Poco después de estos sucesos, llegó al partido del Salto un paisano sumamente lujoso que algunos indicaron con el nombre de don Juan Blanco.
Juan Blanco era un paisano hermoso, que vestía con un lujo deslumbrador; con un traje que no era de ciudad ni de campo, siendo mezcla de los dos.
Su pequeño pie estaba calzado con una rica bota granadera, de cuero de lobo, que sujetaba al empeine con una lujosa espuela de plata con incrustaciones de oro.
Llevaba bombacha de casimir negro, sujeta a la cintura por un tirador de charol, abotonado con monedas de oro y adornado con pequeñas monedas de plata, en una cantidad tal, que apenas se podía adivinar, por los pequeños claros, la clase de cuero de que estaba hecho aquel tirador.
Por la parte delantera de éste asomaban las culatas de dos enormes trabucos de bronce y las de dos pistolas pequeñas, pero de gran calibre y sistema moderno.
Detrás, asomando por ambos costados, aquel hombre traía una larga daga en vaina de plata, con una S de oro cincelado, que despertaba envidia en cuantos la veían.
El traje estaba completado por una chaqueta de casimir azul oscuro y un sombrero de anchas alas que Juan Blanco llevaba un poco a la nuca, dejando descubierta una frente juvenil y arrogante, iluminada por la expresión de sus dos ojos negrísimos de extraordinaria fijeza, que miraban con una altivez irresistible.
Ningún habitante del partido conocía a este tal Blanco, y, sin embargo, todos le atribuían mil proezas de valor y guaperías que ninguno sabía de dónde habían salido.
En una pulpería se contaba la historia de que aquel Juan Blanco había derrocado a muchas partidas de plaza, mientras en otras se narraban hazañas y peleas en las que don Juan Blanco figuraba como un hombre invencible, de una vista suprema y de un manejo descomunal de las armas.
Juan Blanco usaba el cabello corto y una larga y poblada pera sansimoniana que hacía juego con un bigote sedoso y negro como azabache.
Blanco había llegado al Salto y su primera diligencia fue presentarse al Juzgado de Paz y enrolarse en la Guardia Nacional, operación que decía no haber hecho antes porque recién concluía de hacer unos negocios y venta de campos de su propiedad para venir a fijar su residencia en aquel pueblito de que tanto gustaba.
El comandante militar enroló a Blanco, muy contento de haber adquirido en la Guardia Nacional a un hombre de aspecto tan bravo y tan militar.
Los cuentos que, sin conocerse el origen, corrían sobre aquel hombre, le habían hecho tomar tales proporciones entre los paisanos, que los menos valientes temblaban en su presencia, y los guapos no se atrevían a roncar fuerte delante de aquel de quien tantas mentas se hacían y tanto se ponderaba.
Juan Blanco concurría a todos los bailes sin ser invitado y nadie se atrevía a recordarle que no se había llenado en él aquella fórmula social.
En todos estos bailes, Juan Blanco era el niño mimado de las paisanas, captándose por esta causa el odio profundo y reconcentrado de los paisanos, que no podían mirar tranquilos aquellas deferencias.
¿Pero quién era el guapo que se atrevía a demostrarle claramente su odio, cuando con tanto garbo llevaba a la cintura aquel formidable arsenal?
Fue en uno de esos bailes que los paisanos del Salto pudieron conocer prácticamente todo el valor de que estaba dotado Juan Blanco.
Se celebraba a orillas del pueblo un velorio, al que había asistido gran número de paisanos, entre ellos un teniente alcalde, hombre de bríos y de seria reputación.
Blanco supo que aquel teniente alcalde era tenido por muy bueno y que hacía los bajos a una de las paisanas que habían concurrido a aquel alegre velorio.
Desde el principio eligió por su compañera a aquella paisana, notándose que al hablarla trataba de echársele encima, mirando de soslayo al teniente alcalde.
Este empezó a calentarse de la cosa, a lo que contribuía en gran manera el placer con que la paisana escuchaba los requiebros del lujoso y galante forastero.
En un momento que Blanco sentó a la compañera, el teniente alcalde se aproximó a ella invitándola a bailar una polca que tocaban los acordeones.
La muchacha se iba a levantar, pero al hacerlo echó una mirada para el lado donde estaba Juan Blanco, quien le hizo una seña negativa a la que ella obedeció quedando sentada.
La rabia que había estado juntando aquel hombre toda la noche estalló por fin en una blasfemia poderosa, y dirigiéndose a Juan Blanco, le dijo amenazándolo:
-Parece, amigo, que usted ignora que esa prenda tiene dueño y un dueño no la cede, lo que le advierto para su gobierno.
-Ni que fuera usted justicia, compadre -replicó Juan Blanco, sonriendo desdeñosamente-. Cualquiera que lo oyera, pensaría que usted por lo menos debe ser teniente alcalde.
En todos los pueblos de campaña, con o sin razón, los representantes de la justicia, ¡triste justicia!, son generalmente odiados, así es que la sátira de Juan Blanco hizo sonreír a todos los concurrentes, que lo acompañaron con su más franca simpatía.
Ninguno de ellos se hubiera atrevido a contradecir al teniente alcalde, pero lo veían enredado en una mala cuestión con aquel hombre y deseaban ardientemente que llevara la peor parte si la cosa se ponía seria.
-Pues sépase, so guaso -había respondido todo colérico el justicia-, que soy el teniente alcalde de este cuartel y que no tengo que tolerar las compadradas de usted ni de nadie.
-Lo que es de los demás, no digo nada -contestó el gaucho tomando asiento-, pero las mías las ha de aguantar, porque son buenas para avivar tontos.
-Usted se va a retirar de aquí en el acto -dijo ya completamente sulfurado el teniente alcalde, avanzando hacia Blanco-, o lo meto al cepo del cogote.
El incidente había tomado entonces un aspecto formidable. El teniente alcalde era guapo y caprichoso. En el baile había mucha gente y, para conservar las ínfulas de justicia y hombre bravo, estaba dispuesto a cumplir su amenaza si aquel hombre no se retiraba sobre tablas.
Blanco miró al teniente alcalde, que estaba dominado por la ira que salía a sus ojos, paseó en seguida la vista por todos los que estaban presentes y soltó una carcajada tan espontánea, tan cosquillosa, que los demás paisanos rieron también a pesar de la ira del teniente alcalde.
Este se puso densamente pálido, sacó un revólver de la cintura y apuntando con él a Blanco, hasta apoyárselo sobre la frente, le dijo:
-O sale usted afuera, para no volver más, o me entrega sus armas dándose preso.
Un estremecimiento poderoso recorrió el cuerpo de los testigos de este lance, pues sabían que el teniente era hombre de cumplir al pie de la letra lo que había dicho.
Juan Blanco se levantó lentamente de la silla y, sin quitar su mirada de la mirada de su adversario, le respondió de esta manera:
-Yo he jurado no matar sino amenazado de muerte, cuando me obligan a defender la vida y para salvarla no tengo más remedio que matar, sin embargo, esta noche me copo a mí mismo la banca, y quiero ser indulgente con usted, a pesar de ser justicia, retírese y no me moleste.
El teniente alcalde dio un gran tacazo en el suelo, y apoyando la boca de la pistola sobre la frente de aquel hombre, que no se movió, gritó:
-¡Marche, canejo! Marche, le digo, o le hago volar el mate con la basura de porra que tiene adentro.
Blanco no hizo el menor ademán de sacar las armas que llevaba en la cintura, pero con una rapidez imponderable metió el brazo izquierdo, desviando de sobre su frente el arma del teniente alcalde, y le dio en la cabeza tan recio puñetazo, que lo lanzó como un fardo de lana hasta los pies del acordionista.
En seguida se precipitó sobre él, le arrancó de la mano el revólver, y lo hizo volar por la puerta a una gran distancia.
Los circunstantes quedaron helados, confesando, con la atónita mirada, que nunca habían visto un hombre tan guapo y tan limpio para dar una cachetada.
-¡Toquen la música, maulas! -gritó Blanco, después de haber empujado hasta un rincón el cuerpo del teniente alcalde-; toquen la música para que no se enfríe la gente -y salió con la paisana, causa de la querella, al compás de la música que se apresuraron a ejecutar los del acordeón y la guitarra.
Antes de que terminara la pieza que se bailaba, el teniente alcalde se había repuesto completamente de los efectos del moquete y enceguecido por la ira y la venganza se había lanzado sobre Blanco, cuchillo en mano, quien apenas tuvo tiempo de meter el brazo y evitar la primera puñalada.
Blanco, sereno siempre, siempre sonriente, dio un salto atrás, descolgó del cabo de la daga su rebenque, que llevaba allí sujeto, y esperó, enrollando la lonja en la mano.
El teniente alcalde acometió de nuevo, pero con desgracia, porque el cabo del rebenque de Blanco encontró su mano derecha y el cuchillo saltó a dos varas de distancia.
En seguida Blanco desenrolló de su mano la lonja, tomó el rebenque por el cabo y dio al justicia tan tremenda rebenqueadura, que no tuvo fin hasta que aquel hombre sintió su brazo completamente fatigado.
El teniente alcalde quedó inmóvil y en un estado repugnante: su rostro se veía surcado por una cantidad de fajas cárdenas que había impreso en él la lonja del rebenque, y por entre el cuello de la camisa se veían asomar algunos vestigios de sangre amoratada y espesa.
Aquel hombre había quedado humillado y la fama de Juan Blanco había llegado al pináculo de toda ponderación fantástica.
A pesar de que él quiso hacer seguir el baile y la parranda, la gente estaba tan impresionada que poco a poco fue abandonando aquel recinto y montando a caballo.
Juan Blanco se despidió de la paisanita y de los dueños de la casa, a quienes pidió amablemente disculpas.
Salió y se le vio desatar del palenque un caballo overo bayo, sobre cuyo apero se veía un cuzquito que paseaba alegremente de la anca a la cruz.
Sobre aquel caballo montó Juan Blanco y se alejó al trotecito, tomando la dirección del pueblito sin recelo de la partida, que ya debía saber lo que había sucedido al teniente alcalde.
La voz de aquel suceso, llevada por los que habían estado en el velorio, se desparramó por todo el pueblo con tal rapidez, que todo el paisanaje conocía la cosa con "pelos y señales", comentando el hecho de una manera poco favorable para la justicia de paz, que se ha hecho odiosa a todo habitante de campo.
Juan se vino a un café muy concurrido donde se armaban buenas partidas de billar que solían concluir de mala manera, y allí tuvo que aceptar varias convidadas y corroborar las versiones que sobre la azotaina corrían, y que los menos crédulos se permitían poner en duda, pues al hecho magnánimo de no hacer uso de las armas ventajosas que llevaba en la cintura, se unía el valor de que aquel hombre había hecho alarde y la ocurrencia feliz de una rebenqueadura macuca, en pleno baile, al teniente alcalde más orgulloso y antipático de todo el pueblo.
-Yo no ensucio más mi daga en sangre de justicias -respondió Juan Blanco a la pregunta de por qué no lo había muerto-, es gente que me da asco y para quien guardo el rebenque a falta de arriador, que, si yo cargase arriador, a talerazos los había de manejar por maulas.
-Pero es bueno que usted se oculte, al menos por unos días -dijeron a Blanco-, pues tenga por seguro que han de salir a buscarlo para prenderlo, pues querrán vengar de mala manera lo que usted ha hecho en el velorio, que tendrá al Juez de Paz dado a todos los diablos.
-La partida no ha de salir a buscarme -dijo insolentemente Juan Blanco-, porque los hombres se conocen en el pelo de la ropa. De todos modos -añadió con la mayor naturalidad de este mundo-, si pasan dos días sin que la partida me busque, yo he de buscar a la partida y entonces nos hemos de ver lindo las caras, y prometo que ha de haber diversión para más de un mes.
Los paisanos estaban absortos al escuchar a Blanco: o aquel hombre era un contador de guayabas, lo que no podía ser por la muestra que había dado esa noche, o era un hombre como jamás habían alojado en su pago los buenos habitantes del Salto.
Juan Blanco jugó con algunos paisanos varias partidas de billar y se retiró después de hacerles algunas trampas, vicio que había contraído últimamente y del que no podía prescindir, según decía, cuando era pillado en una que no tenía disculpa.
Aquella noche todos pasaron por alto las trampas que les hizo Blanco, se acordaban del teniente alcalde y tenían miedo.
Juan Blanco montó a caballo y ganó el campo, pues no hacía noche en poblado, ni dormía jamás bajo techo.
Aquel suceso tragicómico fue el tema inagotable del resto de aquella noche y el día siguiente, hasta que una nueva aventura vino a hacerlo palidecer.
En los pagos del Salto existía por aquellos tiempos un tal Rico Romero, muy conocido en aquel partido por hombre bravo y de mucha fortuna.
Rico Romero tenía la reputación de la primera daga del partido y no podía mirar sin celos las proporciones colosales que iban tomando las mentas de Juan Blanco.
Rico Romero no daba crédito a las mentas de que había venido acompañado el tal Juan Blanco, y respecto a la mala ventura del alcalde decía que Juan Blanco lo había madrugado y que, además, eso lo podía hacer cualquiera con un hombre que, como el teniente alcalde, era flaco y de muy poca vista para manejar el cuchillo.
Sin embargo, aquella aventura del alcalde le había conquistado a Blanco la admiración de los paisanos, que sostenían a Romero que aquel hombre era más bravo que un toro.
La noche siguiente al famoso velorio, los paisanos habían caído al billar y casa de negocio donde armaban sus partidas y donde desde temprano estaba Rico Romero.
La conversación recayó sobre Blanco, y se entabló la eterna discusión en que Romero sostenía que aquel Blanco debía ser más morado que una sandía.
-Es mucho hombre -dijo uno de los gauchos-; es mucho hombre y tiene la vista que parece relámpago y un manejo en la daga que asusta, créamelo.
-Pues con la vista y todo y con manejo y todo -contestó Romero-, la primera vez que ese hombre se meta conmigo no le van a valer ni una cosa ni otra, porque lo he de matar.
Aún no se había extinguido el eco de estas palabras, cuando apareció en la sala de billar Juan Blanco, altivo y sonriente.
Era imposible que al entrar no hubiese oído lo que acababa de pronunciarse, pero se hizo el desentendido y saludó a la concurrencia con un cordial "Buenas noches, compañeros".
Rico Romero comprendió que Blanco lo había oído y creyó que disimulaba de miedo, pues por nuevo que aquel hombre fuese en el pueblo, debía conocer quién era, y efectivamente ya Blanco sabía quién era Rico Romero y suponía que éste, por celos de reputación, trataría de buscar camorra.
Romero fue el único que no contestó al saludo del paisano, quien siguió haciéndose el desentendido y se puso a conversar con dos gauchos que estaban recostados al mostrador.
No habían pasado cinco minutos, cuando el gaucho, deseoso de pelear, empezó a dirigir a Blanco indirectas hirientes, que éste siguió pasando por alto.
Romero empezó a encolerizarse del poco efecto que hacían sus indirectas y, deseando probar de una vez a los paisanos la superioridad que tenía sobre el forastero, lo llamó y le dijo:
-Se me hace, amigo, que usted ha venido aquí sólo a asustar con la postura y que no ha de ser capaz de pararse conmigo adonde yo me pare.
-Será así, amigo -contestó Juan Blanco, sin dejar su postura perezosa y sonriendo siempre-; yo no puedo obligar a nadie que crea lo que no quiere creer.
-Bien se me había puesto -siguió diciendo Romero, ensoberbecido por la actitud humilde del paisano-; bien se me había puesto que usted era un mulita mal pegador, y que en cuanto diera con un hombre que le metiera el resuello, se le iban a quitar los bríos del primer golpe, ¡ah, la malita! ¡Y sin armas se ha venido!
-Será, amigo -volvió a contestar Juan Blanco, siempre imperturbable y sin cambiar de posición-. Yo no sé contradecir a nadie cuando se trata de mí.
-Y aunque no se tratara -concluyó Rico, creciendo en insolencia-; y basta de parolas, que no tengo hoy humor de que nadie me queme la sangre, y menos un intruso.
Juan Blanco se calló la boca y convidó a los paisanos que hablaban con él a jugar una partida al billar, prescindiendo completamente de Romero.
-¡No dije yo! -murmuró éste-. Si a estos maulas hay que pegarles el grito a tiempo, si no lo madrugan a uno con la postura y lo llevan por delante.
Esta escena había sido sumamente perjudicial para Blanco, pues su actitud humilde le había hecho perder un cincuenta por ciento de su fama, que había pasado a Romero; pues éste había destapado la falsa reputación de aquél, a quien habían creído un hombre duro e invencible.
Juan Blanco se puso a jugar al billar con cuatro de los paisanos, mientras Romero tomaba poco a poco una copa de ginebra, mirando la partida.
Los jugadores eran buenos, pero Blanco les empezó a ganar el dinero con suma ligereza y haciéndoles grandes trampas que los paisanos veían; pero no se atrevían a protestar de ellas, pues, a pesar de que Blanco había sufrido a Romero todo lo que éste le había dicho, no por eso había perdido por completo su prestigio.
Poco a poco los jugadores, cansados de las trampas, fueron abandonando la partida, hasta que sólo quedó Blanco en la mesa haciendo rodar las bolas.
-Le juego una partida por cien pesos y la copa para los presentes -dijo Rico Romero levantándose y aproximándose al billar.
-No hay inconveniente -dijo Blanco, y echó mano al tirador para sacar el dinero y depositarlo según la práctica establecida en estos casos.
-Bueno -agregó Romero, sacando también un billete de cien pesos-, pero prevengo que no sufro trampas, y a la primera le rompo el alma y alzo la parada.
Por agresiva que fuera la actitud con que Romero dijo estas palabras, Blanco no se inmutó ni apagó su eterna sonrisa; acomodó las bolas y se preparó a jugar.
Los paisanos se colocaron en los bancos, pues era fácil entrever que aquella jugada no era más que el pretexto de una de a pie; porque si Blanco había aceptado el desafío era porque también aceptaba las consecuencias fatales de una partida armada sólo para encontrar un pretexto.
Los adversarios empezaron a jugar y durante unos diez minutos todo siguió en la mayor armonía. Parecía que el interés del juego había alejado todo mal pensamiento.
Blanco no pudo prescindir de sus malas mañas; en el primer descuido de Romero corrió el taco hacia los palos, volteándolos a todos.
-¡Ah, puerco tramposo! -gritó Romero encendido de cólera-. ¡Esto es robar la plata! -y tomando una de las bolas del billar la lanzó al pecho de Blanco, produciendo un ruido seco y obligándolo a llevar la mano al pecho y lanzar una potente maldición.
Rápido como el pensamiento, Romero se lanzó sobre Blanco enarbolando el taco y tirando un golpe a la cabeza que apenas pudo Blanco parar.
La lucha se trabó bárbara y encarnizada, sin que ninguno de ellos hubiera echado mano a la cintura en busca de la daga.
Blanco era más alto que Romero y parecía más vigoroso; así que cuando éste se lanzó sobre aquél, Blanco abrió los brazos arriba, presentándole libre la cintura, a la que se prendió Romero como si quisiera voltearlo al suelo para concluir con él.
Entonces Blanco se agachó sobre su espalda y le arrancó rápidamente la daga, dándole en seguida un puñetazo en la cabeza que lo hizo caer sin sentido.
-Tanto amoló esta maula -dijo, dándole con el pie-, que al fin me obligó a hacerle el gusto. No te degüello de asco.
Romero volvió en sí inmediatamente, se levantó rápido y buscó en vano en su cintura la daga, que le quitara Juan Blanco.
-¡Demen un arma, demen un arma, canejo! -gritó enfurecido, mirando a los paisanos que estaban mudos de asombro ante lo que había pasado-. ¡Un cuchillo! -vociferó, lanzándose sobre el paisano que estaba más inmediato, y tratando de arrancarle la daga que éste le rehusó, no queriendo comprometerse.
-¡Tome el cuchillo, maula! -le gritó entonces Blanco, tirándole a los pies la daga que le quitara de la cintura, y enrollando la manta en el brazo izquierdo.
Rico Romero se precipitó sobre su arma, que blandió en su mano vigorosa, y acometió a Blanco con la cabeza baja, marcando una terrible puñalada. Blanco evitó el golpe con asombrosa limpieza, y golpeó con el plano de su daga la cabeza de Romero, diciéndole:
-¡No se asuste, maula!
Romero, desesperado, y conociendo que era imposible llegar con el puñal al pecho de aquel hombre cuya vista era asombrosa, tomó rápidamente de sobre el billar otra bola que lanzó vigorosamente y que fue a estrellarse en el pecho de Blanco.
Detrás de la bola acometió Romero con suma rapidez, tirando una puñalada con todo el largo de su brazo. Fue aquélla la última puñalada que debía tirar en su vida.
Blanco no se había turbado, a pesar del segundo golpe de bola recibido en el pecho; envolvió en su manta la puñalada que le tirara Romero y se tiró a fondo, rápido y poderoso.
Su daga penetró entre la tercera y cuarta costilla, yéndose a clavar en la espina dorsal y atravesando en su trayecto el corazón, de manera que Rico cayó al suelo sin pronunciar una palabra. La muerte había sido instantánea.
Aquella puñalada había sido tirada con tal vigor, con tal fuerza muscular, que cuando Juan Blanco quiso sacar la daga de la herida, tuvo que apoyar una rodilla sobre el pecho del cadáver y dar un violento tirón de la daga con ambas manos.
Y era tan rica la hoja de aquella arma, que en la punta no se veía la menor lastimadura a pesar de haberse enterrado por lo menos medio centímetro en la columna vertebral.
Juan Blanco limpió su daga en el saco del cadáver y paseó al guardarla una mirada indagadora sobre los paisanos asombrados.
Ninguno de ellos dijo una sola palabra: estaban completamente dominados por el terror y el asombro. Juan había vuelto a tomar, para ellos, proporciones colosales, pues Rico Romero era un hombre reconocido por guapo y a quien no había valido ni aun el haber madrugado a su contrario.
-Una copa, amigo, para mojar la garganta -dijo Blanco al pulpero-, y otra para que esta gente vaya enjuagando el jabón que tiene.
El pulpero sirvió presuroso lo que aquel hombre había pedido, dándose por feliz de que no pidiese más.
Blanco bebió la suya, pagó el gasto hecho y salió a la calle, donde estaba su caballo bayo overo, atado en el tradicional barrote de fierro que pasa de parte a parte en los postes y que colocan los negociantes de los pueblos de campo, haciéndoles prestar el servicio de tranquera, para que los animales que quedan a la puerta no suban a la vereda.
Juan Blanco montó a caballo, apartando al perro que estaba sobre el apero, y tomó el camino de la plaza. Eran apenas las nueve de la noche.
Se detuvo en la barbería que había a la otra cuadra del juzgado y se hizo afeitar.
Nos cuenta el mismo barbero que, cuando empezaba a pasarle la navaja por la cara, Juan Blanco mantuvo con él el siguiente diálogo:
-Dígame, amigo, si viniera Juan Moreira y se sentara en su casa a hacerse afeitar, así como yo estoy ¿qué haría usted con él?
-Lo afeitaría -contestó naturalmente el barbero-; porque dicen que aquel hombre es terrible y yo no quiero tener enemistades con nadie.
-Y si se negase a pagarle la afeitada, estando tan cerquita del Juzgado, ¿qué haría usted con él?, ¿daría parte o se asustaría?
-Yo no me asustaría -dijo el barbero-; pero si no me quisiera pagar lo dejaría irse, porque peor sería que le fuese a dar rabia y me quisiera sacudir.
-Dicen que es un hombre muy malo ese tal Moreira y que ha hecho muchas muertes. No creo que sea un buen enemigo.
-Sí, pero también dicen que ha sido hombre bueno y que lo han perseguido mucho. Dicen, asimismo, que su lujo es pelear las partidas.
Mientras así hablaban, el barbero concluyó de afeitar a Blanco, quien se puso el sombrero y dio para que se cobrase un billete de cincuenta pesos.
Cuando el barbero vino a traerle el vuelto, Juan Blanco le retiró la mano, diciéndole:
-Guarde eso, amigo, en recuerdo de Juan Moreira.
El barbero quedó inmóvil, como si lo hubiera herido un rayo.
Aquella revelación inesperada le cayó como un balde de agua helada, pensando en que tal vez, si él se hubiera expresado de Moreira en otros términos, probablemente éste lo habría cosido a puñaladas.
El paisano montó a caballo y se alejó al tranquito, dando vuelta a la plaza y tomando el camino de las quintas.
Media hora después todos los habitantes del Salto sabían que el tal Juan Blanco no era otro que el famoso Juan Moreira, por lo que ya no les llamaba la atención lo que éste había hecho con el teniente alcalde, y la manera con que había dado muerte a Romero, después de haberle sufrido mil impertinencias.
Si la partida de plaza había pensado salir a prender a Juan Blanco, se llamó a sosiego cuando supo que este tal Juan era Moreira, llegando al extremo de negarse redondamente a la orden que de salir en su busca les diera el Juez de Paz.
Al otro día Moreira salió del Salto y tomó el camino de Navarro; pero antes de abandonar el pueblo, se le vio venir a la plaza, subir a la vereda y golpear la puerta del juzgado anunciándose a voz en cuello.
La partida de plaza estaba dentro del Juzgado, pero resolvió prudentemente no hacer caso de las voces del paisano.
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