“El barrio lo admira. Cultor del coraje,
conquistó a la larga renombre de osado;
se impuso en cien riñas entre el compadraje
y de las prisiones salió consagrado.”
EVARISTO CARRIEGO.
A Borges le fascinaban los espejos, los tigres, los laberintos y los cuchillos. Dijo: “Soy fácilmente monótono”. Del cuchillo decía que era más que una estructura hecha de metales, que los hombres lo pensaron para un fin muy preciso y que era de algún modo eterno, siempre el mismo puñal, el que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los que mataron a César. Borges guardaba un puñal en un cajón de su escritorio, durmiendo, decía, su sencillo sueño de tigre, estaba forjado en Toledo en el siglo XIX, fue un regalo que el jurista Luis Melián Lafinur le hizo a su padre, que se lo trajo del Uruguay. Las visitas que lo veían tenían que jugar un rato con él y Borges presentía que hacía tiempo que lo buscaban y en cada contacto la hoja presentía, a su vez, al homicida para quien lo crearon los hombres. Le fascinaban a Borges los cuchillos corajudos y los hombres que los manejaban en riñas orilleras, a muerte, generalmente, por causas de un honor de incierta memoria o por pruebas de hombría o por la profesión de la violencia. Borges recogió el culto al coraje del poeta Evaristo Carriego, un hombre tenue, moreno y tísico, que escribía con la urgencia del que sentía el aliento frío de la muerte joven. Carriego descubrió la vertiente patética y literaria del suburbio porteño y de sus casas de lujuriar, con sus flamencas polacas, de las cuchilladas en el bailecito y de los guapos de esquina que mandaban la parroquia. Les dicen guapos en Buenos Aires a los bravos que viven del puñal y de la pelea y le dicen guapear a no arrugar en la riña y a provocarla por oficio o por devoción. El guapo porteño es, en realidad, un matón de barrio con música de tango, o mejor de milonga, que es menos quejumbrosa y sentimental. El tango nació en el burdel y fue derivando con el tiempo hacia el tema de la pobre costurerita que dio un mal paso, pero la milonga era callejera y anónima y cantaba de duelos y sangre. Cantaba el desafío, para ver quién lo recogía. Decía una: “Yo soy del barrio del Alto, / soy del barrio del Retiro. / Yo soy aquel que no miro / con quién tengo que pelear.” Decía otra: “Soy del barrio de Montserrat, / donde relumbra el acero, / lo que digo con el pico / lo sostengo con el cuero.” A Carriego le cuadró su presentimiento y la tuberculosis le llevó sin cumplir los treinta, pero por el camino les puso versos a los guapos orilleros que mandaban por esgrima de cuchillo arrabalero y a Borges, miope y frágil, le quedó la admiración por el valor ancestral de los bravos del boliche.
El guapo
El guapo no era chulo de magdalenas, aunque las frecuentase, ni chorizo de mamaos, el guapo compadreaba con el malevaje pero venía de un oficio, que generalmente era el de carrero, el de matarife o el de amansador de caballos. El guapo alquilaba su esgrima y su “incapacidad perfecta de miedo” (Borges) a los patrones parroquiales que dictaban la ley del barrio. Servía para apaciguar el baile de peleas de curdas y para intimidar a los que cuestionaban la legitimidad del jefe, para influir en el voto municipal y para cobrar las trampas. Vivía de su coraje y de su fama brava y sabía que a veces la tenía que sostener delante de un gallo nuevo. Solía redondear la ganancia en las timbas en las que se jugaba al truco, que es un juego valenciano de baraja española y señas, y apostando a “los burros” en el hipódromo del barrio de Palermo. Se dejaba ver en los chigres de beber pero no se tomaba y no pagaba el trago porque le convidaban los atorrantes para hacerle la merced. El guapo profesaba la religión de la palabra y no la faltaba. La policía lo sabía y no le llevaba arrestado cuando se mezclaba en un desorden delante de su compadraje. El guapo se comprometía a responder en la comisaría más tarde y sin auditorio y cumplía, porque tenía empeñado el verbo. Tenía su código el bravo y lo seguía, y tenía su estampa, que no era ostentosa como la del cafishio de portal. Le dice cafishio el porteño al proxeneta de hembras y le dice fariñera al cuchillo que llevaba el guapo al riñón y en el que confiaba su suerte.
La daga caprichosa
Guapos célebres los hubo como el Gaucho Juan Moreira, que venía de la llanura y al que Evaristo Carriego rimó con devoción. Llevaba escritos en la cara los refrendos de su bravura y Carriego le dedicó estos versos: “Le cruzan el rostro, de estigmas violentos, / hondas cicatrices, y quizá le halaga / llevar imborrables adornos sangrientos: / caprichos de hembra que tuvo la daga.” Estaba Luis García el Payador, que ceceaba al hablar pero nadie se reía y presumía de llevar incrustada en el hombro una bala que los médicos no fueron capaces de sacar. Y estaba Juan Muraña y Romualdo Suárez el Chileno, hombres de cuchillo valiente. Una vez que salieron juntos del penal después de cumplir condena se fueron a un antro a celebrarlo y por el camino el Chileno le preguntó a Muraña que dónde quería el tajo, pero Muraña se adelantó y le cortó la cara con un puñal que sacó de la sisa de su chaleco. Al Chileno una muesca más le dio lo mismo e igual siguió el jolgorio con la herida manando sangre. Le decían “vistear” los guapos al pelear con cuchillo, porque se vigilaban la mirada para acertar el movimiento de la mano. En Uruguay le dicen “barajar”. Muraña tuvo una muerte indigna de un guapo y se desnucó cuando se cayó borracho del pescante de un carretón. Juan Muraña y Nicolás Paredes detuvieron una manifestación de cien hombres del Partido Radical con la única exhibición de su prestigio matón. No sacaron el cuchillo ni por demostrar que lo llevaban, se acercaron a la turba y con amabilidad les recomendaron que se fueran a sus casas. Los cien hombres, ante dos, plegaron las pancartas y se dieron la vuelta por no reñir con el par de guapos. A Nicolás Paredes le trató Borges cuando ya se había retirado, fue en 1922, cuando se lo presentó Felix Lima, escritor de lunfardo. Paredes fue criollo bigotudo, de pecho de toro, habilidoso cuchillero y jugador de naipe. Borges le conoció ya anciano, viviendo humildemente de su renta y ocupado en echar a los borrachos en un night club. Paredes le enseñó a jugar al truco y le regaló una naranja, porque de su casa nadie salía con las manos vacías. Como todos los guapos de precio, Paredes no era valentón de tasca y voz en grito sino que al contrario, se manejaba con cortesía y párrafo suave. Una vez le vio en la labor en el night club, le tocó desalojar a tres curdas y les enseñó el camino de salida conduciéndose con amabilidad, sin el áspero ademán del matón joven. Los curdelas aflojaron, por no pelear, Paredes exhibía, dijo Borges, la “seguridad absoluta” y no ponía la agresividad en el gesto ni en el verbo y la guardaba para el cuchillo, cuando era menester. Don Nicolás Paredes le dijo a Borges un día que había dos cosas que un hombre no debe permitir. La primera es amenazar y la segunda, dejarse amenazar. Cuando Borges no quiso colgar un retrato de Juan Domingo Perón en la pared de la Biblioteca Nacional, un peronista amenazó a su madre, doña Leonor Acevedo, con matarla a ella y a su hijo. “En cuanto a mi hijo, sale todos los días a las diez de la mañana, no tiene más que esperarlo y matarlo”, le contestó. “En cuanto a mí, he cumplido los ochenta, así que no pierda el tiempo amenazando porque si no se apura, me le muero antes”.
MARTÍN OLMOS
https://martinolmos.wordpress.com/2013/07/23/el-culto-al-coraje/
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