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miércoles, 3 de febrero de 2016

La daga de Moreira

Concluida la historia de Moreira con que adornamos nuestros folletines, vino a nuestro poder la daga de aquel paisano legendario, que conservaba el señor Melitón Rodríguez como una verdadera pieza de museo.
La daga de Moreira, con la que llevó a cabo tanta hazaña verdaderamente asombrosa, es un arma que en nada se parece a la de este nombre que usan la generalidad de nuestros paisanos.
Esta arma, cuya hoja es de un completo temple toledano, está entre la daga y el sable: mide ochenta y cuatro centímetros de largo, contando su empuñadura, y sesenta y tres centímetros su hoja sola.
El ancho de la hoja tiene cerca de la empuñadura como cuatro centímetros y disminuye gradualmente a medida que se aproxima a la punta, hecha, como su filo destruido ya, con una lima.
La empuñadura de plata maciza, con algunas incrustaciones de oro y llena de delicada obra de cincel, pesa 25 onzas; la forma de esta empuñadura es digna de estudio, pues a ella sin duda debe Moreira la rara suerte de no haber sido herido nunca de hacha.
La S con que los paisanos adornan las empuñaduras de sus dagas, les sirve para proteger su mano derecha de los golpes de hacha que con tanta maestría barajan.
Esta S hace converger todos los golpes de hacha en su parte saliente, pero en su parte entrante es fácil, muy fácil, que los hachazos resbalen, yendo a herir el pecho del que la esgrime.
Moreira había corregido este defecto con increíble suspicacia, colocando en su daga una gran U, en vez de la S vulgar. De este modo había resuelto el problema de hacer converger a la curva de la U todos los golpes de hacha, sin riesgo de su cabeza, de su pecho y de su mano, aunque exponiendo a la fuerza de los mismos hachazos a la U, que se ve rota y soldada en varios puntos.
El filo de esta arma curiosa bajo todo respecto está lleno de melladuras, una de las cuales penetra como una línea en el centro de la hoja, y que el capitán Varela supone ser un hachazo que él le tiró en la última lucha que sostuvo aquel hombre excepcional, y que paró con aquella parte del filo de la daga, golpe en que se quebró su propia espada.
Conociendo el peso y las dimensiones de esta arma, se puede calcular la prodigiosa fuerza muscular de aquel hombre, que sin la menor fatiga combatía con ella tan largos intervalos de tiempo.
Esta daga es la que usó Moreira, por lujo primero, y por necesidad después, siendo la misma que le regalara Adolfo Alsina, y a la que él no hizo otra modificación que la de la S cuando confió a ella sola la defensa de su vida.
La daga de Moreira es digna de figurar en un museo al lado de la espada del Cid o cualquiera otra arma histórica que simbolice un brazo de extraordinaria pujanza y un corazón de un temple espartano.
Y ya que nos ocupamos otra vez de Juan Moreira en la descripción de su daga, para agregarla a la segunda edición que de su biografía hacemos, vamos a consignar un episodio de su vida que pinta admirablemente las prendas raras de que estaba dotado y que conocimos después de haber concluido su historia, episodio que nos ha sido relatado por el mismo protagonista.
El doctor don Leopoldo del Campo, a quien hemos tenido la ventaja de conocer desde estudiante, es un noble carácter unido a una inteligencia clara y robusta, cultivada con verdadero desvelo y dedicación.
Leopoldo del Campo tiene verdadera pasión por la carrera que ha elegido, pasión que lo lleva a emprender las defensas más arduas, sin el menor interés, pues sus predilectas son aquellas de infelices procesados, que para pagar su trabajo no cuentan más que con su verdadero agradecimiento.
Es uno de aquellos bellos espíritus, semejante al de Julián María Fernández, que hacen el bien por el solo placer de hacerlo.
Uno de tantos infelices defendidos gratuitamente por el doctor Del Campo, era un paisano de Navarro cuyo nombre no recordamos en este momento, procesado por homicidio en la persona de otro paisano.
Del Campo puso su inteligencia y labor al servicio de este paisano con tan feliz éxito, que pocos meses después lo sacaba libre de todo cargo, haciendo resplandecer su inocencia.
El paisano era un pobre diablo, cuyos únicos bienes de fortuna consistían en un pobre rancho en Navarro y unas pocas ovejas y vacas. Pagó, pues, a su abogado con un sincero agradecimiento y ofreciéndose al gran defensor en lo que valía, por si alguna vez quería hacerle el servicio de ir a pasar una temporada a su rancho en compañía de su mujer y de sus hijitos, a quienes enseñaría su nombre para que lo veneraran sobre todas las cosas de la tierra. En seguida emprendió viaje a su pago con algún dinero que le proporcionó el mismo Del Campo para complemento de su acción noble y desinteresada.
Llegó un año en que Del Campo tenía grandes tentaciones de ir a tomar un mes de campo, sin ocurrírsele un amigo propietario a quien ir a pedir hospitalidad.
El nombre de su defendido olvidado tanto tiempo se le vino al magín, ocurriéndosele que en ninguna parte sería mejor recibido que en aquel humilde rancho que con tanta franqueza le fue ofrecido.
Sin más ni más lió sus petates de viaje, que no eran muy lujosos que digamos, y tomó el tren de Lobos con el corazón rebosando de alegría estudiantil, dispuesto a pasar un mes de expansiones.
En Lobos alquiló un matungo de posta, y se largó camino de Navarro, navegando sobre el recado como uno de esos marineros ingleses que suelen bajar de a bordo y alquilar un sotreta en la caballeriza con que se topan, prometiéndose un día de alto refocilamiento, aunque a la noche suelan volver más molidos que si les hubieran dado mil azotes tendidos sobre el temible cañón de proa.
En aquellos tiempos la fama de Moreira llenaba aquellos alrededores, y era muy gaucho el hombre que se atrevía a hacer solo aquella cruzada; pero Del Campo era joven y poco se preocupaba de agüerías y miedos.
Apenas había andado unas cuatro leguas, cuando se encontró con un paisano hermoso, paquetísimo y montado sobre un magnífico caballo overo bayo, aperado con un lujo pintoresco.
En su cintura, sujeta a la espalda en el tirador, se veía una larga y hermosa daga; sobre los costados el paisano ostentaba un par de magníficos trabucos de un brillo deslumbrador, tal era su limpieza.
-Adiós, demonios -pensó Del Campo para sus adentros-. Esta especie de parque humano no puede ser otro sino Moreira. Si de ésta escapo con vida, lo podré contar como milagro.
Tales eran las cosas que de Moreira habían contado a Del Campo, que éste creía de buena fe que el gaucho era un bandido asesino que se complacía en matar por lujo, como se dice en el campo.
Aquel apuesto gaucho encaminó su caballo hacia el del viajero, a quien dio un cortés "buen día, amigo" preguntándole si no había visto en su camino un paisano acompañando a una niña.
Del Campo había visto efectivamente una hermosa paisana acompañada de un hombre de campo que llegaron a la pulpería donde él había mudado el caballo. Sin embargo, pensó que aquella pregunta era sólo un pretexto para entrar en conversación, exigirle más tarde el dinero que llevaba y coserlo en seguida a puñaladas para que no pudiera contar la cosa.
-Esta es la introducción y más tarde vendrá la sinfonía -se dijo-. ¿Cómo diablos haré yo para salir airoso de ésta, montando tan detestable matungo? -Sin embargo, dominando por completo todo recelo, repuso tranquilamente:
-Efectivamente, paisano; al salir de la pulpería donde mudé caballo, llegaba un hombre acompañando a una mujer bastante hermosa, pero no sé si siguieron o quedaron allí.
-Esos tienen una larga cuenta que ajustar conmigo -repuso el gaucho tomando un aspecto sombrío- y usted, amigo -añadió-, que parece pueblero, ¿adónde le va tirando tan mal montado en ese flacucho?
Del Campo creyó inútil ocultar el objeto de su viaje; así es que mirando al gaucho con una mirada inteligente le contó el objeto de su viaje improvisado.
-Voy -dijo- a casa de Juan Almada (hoy conocemos el nombre del gaucho que había olvidado); yo lo defendí y lo saqué libre cuando estuvo preso, y como él me ofreció su rancho, lo vengo a visitar.
-Es verdad -dijo el gaucho, quedando un poco pensativo-; ño Juan el Chico (lo llamaban así para distinguirlo de Moreira, conocido por Juan el Grande) mató a uno, según decían, dándole dos puñaladas, y por eso lo mandaron a Buenos Aires para fusilarlo, según dijeron en el juzgado.
-Pero yo tuve la suerte de defenderlo -continuó Del Campo-. Probé que era inocente y lo soltaron. Por eso él me convidó a que viniera a su rancho a pasear cuando anduviera desocupado.
Al oír estas palabras, los ojos de aquel gaucho se dilataron por la más franca expresión de asombro, posó en el joven abogado su hermosa mirada y preguntó atónito.
-Y usted, mozo, ¿defiende a los hombres que están en desgracia?, ¿usted se los quita a la justicia y trabaja para devolver la libertad a los que tienen una desgracia en la vida?
-Esa es mi misión -dijo Del Campo-; soy abogado: yo me ocupo de defender a todo hombre que tenga necesidad de mis servicios. Cada uno tiene su oficio.
-Pero mi compadre Juan -añadió el gaucho- es pobre y habrá tenido que vender todo para pagarle a usted. ¡Oh! -continuó lleno de amargura-, los gauchos no somos hijos de Dios; hay una maldición que nos acompaña.
-Se equivoca, amigo -replicó Del Campo bondadosamente-. Aquel hombre me ha pagado con un apretón de manos, y aunque yo también soy pobre, con este franco agradecimiento me considero bien pago.
Al oír esto, el gaucho se entregó al colmo del más inocente asombro. Miró a Del Campo mostrando una lágrima que brillaba en cada uno de sus párpados, y tendiéndole una mano le dijo con la voz conmovida por un raro enternecimiento, mientras con la otra se quitaba el sombrero:
-Vaya con Dios, vaya con Dios y él lo bendiga, amigo; los hombres que se conduelen de las desgracias de los hombres, lo merecen todo en esta vida. ¡Dios le ayude en todo lo que usted emprenda!
Del Campo quedó sorprendido ante aquel raro gaucho que así le hablaba y que había concluido por hacérsele fuertemente simpático. Su asombro fue mayor cuando le vio retirar la mano para enjugar una lágrima.
-¡Vaya con Dios, lindo mozo! -concluyó aquel hombre-. Yo soy Juan Moreira, y si alguna vez necesita de mí, ocúpeme como si fuera un peón, que seré feliz en servirlo; ño Juan el chico-añadió- es compadre mío y dígale que Moreira le manda muchas memorias. -Y clavando las espuelas en los flancos del overo se alejó de allí a gran galope.
Del Campo quedó un momento sorprendido al saber que aquel hombre de carácter tan noble y tan fácil de enternecer era Juan Moreira, el tremendo Moreira.
En seguida taloneó también a su matungo, cuyo galope de ratón de mercado sujetó en el rancho de su antiguo cliente, a quien narró el encuentro que había tenido.
Y con este nuevo capítulo creemos dejar terminada la narración que ha sido tan bondadosamente acogida.

Eduardo Gutiérrez.

martes, 2 de febrero de 2016

El epitafio de Moreira

El día cuatro de mayo, como a las tres de la tarde, entró en el pueblo de Lobos un paisano de aspecto humilde, montando un magnífico caballo zaino colorado.
Aquel hombre tenía la cabeza abatida sobre el pecho, como cediendo al peso de una horrible desgracia, y no se preocupaba de apurar el pesado tranco de su caballo.
El paisano, siempre triste, con la mirada inmóvil sobre la cabeza de su pobre apero, atravesó el pueblo por la calle principal y recién al llegar a la plaza alzó la cabeza, dejando ver una mirada inteligente empañada por el dolor que se revelaba en su actitud sombría y lúgubre ademán.
Levantó la cabeza, decimos, y miró a todos lados como para orientarse en el camino que debía seguir, camino en que le parecía no estar muy seguro, pues desmontó en un almacén y preguntó por dónde se podía ir al cementerio.
Uno de los gauchos que había en el almacén salió e indicó al paisano el camino que debía seguir, mirando con extrañeza a aquel desconocido que se alejó sin siquiera dar las gracias por el servicio recibido, descomedimiento que el gaucho atribuyó a la pena en que aquel hombre parecía ir sumido.
El paisano siguió siempre al tranquito, hasta que llegó al cementerio, echó pie a tierra delante de la puerta de fierro, y sin atar siquiera su caballo, penetró al cementerio, cuyas tumbas interrogó con una mirada húmeda y vacilante.
Aquel hombre, sin despegar los labios para responder al comedido saludo de la vasca sepulturera, detuvo su mirada sobre el montón de tierra donde estaba echado el Cacique, y se dirigió allí con el paso vacilante, sacándose el sombrero con imponente respeto.
Llegó a la tumba solitaria, dobló en ella las rodillas y se pudo ver que de sus ojos negrísimos y varoniles caía un torrente de lágrimas que iban a rodar a la tierra que cubría los restos de Moreira.
El Cacique, que recibía siempre con amenazadores gruñidos a los que se acercaban a la tumba de su amo, se arrastró hasta aquel hombre y, mientras lamía sus manos cariñosamente, se puso a aullar, con ese aullido fúnebre y lastimero que emplean los perros en las situaciones lúgubres.
El paisano acarició la cabeza del noble animal, se puso de pie, cruzó los brazos y clavó la mirada en aquella huesa miserable, permaneciendo así inmóvil como una estatua, y llorando silenciosamente más de tres horas.
A la caída de la tarde, el hombre que cuidaba el cementerio fue a prevenir a aquella especie de estatua humana que iba a cerrar la puerta y que era necesario que se retirara, pero el paisano estaba tan embebido en su pensamiento que fue necesario golpearle el hombro y repetirle la advertencia.
Entonces sus labios temblaron a impulsos de los sollozos que lo sofocaban, por sus pómulos se deslizaron las últimas lágrimas, levantó al Cacique en sus brazos, que seguía aullando lúgubremente, y dio vuelta para tomar el camino que conduce a la salida del cementerio. ¡No alcanzó a dar dos pasos!
-¡Adiós, Moreira! -gritó con la voz entrecortada por los sollozos que hacían su palabra casi ininteligible-. ¡Adiós, hermano Moreira! ¡Daría toda mi vida por poder montarte en ancas de mi caballo y llevarte al rancho de la amistad! -dijo; su voz expiró en un doloroso gemido y salió del cementerio a la carrera, como si tuviera que hacer un violento esfuerzo para arrancarse a la fuerza desconocida que allí lo retenía.
Llegó a su caballo, sobre cuyo recado saltó sin tocar el estribo, y acomodando al cuzquito en el brazo izquierdo se perdió al galope de su caballo.
Aquel paisano era el amigo Julián que, sabiendo la muerte de Moreira, había venido a darle el último adiós sobre su tumba.

Moreira vive aún en la tradición de los pagos que habitó. Sus desventuras se cantan en décimas tristísimas y sus hazañas son el tema de los más sentidos y tiernos estilos, que canta cada paisano, lamentando la muerte de aquel hombre fabuloso. Para rendirlo fue necesario que la policía de Buenos Aires se pusiese en campaña eligiendo sus mejores soldados y pelear con él hasta que le quedó un átomo de vida.
Los paisanos que lo trataron sienten una especie de orgullo al recordar que fueron amigos de aquel hombre, y las partidas de plaza recuerdan aún con cierto terror los destellos de aquella mirada soberbia cuyos rayos no podían sostener sin bajar la vista al momento.
Moreira no tiene parangón con ninguno de los muchos hombres de valor asombroso que han habitado nuestras campañas. El único que se le acerca en algo es aquel terrible Juan Cuello que, en los años comprendidos del cuarenta y siete al cincuenta y uno, tuvo aterrorizadas a la cuidad de Buenos Aires y a la misma mazorca, cuya vida y curiosísimas aventuras recién hemos concluido.
Juan Cuello es una narración que interesará sobremanera a nuestros lectores, por estar llena de episodios sumamente romancescos.

Andrea y su hijo, el pequeño Juan, se encuentran actualmente en casa del señor Aguilar, calle de la Victoria, frente al cuartel de bomberos.
Cuando Vicenta oye hablar del tremendo Juan Moreira, sus ojos se llenan de lágrimas y miran al suelo como si buscara allí la tumba de aquel desventurado cuya existencia feliz fue cortada por el poder de un teniente alcalde de campaña.
¡He aquí los graves defectos de que adolece nuestra célebre Justicia de Paz!
De un hombre nacido para el bien y para ser útil a sus semejantes, hacen una especie de fiera que, para salvar la cabeza del sable de las partidas, tiene que echarse al camino y defenderse con la daga y el trabuco.
Es preciso convencerse una vez para todas de que el gaucho no es un paria sobre la tierra, que no tiene derechos de ninguna clase, ni aun el de poseer una mujer buena moza en contra de la voluntad de un teniente alcalde.
El gaucho es un hombre para quien la ley no quiere decir nada más que esta gran verdad práctica; el Juez de Paz de partido tiene derecho a remacharle una barra de grillos y mandarlo a un cuerpo de línea.
Es tiempo ya de que cesen esos hechos salvajes y el gaucho empiece a gozar de los derechos que le otorga la Constitución y que ha conquistado con su sangre en todos los campos de batalla.
Cerraremos esta dramática historia haciendo notar que todas nuestras críticas referentes a la organización de la Justicia de Paz en la campaña obedecen a la noble aspiración de que los derechos imprescriptibles del ciudadano, con los cuales invisten al hombre las leyes divinas y las leyes escritas, sean respetados y garantizados en todas las latitudes del suelo argentino.

lunes, 1 de febrero de 2016

Jaque Mate

Y era verdad, ya Moreira no podía esperar nada que alegrara su vida.
Su cabeza, codiciada por todas las partidas de plaza y policía de Buenos Aires, no merecía para él la pena de defenderla, porque esperaba que la muerte apagaría de una vez para siempre la tormenta de martirios que rugía en su alma.
Su mujer, a quien tanto había idolatrado, se había ido en compañía de su hijo, que era el único lazo que lo ligaba a la vida, y de aquel hombre odiado que había podido escapar a la venganza cuando la creía más segura.
Moreira, pues, como decía, no peleaba por defender la vida; deseaba que lo matasen, pero que lo matasen como él debía morir; rodeado de cadáveres de policianos y oficiales de partida.
Ya no dormía como antes, al lado de su caballo ensillado, que debía ser su salvación en esos casos de apuro. Poco le importaba quedar a pie con tal de tener al frente bastantes enemigos con que combatir y sobre quienes disparar sus trabucos.
Moreira sabía que La Estrella estaba vigilada, que la menor imprudencia podía hacerlo caer en una celada que tal vez le fuese fatal, pero no dejaba de ir allí y pasaba dos o tres días, según andaba el humor y el bolsillo.
En Lobos estaba, además del Juez de Paz, el señor Casimiro Villamayor, persona enérgica y rígida en el cumplimiento de sus deberes, que había de poner en juego todos los medios a su alcance para reducirlo a prisión.
Este Villamayor había dado órdenes terminantes al capitán de la partida, don Eulogio Varela, y sabiendo que Moreira andaba por Lobos, se había dirigido al gobernador Acosta pidiéndole algunos vigilantes disfrazados para lograr mejor el golpe.
Moreira, a pesar de saber todo esto, saltó sobre su magnífico caballo tomando la dirección de La Estrella.
La partida, pues, se preparaba, esta vez, fatal para el paisano.
A más de la partida de plaza mandada por don Eulogio Varela, había en Lobos una fuerza de policía a las órdenes del señor Pedro Berton, oficial de policía, de la que formaba parte el sargento Chirino, famoso desde aquella época, y a la que se había agregado el oficial Molina, también de la policía.
Al comandante Bosch se le había confiado el mando de la partida de plaza y de los vigilantes, mientras algunos curiosos, entre los que se contaba don Gabriel Larsen, se habían agregado a la expedición.
Así estaba preparado el pueblo adonde se dirigía Moreira a pasar dos o tres días de aventura.
Por el camino, Moreira había encontrado a Julián Andrade, gaucho muy valiente, a quien invitó a la parranda y a tomar parte en el combate que sostendrían contra el pequeño ejército que les esperaba.
Moreira, acompañado de Julián Andrade, hizo noche en una pulpería del camino y a la mañana siguiente se dirigieron ambos a La Estrella, donde llegaron a las 11 a.m.
El Cuerudo, que había quedado bombeando el establecimiento, llevó el parte al Juzgado de Paz, donde estaba preparada la gente que había de prenderlo. Era el 30 de abril de 1874.
Entretanto, Moreira y Andrade almorzaban alegremente un puchero de gallina, largamente rociado con un par de vasos de vino carlón "del que toma el cura".
La Estrella era una casa de negocio donde se comía, se bebía y donde despachaban hermosas mujeres, una de las cuales había merecido las más finas atenciones por parte de Moreira.
La esquina estaba ocupada por el café y en el primer patio había unas cinco o seis habitaciones, que servían de aposento de parroquianos o de las maritornes.
Concluido el almuerzo, Andrade y Moreira pidieron una habitación cada uno para echar una larga siesta y cada uno eligió la suya, teniendo cuidado de que, en caso que vinieran a prenderlos, pudieran tomar la partida entre dos fuegos de sus trabucos, operación que les aseguraba el triunfo.
Julián Andrade era un gaucho bravo, digno compañero de Juan Moreira, y capaz de ayudarlo de una manera eficaz, pues no le faltaban entrañas para hacer una limpiada.
Así los dos amigos se dirigieron cada uno a su pieza. Andrade se entregó al reposo y Moreira salió para acomodar el caballo a los fondos de la casa, calculando no tener más que saltar la pared para ponerse a su lado en un caso de apuro, y volviendo en seguida, acompañado del Cacique, a la pieza que había elegido.
En seguida se desnudó y se acostó, mientras Laura a su lado le contaba los preparativos que hacían para prenderlo y las ganas que le tenían.
Poco tiempo después, tanto Andrade como Moreira dormían profundamente sin sospechar tal vez que aquél podía ser su último sueño.
Eran las dos de la tarde más o menos, cuando los vigilantes mandados por don Pedro Berton, la partida de la plaza mandada por don Eulogio Varela, y el comandante Bosch, a cuyas órdenes iban todas las fuerzas, y varios vecinos de Lobos, entre ellos el joven Gabriel Larsen, llegaban cautelosamente a La Estrella.
Unos cuantos soldados de la partida a caballo y algunos vigilantes a pie quedaron del lado de afuera rodeando el edificio, mientras el resto entraba al patio.
El dueño del establecimiento dijo ignorar dónde se hallaba Moreira y el registro de la casa empezó a llevarse a cabo con suma prudencia y minuciosidad.
A donde primero se dirigió la gente fue a una pieza cuya puerta entornada dejaba ver un paisano que dormía profundamente; en una silla, al lado de la cama, se veían sobre un chiripá de paño dos grandes trabucos de bronce y una lujosa daga de larga y filosa hoja.
-Se acabó Juan Moreira -pensaron los soldados entrando a la pieza sin hacer el menor ruido y apoderándose de aquellas armas que debían ser tan terribles en manos de su dueño, a quien despertaron de pronto apuntándole al pecho con dos rifles, y ordenándole que se entregara preso.
Inmensa fue la agonía que cruzó como un relámpago por la mirada de aquel hombre al ver sus armas en manos de aquellos soldados que le apuntaban al pecho.
Las miró con una especie de estertor y dando un suspiro prolongado:
-Está bien, no me maten, que estoy rendido -dijo, y dos lágrimas corrieron por sus pómulos.
Ya estaban atándolo cuando uno de los soldados de la partida, que lo conocía, dijo:
-Ese no es Moreira, compañeros; es Julián Andrade, otro bandido.
Concluyeron de amarrarlo y empezaron a recorrer de nuevo las habitaciones en busca del terrible Moreira, temiendo que se les hubiera escapado.
Así llegaron a una habitación completamente cerrada en cuyo umbral estaba el señor Bosch diciendo:
-Aquí está el hombre; es inútil buscarlo en otra parte.
¿Qué sucedía entretanto en la pieza que ocupaba aquel hombre verdaderamente descomunal? Oigamos a la mujer que estaba con él.
Cuando los soldados hablaron en alta voz, creyendo haber atado a Moreira, éste se asomó al umbral y pudo ver a Andrade completamente rendido. El cuzquito ladraba de una manera amenazadora, avanzando hacia la puerta entreabierta por su amo.
Moreira entró precipitadamente, echó los pasadores a la puerta y se puso a vestir rápidamente, revisando sus armas con minuciosa atención.
-¿Qué es eso? -le preguntó Laura-. ¿Por qué cierras la puerta y te vistes tan ligero? Esa gente ha venido a prender al otro, porque a vos no te han visto.
-Me vienen a matar -agregó Moreira con una expresión de inmensa fiereza-; lo conozco en el modo con que ladra el Cacique.
En ese momento golpearon fuertemente la puerta.
-¿Quién es? -preguntó Moreira sin apagar de sus labios la sonrisa de desdén.
-Es la justicia -contestó el señor don Pedro Berton-; es inútil que se resista, amigo. Entreguesé y no se haga matar.
En esto Moreira abrió una hendija de la puerta, por donde echó a Laura, y volvió a encerrarse precipitadamente.
-Entreguesé, amigo -insistió Berton-, porque si se resiste se va a hacer matar inútilmente.
Ya las medidas estaban hábilmente tomadas: al frente de la puerta se habían colocado tiradores, tomando los puntos, y a los flancos de la misma estaban soldados de la partida, el capitán Varela y el señor Bosch, de modo que toda tentativa de fuga era imposible.
-¿A quién he de entregarme? -preguntó Moreira, y se sintió el seco ruido que hacían los muelles de los trabucos al montarse.
-A la policía de Buenos Aires -contestó el joven Berton.
-Me pago en la policía de Buenos Aires -contestó Juan Moreira, y abriendo la puerta de par en par apareció en el umbral sereno y altivo, teniendo amartillado en cada mano uno de los trabucos.
La aparición fue tan rápida y tan inesperada, que todos quedaron inmóviles y vacilantes.
El paisano aprovechó rápidamente el estupor que su aparición había causado; se dio cuenta de la situación, y comprendiendo que el mayor número de enemigos estaba a los flancos, tendió sus hercúleos brazos y disparó los dos trabucos, que llevaron la muerte a las filas enemigas.
-¡Fuego!, ¡fuego! -gritó desesperadamente el oficial Berton, y sonó un fuego graneado mal dirigido, porque los soldados estaban profundamente conmovidos, y sin ningún resultado.
Moreira, entretanto, soltando una alegre carcajada, volvió a entrar a la pieza y cerró rápidamente la puerta.
Y se sintió desde afuera cómo volvía a cargar los trabucos, golpeando las culatas contra el suelo.
-Entréguese y no se haga matar tan sin provecho -volvió a gritar Berton-. Entréguese a la policía de Buenos Aires.
-¡Aquí no hay más policía que yo, hijos de una gran maula! -y abrió de nuevo la puerta, presentándose en el umbral amartillando sus dos trabucos.
-¡Fuego!, ¡fuego a él! -gritó Berton animando a la gente; pero esta vez como la anterior, ninguno de los tiros pudo herir a Moreira.
El comandante Bosch hizo también fuego con una pistola que llevaba por única arma, pero el proyectil, aunque bien dirigido, sólo rozó el hueso parietal derecho.
Moreira apuntó sus armas, una de frente y otra al flanco derecho, y disparó acompañando el doble disparo de una sátira a la policía.
Este disparo fue fatal para uno de los soldados de la partida y para D. Eulogio Varela, que recibió toda la descarga de un trabuco en la rodilla izquierda.
Moreira se encerró de nuevo en la pieza y se le oyó volver a cargar sus trabucos.
La gente estaba desmoralizada y casi dominada por el inmenso valor de aquel hombre.
La muerte de un soldado y la grave herida del capitán Varela contribuían a aquella desmoralización; el mismo comandante Bosch, hombre noble y verdaderamente bravo, después de descargar el único tiro de su pistola, la había tirado como descontento de aquella lucha tan desigual, que tendría que dar por resultado la muerte de un valiente.
Moreira abrió por tercera vez la puerta y se presentó armado de un solo trabuco: sin duda el otro se había descompuesto.
El capitán Varela, joven de un valor a toda prueba, y deseoso de medirse de igual a igual con aquel hombre, lo acometió sable en mano, sin lograr herirlo por el momento.
Moreira entonces le volcó el trabuco sobre la cara, pero al volcarlo había caído el fulminante y el trabuco no dio fuego.
Entonces el paisano, riendo siempre, tiró al rostro de Varela su inservible trabuco y saltó al medio del patio, enrollando en el brazo izquierdo su manta de vicuña y blandiendo en la diestra poderosa su terrible daga.
Al saltar Moreira al patio, daga en mano, todo el mundo disparó, quedando sólo en el patio, frente al gaucho, don Pedro Berton y el capitán Varela, que apenas podía moverse a causa del trabuco que recibiera en la articulación de la pierna.
Uno de los vigilantes, que disparaba, pasó en ese momento al lado de Berton, quien le arrebató el rifle para disparar sobre Moreira.
Este, siempre sonriente, siempre despreciativo, sacó del tirador una pistola, puso los puntos a Berton, que se había echado ya el rifle a la cara, y le hizo fuego.
El pulso del gaucho era inalterable a pesar del peligro que corría, y su sangre fría asombrosa. Como prueba de esto, su bala fue a incrustarse en la muñeca derecha de Berton, quitándole toda acción sobre el gatillo.
Moreira pudo disparar el otro tiro y concluir con aquel valeroso joven, pero volvió a guardar la pistola en el tirador, blandiendo de nuevo la daga.
-¡Fuego!, ¡fuego sobre él! -gritaba Berton, oprimiendo su articulación destrozada; pero los soldados se habían puesto a respetable distancia.
Entonces el Sr. D. Eulogio Varela, tan bravo como el mismo Moreira, arrastrando su pierna como podía, lo atropelló con la espada en la mano.
Y fue en verdad magnífico aquel choque, pues si el manejo y la vista de Moreira eran fabulosos, el sable manejado por Varela era un arma terrible.
Aquellos dos hombres se acometieron rápidos y enérgicos, enviándose golpes de muerte.
Nos ha dicho el mismo señor Varela que eran tan hercúleas las fuerzas de Moreira, que no podía desviar con la espada los golpes de aquella daga imponderable, que se movía en todas direcciones como una culebra de acero en contacto con una pila eléctrica.
No siendo bastante la espada, tenía que volcar el cuerpo a uno y otro lado, para evitar los hachazos que le dirigía a la cabeza, cualquiera de los cuales, recibido, le hubiera partido el cráneo.
Varela había logrado herirlo levemente y los soldados, medio avergonzados, volvieron a la carga, animados por la voz de Berton, que perdía abundante sangre por la herida recibida.
Moreira saltó entonces al medio del grupo que le acometía, esgrimiendo su magnífica daga con una pujanza sobrehumana, llevando la muerte allí donde con ella tocaba.
Fue magnífica la apostura de aquel hombre. Protegía el cuerpo con la manta envuelta en el potente brazo, y acometía recio y deseoso de terminar con todos.
Su pupila fosforescente lanzaba intensos rayos de cólera cuyo contacto abrasador acobardaba a sus enemigos, que retrocedían cediéndole el terreno palmo a palmo.
Los dos oficiales que mandaban aquella tropa iban perdiendo el ánimo, a medida que por sus heridas brotaba la sangre abundantemente y se veían abandonados por la tropa.
-¡Campo!, ¡campo, maulas! -gritaba Moreira; y los vigilantes retrocedían aterrados y los soldados de la partida daban vuelta la espalda, porque cada vez que el paisano pedía campo cargaba de firme esgrimiendo su daga, que amenazaba a un tiempo todos los pechos.
El patio fue así conquistado ladrillo por ladrillo y Moreira se detuvo por fin, jadeante, y respiró con inmenso placer el aire tibio de la siesta.
En ese momento Julián Andrade, haciendo un esfuerzo poderoso, había logrado deshacer sus ligaduras y corrido a la calle buscando su caballo.
¡Vana esperanza! Apenas pasó el umbral de la puerta, desarmado como iba, fue acometido por los que rodeaban el edificio y herido de dos hachazos en la cabeza.
Andrade cayó esta vez completamente postrado; fue amarrado fuertemente y entrado de nuevo a la casa, donde se llevó un nuevo ataque a Moreira.
Este estaba en el medio del patio fatigado por la larga lucha, pero sereno y tranquilo como si ningún peligro lo amenazara.
Su sedoso y negro cabello estaba pegado a la altiva frente por el sudor que le corría y por la sangre que, en pequeña cantidad, brotaba de una ligera herida de sable que había recibido en el hueso frontal sobre la ceja derecha.
Su pecho valeroso se levantaba y bajaba a pulsos de la respiración fatigosa, pero en sus labios desdeñosos no se había apagado aquella eterna sonrisa.
Y allí con la daga en la mano, dispuesto siempre a herir, esperaba la acometida que le traían por una parte vigilantes y soldados, y por la otra, el capitán Eulogio Varela, que animaba a la gente con la palabra y caminaba penosamente, dispuesto a combatir con Moreira hasta matarlo o morir.
Este valiente oficial nos ha mostrado en Lobos la espada que llevaba ese día y hemos quedado asombrados al comprender, por su lastimada hoja, toda la fuerza muscular de que estaba poseído Moreira y el magnífico temple de aquella espléndida daga, que se hizo legendaria en manos de aquel hombre.
La espada estaba llena de melladuras, mostrando dos o tres hachazos a la altura del tercio de la hoja, que la cortan hasta el revés.
Moreira recibió aquella nueva acometida con tanto brío y pujanza que parecía que recién empezaba a combatir, y como lo cargaron muchos y de firme, echó mano a la cintura buscando sus trabucos, con tal expresión de exterminio en la mirada, que le cedieron el campo disparando francamente.
El vigilante Chirino, hoy sargento de policía al servicio de la penitenciaría, se había ocultado detrás del brocal del pozo, temiendo que el paisano le hiciera algún disparo tan certero como el que rompió el brazo a don Pedro Berton, desde donde espiaba la oportunidad de una salida provechosa.
Varela acometió de nuevo a Moreira, que paró tranquilamente los golpes de sable que le tirara, diciéndole:
-Vaya a curarse, amigo, que usted no está para estas cosas.
Y en seguida, viendo que algunos vigilantes cargaban de lejos sus "rémingtons" para hacerle fuego, pasó como una exhalación por delante del brocal del pozo, sin ver a Chirino que estaba allí oculto; y poniéndose la daga entre los dientes, se tomó de la pared con ánimo de pasar al otro lado, donde estaba su caballo, que era su completa salvación y la burla de toda aquella gente que en vano había intentado matarlo a toda costa.
Ya había alcanzado con las dos manos al extremo de la pared; con dos pisadas más que diera contra los salientes ladrillos estaba completamente a salvo, cuando una espantosa maldición salió como un trueno de su boca, su pie derecho se escapó del ladrillo donde se apoyaba y su mano derecha se desprendió de la pared.
¿Qué había sucedido que aquel hombre se había detenido a la mitad del camino prorrumpiendo en una maldición que pasó amenazadora por sobre la hoja de la daga que conservaba en sus dientes?
¿Por qué daba vuelta la cara bañada súbitamente de honda palidez?
Es que a Moreira le había sucedido algo espantoso que venía a arrancarle la victoria que tuvo siempre a su lado, mientras duró aquella sangrienta lucha.
Chirino, que había visto pasar al gaucho con la daga entre los dientes, desde el brocal que le servía de escondite, salió rápidamente y cuando el paisano levantaba ya la pierna derecha para montar sobre la pared, terció su rifle y le sepultó la bayoneta en el pulmón izquierdo.
Tanto deseo de matar al gaucho tenía Chirino, tal fuerza imprimió al golpe, que la bayoneta hundió por completo el pulmón, atravesó el pecho y se enterró en la pared en una profundidad de más de cuatro dedos.
El cuerpo de Moreira, falto de apoyo del pie y brazo derecho, vino a quedar descansando, se puede decir, en la misma bayoneta que lo hiriera, pues la fuerza hercúlea de su pie izquierdo y de la mano que lo sostenía, se había debilitado por el dolor y por el frío del acero triangular envainado en su cuerpo.
Moreira dio vuelta la cara y miró a Chirino con sus negras pupilas brillantes, cuyo fulgor bravío no había logrado extinguir la muerte que llevara a su cuerpo aquella bayoneta traidora que hería su espalda como si fuera la de un ladrón o de un cobarde a quien la muerte sorprende en medio de la fuga.
-¡Ah! ¡Cobarde, cobarde! -dijo dejando caer la daga de entre los dientes-. ¡A hombres como yo no se les hiere por la espalda! ¡No podés negar que sos justicia!
Su mano derecha, crispada por el dolor, empuñó la pistola de que se había servido para inutilizar a Berton y la pasó por sobre su hombro izquierdo, tratando de hacer puntería en la cabeza de Chirino que hacía fuerza para que la bayoneta, vencida por el cuerpo de Moreira, no se desclavase de la pared.
El resto de los vigilantes, incitados por la voz de Berton y Varela, cargaban en grupo para ultimar al paisano, cuando éste retorciéndose sobre la bayoneta como si no le causara dolor alguno, inclinó la pistola e hizo fuego sobre la cabeza de Chirino.
La bala, hábilmente dirigida a pesar de la posición violentísima, rozó de arriba al ojo, la pupila izquierda del vigilante, y fue a incrustarse en el pómulo.
Chirino cayó de espaldas lanzando un grito terrible y arrastrando en su caída el rifle, cuya bayoneta produjo un ruido fatídico al salir de la herida.
Moreira, libre del arma que lo mantuviera clavado en la pared, cayó al suelo de pie, y con una expresión de suprema alegría recogió su daga.
-¡Aún no estoy muerto! ¡Aún no estoy muerto, maulas! -gritó, y blandiendo la daga arremetió al grupo que lo cargaba.
El aspecto de Moreira era entonces terrible; de su elevado pecho caía un torrente de sangre que empapaba hasta la espuela; sus ojos despedían llamaradas y el dolor había contraído aquella sonrisa altiva y desdeñosa que vagaba siempre por sus labios.
-¡A mí, maulas! -prosiguió-. ¡A mí! -y blandió su daga con un movimiento poderoso que detuvo la marcha de los que avanzaban a rematarlo.
El joven Gabriel Larsen, que venía en el grupo armado de un revólver con el que apuntaba al gaucho, quedó estático ante aquella muestra de valor salvaje y aquella potente vida arraigada a aquel hombre varonil, que acometía poderosamente con una herida que habría sido inmediatamente mortal para cualquier hombre, con excepción del coronel Sandes y de Juan Moreira, dos naturalezas de bronce que se pueden llamar gemelas.
Larsen había quedado completamente asombrado: la vista de Moreira, que avanzaba decidido aunque vacilante, lo había impuesto de tal modo, que no tuvo aliento para disparar su revólver y su brazo derecho cayó a lo largo del cuerpo, completamente debilitado por el terror.
Moreira encogió el brazo, lo acometió y se tendió en una larga puñalada tomando por blanco el pecho del joven, que cerró los ojos y esperó el golpe automáticamente.
La daga no lo hirió, sin embargo. Eulogio Varela, que estaba a pocos pasos, acudió a evitar el golpe con una abnegación suprema, y convencido, por experiencia, de que no había fuerza humana capaz de doblar aquella mano de acero, puso el brazo entre el pecho de Larsen y la daga de Moreira, recibiendo en él la terrible puñalada que, sin aquella valla de carne, habría dado muerte al imprudente joven.
Moreira retiró la daga y miró a Varela, con una especie de admiración; quiso acometer de nuevo, pero un vómito de sangre le empapó por completo la pechera de la camisa haciéndolo caer de rodillas, completamente debilitado por la copiosa pérdida de sangre.
Todos a una cargaron sobre él, apresurándose a concluir con el átomo de vida que le quedaba, mientras un nuevo vómito de sangre, más abundante que el primero, salía de aquella boca en cuyos labios lívidos el estertor de la muerte no había logrado apagar la sonrisa de desdén.
El Cacique, que lo había seguido paso a paso, desde que salió de la pieza, se acercó solícito a lamer aquel semblante que la agonía iba apagando poco a poco, y Moreira, mirándolo con el último destello que quedaba en sus ojos entornados por la muerte, cayó de boca pesadamente.
Entonces todos cargaron sobre él, cuya cabeza reposaba sobre el último vómito de sangre, última sangre de sus venas que salió al caer su cuerpo.
Asimismo aquel hombre excepcional levantó su brazo armado aún por la daga, y amagó una última puñalada; pero aquel brazo que sólo la muerte podía haber debilitado, cayó por primera vez sin herir, para no volverse a levantar más.
Alzó entonces lentamente la cabeza y dirigió su última mirada llena aún de soberbia sobre el cuerpo de Chirino que estaba a pocos pasos, y bajó poco a poco la frente empapada en sangre, y quedó tan inmóvil como un muerto.
Los actores de aquella verdadera tragedia quedaron parados, sin atinar a hacer un solo movimiento; una extraña sensación de respeto les alejaba de aquel hombre que había caído como un verdadero gigante, dando pruebas de un valor imponderable y de un espíritu que no había logrado batir la muerte dolorosa, terriblemente dolorosa, a que había sucumbido.
Cuando vemos caer hombres como Juan Moreira, no podemos dominar el sentimiento de profunda tristeza que invade nuestro espíritu.
Sentimos respeto por aquel corazón esforzado y no podemos mirar indiferentes la caída de uno de estos seres llenos de hermosas cualidades, con un espíritu noble e inquebrantable y dotados de un carácter hidalgo, lanzados al camino del crimen y empujados a una muerte horrible por la maldad salvaje de uno de esos tenientes alcaldes de campaña a quienes desgraciadamente está librado el honor y la vida del humilde y noble gaucho porteño.
Cuando los vigilantes se convencieron, por la inmovilidad del cuerpo, de que Moreira estaba realmente muerto, se acercaron al cadáver y lo dieron vuelta.
Se decía que Moreira era tan valiente y no había sido herido nunca, porque usaba cota de malla, y era preciso convencerse de si aquello era cierto.
Los labios del cadáver estaban sonrientes: parecía que aún provocaban a la lucha con palabras despreciativas.
Aquellos hombres abrieron la pechera de la camisa y miraron aquel pecho admirable por su modelación, lanzaron un grito de asombro.
El pecho de Moreira estaba realmente cubierto por una cota, pero no era de malla de acero, sino un tejido de enormes cicatrices que lo cruzaban en todas direcciones, heridas cuya existencia no se había conocido nunca, porque el altivo paisano cuando las recibía, iba a curárselas donde nadie pudiera verlo.
Decían que una de aquellas cicatrices, que marcaba un largo de dos centímetros bajo la tetilla derecha, había sido recibida en la segunda lucha con Leguizamón.
Desde la cintura hasta los hombros se podían contar nueve heridas, de las cuales tres eran de arma de fuego; en el muslo derecho, a la altura de la rodilla, se veía una cicatriz de bala y su hombro izquierdo, a manera de presilla, estaba cruzado por un hachazo que había dejado allí una cicatriz de un centímetro de profundidad.
Esta era la cota de malla que había vestido Moreira para evitar la muerte que casi diariamente le había salido al encuentro.
Dos horas después de haber muerto aquel hombre excepcional, se presentó en La Estrella el señor Blas Varela, tío del valiente capitán de la partida de Lobos, que recogió y llevó a su casa a los heridos de aquella acción, que eran Eulogio Varela, Pedro Berton, el sargento Chirino y dos más, donde recibieron los primeros cuidados.
Más tarde llegaron por un tren expreso tres cirujanos que envió el Gobernador de la Provincia y que procedieron inmediatamente a la cura de aquellos heridos.
Al otro día de haber muerto Moreira, cediendo al empuje de tantos enemigos y dando una última prueba de su valor novelesco, llegaban al partido de Lobos comisiones de los pueblos vecinos para cerciorarse por sus propios ojos de que realmente Moreira había muerto.
En el rostro de todos los que miraban aquel cuerpo exánime se podía ver una expresión del más franco asombro, pues para todos los que conocían su tristísima historia, Moreira era un desventurado cuya muerte conmovía el espíritu de una manera inevitable.
Y aquel hombre, cuya hermosura típica no había alterado la rigidez de la muerte y que momentos antes sembraba el terror entre sus enemigos, estaba allí frío e inmóvil, con la barba convertida en una masa de sangre coagulada y los labios entreabiertos por una última sonrisa, sirviendo de espectáculo a los innumerables curiosos que llegaban a La Estrella para verlo por última vez y contemplar la herida que había dado fin a aquella existencia desventurada.
Moreira fue enterrado en el cementerio de Lobos, veinticuatro horas después de su muerte, en una humilde fosa donde sólo se ve un número calado en una plancha de hierro.
Nos contaba la buena vieja vasca que en compañía de su marido cuida el cementerio de Lobos, que cuando todos se alejaron de aquel sitio fúnebre, se vio trepar al montoncito de tierra recién movida, un perrito que se echó allí y empezó a aullar de una manera tristísima.
Según aquella buena vieja, esta escena patética es la que más la ha conmovido desde que cuida aquel cementerio solitario, donde no se ven aquellos objetos pomposos con que la vanidad de los vivos adorna la soledad de los muertos.
Era el Cacique, el fiel Cacique, que no abandonaba a su amo, eligiendo por guarida aquel humilde montoncito de tierra.
Extraña lealtad y abnegación que hacen a un perro muy superior al hombre mismo, quien concluye por olvidar hasta el paraje en que, en el seno de la tierra, descansan los seres que más se amaron en la vida.
Así terminó aquel gaucho que había nacido para ser feliz por las hermosas prendas que adornaban su corazón y la conducta ejemplar que había observado hasta que la Justicia de Paz, esa terrible Justicia de Paz, se echó sobre él, como el buitre que abate su vuelo sobre la osamenta.
¡Pobre Moreira! Ni una mano amiga vino a cerrarle los párpados sobre la altiva mirada empañada por el estertor de la agonía.
El caballo, el célebre overo bayo, compañero inseparable de aquella especie de judío errante en su propia tierra, pasaría a poder de algún alcalde o sargento de partida; sus armas, aquellas terribles armas que tan temidas se habían hecho, pasaron a manos del juez del crimen que instruyó la causa del valiente Juan Moreira.



domingo, 31 de enero de 2016

El Cuerudo

El Cuerudo era un tipo sumamente original; borrachón sin límites, pasaba su vida en las pulperías, jugando cuando tenía plata y mirando jugar cuando no la tenía.
Su traje, como su apero, eran pobrísimos y aperreados, aperreo que se notaba desde su caballo flaco, que de puro hambriento y bichoco parecía un caballo patria.
El Cuerudo era alto y delgado, de pómulos agudos y salientes; reía eternamente, miraba como si con los ojos quisiera hacer cosquillas, y su cuerpo era una eterna sátira cambada.
No había reunión alegre posible si en ella no estaba Cuerudo, pues los paisanos se lo disputaban como a pleito, porque era sumamente gracioso y contador de cuentos.
El Cuerudo era, según decían los paisanos, tan guapo como las armas y tan sagaz como un zorro. Jamás buscaba camorras ni se metía en las que los demás armaban; pero, una vez que se ofrecía el caso, peleaba duro y parejo, sin que jamás se le hubiera visto volver cara o aprovecharse de un descuido de su adversario.
Solía mamarse con mucha frecuencia y, cuando el alcohol había aflojado bien sus piernas haciéndole perder la razón por completo, el Cuerudo montaba en su mancarrón viejo y salía a pelear la partida para dar una prueba de su valor y proporcionarse un rato de gusto que en estos casos, según decía, se lo pedía el cuerpo.
Como el Cuerudo peleaba a la partida en aquel estado de completa embriaguez, siempre salía hachado en varias partes, hachazos que curaba cristianamente de cabeza en el cepo, que era como el Juez de Paz castigaba sus atropellos y desacatos a mano armada a la autoridad, pero al poco tiempo volvía a incurrir en la misma.
A los ocho días de cepo, que el Cuerudo sufría con gran resignación, empezando por convenir que había merecido aquel castigo, era puesto en libertad en consideración a que era un hombre bueno y que las peleas con la partida sólo tenían lugar cuando estaba completamente dominado por la influencia del alcohol.
Cuando salía del juzgado, su primera operación era irse al campo y tenderse al rayo del sol durante la siesta, y si alguno le preguntaba qué estaba haciendo allí y qué objeto tenía el estar recibiendo sobre los lomos los ardientes rayos del sol, el Cuerudo reía mostrando sus dientes blanquísimos y replicaba naturalmente:
-Estoy haciendo secar estas lastimaduras para que no me entre pasmo y tenga que entregar sin ganas mi cuerpo al diablo.
Y su carnadura era tan especial, que a los cinco o seis días de haber recibido una herida, la tenía perfectamente cicatrizada, como si fuera una herida de tres meses.
Era éste el origen del apodo de Cuerudo con que lo bautizaron los paisanos, quienes, para ponderar la dureza de aquel cuero, decían que no había sable que le viniese bien.
Por este solo apodo era conocido en todas partes, hasta el extremo que él mismo no recordaba cómo era su nombre y apellido, y aceptaba aquel pintoresco mote.
Cuando el Cuerudo estaba fresco, no se lo llevaban por delante a dos tirones. Entonces no peleaba con la partida de plaza; pero, si alguno le buscaba camorra, podía estar seguro que se había echado un enemigo de gran coraje y de una vista extraordinaria en el manejo de la daga, que era en sus manos un arma terrible.
Si en este género de luchas llegaba a ser herido, se le veía mojar la herida con caña después de concluida la pelea, montar a caballo cubierto de sangre e irse al rayo del sol para que sus rayos cicatrizaran la herida, operación milagrosa que se producía al cabo de ciertas horas de estar tendido al sol con aquel objeto.
El Cuerudo tenía la cara surcada en todas direcciones por largas cicatrices que iban a perderse entre su barba negra y espesa, que nunca había sentido el contacto de un peine.
Siempre pobre, pero siempre alegre, los pulperos protegían al Cuerudo y le daban algún gasto, porque el paisano jamás tenía pereza para ayudarles a tirar agua, dar vuelta la majada, curar un animal, o cualquiera de esos pequeños trabajos que en las casas de negocio de campo se ofrecen a cada rato.
Si el Cuerudo agarraba la guitarra, no la soltaba en toda la noche, cantando todo género de canciones picarescas y gatos de los que daban calor.
Su voz era vinosa y un tanto acarnerada como la generalidad de los paisanos, pero cantaba con tanta picardía que se le podía estar oyendo toda una noche entera sin fastidiarse, porque su repertorio era interminable y su gracia infinita para hacer todo género de compadradas en el diapasón de la guitarra.
El Cuerudo era un poco soberbio, sabía que tenía reputación de hombre guapo y no permitía que delante de él contasen ajenas hazañas ni hechos fabulosos.
-Yo soy el Cuerudo -decía-, y es al ñudo buscarme pareja, porque no la tengo en todo el mundo, y mi padre y mi madre han muerto sin hacer otro Cuerudo.
Si hallaba quien le hiciera frente, peleaba, y peleaba con tal bravura y tal tino, que eran muy contadas las veces en que hubiera sacado él la peor parte.
Cuando el Cuerudo se embriagaba, jamás buscaba pelea en las pulperías de donde se retiraba, decía, para ir a hacerle el gusto al cuerpo; y ya se sabía que aquel gusto consistía en ir a buscar la partida y hacerse lastimar por los soldados, quienes últimamente no le hacían caso, pues apenas podía tenerse a caballo.
Cuando esto último sucedía, el Cuerudo regresaba a los almacenes diciendo que no había sacado en la lucha ni un rasguño, y que había derrotado a la partida con suma facilidad, siendo graciosísimo escuchar la cantidad de detalles y minuciosidades con que el Cuerudo adornaba aquella pelea imaginaria.
-¡Ah, hijitos! -concluía riendo-. ¡Ah, criollitos! ¡Y que vengan ahora a mentarme a ese tal Juan Moreira, que no sirve ni para ensillarme el mancarrón!
Los paisanos se entretenían en mirar las graciosas muecas y cuerpeadas con que el Cuerudo adornaba su imaginario combate y le pagaban la copa.
Este es el famoso Cuerudo con quien Moreira hizo una especie de amistad, la que debía serle fatal, apresurando su inevitable fin.
Moreira trabó relación con el Cuerudo en una casa de negocio donde tenía lugar una jugada de mucho interés, muy concurrida por la gente brava.
Sin ser invitado a ella, y por lo que se decía, Moreira cayó a la jugada acompañado de un paisano con quien se había ligado esos días y cuya compañía admitía de tarde en tarde, por tener con quien conversar un poco, pues ya se iba fastidiando de andar siempre solo y aislado del resto de los hombres.
El Cuerudo contemplaba aquella interesante jugada sin despegar los labios y a espalda de los jugadores. No tenía ni un centavo y aquella noche le tocaba mirar.
Tenía grandes tentaciones de arrebatar la parada y disparar con ella, pero se contenía, esperando que engordara la banca para dar el golpe más a la fija.
Moreira empezó a jugar con tanta felicidad, que a la hora tenía delante de sí una crecida cantidad de dinero y era el que tallaba.
El Cuerudo miraba lleno de emoción aquella jugada; tenía celos de aquel hombre a quien tanto protegía la suerte en todo lo que emprendía.
Moreira estaba de pie, con la baraja en la mano, cobrando o pagando los apuntes, según le iba en el juego, y echando cartas con increíble rapidez.
Una sota y un rey echó el gaucho sobre la mesa, cuando oyó a su espalda una voz que decía: "¡Copo la banca!", y vio una mano enérgica y nerviosa que se apoderaba precipitadamente del dinero que tenía delante, como lo podía haber hecho un juez de campaña sorprendiendo una jugada.
Los paisanos miraron asombrados al hombre que era tan guapo para jugar de aquella manera con la cólera de Moreira, que se daba vuelta en ese momento aplicando un recio bofetón de revés en la cara del insolente que se había permitido con él aquella incalificable chanza.
El que había copado la banca, tomado el dinero y recibido el bofetón, no era otro que el Cuerudo, a quien, como dijo después, lo había tentado el diablo.
Al recibir el revés, el Cuerudo vaciló sobre sus pies, pero no cayó; aflojó el dinero que tenía en la mano y sacó su daga con un ademán resuelto.
Viendo que se trataba, según parecía, de una provocación, Moreira saltó al medio de la pieza, sacó la daga, enrolló la manta en el brazo y esperó la acometida.
Ya hemos dicho que por enojado que estuviera aquel paisano, a la vista del peligro real recuperaba toda su sangre fría y se dominaba por completo, empleando el corto intervalo que mediaba entre la provocación y la lucha, en estudiar a su adversario rápidamente, tratando de reconocer su lado vulnerable.
El Cuerudo avanzó sobre Moreira con la daga tendida en actitud de herir y la mirada buscando la de su adversario, que lo esperaba inmóvil.
Cuando aquellas dos miradas se encontraron, antes de chocarse las dagas, sucedió una cosa particular e inesperada.
El Cuerudo bajó la suya y el brazo de la daga cayó a lo largo del costado; aquel hombre quedó inmóvil, completamente dominado por la mirada soberbia de Juan Moreira.
-¡Vamos a ver, maula! -gritó éste sin comprender de pronto lo que pasaba por el espíritu del Cuerudo, que lo había provocado sin motivo-. El que provoca pega primero y no espera a que le den en las aspas con el rebenque. ¡No se arrepienta, maula, y atropelle, que es buen campo!
-Es inútil -contestó el Cuerudo, completamente desalentado-. A todo hay quien gane en esta vida y conozco que no puedo pelear con usted, porque me ha ganado a guapo.
-¿Y a qué se metió a chiripá grande? -replicó Moreira, ya riendo-. Cuando lo vi copar la banca, creí que era justicia, si no, ni me levanto. ¡Pegue, pues, maula!
-Es inútil -concluyó el Cuerudo-. Nosotros no podemos ser enemigos, porque usted puede más que yo. Si quiere ser mi amigo, estaré de ello orgulloso; si usted desprecia mi amistad, ahora mismo me voy del pago y aseguro que nadie vuelve a verme la cara tajeada -y agachándose alzó del suelo el dinero que había arrebatado momentos antes y lo ofreció a Moreira con la mano izquierda mientras le tendía humildemente la derecha.
Moreira guardó su daga, tomó al Cuerudo la plata y estrechándole la mano con cierto desdén, volvió a ocupar su sitio entre los jugadores, que empezaron a hacer al Cuerudo una sátira sangrienta por haberse metido a tan guapo para que lo corrieran con la vaina, de aquella manera tan vergonzosa.
-Caballeros -dijo severamente Moreira-, el que se burle de este hombre debe hacer lo que él no ha hecho por falta de coraje; no hay que hacerle tanta burla, que al fin y al cabo lo que él hizo lo hace cualquiera en igual caso, y si no vamos probando quién es más guapo que él.
Ninguno de aquellos hombres replicó a las severas palabras de Moreira y las sátiras se helaron por completo en todos los labios.
Desde aquella noche el Cuerudo fue completamente dominado por Moreira, hasta el extremo de ser una especie de peón que tenía para mandar a Lobos a bombear si había gente de la guardia provincial o vigilantes de la ciudad que le pudieran impedir dar un paseo por La Estrella.
Pero el Cuerudo guardaba un profundo resentimiento a aquel hombre, resentimiento que el gaucho ocultaba íntimamente, esperando el momento oportuno para dejarlo conocer con todo el encono de que se iba sintiendo poseído cada día que pasaba.
Era tal el dominio que Moreira ejercía sobre el Cuerudo, que solía caer a su casa buscando guarida, lo echaba de su cama y se acostaba a dormir en ella profundamente, sabiendo que aquel hombre no se había de atrever ni aun a pensar en matarlo cuando lo viera completamente descuidado o profundamente dormido.
Dice el Cuerudo que cuando esto sucedía, él no podía pegar los ojos en toda la noche y si alguna vez se le había ocurrido darle una puñalada mientras dormía, se salía afuera temeroso de que Moreira dormido, fuese a conocerle la intención y coserlo a puñaladas.
-Yo -añadía el Cuerudo-, sería capaz de pelear con una partida entera, con veinte hombres como Moreira, pero con él es inútil: se me caería el cuchillo de las manos y no tendría ánimo ni aun para disparar. ¡Ese hombre es el mismo diablo con traje de hijo del país!
Moreira conocía que la amistad de ese gaucho no le era leal, pero no paraba en ello la atención, confiado en que el Cuerudo se había de medir bien antes de hacerle una traición y conociendo que al fin y al cabo le profesaba un miedo descomunal.
-Cuerudo -dijo una noche Moreira al paisano- esta noche me han ofrecido diez mil pesos y he dado una vuelta de azotes al que me los ofreció, ¿qué te parece?
-Asigún y conforme -replicó el Cuerudo-; lo que es yo por diez mil pesos soy capaz de ir a cuerear peludos a la misma loma del diablo. ¿Por qué le cayó al de la oferta?
-Le caí -dijo Moreira sombrío-, porque esa plata me la vinieron a ofrecer para que yo mate a don Pancho Bosch, y como yo no he nacido para asesino ni para tolerar propuestas, le caí al hombre para que nunca se meta a proponer porquerías. De todos modos, dicen que ese hombre es muy guapo, y puede ser que si topo con él pelee por lujo, porque a mí me gusta pelear a los que se tienen por buenos.
El Cuerudo debía algunos servicios al comandante Bosch, que entonces vivía en Lobos, así es que en cuanto pudo se vino y le comunicó lo que le había dicho Moreira.
El gobierno de la Provincia, entretanto, había sabido el mal resultado de la expedición de los vigilantes y había ordenado las cosas de modo de poder dar con Moreira y reducirlo a prisión de una manera o de otra.
Fue entonces que encargaron en Lobos al Cuerudo que así que Moreira viniese a La Estrella, a pasar unos días, avisara al juzgado, que ya le tenía preparado el jaque mate que debía dar fin con la larga partida que el gaucho venía jugando a la justicia.
El Cuerudo regresó a su rancho, donde acompañó a Moreira, hasta que éste le dijo una tarde:
-Me voy a La Estrella, Cuerudo, a pasar un par de días, porque ayer he hecho una buena jugada.
-No te vayas -respondió el Cuerudo, disimulando-; en Lobos te tienen ganas y la partida es brava.
-El que nace barrigón, es al pepe que lo fajen -replicó alegremente Moreira-. Ya he dicho que no tengo el cuero para negocio y alguna vez me han de pegar la buena. De todos modos yo ya no peleo por defender la vida, porque el día que me maten será para mí un beneficio. Si peleo lo hago por lujo y para que no digan que me han matado de arriba.
Y saltó sobre el overo bayo con el Cacique a las ancas, alejándose al tranquito en dirección a Lobos.

sábado, 30 de enero de 2016

El guapo Juan Blanco

Poco después de estos sucesos, llegó al partido del Salto un paisano sumamente lujoso que algunos indicaron con el nombre de don Juan Blanco.
Juan Blanco era un paisano hermoso, que vestía con un lujo deslumbrador; con un traje que no era de ciudad ni de campo, siendo mezcla de los dos.
Su pequeño pie estaba calzado con una rica bota granadera, de cuero de lobo, que sujetaba al empeine con una lujosa espuela de plata con incrustaciones de oro.
Llevaba bombacha de casimir negro, sujeta a la cintura por un tirador de charol, abotonado con monedas de oro y adornado con pequeñas monedas de plata, en una cantidad tal, que apenas se podía adivinar, por los pequeños claros, la clase de cuero de que estaba hecho aquel tirador.
Por la parte delantera de éste asomaban las culatas de dos enormes trabucos de bronce y las de dos pistolas pequeñas, pero de gran calibre y sistema moderno.
Detrás, asomando por ambos costados, aquel hombre traía una larga daga en vaina de plata, con una S de oro cincelado, que despertaba envidia en cuantos la veían.
El traje estaba completado por una chaqueta de casimir azul oscuro y un sombrero de anchas alas que Juan Blanco llevaba un poco a la nuca, dejando descubierta una frente juvenil y arrogante, iluminada por la expresión de sus dos ojos negrísimos de extraordinaria fijeza, que miraban con una altivez irresistible.
Ningún habitante del partido conocía a este tal Blanco, y, sin embargo, todos le atribuían mil proezas de valor y guaperías que ninguno sabía de dónde habían salido.
En una pulpería se contaba la historia de que aquel Juan Blanco había derrocado a muchas partidas de plaza, mientras en otras se narraban hazañas y peleas en las que don Juan Blanco figuraba como un hombre invencible, de una vista suprema y de un manejo descomunal de las armas.
Juan Blanco usaba el cabello corto y una larga y poblada pera sansimoniana que hacía juego con un bigote sedoso y negro como azabache.
Blanco había llegado al Salto y su primera diligencia fue presentarse al Juzgado de Paz y enrolarse en la Guardia Nacional, operación que decía no haber hecho antes porque recién concluía de hacer unos negocios y venta de campos de su propiedad para venir a fijar su residencia en aquel pueblito de que tanto gustaba.
El comandante militar enroló a Blanco, muy contento de haber adquirido en la Guardia Nacional a un hombre de aspecto tan bravo y tan militar.
Los cuentos que, sin conocerse el origen, corrían sobre aquel hombre, le habían hecho tomar tales proporciones entre los paisanos, que los menos valientes temblaban en su presencia, y los guapos no se atrevían a roncar fuerte delante de aquel de quien tantas mentas se hacían y tanto se ponderaba.
Juan Blanco concurría a todos los bailes sin ser invitado y nadie se atrevía a recordarle que no se había llenado en él aquella fórmula social.
En todos estos bailes, Juan Blanco era el niño mimado de las paisanas, captándose por esta causa el odio profundo y reconcentrado de los paisanos, que no podían mirar tranquilos aquellas deferencias.
¿Pero quién era el guapo que se atrevía a demostrarle claramente su odio, cuando con tanto garbo llevaba a la cintura aquel formidable arsenal?
Fue en uno de esos bailes que los paisanos del Salto pudieron conocer prácticamente todo el valor de que estaba dotado Juan Blanco.
Se celebraba a orillas del pueblo un velorio, al que había asistido gran número de paisanos, entre ellos un teniente alcalde, hombre de bríos y de seria reputación.
Blanco supo que aquel teniente alcalde era tenido por muy bueno y que hacía los bajos a una de las paisanas que habían concurrido a aquel alegre velorio.
Desde el principio eligió por su compañera a aquella paisana, notándose que al hablarla trataba de echársele encima, mirando de soslayo al teniente alcalde.
Este empezó a calentarse de la cosa, a lo que contribuía en gran manera el placer con que la paisana escuchaba los requiebros del lujoso y galante forastero.
En un momento que Blanco sentó a la compañera, el teniente alcalde se aproximó a ella invitándola a bailar una polca que tocaban los acordeones.
La muchacha se iba a levantar, pero al hacerlo echó una mirada para el lado donde estaba Juan Blanco, quien le hizo una seña negativa a la que ella obedeció quedando sentada.
La rabia que había estado juntando aquel hombre toda la noche estalló por fin en una blasfemia poderosa, y dirigiéndose a Juan Blanco, le dijo amenazándolo:
-Parece, amigo, que usted ignora que esa prenda tiene dueño y un dueño no la cede, lo que le advierto para su gobierno.
-Ni que fuera usted justicia, compadre -replicó Juan Blanco, sonriendo desdeñosamente-. Cualquiera que lo oyera, pensaría que usted por lo menos debe ser teniente alcalde.
En todos los pueblos de campaña, con o sin razón, los representantes de la justicia, ¡triste justicia!, son generalmente odiados, así es que la sátira de Juan Blanco hizo sonreír a todos los concurrentes, que lo acompañaron con su más franca simpatía.
Ninguno de ellos se hubiera atrevido a contradecir al teniente alcalde, pero lo veían enredado en una mala cuestión con aquel hombre y deseaban ardientemente que llevara la peor parte si la cosa se ponía seria.
-Pues sépase, so guaso -había respondido todo colérico el justicia-, que soy el teniente alcalde de este cuartel y que no tengo que tolerar las compadradas de usted ni de nadie.
-Lo que es de los demás, no digo nada -contestó el gaucho tomando asiento-, pero las mías las ha de aguantar, porque son buenas para avivar tontos.
-Usted se va a retirar de aquí en el acto -dijo ya completamente sulfurado el teniente alcalde, avanzando hacia Blanco-, o lo meto al cepo del cogote.
El incidente había tomado entonces un aspecto formidable. El teniente alcalde era guapo y caprichoso. En el baile había mucha gente y, para conservar las ínfulas de justicia y hombre bravo, estaba dispuesto a cumplir su amenaza si aquel hombre no se retiraba sobre tablas.
Blanco miró al teniente alcalde, que estaba dominado por la ira que salía a sus ojos, paseó en seguida la vista por todos los que estaban presentes y soltó una carcajada tan espontánea, tan cosquillosa, que los demás paisanos rieron también a pesar de la ira del teniente alcalde.
Este se puso densamente pálido, sacó un revólver de la cintura y apuntando con él a Blanco, hasta apoyárselo sobre la frente, le dijo:
-O sale usted afuera, para no volver más, o me entrega sus armas dándose preso.
Un estremecimiento poderoso recorrió el cuerpo de los testigos de este lance, pues sabían que el teniente era hombre de cumplir al pie de la letra lo que había dicho.
Juan Blanco se levantó lentamente de la silla y, sin quitar su mirada de la mirada de su adversario, le respondió de esta manera:
-Yo he jurado no matar sino amenazado de muerte, cuando me obligan a defender la vida y para salvarla no tengo más remedio que matar, sin embargo, esta noche me copo a mí mismo la banca, y quiero ser indulgente con usted, a pesar de ser justicia, retírese y no me moleste.
El teniente alcalde dio un gran tacazo en el suelo, y apoyando la boca de la pistola sobre la frente de aquel hombre, que no se movió, gritó:
-¡Marche, canejo! Marche, le digo, o le hago volar el mate con la basura de porra que tiene adentro.
Blanco no hizo el menor ademán de sacar las armas que llevaba en la cintura, pero con una rapidez imponderable metió el brazo izquierdo, desviando de sobre su frente el arma del teniente alcalde, y le dio en la cabeza tan recio puñetazo, que lo lanzó como un fardo de lana hasta los pies del acordionista.
En seguida se precipitó sobre él, le arrancó de la mano el revólver, y lo hizo volar por la puerta a una gran distancia.
Los circunstantes quedaron helados, confesando, con la atónita mirada, que nunca habían visto un hombre tan guapo y tan limpio para dar una cachetada.
-¡Toquen la música, maulas! -gritó Blanco, después de haber empujado hasta un rincón el cuerpo del teniente alcalde-; toquen la música para que no se enfríe la gente -y salió con la paisana, causa de la querella, al compás de la música que se apresuraron a ejecutar los del acordeón y la guitarra.
Antes de que terminara la pieza que se bailaba, el teniente alcalde se había repuesto completamente de los efectos del moquete y enceguecido por la ira y la venganza se había lanzado sobre Blanco, cuchillo en mano, quien apenas tuvo tiempo de meter el brazo y evitar la primera puñalada.
Blanco, sereno siempre, siempre sonriente, dio un salto atrás, descolgó del cabo de la daga su rebenque, que llevaba allí sujeto, y esperó, enrollando la lonja en la mano.
El teniente alcalde acometió de nuevo, pero con desgracia, porque el cabo del rebenque de Blanco encontró su mano derecha y el cuchillo saltó a dos varas de distancia.
En seguida Blanco desenrolló de su mano la lonja, tomó el rebenque por el cabo y dio al justicia tan tremenda rebenqueadura, que no tuvo fin hasta que aquel hombre sintió su brazo completamente fatigado.
El teniente alcalde quedó inmóvil y en un estado repugnante: su rostro se veía surcado por una cantidad de fajas cárdenas que había impreso en él la lonja del rebenque, y por entre el cuello de la camisa se veían asomar algunos vestigios de sangre amoratada y espesa.
Aquel hombre había quedado humillado y la fama de Juan Blanco había llegado al pináculo de toda ponderación fantástica.
A pesar de que él quiso hacer seguir el baile y la parranda, la gente estaba tan impresionada que poco a poco fue abandonando aquel recinto y montando a caballo.
Juan Blanco se despidió de la paisanita y de los dueños de la casa, a quienes pidió amablemente disculpas.
Salió y se le vio desatar del palenque un caballo overo bayo, sobre cuyo apero se veía un cuzquito que paseaba alegremente de la anca a la cruz.
Sobre aquel caballo montó Juan Blanco y se alejó al trotecito, tomando la dirección del pueblito sin recelo de la partida, que ya debía saber lo que había sucedido al teniente alcalde.
La voz de aquel suceso, llevada por los que habían estado en el velorio, se desparramó por todo el pueblo con tal rapidez, que todo el paisanaje conocía la cosa con "pelos y señales", comentando el hecho de una manera poco favorable para la justicia de paz, que se ha hecho odiosa a todo habitante de campo.
Juan se vino a un café muy concurrido donde se armaban buenas partidas de billar que solían concluir de mala manera, y allí tuvo que aceptar varias convidadas y corroborar las versiones que sobre la azotaina corrían, y que los menos crédulos se permitían poner en duda, pues al hecho magnánimo de no hacer uso de las armas ventajosas que llevaba en la cintura, se unía el valor de que aquel hombre había hecho alarde y la ocurrencia feliz de una rebenqueadura macuca, en pleno baile, al teniente alcalde más orgulloso y antipático de todo el pueblo.
-Yo no ensucio más mi daga en sangre de justicias -respondió Juan Blanco a la pregunta de por qué no lo había muerto-, es gente que me da asco y para quien guardo el rebenque a falta de arriador, que, si yo cargase arriador, a talerazos los había de manejar por maulas.
-Pero es bueno que usted se oculte, al menos por unos días -dijeron a Blanco-, pues tenga por seguro que han de salir a buscarlo para prenderlo, pues querrán vengar de mala manera lo que usted ha hecho en el velorio, que tendrá al Juez de Paz dado a todos los diablos.
-La partida no ha de salir a buscarme -dijo insolentemente Juan Blanco-, porque los hombres se conocen en el pelo de la ropa. De todos modos -añadió con la mayor naturalidad de este mundo-, si pasan dos días sin que la partida me busque, yo he de buscar a la partida y entonces nos hemos de ver lindo las caras, y prometo que ha de haber diversión para más de un mes.
Los paisanos estaban absortos al escuchar a Blanco: o aquel hombre era un contador de guayabas, lo que no podía ser por la muestra que había dado esa noche, o era un hombre como jamás habían alojado en su pago los buenos habitantes del Salto.
Juan Blanco jugó con algunos paisanos varias partidas de billar y se retiró después de hacerles algunas trampas, vicio que había contraído últimamente y del que no podía prescindir, según decía, cuando era pillado en una que no tenía disculpa.
Aquella noche todos pasaron por alto las trampas que les hizo Blanco, se acordaban del teniente alcalde y tenían miedo.
Juan Blanco montó a caballo y ganó el campo, pues no hacía noche en poblado, ni dormía jamás bajo techo.
Aquel suceso tragicómico fue el tema inagotable del resto de aquella noche y el día siguiente, hasta que una nueva aventura vino a hacerlo palidecer.
En los pagos del Salto existía por aquellos tiempos un tal Rico Romero, muy conocido en aquel partido por hombre bravo y de mucha fortuna.
Rico Romero tenía la reputación de la primera daga del partido y no podía mirar sin celos las proporciones colosales que iban tomando las mentas de Juan Blanco.
Rico Romero no daba crédito a las mentas de que había venido acompañado el tal Juan Blanco, y respecto a la mala ventura del alcalde decía que Juan Blanco lo había madrugado y que, además, eso lo podía hacer cualquiera con un hombre que, como el teniente alcalde, era flaco y de muy poca vista para manejar el cuchillo.
Sin embargo, aquella aventura del alcalde le había conquistado a Blanco la admiración de los paisanos, que sostenían a Romero que aquel hombre era más bravo que un toro.
La noche siguiente al famoso velorio, los paisanos habían caído al billar y casa de negocio donde armaban sus partidas y donde desde temprano estaba Rico Romero.
La conversación recayó sobre Blanco, y se entabló la eterna discusión en que Romero sostenía que aquel Blanco debía ser más morado que una sandía.
-Es mucho hombre -dijo uno de los gauchos-; es mucho hombre y tiene la vista que parece relámpago y un manejo en la daga que asusta, créamelo.
-Pues con la vista y todo y con manejo y todo -contestó Romero-, la primera vez que ese hombre se meta conmigo no le van a valer ni una cosa ni otra, porque lo he de matar.
Aún no se había extinguido el eco de estas palabras, cuando apareció en la sala de billar Juan Blanco, altivo y sonriente.
Era imposible que al entrar no hubiese oído lo que acababa de pronunciarse, pero se hizo el desentendido y saludó a la concurrencia con un cordial "Buenas noches, compañeros".
Rico Romero comprendió que Blanco lo había oído y creyó que disimulaba de miedo, pues por nuevo que aquel hombre fuese en el pueblo, debía conocer quién era, y efectivamente ya Blanco sabía quién era Rico Romero y suponía que éste, por celos de reputación, trataría de buscar camorra.
Romero fue el único que no contestó al saludo del paisano, quien siguió haciéndose el desentendido y se puso a conversar con dos gauchos que estaban recostados al mostrador.
No habían pasado cinco minutos, cuando el gaucho, deseoso de pelear, empezó a dirigir a Blanco indirectas hirientes, que éste siguió pasando por alto.
Romero empezó a encolerizarse del poco efecto que hacían sus indirectas y, deseando probar de una vez a los paisanos la superioridad que tenía sobre el forastero, lo llamó y le dijo:
-Se me hace, amigo, que usted ha venido aquí sólo a asustar con la postura y que no ha de ser capaz de pararse conmigo adonde yo me pare.
-Será así, amigo -contestó Juan Blanco, sin dejar su postura perezosa y sonriendo siempre-; yo no puedo obligar a nadie que crea lo que no quiere creer.
-Bien se me había puesto -siguió diciendo Romero, ensoberbecido por la actitud humilde del paisano-; bien se me había puesto que usted era un mulita mal pegador, y que en cuanto diera con un hombre que le metiera el resuello, se le iban a quitar los bríos del primer golpe, ¡ah, la malita! ¡Y sin armas se ha venido!
-Será, amigo -volvió a contestar Juan Blanco, siempre imperturbable y sin cambiar de posición-. Yo no sé contradecir a nadie cuando se trata de mí.
-Y aunque no se tratara -concluyó Rico, creciendo en insolencia-; y basta de parolas, que no tengo hoy humor de que nadie me queme la sangre, y menos un intruso.
Juan Blanco se calló la boca y convidó a los paisanos que hablaban con él a jugar una partida al billar, prescindiendo completamente de Romero.
-¡No dije yo! -murmuró éste-. Si a estos maulas hay que pegarles el grito a tiempo, si no lo madrugan a uno con la postura y lo llevan por delante.
Esta escena había sido sumamente perjudicial para Blanco, pues su actitud humilde le había hecho perder un cincuenta por ciento de su fama, que había pasado a Romero; pues éste había destapado la falsa reputación de aquél, a quien habían creído un hombre duro e invencible.
Juan Blanco se puso a jugar al billar con cuatro de los paisanos, mientras Romero tomaba poco a poco una copa de ginebra, mirando la partida.
Los jugadores eran buenos, pero Blanco les empezó a ganar el dinero con suma ligereza y haciéndoles grandes trampas que los paisanos veían; pero no se atrevían a protestar de ellas, pues, a pesar de que Blanco había sufrido a Romero todo lo que éste le había dicho, no por eso había perdido por completo su prestigio.
Poco a poco los jugadores, cansados de las trampas, fueron abandonando la partida, hasta que sólo quedó Blanco en la mesa haciendo rodar las bolas.
-Le juego una partida por cien pesos y la copa para los presentes -dijo Rico Romero levantándose y aproximándose al billar.
-No hay inconveniente -dijo Blanco, y echó mano al tirador para sacar el dinero y depositarlo según la práctica establecida en estos casos.
-Bueno -agregó Romero, sacando también un billete de cien pesos-, pero prevengo que no sufro trampas, y a la primera le rompo el alma y alzo la parada.
Por agresiva que fuera la actitud con que Romero dijo estas palabras, Blanco no se inmutó ni apagó su eterna sonrisa; acomodó las bolas y se preparó a jugar.
Los paisanos se colocaron en los bancos, pues era fácil entrever que aquella jugada no era más que el pretexto de una de a pie; porque si Blanco había aceptado el desafío era porque también aceptaba las consecuencias fatales de una partida armada sólo para encontrar un pretexto.
Los adversarios empezaron a jugar y durante unos diez minutos todo siguió en la mayor armonía. Parecía que el interés del juego había alejado todo mal pensamiento.
Blanco no pudo prescindir de sus malas mañas; en el primer descuido de Romero corrió el taco hacia los palos, volteándolos a todos.
-¡Ah, puerco tramposo! -gritó Romero encendido de cólera-. ¡Esto es robar la plata! -y tomando una de las bolas del billar la lanzó al pecho de Blanco, produciendo un ruido seco y obligándolo a llevar la mano al pecho y lanzar una potente maldición.
Rápido como el pensamiento, Romero se lanzó sobre Blanco enarbolando el taco y tirando un golpe a la cabeza que apenas pudo Blanco parar.
La lucha se trabó bárbara y encarnizada, sin que ninguno de ellos hubiera echado mano a la cintura en busca de la daga.
Blanco era más alto que Romero y parecía más vigoroso; así que cuando éste se lanzó sobre aquél, Blanco abrió los brazos arriba, presentándole libre la cintura, a la que se prendió Romero como si quisiera voltearlo al suelo para concluir con él.
Entonces Blanco se agachó sobre su espalda y le arrancó rápidamente la daga, dándole en seguida un puñetazo en la cabeza que lo hizo caer sin sentido.
-Tanto amoló esta maula -dijo, dándole con el pie-, que al fin me obligó a hacerle el gusto. No te degüello de asco.
Romero volvió en sí inmediatamente, se levantó rápido y buscó en vano en su cintura la daga, que le quitara Juan Blanco.
-¡Demen un arma, demen un arma, canejo! -gritó enfurecido, mirando a los paisanos que estaban mudos de asombro ante lo que había pasado-. ¡Un cuchillo! -vociferó, lanzándose sobre el paisano que estaba más inmediato, y tratando de arrancarle la daga que éste le rehusó, no queriendo comprometerse.
-¡Tome el cuchillo, maula! -le gritó entonces Blanco, tirándole a los pies la daga que le quitara de la cintura, y enrollando la manta en el brazo izquierdo.
Rico Romero se precipitó sobre su arma, que blandió en su mano vigorosa, y acometió a Blanco con la cabeza baja, marcando una terrible puñalada. Blanco evitó el golpe con asombrosa limpieza, y golpeó con el plano de su daga la cabeza de Romero, diciéndole:
-¡No se asuste, maula!
Romero, desesperado, y conociendo que era imposible llegar con el puñal al pecho de aquel hombre cuya vista era asombrosa, tomó rápidamente de sobre el billar otra bola que lanzó vigorosamente y que fue a estrellarse en el pecho de Blanco.
Detrás de la bola acometió Romero con suma rapidez, tirando una puñalada con todo el largo de su brazo. Fue aquélla la última puñalada que debía tirar en su vida.
Blanco no se había turbado, a pesar del segundo golpe de bola recibido en el pecho; envolvió en su manta la puñalada que le tirara Romero y se tiró a fondo, rápido y poderoso.
Su daga penetró entre la tercera y cuarta costilla, yéndose a clavar en la espina dorsal y atravesando en su trayecto el corazón, de manera que Rico cayó al suelo sin pronunciar una palabra. La muerte había sido instantánea.
Aquella puñalada había sido tirada con tal vigor, con tal fuerza muscular, que cuando Juan Blanco quiso sacar la daga de la herida, tuvo que apoyar una rodilla sobre el pecho del cadáver y dar un violento tirón de la daga con ambas manos.
Y era tan rica la hoja de aquella arma, que en la punta no se veía la menor lastimadura a pesar de haberse enterrado por lo menos medio centímetro en la columna vertebral.
Juan Blanco limpió su daga en el saco del cadáver y paseó al guardarla una mirada indagadora sobre los paisanos asombrados.
Ninguno de ellos dijo una sola palabra: estaban completamente dominados por el terror y el asombro. Juan había vuelto a tomar, para ellos, proporciones colosales, pues Rico Romero era un hombre reconocido por guapo y a quien no había valido ni aun el haber madrugado a su contrario.
-Una copa, amigo, para mojar la garganta -dijo Blanco al pulpero-, y otra para que esta gente vaya enjuagando el jabón que tiene.
El pulpero sirvió presuroso lo que aquel hombre había pedido, dándose por feliz de que no pidiese más.
Blanco bebió la suya, pagó el gasto hecho y salió a la calle, donde estaba su caballo bayo overo, atado en el tradicional barrote de fierro que pasa de parte a parte en los postes y que colocan los negociantes de los pueblos de campo, haciéndoles prestar el servicio de tranquera, para que los animales que quedan a la puerta no suban a la vereda.
Juan Blanco montó a caballo, apartando al perro que estaba sobre el apero, y tomó el camino de la plaza. Eran apenas las nueve de la noche.
Se detuvo en la barbería que había a la otra cuadra del juzgado y se hizo afeitar.
Nos cuenta el mismo barbero que, cuando empezaba a pasarle la navaja por la cara, Juan Blanco mantuvo con él el siguiente diálogo:
-Dígame, amigo, si viniera Juan Moreira y se sentara en su casa a hacerse afeitar, así como yo estoy ¿qué haría usted con él?
-Lo afeitaría -contestó naturalmente el barbero-; porque dicen que aquel hombre es terrible y yo no quiero tener enemistades con nadie.
-Y si se negase a pagarle la afeitada, estando tan cerquita del Juzgado, ¿qué haría usted con él?, ¿daría parte o se asustaría?
-Yo no me asustaría -dijo el barbero-; pero si no me quisiera pagar lo dejaría irse, porque peor sería que le fuese a dar rabia y me quisiera sacudir.
-Dicen que es un hombre muy malo ese tal Moreira y que ha hecho muchas muertes. No creo que sea un buen enemigo.
-Sí, pero también dicen que ha sido hombre bueno y que lo han perseguido mucho. Dicen, asimismo, que su lujo es pelear las partidas.
Mientras así hablaban, el barbero concluyó de afeitar a Blanco, quien se puso el sombrero y dio para que se cobrase un billete de cincuenta pesos.
Cuando el barbero vino a traerle el vuelto, Juan Blanco le retiró la mano, diciéndole:
-Guarde eso, amigo, en recuerdo de Juan Moreira.
El barbero quedó inmóvil, como si lo hubiera herido un rayo.
Aquella revelación inesperada le cayó como un balde de agua helada, pensando en que tal vez, si él se hubiera expresado de Moreira en otros términos, probablemente éste lo habría cosido a puñaladas.
El paisano montó a caballo y se alejó al tranquito, dando vuelta a la plaza y tomando el camino de las quintas.
Media hora después todos los habitantes del Salto sabían que el tal Juan Blanco no era otro que el famoso Juan Moreira, por lo que ya no les llamaba la atención lo que éste había hecho con el teniente alcalde, y la manera con que había dado muerte a Romero, después de haberle sufrido mil impertinencias.
Si la partida de plaza había pensado salir a prender a Juan Blanco, se llamó a sosiego cuando supo que este tal Juan era Moreira, llegando al extremo de negarse redondamente a la orden que de salir en su busca les diera el Juez de Paz.
Al otro día Moreira salió del Salto y tomó el camino de Navarro; pero antes de abandonar el pueblo, se le vio venir a la plaza, subir a la vereda y golpear la puerta del juzgado anunciándose a voz en cuello.
La partida de plaza estaba dentro del Juzgado, pero resolvió prudentemente no hacer caso de las voces del paisano.

viernes, 29 de enero de 2016

La soberbia del valor

Moreira regresó a Navarro y empezó a recorrer todos los partidos vecinos: Cañuelas, Saladillo, Lobos, Salto y Las Heras, siendo el terror de sus habitantes y de las partidas de plaza.
Dormía de día en medio del campo, fiado en la vigilancia de su perro, y se acercaba de noche a las poblaciones a buscar sus víveres y sus vicios.
Peleaba con los gauchos que tenían hechos y reputación, contentándose con vencerlos y no matándolos sino en el caso que esto fuera muy necesario a su defensa.
Las partidas de plaza estaban completamente dominadas, y si acaso le presentaban combate era para huir inmediatamente que el gaucho las acometía.
Solía venir al partido de Lobos, donde se alojaba en una casa llamada "La Estrella" y allí pasaba dos o tres días entregado al juego, al beberaje y a las mujeres.
Mientras Moreira estaba allí, no sucedía ningún escándalo, porque él no lo permitía; ¿y quién contrarrestaba aquella voluntad de acero?
Moreira salía al campo y detenía las galeras que venían a Lobos de los partidos vecinos a tomar el tren, pues sospechaba que en alguna de ellas podría ir su odiado compadre, a quien había jurado matar, y hacía un general registro entre los pasajeros, a quienes obligaba a descender para revisar el interior del vehículo.
En las diligencias venían generalmente pasajeros armados hasta los dientes, con la decisión de matar a Moreira si les salía al camino, pero al encontrarse con el gaucho olvidaban por completo su propósito y las armas permanecían inofensivas en sus manos heladas por el espanto.
Moreira hacía un prolijo registro, y convencido de que no iba allí su compadre, los dejaba seguir su viaje sin hacer a los pasajeros el menor daño.
Un día tuvo noticia de que en una galera que debía pasar por el Durazno, para tomar el tren de Lobos, venían su mujer y su compadre, que se dirigían a Buenos Aires.
Moreira se fue al Durazno y se emboscó en la pulpería por donde tenía que pasar la galera, decidido a degollar irremediablemente a aquel hombre que tanto odiaba.
Una partida de plaza, fuerte y bien preparada, recorría también los campos ese mismo día en demanda del terrible gaucho, no ya para prenderlo sino para matarlo.
Moreira sabía que lo buscaban, pero ni siquiera había pensado en ocultarse y sacar el cuerpo a aquella partida, pues tenía por todas ellas el mayor desprecio.
El gaucho se había emboscado, ocultando también su caballo, para que la gente de la galera no tuviese desconfianza alguna, y esperaba con la paciencia del zorro.
Serían como las doce del día cuando en las revueltas del camino apareció la galera, arrancando a Moreira un grito de júbilo.
Tanto el pulpero como algunos paisanos que estaban allí refrescando, temblaban de espanto al pensar lo que iba a suceder, no atreviéndose ninguno de ellos a disuadirlo.
En la galera venían el mayoral y seis peones, trayendo ocho pasajeros, perfectamente armados, entre los que se contaba el referido compadre, que traía un "rémington".
Cuando la galera iba a pasar por la pulpería, sin detenerse, temiendo que a ella pudiera llegar Moreira, éste saltó al camino y dio la voz de alto y a tierra.
-Pero, amigo Moreira -dijo el mayoral endulzando la voz todo lo que le fue posible-, déjenos seguir viaje, que llevamos el tiempo contado para alcanzar el tren.
-Alto, he dicho -replicó el soberbio gaucho, cruzándose de brazos delante de la galera-; yo tengo que revisar ese coche antes que siga viaje.
-Esto es de vicio, amigo -añadió humildemente el mayoral-; adentro no viene ningún enemigo suyo y usted nos va hacer perder el tren, que no sabe dar espera.
Moreira no contestó una sola palabra, pero sacó de su cintura uno de sus enormes trabucos y apuntó al mayoral: la galera se detuvo como por un resorte.
Los pasajeros, armados como estaban, podían haberse defendido por las ventanillas, tal vez matando al paisano, pero la proximidad de Moreira los había aterrorizado, desarrollándose en el interior de aquel vehículo una escena conmovedora.
La voz de Moreira había sido reconocida por tres de los pasajeros, produciendo en cada uno de ellos una impresión diversa pero igualmente profunda.
El compadre abandonó su "rémington" y se echó de barriga en el fondo de la galera, diciendo a los compañeros de viaje:
-Por Dios, amigos, ese hombre me busca y si me ve me va a degollar, échenme encima los ponchos y tengan piedad de mí. ¡Traten de que ese hombre no me vea, porque a la fija me mata!
Vicenta reconoció también la voz del gaucho y se echó a llorar desesperadamente. No temía al paisano; sabía que éste no la había de matar, puesto que no la mató la noche aquella que apareció en su rancho; pero al timbre de aquella voz se había agolpado a su espíritu todo el inmenso amor que le inspiraba su marido, y el recuerdo de todo su pasado acudía a su memoria, haciéndola caer en aquella amargura y honda desesperación.
Y lloraba desconsoladamente, ocultando el semblante como para huir de la mirada de Moreira, que sentía gravitar sobre su corazón, cuyos movimientos rápidos y agitados se advertían sobre la ropa.
La tercera persona que había reconocido aquella voz enérgica, era Juancito, el pequeño Juancito, que iba en brazos de la desventurada Vicenta.
Juancito gritaba alegremente y extendía sus bracitos hacia las ventanillas de la galera, llamando a su tata y prodigándole mil cariños en su encantadora media lengua.
Cuando Moreira asomó la cabeza al interior de la galera, se estremeció poderosamente y quedó inmóvil, fijando en su hijo su mirada entornada por una impresión íntima.
Olvidó por completo el propósito que allí lo llevaba; olvidó a su compadre, pegado al fondo de la galera, y no tuvo ojos más que para mirar a Juancito.
Sin retirar el trabuco que brillaba en su diestra, metió las manos por la ventanilla de la galera y empezó a acariciar a su hijito de todos modos.
Al espanto, entre los pasajeros, había sucedido un asombro mezclado a una especie de respeto engendrado por la actitud de profundo cariño asumida por el gaucho, cariño que asomaba dulcísimo a su pupila, dando a aquella fisonomía varonil y hermosa una expresión de dulzura arrobadora.
Era aquél un cuadro magnífico, de aquellos que no se pueden trasladar al lienzo, porque no está al alcance del hombre el poder imitar aquella chispa divina que asoma a la mirada en ciertas situaciones del espíritu, chispa inimitable que se puede llamar belleza de la expresión.
Y allí estaba Moreira absorto en la contemplación de su hijo, que devolvía una a una sus caricias, rogándole lo llevara consigo en ancas de su caballo.
De pronto soltó a su hijo al lado de Vicenta, buscó en su cintura el otro trabuco y se volvió amenazador hacia el camino.
De sus ojos había desaparecido aquella tierna expresión de cariño, apareciendo en ellos aquel fulgor siniestro que los dominaba en lo más recio del combate, cuando éste era duro y apurado.
¿Quién había sacado a Moreira de su éxtasis paternal, haciéndole volverse amenazador hacia el camino y sacando un trabuco que amartilló rápidamente?
Eran los ladridos desesperados que lanzaba el Cacique, previniendo un nuevo peligro, y que se sentían allí donde el gaucho dejara emboscado su caballo.
Moreira llegó en dos saltos a donde estaba su caballo y vio a dos cuadras de distancia una partida de plaza que venía al gran galope, sin duda para apresar al overo bayo, lo que importaba cortar al paisano la retirada y quitarle aquel poderoso elemento que lo hacía tan temible.
Sin duda el Cacique había dado mucho antes la voz de alarma, que no había sentido Moreira, extasiado en la contemplación de su hijito.
Al ver aparecer al gaucho en aquella actitud amenazadora, la partida se contuvo y avanzó al tranco tomando mil precauciones, pues entonces ya no se trataba de prender a Moreira, sino de matarlo de la mejor manera que se pudiera.
El mayoral de la galera aprovechó entonces aquella protección inesperada, y se alejó de allí con toda la velocidad que le permitían sus flaquísimos mancarrones.
Moreira quedó completamente desesperado. Quería seguir la galera, donde indudablemente se salvaba el objeto de su venganza, pero tenía también que atender a la partida, que se le venía encima preparando las carabinas de fulminante con que se la había armado.
El paisano renunció con una maldición a la persecución de la galera y atendió a su defensa, echando rápidamente la rienda al cuello del overo.
En ese momento los soldados hicieron tres o cuatro disparos de carabina, pero tan inseguros que el mejor tiro pasó a diez varas de distancia.
Ya hemos hecho presente que nuestra caballería de guardia nacional no sabe tirar, hasta el punto de disparar las carabinas al acaso, apoyándolas en las paletas del caballo.
Moreira extendió los brazos y el doble disparo de sus trabucos sonó poderoso, llevando el espanto y la muerte a las filas de sus adversarios.
Los caballos se asustaron y corrieron en varias direcciones, teniendo los soldados que hacer serios esfuerzos para contenerlos y volver al ataque.
Entretanto, con la rapidez que le era característica, Moreira había vuelto a cargar los trabucos y esperaba tranquilo y sonriente la nueva acometida.
Los soldados, rehechos, volvieron al ataque y dispararon de nuevo al acaso sus carabinas, sin otro resultado que provocar la risa del gaucho, que ni siquiera se cubría tras el corral donde estaba atado el caballo, pues la práctica le había enseñado que las carabinas en manos de aquella gente eran armas inútiles.
Dejó, pues, que se aproximaran todo lo posible, y cuando los tuvo a tiro seguro, tendió de nuevo los brazos y el trueno de sus trabucos volvió a sonar poderoso, yendo a morir, repetido por el eco, allá en el último monte y saltó sobre el caballo.
El espanto se apoderó por completo de aquellos soltados, que echaron a disparar completamente desmoralizados, dejando en el campo tres muertos.
Moreira cerró las espuelas sobre los flancos del overo y se lanzó ávido en persecución de los que habían turbado su venganza, haciéndole escapar su presa.
Era la primera vez que después de vencer a una partida, perseguía sus restos, enconado y deseoso de destruirla soldado por soldado.
Es que el gaucho estaba furioso; la aparición de aquella partida, cuando menos la esperaba, lo había encolerizado y quería desahogar sus iras matando, exterminando todo aquello que se le pusiera por delante y tuviese olor a justicia de paz o partida de plaza, que eran sus enemigos a muerte.
Moreira había guardado sus trabucos y sacado una de las pistolas que le regalara su compadre Giménez, y la llevaba en la diestra.
Y así disparaba con la vertiginosa rapidez de su overo bayo, no sabiendo a cuál de sus enemigos elegir, pues todos huían en completo desparramo.
Por fin el gaucho se fijó en uno de los jinetes que más apuraba la marcha para salvar el bulto, cerró las espuelas al overo y partió en su dirección.
Tres o cuatro minutos después el paisano estaba sólo a dos cuerpos del caballo del soldado, que volvió la cara e hizo fuego con la carabina.
El tiro no dio en el blanco, y en aquel movimiento el soldado perdió la mitad de la distancia que ya no debía volver a recobrar.
Sacó el sable con ademán desesperado y se dispuso a vender cara la vida, pero tarde, ¡demasiado tarde!
Moreira se le había puesto a la par por el lado de montar, echando sobre el pobre mancarrón patrio todo el peso irresistible del overo, que lo cubrió de espuma.
El soldado dio vuelta y miró a Moreira, lívido por el terror, pues adivinaba la intención de aquel hombre; enarboló el sable y amagó un hachazo que el gaucho esquivó echando el cuerpo hacia las ancas del overo, y fue aquél el primero y último hachazo que tiró ese infeliz que tuvo la desgracia de ser alcanzado.
Moreira se enderezó de nuevo, buscó con su pistola la sien izquierda del jinete adversario, y el tiro salió, destrozándole completamente la cabeza.
Era el cuarto cadáver de la acción.
El soldado cayó del caballo como una maza.
Había muerto instantáneamente.
Moreira miró el camino por donde se veían como puntos negros los soldados que huían.
Blandió su arma amenazante en esa dirección y volvió riendas a la pulpería, diciendo:
-¡Ya nos volveremos a ver los bigotes, pedazos de maula!
Moreira corría con el vértigo de la carrera, el overo saltaba los pozos del camino, salvando los escollos, y, semejante al jinete, el Cacique iba como adherido a las ancas.
Así pasó como una tempestad por delante de la pulpería y siguió su desesperada carrera por espacio de dos leguas, interrogando el horizonte con inteligente mirada.
¿Qué buscaba Moreira en el espacio, que así hundía en él su mirada?
¿Cuál era el fin de aquella carrera que iba postrando las fuerzas del overo?
El paisano buscaba un punto que le revelase la posibilidad de alcanzar la galera, pero la lucha había sido larga y aquélla había tenido tiempo de hacer una larga marcha.
Convencido ya de que toda persecución sería inútil, Moreira detuvo su caballo y volvió riendas hacia la pulpería del Durazno, al trotecito del fatigado overo.
Moreira llegó a la pulpería, desensilló su caballo y le echó sobre el lomo un balde de agua fresca; en seguida compró una buena brazada de pasto y le dio de comer.
Concluida esta operación, entró a la pulpería sombrío y amenazador, pidiendo una sangría que se puso a beber con una ansiedad verdadera.
La fatiga de la lucha y el ardor de la carrera habían secado por completo su boca, que daba paso a la respiración poderosa, pero jadeante y entrecortada.
Cuando terminó la sangría, Moreira salió afuera, ensilló su caballo sin apretarle la cincha, y tendió a su lado la manta de vicuña, donde se echó a reposar.
El gaucho pensaba que tendría que renunciar a su venganza, pues aquella gente no volvería más por aquellos mundos mientras él estuviera vivo y pudiese aún manejar su terrible daga que tantas vidas había postrado a sus pies, en lucha leal siempre.
Ya no vería más a su hijito, cuya suerte lo aterraba. Y al pensar de esa manera, Moreira tomaba su cabeza con ambas manos y enredaba sus dedos nerviosos en los sedosos cabellos que mecía sin piedad.
-¡Ya no lo veré más! -decía llorando amargamente-; ¡ya no lo veré más, pero he de vengarme a lo indio, sin perdonar a uno solo de los que me han hecho mal!
Así llorando unas veces, maldiciendo otras, dormitando a intervalos y prevenido siempre a cualquier evento, estuvo echado en la manta hasta la caída de la tarde.
A aquella hora llegó a la pulpería otra galera, que iba de paso para Lobos a tomar el tren del día siguiente.
En esa galera venían también varios pasajeros armados hasta los dientes, en previsión de que Moreira les fuese a salir al camino, pues ya se decía con esa exageración de los pequeños pueblos, que el paisano detenía las galeras y saqueaba a los pasajeros, pudiéndose contar por feliz el que escapaba con vida.
Cuando Moreira divisó la diligencia, cinchó tranquilamente su caballo y revisó las armas, preparándose por completo a hacer frente a toda situación.
En esta actitud poco tranquilizadora esperó que se acercara la galera, y cuando ésta estuvo a pocas varas, se puso en medio del camino diciéndole al mayoral:
-Amigo, media vuelta y vuélvase, porque hoy no pasa nadie para Lobos; ya han pasado por desgracia más de los que debían, y por hoy se acabó.
-Pero, amigo Moreira -repuso el mayoral-, aquí va gente buena que quiere tomar el tren de mañana, porque tiene que hacer en Buenos Aires.
-¡Alto y vuélvase, amigo mayoral! -insistió Moreira-. Ya le he dicho una vez que por aquí no se pasa hoy, porque así me ha dado la gana este día. ¡Pronto y con buen modo!
Uno de los pasajeros, que conocía al gaucho y sabía que era accesible a la palabra bondadosa, asomó la cabeza por una de las ventanillas de la galera y le dijo:
-Deje pasar, amigo Moreira; tenemos mucho que hacer en el pueblo y la demora de este viaje podría traernos serios perjuicios en nuestros negocios.
Moreira endulzó su ademán al oír aquella palabra suave, se hizo a un lado del camino y sin quitar la vista de aquel hombre, dijo:
-Está bien, patrón, yo no soy justicia para tener palabra de rey, y aunque había jurado que no pasaría nadie, fue porque no conté que hay palabras que llegan al corazón.
Y la galera siguió viaje y el paisano quedó allí cruzado de brazos hasta que el vehículo se perdió por completo.
Dos pasajeros habían visto los tres cadáveres sobre el camino y, al percibir a Moreira y oír su palabra altanera, se habían creído muertos; de modo que cuando estuvieron a cierta distancia, recién respiraron con entera libertad, apreciando aquella aventura como la salvación de un peligro de muerte inevitable, gracias a aquel joven pasajero que conocía a Moreira.
-Si este hombre hubiese sido tratado con bondad siempre -dijo éste a los otros pasajeros-, habría sido tan dócil como un niño. Pero lo han perseguido a muerte, y ese espíritu naturalmente bondadoso, herido y humillado de todos modos, se ha lanzado al camino de guerra abierta con la justicia.
Y aquella era una verdad inconmovible, pues solamente nuestra justicia de paz, mala y entregada a manos ignorantes, es capaz de convertir a un hombre bueno en un bandido, pues si Moreira no hubiera tenido el freno de los instintos nobles y bondadosos, habría sido un asesino feroz que hubiese asolado toda la campaña con sus crímenes.
Moreira permaneció mudo y de brazos cruzados hasta que el ruido de la galera no fue perceptible al oído.
Entonces entró a la pulpería, donde comió una caja de sardinas y bebió un trago de vino; montó en seguida a caballo, después de haber pagado el gasto, y se alejó al paso de su overo, que a las diez o doce varas dio un bufido asustado y saltó hacia un lado con tal ímpetu que, a ser el jinete otro que Moreira, habría salido limpio del recado.
No fue tan feliz el Cacique, que resbaló por el anca y cayó al suelo, previniendo a Moreira con sus ladridos, que necesitaba ayuda para volver a subir.
El paisano se agachó, levantó de nuevo al Cacique e indagó a la media luz de la noche, que ya se venía encima, la causa del susto del overo.
Eran dos de los cadáveres de los soldados que habían sido muertos en la lucha, que permanecían tirados al lado del camino, pues la partida no se había atrevido aún a venir a recogerlos.
-Queden con Dios -les dijo Moreira con un sarcasmo infinito-, yo les he de mandar tantos compañeros, que se han de estorbar para jugar al truco o la taba.
Y su gallarda silueta se confundió con la oscuridad de la noche.
El paisano se dirigía a Navarro que, no sabemos por qué, era su pueblo predilecto.
Era entonces Juez de Paz de Navarro el mismo señor Marañón a quien Moreira salvó anteriormente la vida, según lo hemos narrado.
El paisano marchaba a jornadas muy cortas para reponer a su caballo de la última fatiga sufrida, que había sido muy recia y había postrado algo sus fuerzas; se detenía en las pulperías del tránsito el tiempo necesario para dar de comer a su gente, según llamaba a su caballo y su perro, y comer algo él mismo.
Dormía poco y a la siesta en el medio del campo, según su vieja costumbre, pues la noche la dedicaba para marchar "con la fresca" libre de toda sorpresa.
Moreira llegó a Navarro completamente descansado y listo para entrar en combate, si acaso la partida de plaza salía a hacerle una tanteada.
Eran las dos de la tarde cuando entró al pueblo de Navarro, con terror de sus pacíficos habitantes, que lo vieron pasar por la calle aterrados.
En vez de dirigirse a casa de algún amigo para ocultarse o a alguna pulpería de los arrabales para no hacerse tan notable, Moreira se fue directamente a la pulpería de Olazo, donde peleó con Leguizamón, muy concurrida a esa hora, y tomó allí la copa, invitando a algunos amigos que estaban refrescando.
Allí permaneció más de dos horas en alegre conversación, relatando alguna de sus aventuras en los toldos y el lance con el sargento Navarro, que fue muy aplaudido.
Después de recibir algunas felicitaciones de los amigos, pagó el gasto hecho y salió de lo de Olazo, tomando la dirección de la plaza, como quien va al juzgado.
Los paisanos quedaron asombrados de aquel rasgo de audacia, incomprensible en un hombre contra quien las partidas tenían una orden de muerte.
Moreira llegó a la puerta del Juzgado de Paz, donde detuvo su caballo.
Eran más de las cuatro y el señor Marañón no estaba allí a aquella hora.
Todos los paisanos que había en lo de Olazo vinieron a la plaza a ser testigos de la hombrada que, fuera de duda, iba a hacer allí Moreira.
Este se detuvo a la puerta y, encarándose con el soldado que estaba de guardia, sacó sus trabucos y con toda calma y prolijidad se puso a examinar los muelles.
-¿No está la partida en el juzgado? -le preguntó volviendo los trabucos a la cintura-. Llamá al sargento y decile que aquí está Juan Moreira, que viene a pelear.
El soldado, temblando de miedo, se metió adentro y, sin darse cuenta de lo que hacía, fue a avisar al sargento lo que sucedía, que quedó helado de espanto.
Viendo Moreira que el sargento tardaba en venir, se bajó del caballo y golpeó la puerta del Juzgado con el cabo del rebenque, gritando desesperadamente:
-¿Qué hacen que no vienen esos maulas que dicen que me andan buscando ganosos, por todas partes, sin querer dar conmigo? He venido a ahorrarles el viaje.
El sargento, al oír las voces, acudió como un autómata a la puerta y dijo a Moreira:
-Váyase, don Juan, que nosotros no lo perseguimos. Váyase que me compromete, por Dios, que va a venir el juez, que es el señor Marañón, y nos va a echar a todos a la calle, después de una cepiada.
Cuando Moreira supo que el juez era Marañón, montó rápidamente a caballo y se alejó presuroso diciendo:
-Pues me voy, porque no quiero que ese hombre tenga ningún disgusto por causa mía, y me voy del partido, a donde no he de volver mientras él sea justicia. ¡Es el único hombre que quiero en esta vida!
Y se alejó al galope largo, yéndose a hacer noche en casa de unos amigos, en las orillas del pueblo.
Serían las ocho de la noche cuando apareció en el rancho donde se albergaba Moreira, previo aviso del Cacique, el mismo sargento de la partida con quien habló en el juzgado.
El sargento era portador de un recado del Juez de Paz Marañón, que mandaba decir que fuese a verlo inmediatamente a su casa.
No sabemos hasta qué punto tendremos derecho a hacer uso de estos datos, y si hay en ellos alguna indiscreción, pedimos humildemente disculpas a aquel digno caballero, en vista del móvil que nos guía.
Los hechos pasados y su acción noble lo enaltecen, lejos de deprimirlo.
Moreira llegó a la casa del señor Marañón y éste empezó a hacerle todo género de reflexiones para que aceptara su primer oferta de irse a las provincias del interior.
-No puedo, mi patrón -dijo Moreira-. Ya la vida me pesa y el día que me maten será el único día alegre que habré tenido. Si peleo no es ya para defender el cuero, como en tiempos en que podía vengarme. Ahora peleo sólo porque no digan que me han matado como un carnero, tengo que morir según mi crédito y ésta es la razón por que no me he dejado matar con las últimas partidas que me han venido a prender.
Marañón tenía contraída con Moreira una de aquellas deudas que nunca se pagan: la vida; y trataba de detener a aquel gaucho desventurado en la pendiente de muerte a que rodaba con una conformidad tan imponente.
-Es preciso que te vayas de aquí -dijo Marañón-, porque yo no puedo tolerar tu presencia, como Juez de Paz en este partido. O te vas o renunciaré.
-Me voy, señor, me voy -dijo Moreira-, y ha de ser esta noche misma. Usted es el único hombre que hay sobre la tierra contra quien yo jamás haré uso de mis armas. Permítame que lo quiera, patrón, y si algún día quiere quedar bien prendiéndome, mándeme avisar, que yo mismo me presentaré en su casa sin armas y yo mismo me ataré para que me lleven.
-¡No seas loco! -le dijo Marañón-. Salí del partido, y que Dios te ayude.
Y al estrechar la mano que el gaucho recibió entre las dos suyas, quiso inducirlo de nuevo a que se fuera al interior, prometiendo buscar su hijo y mandárselo.
Pero Moreira desechó la propuesta con la misma decisión que las otras veces.
Estrechó la mano de aquel único ser en quien había encontrado un amparo.
Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y salió de la casa de Marañón sin decir una palabra.
Montó a caballo, gritó un triste "adiós, patrón querido" y largó su caballo a gran galope, hasta llegar al rancho donde paraba, y donde se detuvo a levantar la manta y otras prendas que había dejado en casa del amigo que le había ofrecido albergue.
Media hora después salía del pueblo al tranquito, tomando la dirección del partido del Salto.

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