domingo, 31 de enero de 2016

El Cuerudo

El Cuerudo era un tipo sumamente original; borrachón sin límites, pasaba su vida en las pulperías, jugando cuando tenía plata y mirando jugar cuando no la tenía.
Su traje, como su apero, eran pobrísimos y aperreados, aperreo que se notaba desde su caballo flaco, que de puro hambriento y bichoco parecía un caballo patria.
El Cuerudo era alto y delgado, de pómulos agudos y salientes; reía eternamente, miraba como si con los ojos quisiera hacer cosquillas, y su cuerpo era una eterna sátira cambada.
No había reunión alegre posible si en ella no estaba Cuerudo, pues los paisanos se lo disputaban como a pleito, porque era sumamente gracioso y contador de cuentos.
El Cuerudo era, según decían los paisanos, tan guapo como las armas y tan sagaz como un zorro. Jamás buscaba camorras ni se metía en las que los demás armaban; pero, una vez que se ofrecía el caso, peleaba duro y parejo, sin que jamás se le hubiera visto volver cara o aprovecharse de un descuido de su adversario.
Solía mamarse con mucha frecuencia y, cuando el alcohol había aflojado bien sus piernas haciéndole perder la razón por completo, el Cuerudo montaba en su mancarrón viejo y salía a pelear la partida para dar una prueba de su valor y proporcionarse un rato de gusto que en estos casos, según decía, se lo pedía el cuerpo.
Como el Cuerudo peleaba a la partida en aquel estado de completa embriaguez, siempre salía hachado en varias partes, hachazos que curaba cristianamente de cabeza en el cepo, que era como el Juez de Paz castigaba sus atropellos y desacatos a mano armada a la autoridad, pero al poco tiempo volvía a incurrir en la misma.
A los ocho días de cepo, que el Cuerudo sufría con gran resignación, empezando por convenir que había merecido aquel castigo, era puesto en libertad en consideración a que era un hombre bueno y que las peleas con la partida sólo tenían lugar cuando estaba completamente dominado por la influencia del alcohol.
Cuando salía del juzgado, su primera operación era irse al campo y tenderse al rayo del sol durante la siesta, y si alguno le preguntaba qué estaba haciendo allí y qué objeto tenía el estar recibiendo sobre los lomos los ardientes rayos del sol, el Cuerudo reía mostrando sus dientes blanquísimos y replicaba naturalmente:
-Estoy haciendo secar estas lastimaduras para que no me entre pasmo y tenga que entregar sin ganas mi cuerpo al diablo.
Y su carnadura era tan especial, que a los cinco o seis días de haber recibido una herida, la tenía perfectamente cicatrizada, como si fuera una herida de tres meses.
Era éste el origen del apodo de Cuerudo con que lo bautizaron los paisanos, quienes, para ponderar la dureza de aquel cuero, decían que no había sable que le viniese bien.
Por este solo apodo era conocido en todas partes, hasta el extremo que él mismo no recordaba cómo era su nombre y apellido, y aceptaba aquel pintoresco mote.
Cuando el Cuerudo estaba fresco, no se lo llevaban por delante a dos tirones. Entonces no peleaba con la partida de plaza; pero, si alguno le buscaba camorra, podía estar seguro que se había echado un enemigo de gran coraje y de una vista extraordinaria en el manejo de la daga, que era en sus manos un arma terrible.
Si en este género de luchas llegaba a ser herido, se le veía mojar la herida con caña después de concluida la pelea, montar a caballo cubierto de sangre e irse al rayo del sol para que sus rayos cicatrizaran la herida, operación milagrosa que se producía al cabo de ciertas horas de estar tendido al sol con aquel objeto.
El Cuerudo tenía la cara surcada en todas direcciones por largas cicatrices que iban a perderse entre su barba negra y espesa, que nunca había sentido el contacto de un peine.
Siempre pobre, pero siempre alegre, los pulperos protegían al Cuerudo y le daban algún gasto, porque el paisano jamás tenía pereza para ayudarles a tirar agua, dar vuelta la majada, curar un animal, o cualquiera de esos pequeños trabajos que en las casas de negocio de campo se ofrecen a cada rato.
Si el Cuerudo agarraba la guitarra, no la soltaba en toda la noche, cantando todo género de canciones picarescas y gatos de los que daban calor.
Su voz era vinosa y un tanto acarnerada como la generalidad de los paisanos, pero cantaba con tanta picardía que se le podía estar oyendo toda una noche entera sin fastidiarse, porque su repertorio era interminable y su gracia infinita para hacer todo género de compadradas en el diapasón de la guitarra.
El Cuerudo era un poco soberbio, sabía que tenía reputación de hombre guapo y no permitía que delante de él contasen ajenas hazañas ni hechos fabulosos.
-Yo soy el Cuerudo -decía-, y es al ñudo buscarme pareja, porque no la tengo en todo el mundo, y mi padre y mi madre han muerto sin hacer otro Cuerudo.
Si hallaba quien le hiciera frente, peleaba, y peleaba con tal bravura y tal tino, que eran muy contadas las veces en que hubiera sacado él la peor parte.
Cuando el Cuerudo se embriagaba, jamás buscaba pelea en las pulperías de donde se retiraba, decía, para ir a hacerle el gusto al cuerpo; y ya se sabía que aquel gusto consistía en ir a buscar la partida y hacerse lastimar por los soldados, quienes últimamente no le hacían caso, pues apenas podía tenerse a caballo.
Cuando esto último sucedía, el Cuerudo regresaba a los almacenes diciendo que no había sacado en la lucha ni un rasguño, y que había derrotado a la partida con suma facilidad, siendo graciosísimo escuchar la cantidad de detalles y minuciosidades con que el Cuerudo adornaba aquella pelea imaginaria.
-¡Ah, hijitos! -concluía riendo-. ¡Ah, criollitos! ¡Y que vengan ahora a mentarme a ese tal Juan Moreira, que no sirve ni para ensillarme el mancarrón!
Los paisanos se entretenían en mirar las graciosas muecas y cuerpeadas con que el Cuerudo adornaba su imaginario combate y le pagaban la copa.
Este es el famoso Cuerudo con quien Moreira hizo una especie de amistad, la que debía serle fatal, apresurando su inevitable fin.
Moreira trabó relación con el Cuerudo en una casa de negocio donde tenía lugar una jugada de mucho interés, muy concurrida por la gente brava.
Sin ser invitado a ella, y por lo que se decía, Moreira cayó a la jugada acompañado de un paisano con quien se había ligado esos días y cuya compañía admitía de tarde en tarde, por tener con quien conversar un poco, pues ya se iba fastidiando de andar siempre solo y aislado del resto de los hombres.
El Cuerudo contemplaba aquella interesante jugada sin despegar los labios y a espalda de los jugadores. No tenía ni un centavo y aquella noche le tocaba mirar.
Tenía grandes tentaciones de arrebatar la parada y disparar con ella, pero se contenía, esperando que engordara la banca para dar el golpe más a la fija.
Moreira empezó a jugar con tanta felicidad, que a la hora tenía delante de sí una crecida cantidad de dinero y era el que tallaba.
El Cuerudo miraba lleno de emoción aquella jugada; tenía celos de aquel hombre a quien tanto protegía la suerte en todo lo que emprendía.
Moreira estaba de pie, con la baraja en la mano, cobrando o pagando los apuntes, según le iba en el juego, y echando cartas con increíble rapidez.
Una sota y un rey echó el gaucho sobre la mesa, cuando oyó a su espalda una voz que decía: "¡Copo la banca!", y vio una mano enérgica y nerviosa que se apoderaba precipitadamente del dinero que tenía delante, como lo podía haber hecho un juez de campaña sorprendiendo una jugada.
Los paisanos miraron asombrados al hombre que era tan guapo para jugar de aquella manera con la cólera de Moreira, que se daba vuelta en ese momento aplicando un recio bofetón de revés en la cara del insolente que se había permitido con él aquella incalificable chanza.
El que había copado la banca, tomado el dinero y recibido el bofetón, no era otro que el Cuerudo, a quien, como dijo después, lo había tentado el diablo.
Al recibir el revés, el Cuerudo vaciló sobre sus pies, pero no cayó; aflojó el dinero que tenía en la mano y sacó su daga con un ademán resuelto.
Viendo que se trataba, según parecía, de una provocación, Moreira saltó al medio de la pieza, sacó la daga, enrolló la manta en el brazo y esperó la acometida.
Ya hemos dicho que por enojado que estuviera aquel paisano, a la vista del peligro real recuperaba toda su sangre fría y se dominaba por completo, empleando el corto intervalo que mediaba entre la provocación y la lucha, en estudiar a su adversario rápidamente, tratando de reconocer su lado vulnerable.
El Cuerudo avanzó sobre Moreira con la daga tendida en actitud de herir y la mirada buscando la de su adversario, que lo esperaba inmóvil.
Cuando aquellas dos miradas se encontraron, antes de chocarse las dagas, sucedió una cosa particular e inesperada.
El Cuerudo bajó la suya y el brazo de la daga cayó a lo largo del costado; aquel hombre quedó inmóvil, completamente dominado por la mirada soberbia de Juan Moreira.
-¡Vamos a ver, maula! -gritó éste sin comprender de pronto lo que pasaba por el espíritu del Cuerudo, que lo había provocado sin motivo-. El que provoca pega primero y no espera a que le den en las aspas con el rebenque. ¡No se arrepienta, maula, y atropelle, que es buen campo!
-Es inútil -contestó el Cuerudo, completamente desalentado-. A todo hay quien gane en esta vida y conozco que no puedo pelear con usted, porque me ha ganado a guapo.
-¿Y a qué se metió a chiripá grande? -replicó Moreira, ya riendo-. Cuando lo vi copar la banca, creí que era justicia, si no, ni me levanto. ¡Pegue, pues, maula!
-Es inútil -concluyó el Cuerudo-. Nosotros no podemos ser enemigos, porque usted puede más que yo. Si quiere ser mi amigo, estaré de ello orgulloso; si usted desprecia mi amistad, ahora mismo me voy del pago y aseguro que nadie vuelve a verme la cara tajeada -y agachándose alzó del suelo el dinero que había arrebatado momentos antes y lo ofreció a Moreira con la mano izquierda mientras le tendía humildemente la derecha.
Moreira guardó su daga, tomó al Cuerudo la plata y estrechándole la mano con cierto desdén, volvió a ocupar su sitio entre los jugadores, que empezaron a hacer al Cuerudo una sátira sangrienta por haberse metido a tan guapo para que lo corrieran con la vaina, de aquella manera tan vergonzosa.
-Caballeros -dijo severamente Moreira-, el que se burle de este hombre debe hacer lo que él no ha hecho por falta de coraje; no hay que hacerle tanta burla, que al fin y al cabo lo que él hizo lo hace cualquiera en igual caso, y si no vamos probando quién es más guapo que él.
Ninguno de aquellos hombres replicó a las severas palabras de Moreira y las sátiras se helaron por completo en todos los labios.
Desde aquella noche el Cuerudo fue completamente dominado por Moreira, hasta el extremo de ser una especie de peón que tenía para mandar a Lobos a bombear si había gente de la guardia provincial o vigilantes de la ciudad que le pudieran impedir dar un paseo por La Estrella.
Pero el Cuerudo guardaba un profundo resentimiento a aquel hombre, resentimiento que el gaucho ocultaba íntimamente, esperando el momento oportuno para dejarlo conocer con todo el encono de que se iba sintiendo poseído cada día que pasaba.
Era tal el dominio que Moreira ejercía sobre el Cuerudo, que solía caer a su casa buscando guarida, lo echaba de su cama y se acostaba a dormir en ella profundamente, sabiendo que aquel hombre no se había de atrever ni aun a pensar en matarlo cuando lo viera completamente descuidado o profundamente dormido.
Dice el Cuerudo que cuando esto sucedía, él no podía pegar los ojos en toda la noche y si alguna vez se le había ocurrido darle una puñalada mientras dormía, se salía afuera temeroso de que Moreira dormido, fuese a conocerle la intención y coserlo a puñaladas.
-Yo -añadía el Cuerudo-, sería capaz de pelear con una partida entera, con veinte hombres como Moreira, pero con él es inútil: se me caería el cuchillo de las manos y no tendría ánimo ni aun para disparar. ¡Ese hombre es el mismo diablo con traje de hijo del país!
Moreira conocía que la amistad de ese gaucho no le era leal, pero no paraba en ello la atención, confiado en que el Cuerudo se había de medir bien antes de hacerle una traición y conociendo que al fin y al cabo le profesaba un miedo descomunal.
-Cuerudo -dijo una noche Moreira al paisano- esta noche me han ofrecido diez mil pesos y he dado una vuelta de azotes al que me los ofreció, ¿qué te parece?
-Asigún y conforme -replicó el Cuerudo-; lo que es yo por diez mil pesos soy capaz de ir a cuerear peludos a la misma loma del diablo. ¿Por qué le cayó al de la oferta?
-Le caí -dijo Moreira sombrío-, porque esa plata me la vinieron a ofrecer para que yo mate a don Pancho Bosch, y como yo no he nacido para asesino ni para tolerar propuestas, le caí al hombre para que nunca se meta a proponer porquerías. De todos modos, dicen que ese hombre es muy guapo, y puede ser que si topo con él pelee por lujo, porque a mí me gusta pelear a los que se tienen por buenos.
El Cuerudo debía algunos servicios al comandante Bosch, que entonces vivía en Lobos, así es que en cuanto pudo se vino y le comunicó lo que le había dicho Moreira.
El gobierno de la Provincia, entretanto, había sabido el mal resultado de la expedición de los vigilantes y había ordenado las cosas de modo de poder dar con Moreira y reducirlo a prisión de una manera o de otra.
Fue entonces que encargaron en Lobos al Cuerudo que así que Moreira viniese a La Estrella, a pasar unos días, avisara al juzgado, que ya le tenía preparado el jaque mate que debía dar fin con la larga partida que el gaucho venía jugando a la justicia.
El Cuerudo regresó a su rancho, donde acompañó a Moreira, hasta que éste le dijo una tarde:
-Me voy a La Estrella, Cuerudo, a pasar un par de días, porque ayer he hecho una buena jugada.
-No te vayas -respondió el Cuerudo, disimulando-; en Lobos te tienen ganas y la partida es brava.
-El que nace barrigón, es al pepe que lo fajen -replicó alegremente Moreira-. Ya he dicho que no tengo el cuero para negocio y alguna vez me han de pegar la buena. De todos modos yo ya no peleo por defender la vida, porque el día que me maten será para mí un beneficio. Si peleo lo hago por lujo y para que no digan que me han matado de arriba.
Y saltó sobre el overo bayo con el Cacique a las ancas, alejándose al tranquito en dirección a Lobos.

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