendo el caballo de manera de no presentar ninguno de los flancos.- Ese tal soy yo, para lo que guste mandar.
-Pues, amigo, dispense -agregó Navarro-; pero traigo orden del Juez de Paz de prenderlo y, con su permiso -concluyó, queriendo echar mano a la rienda del overo-, sígame.
Un relámpago de soberbia brilló en la pupila del gaucho, que recogió la rienda del overo haciéndolo retroceder, y con altanería suprema dijo:
-Vamos por partes, amigo, que yo no soy mancarrón para que me hagan parar a mano, ni soy candil para que así nomás me prendan.
-Es inútil hacer resistencia -dijo Navarro con gran calma-; me han mandado que lo prenda y tengo que cumplir la orden sin remedio, conque dése preso.
-¡Y qué facilidad, canejo! -respondió Moreira sonriendo-; ni mi tata que fuera para hablar así -y con gran arrogancia sacó uno de los trabucos.
-¡A él! -gritó Navarro sacando su sable-. ¡Cuidado de no matarlo, que he de llevar vivo a este maula! -Y todos cargaron a una.
Moreira tendió el brazo al montón de milicos y disparó su arma terrible, partiendo en seguida a toda la carrera del overo.
-¡Que no se vaya! -gritó de nuevo Navarro, lanzándose sobre Moreira al débil galope del patria, sin fijarse que el disparo del trabuco le había volteado un hombre.
La huida de Moreira era con el objeto de guardar el arma, descargarla y sacar el otro trabuco, sin dar lugar a que lo hirieran.
Así es que unos segundos después se le vio volver las bridas y dirigirse de nuevo al grupo de soldados, que habían quedado atónitos, sobre quienes disparó el otro trabuco, postrando en tierra a otro de los soldados, mortalmente herido.
El resto de la partida, comprendiendo que iba a suceder lo de siempre y que era inútil luchar contra aquel hombre, se puso en precipitada fuga, abandonando a Navarro, que galopaba enfurecido hacia el encuentro del gaucho, luchando con la impotencia del patria y con la indignación que le causara la fuga de los soldados.
Moreira esperaba tranquilo la acometida, con la daga en la mano, pues la partida era ya igual y tenía ciega fe en el desenlace de la lucha.
Navarro, además, venía pésimamente montado, y ésta era una ventaja enorme que el paisano apreciaba en su importante valor.
Los paisanos que se habían metido en la pulpería, temiendo ser víctimas de algún tiro mal dirigido, empezaron a salir a ver la lucha de arma blanca.
Navarro llegó a donde estaba Moreira, amenazando un terrible corte a la cabeza; pero éste encabritó su caballo, que era una seda en la boca, y evitó el golpe, ganando al sargento el costado izquierdo, por donde lo acometió recio, hiriéndole el caballo bajo la paleta para entorpecer sus movimientos.
Cuentan que aquélla fue la lucha en que más astucia desplegó Moreira; no quería matar al sargento, pero sí hacerle ver su inmensa superioridad.
Navarro era un hombre bravo hasta la exageración, había comprometido su amor propio, y estaba decidido a prender a Moreira o morir a sus manos.
Se cubría en el ataque admirablemente bien, atendiendo a la defensa con gran tino, pero luchaba con un enemigo ágil y bien montado a quien no podía encontrar con los golpes de su sable, teniendo que distraer la mitad de su atención en su caballo flaco y despaletado.
Moreira reía ruidosamente a cada golpe que evitaba, ya con el poncho, ya levantando en la rienda a su overo, que giraba en las patas como un trompo.
Sobre la cabezada de su apero se veía al Cacique enfurecido, que tomaba parte en la lucha con sus ladridos desesperados y su ademán hostil.
Moreira, atendiendo, más que a la propia, a la fatiga de su caballo, preparó su golpe favorito, y cuando menos lo esperaba Navarro, hundió sobre su frente la terrible daga, que penetró hasta el hueso, produciéndole una herida de más de tres centímetros, por la que empezó a salir abundante sangre, que enceguecía al sargento al caer sobre los párpados.
Navarro soltó una enérgica maldición y cayó de nuevo sobre Moreira desesperadamente, con un golpe supremo, pero Moreira evitó el hachazo, bandeando a su vez el brazo derecho de su adversario, con una puñalada hasta la S.
Al sentirse herido Navarro de una manera que le inutilizaba el brazo abandonó la rienda del caballo y tomó el sable con la mano izquierda.
-¡Ah, hijo del país! -exclamó Moreira entusiasmado con aquel rasgo de valor-. ¡Así me gusta un tirano! -y sin dar tiempo a Navarro a hacer uso de su sable, se lo arrancó de la mano con un movimiento vigoroso, diciéndole al mismo tiempo:
-Con Dios, mozo lindo; yo no sé matar hombres guapos -y volvió su caballo al lado derecho, en momentos que el patria venía al suelo, arrastrando en su caída al desventurado sargento.
Moreira se retiró algunos pasos, echó pie a tierra y, después de arrojar el sable y guardar su daga, se acercó a Navarro, que había quedado exánime.
Levantó al herido y, haciéndose ayudar por los asombrados testigos de aquella lucha, lo condujo al interior de la pulpería, donde lo reconoció con prolijidad.
Navarro estaba desvanecido por la pérdida de sangre, pero sus heridas no eran mortales.
Moreira las lavó con caña, perfectamente; hizo un prolijo vendaje en la frente con el pañuelo que llevaba al cuello y metió en la herida del brazo el terrible tarugo de trapo quemado que usan los paisanos para estancar la sangre en las heridas calificadas de puñaladas.
Concluida esta curación, abrió la boca de Navarro y con la suya propia le echó adentro un trago de caña para entonarlo.
En seguida se sentó al lado del catre y se puso a mirar al sargento con una verdadera expresión de cariño.
Era el valor subyugado por el valor. Si Navarro, después de sus promesas, se hubiera batido flojamente, Moreira lo hubiera muerto o se habría burlado de él de una manera sangrienta; pero Navarro se había batido como un valiente, había sido vencido con bravura, y Moreira se había sentido cautivado.
Ya hemos dicho que el valor es la prenda que más se estima entre los paisanos.
Moreira permaneció todo el resto de la tarde y de la noche atendiendo a Navarro con una solicitud verdaderamente paternal.
Este había despertado después de medianoche y contemplaba silencioso y agradecido los cuidados que le prodigaba aquel hombre tachado de bandido a quien él viniera a prender.
-Gracias, paisano -le había dicho varias veces-. Usted es un hombre a carta cabal, y ya no extraño todas las proezas que de usted me habían contado.
Moreira había sonreído tristemente ante aquel cumplimiento, diciendo que con aquello no hacía más que cumplir con su deber, pues un valiente lo merece todo.
Y así pasó la noche, sin separarse del catre donde yacía Navarro, sino el tiempo necesario para dar de comer a su caballo y a su perro.
Cuando empezó a aclarar y el poncho de los pobres se asomó en el cielo hermosísimo, Moreira cinchó su caballo y se puso a hacer los preparativos de marcha.
-Yo me voy, compañero -dijo-, pero antes es preciso que hagamos la mañana, pues tal vez no volvamos a vernos. Yo no tengo el cuero para negocio y alguna vez ha de ser la buena.
-No habiéndole prendido yo -dijo débilmente Navarro-, lo que es a usted no lo prende nadie, a no ser que lo agarren dormido o a traición.
-Dios le oiga, amigo -dijo Moreira, despidiéndose de todos y pagando todo el gasto que había hecho. Salió, montó en su caballo y tomó al trotecito el camino de Navarro.
Para él ya todos los rumbos eran lo mismo; en todas partes había partidas y su destino era pelear con ellas hasta que lo mataran.
Cuando Moreira se hubo perdido de vista, el pulpero, queriendo quedar bien con la justicia, se acercó a Navarro y le dijo demostrando el mayor interés:
-Puede darse por bien servido, amigo, que este bandido no lo haya degollado, pues tiene más entrañas que un dorado y no se para en una puñalada más o menos.
-El que diga que ese hombre es un bandido -repuso Navarro, incorporándose con firmeza en el catre-, es un puerco a quien le he de sacar los ojos a azotes-; y volvió a caer postrado por la debilidad que le ocasionara la pérdida de sangre.