sábado, 24 de enero de 2015

Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas

Primera Edición
Facundo o Civilización y Barbarie en las pampas argentinas es un libro escrito en 1845 por el educador, periodista, escritor y político argentino, Domingo Faustino Sarmiento, durante su segundo exilio en Chile.

Sus primeras tiradas se hicieron a través de la sección Folletín del diario chileno "El Progreso". Su inmediato éxito hizo que se publicara en un volumen. Rápidamente el libro pasó, de modo clandestino, a Argentina logrando una inmediata repercusión en la opinión pública.

Facundo es uno de los principales exponentes de la literatura hispanoamericana. Además de su valor literario, la obra realizó un análisis del desarrollo político, económico y social de Sudamérica, de su modernización, su potencial y su cultura. Como lo indica su título, en el texto, Sarmiento analiza los conflictos que se suscitaron en la Argentina inmediatamente después de la Independencia declarada en 1816, a partir de la oposición entre civilización y barbarie.

Facundo muestra la vida de Juan Facundo Quiroga, un militar y político gaucho del Partido Federal, que se desempeñó como gobernador y caudillo de la Provincia de La Rioja durante las guerras civiles argentinas, en las décadas de 1820 y 1830.

A lo largo del texto, Sarmiento explora la dicotomía entre la civilización y la barbarie. Como observa Kimberly Ball, «la civilización se manifiesta mediante Europa, Norteamérica, las ciudades, los unitarios, el general Paz y Rivadavia», mientras que «la barbarie se identifica con América Latina, España, Asia, Oriente Medio, el campo, los federales, Facundo y Rosas». Es por esta razón que Facundo tuvo una influencia tan profunda. Según González Echevarría: «al proponer el diálogo entre la civilización y la barbarie como el conflicto central en la cultura latinoamericana, Facundo le dio forma a una polémica que comenzó en el periodo colonial y que continúa hasta el presente».

La primera edición de Facundo fue publicada en 1845. Sarmiento eliminó los últimos dos capítulos para la segunda edición de 1851 pero los volvió a incluir en 1874, decidiendo que eran importantes para el desarrollo del libro. La primera edición dio lugar a varios libros cuyo objetivo fue analizar o criticar Facundo, siendo el principal Muerte y resurrección de Facundo de Noé Jitrik, en el cual el autor exploró desde su clasificación literaria hasta su relevancia histórica.

Cuarta Edicion

Sinopsis

Luego de una extensa introducción, los quince capítulos de Facundo se dividen simbólicamente, según la crítica literaria, en tres secciones: los primeros cuatro capítulos describen la geografía, antropología e historia argentina; los capítulos del quinto al decimocuarto relatan la vida de Juan Facundo Quiroga; y el último capítulo expone la visión de Sarmiento de un futuro argentino bajo un gobierno unitario.31 Según Sarmiento, la razón por la que describe el contexto argentino y utiliza a Facundo Quiroga para condenar la dictadura de Rosas es porque «en Facundo Quiroga no sólo se ve a un caudillo, sino también una manifestación de la vida argentina, consecuencia de la colonización y de las peculiaridades del terreno».

Introducción

Facundo empieza con una advertencia del autor, en la cual aclara que los hechos en el libro no tienen precisión histórica y en la cual narra un suceso que había tenido lugar al haber cruzado los Andes camino a Chile. En medio de las montañas, había escrito con carbonilla una frase en francés, On ne tue point les idées (Las ideas no se matan). Según Sarmiento, Rosas había enviado una comitiva especial para que leyesen la frase, y al descifrarla no habían comprendido su significado.
Después de esta primera advertencia se incluye una introducción, la cual está precedida por una cita en francés de Villemain:
Je demande à l'historien l'amour de l'humanité ou de la liberté; sa justice impartiale ne doit pas être impassible. Il faut, au contraire, qu'il souhaite, qu'il espère, qu'il souffre, ou soit heureux de ce qu'il raconte.
Villemain, en Cours de littérature.
Esta cita puede traducirse al español como «Exijo al historiador el amor a la humanidad o a la libertad; su justicia imparcial no debe ser impasible. Por el contrario, es necesario que desee, que espere, que sufra o que disfrute por lo que cuenta».
El texto propio de la introducción comienza con una invocación al hombre que le da título a la obra, el Brigadier General Juan Facundo Quiroga:
¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!
Según Noé Jitrik en Muerte y resurrección de Facundo, la exclamación en esta frase indica la urgencia que quiere transmitir Sarmiento al lector, haciendo hincapié principalmente en los adjetivos, como «ensangrentado» y «terrible». También traza, ya desde el primer momento, una imagen de Quiroga, para entender después la causa de sus actos y de su personalidad.
A lo largo de la introducción, el autor habla de Juan Manuel de Rosas, caracterizándolo como «tirano» y dando a entender que uno de los objetivos del texto es estudiar prolijamente la fuente de todos los conflictos internos del país, personificados principalmente por Rosas y por Quiroga. Sarmiento también insinúa que él mismo es capaz de resolver la situación «dando a la Tebas del Plata, el rango elevado que le toca entre las naciones del Nuevo Mundo». Sarmiento traza paralelismos y analogías entre Quiroga y Rosas, considerando a este último un continuador del primero.
Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo.
Avanzando en el texto, el autor explica su idea de que el progreso se obtiene tomándolo de Europa, en especial de las naciones que, siempre según Sarmiento, son civilizadas, como es el caso de Francia. Como contraposición describe a España, «esa rezagada a Europa, que, echada entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por un ancho istmo y separada del África bárbara por un angosto estrecho», y al Paraguay, al cual critica por haberse negado a recibir inmigrantes civilizados.
En síntesis, en la introducción Sarmiento esboza los objetivos de la obra.

Primera parte: contexto demográfico y geográfico argentino


Sudamérica, mostrando la ubicación
de las pampas en Argentina, Uruguay
y Río Grande del Sur.
El primer capítulo de Facundo, titulado «Aspecto de la República Argentina y caracteres, hábitos e ideas que engendra», comienza con una descripción geográfica de Argentina, desde los Andes en el oeste hasta la costa atlántica del este, en donde dos ríos confluyen en la frontera entre Argentina y Uruguay. Uno de estos ríos, el Plata, marca la ubicación de Buenos Aires, la capital. Mediante esta descripción de la geografía de Argentina, Sarmiento resalta las ventajas de Buenos Aires; los ríos son arterias que comunican a la ciudad con el resto del mundo, permitiendo el comercio y ayudando a formar una sociedad civilizada. Buenos Aires no había logrado llevar civilización a las áreas rurales y, como consecuencia, gran parte de Argentina se había visto condenada a la barbarie. Sarmiento también argumenta que las pampas, las amplias y vacías llanuras del país, «no les ofrecen escapatoria o escondite a las personas para defenderse e impide la civilización en la mayor parte de la Argentina».
En este capítulo, Sarmiento hace varias comparaciones entre lo que considera como la civilización y la barbarie. En primer lugar realiza un análisis racial de la población argentina, comparando a los españoles, a los indígenas y a los negros con los alemanes y los escoceses. De los primeros dice que «se distinguen por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial; se muestran incapaces para dedicarse a un trabajo duro y seguido».Después describe los hogares de los escoceses y alemanes de una manera muy favorable («las casitas son pintadas; el frente de la casa, siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos; el amueblado, sencillo, pero completo» ) mientras que de las razas americanas dice que «sus niños van sucios y cubiertos de harapos, viven con una jauría de perros; hombres tendidos por el suelo, en la más completa inacción; el desaseo y la pobreza por todas partes». Estas comparaciones son muy frecuentes a lo largo del texto y hacen hincapié principalmente en el gaucho, al cual lo describe como un ser sin inteligencia, sin instrucción, «feliz en medio de su pobreza y sus privaciones, que no son tales para quien nunca conoció mayores goces», que no trabaja y que jamás podría mejorar su situación. Como contraposición al gaucho aparece el hombre de la ciudad, el cual «vive de la vida civilizada; allí están las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización, el gobierno municipal, etc», y quien es, según Sarmiento, quien podría llevar al país a la civilización. La comparación entre la campaña y la ciudad es la más significativa del libro para caracterizar a la civilización y a la barbarie.
Pese a las barreras de civilización causadas por la geografía del país, Sarmiento explica, en el segundo capítulo, titulado «Originalidad y caracteres argentinos», que gran parte de los problemas del país habían sido causados por gauchos como Juan Manuel de Rosas, quienes eran bárbaros, incultos, ignorantes y arrogantes; gracias a ellos la sociedad argentina no había logrado progresar hacia la civilización. Sarmiento luego describe los cuatro tipos principales de gauchos: el baqueano, el cantor, el gaucho malo y el rastreador, y la forma de reconocerlos para entender a los líderes argentinos, como Juan Manuel de Rosas. Según el autor, sin una comprensión de los tipos de gauchos argentinos, «es imposible comprender nuestros personajes políticos, ni el carácter primordial y americano de la sangrienta lucha que despedaza a la República Argentina».
En el tercer capítulo («Asociación. La pulpería») Sarmiento luego hace hincapié en los campesinos argentinos, quienes son «independientes de toda necesidad, libres de toda sujeción, sin ideas de gobierno, porque todo orden regular y sistemado se hace de todo punto imposible». Los campesinos se reúnen en pulperías, en donde pasan el tiempo bebiendo y jugando. Evidencian su entusiasmo de demostrar su fortaleza física mediante la doma de caballos y las peleas con cuchillos. Raramente estas peleas llevan a la muerte, a la cual denominan desgracia, y Sarmiento resalta que la residencia de Rosas era utilizada en ocasiones como refugio de los criminales, antes de que comenzase a adquirir poder político.
Según el relato de Sarmiento en el cuarto capítulo del libro, «Revolución de 1810», estos elementos son cruciales para comprender la Revolución Argentina, en la cual el país se independizó de España. Aunque si bien la guerra de la independencia fue provocada por la influencia de las ideas europeas, Buenos Aires era la única ciudad que podía tener civilización. Los campesinos participaron en la guerra más para demostrar su fortaleza física que para civilizar el país. Al final, la revolución fue un fracaso debido al comportamiento bárbaro de la población rural, que llevó a la deshonra de la ciudad civilizada, Buenos Aires.
Como epítome, la Primera parte del libro analiza el determinismo físico y social de Argentina.

Segunda parte: vida de Juan Facundo Quiroga


Facundo Quiroga
La segunda parte de Facundo comienza en el quinto capítulo del libro, titulado «Vida de Juan Facundo Quiroga», y en ésta explora la vida del personaje que le da el título, Juan Facundo Quiroga—el «Tigre de los Llanos». Esta sección contiene múltiples errores e imprecisiones históricas, reconocidas por el mismo autor en su advertencia preliminar y confirmadas por varios historiadores y especialistas a lo largo de los años.
Pese a haber nacido en una familia adinerada, Facundo recibió sólo una educación básica en lectura y escritura. Tenía debilidad por los juegos de azar, al punto que Sarmiento lo describe con «una pasión feroz, ardiente, que le reseca las entrañas» por el juego. En su juventud Facundo fue antisocial y rebelde, negándose a mezclarse con otros niños, y estas características se fueron pronunciando cada vez más a medida que fue creciendo. Sarmiento describe un incidente en el cual Facundo había matado a un hombre, escribiendo que este tipo de comportamiento «marcó su paso por el mundo».
Las relaciones de Facundo con su familia finalmente se rompieron, y, tomando la vida de un gaucho, se unió a los caudillos en la provincia de Entre Ríos. En el sexto capítulo, llamado «La Rioja», Sarmiento cuenta como los gauchos comenzaron a reconocer a Facundo como un héroe después de su asesinato de dos españoles luego de una fuga de prisión, y como reubicándose en La Rioja, Facundo tomó una posición de líder en la Milicia de los Llanos. Construyó su reputación y ganó el respeto de sus compañeros mediante sus feroces acciones en los campos de batalla, pero odió y trató de destruir a aquellos que eran diferentes a él por ser civilizados y educados.

En 1825, el Gobierno de Buenos Aires organizó un Congreso con los representantes de todas las provincias de Argentina. A lo largo del séptimo y del octavo capítulo del libro, titulados «Sociabilidad» y «Ensayos», respectivamente, el autor narra cuando Facundo se presentó como el representante de La Rioja y las consecuencias de este suceso. En el mismo capítulo explora las diferencias entre las provincias de Córdoba y Buenos Aires, caracterizando a la primera como bárbara por estar organizada de manera anticuada y propia de la época prehispánica, y a la segunda como civilizada, principalmente por la influencia de Bernardino Rivadavia y por su cultura. Después de establecer esta comparación, Sarmiento da una descripción física de Facundo, el hombre que considera que personifica al caudillo: «era de estatura baja y fornida; sus anchas espaldas sostenían sobre un cuello corto, una cabeza bien formada, cubierta de pelo espesísimo, negro y ensortijado», con «ojos negros llenos de fuego». Rivadavia pronto fue desplazado, y Manuel Dorrego pasó a ser el nuevo gobernador. Sarmiento aclara que Dorrego, como federalista, no estaba interesado en el progreso social ni en terminar con el comportamiento bárbaro en Argentina mejorando el nivel de civilización y educación de los habitantes de las zonas rurales. En el noveno capítulo del libro («Guerra social») se narra como en el desorden que caracterizó la política argentina del momento, Dorrego fue asesinado por los unitarios y Facundo fue derrotado por el general unitario José María Paz. Facundo escapó a Buenos Aires y se unió al gobierno federalista de Juan Manuel de Rosas. Durante el conflicto entre ambas ideologías, Facundo conquistó las provincias de San Luis, Rio Quinto y Mendoza.
En el decimotercer capítulo del libro, «¡¡¡Barranca-Yaco!!!» (que utiliza tres signos de exclamación para indicar un mayor énfasis en la exclamación ), se cuenta el asesinato de Facundo Quiroga en dicha ciudad cordobesa. Todo había comenzado cuando, en el regreso a su hogar de San Juan, la cual Sarmiento dice que Facundo gobernó «únicamente con su nombre aterrador», se dio cuenta de que su gobierno carecía de apoyo por parte de Rosas. Fue a Buenos Aires a enfrentarlo, pero Rosas lo envió a realizar otra misión. En el camino Facundo fue asesinado.
La tercera Parte del volumen, en resumen, corresponde a la sección en la que el autor desarrolla los elementos literarios del drama.

Tercera parte: presente y porvenir de un gobierno unitario


En los dos últimos capítulos del libro, titulados «Gobierno unitario» y «Presente y porvenir», Sarmiento explora las consecuencias de la muerte de Facundo para la historia y la política de la República Argentina. También analiza el gobierno y la personalidad de Rosas, comentando sobre la dictadura, la tiranía, el papel del apoyo popular, y el uso de la fuerza para mantener el orden. El autor critica a Rosas utilizando las propias palabras del gobernador, haciendo observaciones sarcásticas sobre las acciones de Rosas, y describiendo el «terror» establecido durante la dictadura, las contradicciones del gobierno, y la situación en las provincias que fueron lideradas por Facundo. Sarmiento escribe: «La cinta colorada es la materialización del terror que acompaña a todos lados, en las calles, en el pecho de la familia; debe pensarse en él al vestirse, al desvestirse, y las ideas siempre se nos graban por asociación».
Sarmiento incluye a la población negra de Argentina entre los sectores sociales que habrían sido sostén de Rosas. Los describe como "dóciles, fieles y adictos al amo o al que los ocupa". Según Sarmiento, Manuela Rosas, hija del gobernador, tendría a su cargo la tarea de ganar el favor de dicho sector de la población. La utilidad estratégica de dicha acción estaría dada en que la mayoría de los esclavos y sirvientes eran afroamericanos, y que de dicha forma el gobierno obtenía espías en la mayor parte de las familias.
Sarmiento también critica el juicio realizado por el asesinato de Quiroga, sosteniendo que los hermanos Reinafé no eran unitarios como se sostuvo. Sarmiento plantea que Rosas habría sido el autor intelectual del crimen, con el propósito de desacreditar a los unitarios atribuyéndoles el crimen y que el repudio resultante facilitaría la cesión de la suma del poder público que le realizó poco después.
No bien se recibe Rosas del Gobierno en 1835, cuando declara por una proclamación que los IMPIOS UNITARIOS han asesinado alevosamente al ilustre general Quiroga, y que él se propone castigar atentado tan espantoso, que ha privado a la Federación de su columna más poderosa. ¡Qué!... decían abriendo un palmo de boca los pobres unitarios al leer la proclama. ¡Qué!... ¿los Reinafés son unitarios? ¿No son hechura de López, no entraron en Córdoba persiguiendo el ejército de Paz, no están en activa y amigable correspondencia con Rosas? ¿No salió de Buenos Aires Quiroga por solicitud de Rosas? ¿No iba un chasque delante de él, que anunciaba a los Reinafés su próxima llegada? ¿No tenían los Reinafés preparada de antemano la partida que debía asesinarlo?... Nada; los impíos unitarios han sido los asesinos; ¡y desgraciado el que dude de ello!...
Finalmente, Sarmiento examina el legado del gobierno de Rosas atacándolo y ensanchando la dicotomía entre la civilización y la barbarie. Enfrentando a Francia y a Argentina—representando la civilización y la barbarie, respectivamente—Sarmiento contrasta la cultura y la crueldad:
El bloqueo de Francia duraba dos años, y el Gobierno americano animado del espíritu americano, hacía frente a la Francia, el principio europeo, a las pretensiones europeas. El bloqueo francés, empero, había sido fecundo en resultados sociales para la República Argentina, y servía a manifestar en toda su desnudez, la situación de los espíritus y los nuevos elementos de la lucha que debían encender la guerra encarnizada, que sólo puede terminar con la caída de aquel Gobierno monstruoso.
La tercera parte es, abreviadamente, el desenlace de la obra.

Género y estilo

El crítico y filósofo español Miguel de Unamuno comentó sobre el libro: «Nunca tomé Facundo de Sarmiento como una obra histórica, ni creo que pueda ser evaluada en esos términos. Siempre la consideré una obra literaria, una novela histórica».Sin embargo, Facundo no puede clasificarse como novela o en un género literario específico. Según González Echevarría, el libro es «un ensayo, una biografía, una autobiografía, una novela, una epopeya, una memoria, una confesión, un panfleto político, una diatriba, un tratado científico y una guía». El estilo de Sarmiento y su exploración de la vida de Facundo unifican las tres partes en que se divide la obra. Incluso la primera sección, que describe la geografía de Argentina, sigue este patrón, ya que Sarmiento declara que Facundo es un producto natural de su entorno.
El historiador Felipe Pigna afirma en el documental Algo habrán hecho por la historia argentina que «El Facundo fue mucho más que un libro, fue un panfleto contra Rosas, ahí Sarmiento describe al caudillo y propone eliminarlo». Sarmiento ve a Rosas como un heredero de Facundo: ambos son caudillos y, según Sarmiento, representan la barbarie que deriva de la naturaleza y la falta de civilización presente en el campo argentino. Como explica Pigna, «Facundo, a quien odia y admira a la vez, es la excusa para hablar del gaucho, del caudillo, del desierto interminable, en fin, de todos los elementos que representan para él el atraso y con los que hay que terminar».
El libro también es en parte ficticio: Sarmiento utiliza su imaginación además del rigor histórico para describir a Rosas. EnFacundo, el autor incluye su opinión de que la dictadura de Rosas es la causa principal de los problemas de Argentina. Los temas como la barbarie y la crueldad que se desarrollan a lo largo del libro son, para Sarmiento, consecuencias del gobierno ejercido por Rosas. Para respaldar sus opiniones, Sarmiento utiliza estrategias propias de la literatura.

Temáticas

Civilización y barbarie

Facundo no es sólo una crítica al gobierno de Rosas, sino también una extensa investigación sobre la historia y la cultura argentina, a la cual Sarmiento muestra mediante el controvertido gobierno, y la caída de Juan Facundo Quiroga, un arquetípico caudillo argentino. Sarmiento resume el mensaje del libro en la frase «Esa es la cuestión: ser o no ser salvajes». La dicotomía entra la civilización y la barbarie es la idea central del libro; Facundo es retratado como salvaje y opuesto al progreso real mediante su rechazo hacia los ideales culturales europeos, visibles en la sociedad metropolitana de Buenos Aires.
El conflicto entre la civilización y la barbarie refleja las dificultades de América Latina en la era posterior a su independencia. El crítico literario Sorensen Goodrich argumenta que aunque si bien Sarmiento no fue el primero en articular esta dicotomía, la convirtió en un tema prominente y poderoso que podría impactar la literatura latinoamericana  Explora el problema de la civilización contra los groseros aspectos de la cultura de un caudillo, la cual se basa en la brutalidad y el poder absoluto. Facundo ofrece un mensaje oposicionista que, con el tiempo, otorgaría una alternativa beneficiosa para la sociedad. Aunque Sarmiento solicita varios cambios, como funcionarios honestos que entendiesen las ideas de la Ilustración europea, siempre considera a la educación como el tema principal. Los caudillos como Facundo Quiroga, al principio del libro, son vistos como la antítesis de la educación, la cultura y la estabilidad civil; la barbarie es como una eterna letanía de males de la sociedad.  Son los agentes de la inestabilidad y del caos, destruyendo sociedades mediante su descarada indiferencia hacia la humanidad y hacia el progreso social.
Si Sarmiento se ve a sí mismo como una persona civilizada, Rosas es bárbaro. El historiador David Rock explica que «los opositores contemporáneos recrudecieron a Rosas como un tirano sanguinario y un símbolo de la barbarie».  Sarmiento ataca a Rosas mediante su libro promoviendo la educación y la civilización, mientras que Rosas utiliza el poder político y la fuerza bruta para deshacerse de cualquier obstáculo. Al relacionar a Europa con la civilización, y a la civilización con la educación, Sarmiento transmite una admiración hacia la cultura europea que al mismo tiempo le da un sentido de insatisfacción hacia su propia cultura, motivándolo a llevarla hacia la civilización.  Utilizando las características de las pampas para reforzar su análisis social, caracteriza a quienes se hallan aislados y se oponen al diálogo político como ignorantes y anárquicos, simbolizados por la geografía física desolada de Argentina.  Por el contrario, América Latina está conectada directamente con la barbarie, y Sarmiento utiliza a la región simplemente para ilustrar la manera en que Argentina está desconectada de los numerosos recursos que la rodean, limitando el crecimiento del país.

Escritura y poder

En la historia de la América Latina posterior a su independencia, las dictaduras fueron relativamente comunes. En este contexto, la literatura latinoamericana se distinguió por las novelas de protesta o novelas del dictador; la historia principal se basa en la figura del dictador, su comportamiento, sus características y la situación de la población bajo su régimen. Los escritores como Sarmiento utilizaron el poder de la palabra escrita para criticar al gobierno, empleando a la literatura como herramienta, como ejemplo de resistencia y como un arma contra la represión.
La utilización de esta conexión entre la escritura y el poder fue una de las estrategias de Sarmiento. Para él, la escritura debía ser catalizadora para la acción.  Mientras que los gauchos pelearon con armas físicas, Sarmiento usó su voz y su idioma. Sorensen declara que Sarmiento empleó «el texto como un arma».  Sarmiento no sólo escribió para Argentina sino para una audiencia mucho más amplia, especialmente los Estados Unidos y Europa; según su opinión, estas regiones eran más civilizadas, y su propósito fue seducir a los lectores hacia su propio punto de vista político. En las numerosas traducciones de Facundo, la asociación de Sarmiento de la escritura con el poder y la conquista es evidente.
Ya que sus libros solían servir como vehículos para sus manifestaciones políticas, los escritos de Sarmiento comúnmente se burlaban de los gobiernos, y Facundo fue el ejemplo más prominente. Eleva su propia posición a expensas de la minoría gobernante, a menudo retratándose a sí mismo como invencible debido al poder de la escritura. Hacia finales de 1840, Sarmiento fue exiliado por sus opiniones políticas. Cubierto de moretones el día anterior por las golpizas de soldados inescrupulosos, escribió en francés «On ne tue point les idees» (citado erróneamente de «on ne tire pas des coups de fusil aux idees», lo cual significa «las ideas no pueden ser asesinadas con armas»). El gobierno decidió descifrar el mensaje, y al traducirlo, dijeron «Así que, ¿qué significa esto?». Ya que sus oponentes no lograron entender el significado del mensaje, Sarmiento pudo ilustrar su ineptitud. Sus palabras se presentan como un «código» que necesita ser «descifrado», y que a diferencia de Sarmiento, los que se encuentran en el poder son bárbaros y no tienen educación. Su desconcierto no sólo demuestra su ignorancia, sino que, según Sorensen, ilustra «el desalojo inevitable que trae toda trasplantación cultural», ya que los habitantes de las zonas rurales de Argentina y los aliados de Rosas eran incapaces de aceptar la cultura civilizada que, según Sarmiento, llevaría al país hacia su progreso.

Críticas

La obra ha tenido críticas muy variadas desde su publicación original. Con respecto al lenguaje empleado, varios críticos opinan que está bien expresado en el contexto característicamente criollo, mientras que otros piensan que esta particularidad provoca que el libro tenga una prosa opaca y sin equilibrio. Por ejemplo, el crítico literario argentino Álvaro Melián Lafinur escribe: «La prosa de Sarmiento es incoercible, desigual, bárbara, carece de gusto e ignora o desdeña el valor fonético de las palabras y el arte de su colocación armoniosa. En vano se buscaría en las páginas de Facundo el equilibrio, la exactitud, la suavidad del matiz, la ática pureza». Por el contrario, personalidades como Guillermo Hudson, Carlos Guido Spano y Miguel de Unamuno halagan la escritura, señalando incluso que es superior a la utilizada en los libros españoles.
Las intenciones de Sarmiento al escribir el libro han sido motivo de varios debates entre sociólogos, críticos y expertos en política argentinos. Muchos piensan que Sarmiento quería dar a entender que la barbarie (representada por las figuras de Facundo y Rosas) no puede coexistir de ninguna manera con la civilización, por lo que es necesario deshacerse completamente de la primera.
En este sentido, Arturo Jauretche, en su Manual de zonceras argentinas, describe la dicotomía de Civilización y Barbarie como la zoncera progenitora de todo el resto. Es una zoncera autónoma, porque no proviene de la mala interpretación o falsificación de hechos históricos que critica el revisionismo. Para Jauretche, esta dicotomía, claramente fundamental en la obra, es abstracta, intrínseca, conceptual, ahistórica, sincrónica, derivada de una "intelligentzia" e ideología mesiánica y por tanto, civilizatoria. Enunciar estos opuestos de civilización y barbarie e identificar a Europa con la primera y su importación como la única manera de llegar a ella, y a América como la segunda, como barbarie, se ponen como antítesis. Se niega una para llegar a la otra: a América para llegar a Europa, para ser civilización. Para progresar, no evolucionando, sino sustituyendo. De cualquier manera, comprende Jauretche que en Sarmiento había una necesidad histórica que justificaba su ideología liberal oligárquica y según Jauretche, anti-nacional.
Noé Jitrik, el autor de Muerte y resurrección de Facundo, escribe que en el libro Sarmiento se contradice a sí mismo, ya que en la primera parte se dedica a dilapidar la imagen de Facundo Quiroga y en la segunda, cuando profundiza más en su vida, lo describe de una manera diferente, sin tanta aversión, humanizando al caudillo. Enrique Anderson Imbert explica esta contradicción explicando que la principal intención de Facundo es hundir a Rosas, y que para hacerlo Sarmiento debió valerse hasta del recurso de salvar en ciertas circunstancias a Facundo. Sarmiento justificó su postura antirrosista afirmando que sólo cuando finalizase su gobierno, el país podría civilizarse y llegar a imitar a los pares europeos.
El investigador cubano-estadounidense Roberto González Echevarría describió a la obra como el «libro más importante que haya sido escrito por un latinoamericano en cualquier disciplina o género».
En su comentario a la obra el escritor argentino Jorge Luis Borges ha dicho que: «No diré que el Facundo es el primer libro argentino; las afirmaciones categóricas no son caminos de convicción sino de polémica. Diré que si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor».
"Facundo no sólo es una formidable pieza literaria, también es uno de los libros centrales del pensamiento filosófico de occidente", dice José Pablo Feinmann en el estudio preliminar de la edición de 2009.
Varios escritores han señalado que Sarmiento, además de contradecirse en la precisión de los hechos históricos, utilizó la exageración para describir la situación de las campañas y las ciudades, a las cuales caracterizó como opuestas e incapaces de convivir. Según Alberto Palcos, las campañas y las ciudades «convivían y se influenciaban unas a otras; la barbarie no era total en el campo ni la civilización en la ciudad». Otras críticas a Sarmiento radican en su descripción de la figura del gaucho, el cual actualmente es uno de los símbolos de la identidad argentina: en Facundo, Sarmiento lo describe como «desocupado, despreocupado e irresponsable» además de «bárbaro y carente de civilización», basándose en las imágenes de Quiroga y Rosas, y propone desplazarlo de la sociedad hasta erradicarlo, apoyando la campaña en su contra que llevó a cabo Bartolomé Mitre.

Legado

Para la traductora Kathleen Ross, Facundo es «una de las principales obras de la historia de la literatura hispanoamericana». Fue muy influyente en el establecimiento de «un proyecto para la modernización», con su mensaje práctico realzado por una «estupenda belleza y pasión». Sin embargo, según el crítico literario González Echevarría no sólo es un poderoso texto fundacional sino también «el primer clásico latinoamericano, y el libro escrito sobre América Latina por un latinoamericano más importante de cualquier disciplina o género». La influencia política del libro puede ser vista en la llegada final de Sarmiento al poder. Asumió como presidente de Argentina en 1868 y finalmente pudo aplicar sus teorías para asegurarse de que la nación alcanzase la civilización. Aunque Sarmiento escribió muchos libros, consideró a Facundocomo la mayor fuente de sus opiniones políticas.
Según Sorensen, «los primeros lectores de Facundo se vieron profundamente influenciados por las luchas que precedieron y sucedieron la dictadura de Rosas, y sus consideraciones pasaron de su relación con el conflicto a la hegemonía política». González Echevarría nota que Facundo proveyó el ímpetu para que otros escritores examinasen las dictaduras en América Latina, y aclara que aún se lee hoy en día porque Sarmiento creó «una voz para los autores latinoamericanos modernos». La razón de esto, según González Echevarría, es que «los autores latinoamericanos pelearon con su legado, reescribiendo Facundo en sus obras incluso si querían desenredarse de su discurso». Otras novelas de dictadores posteriores, como El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias y La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa, se basaron en sus ideas, y el conocimiento de Facundo realza la comprensión del lector sobre estos libros.
Una ironía del impacto del género y de la literatura ficticia del ensayo de Sarmiento es que, según González Echevarría, el gaucho se ha convertido en «un objecto de nostalgia, un origen perdido alrededor del cual se debe construir la mitología nacional». Mientras que Sarmiento trató de eliminar al gaucho, también lo convirtió en un «símbolo nacional». González Echevarría además argumenta que Juan Facundo Quiroga también sigue existiendo, ya que representa «nuestra lucha sin solución entre el mal y el bien y nuestro implacable camino de vida hacia la muerte». Según la traductora Kathleen Ross, «Facundo sigue causando controversia y debate porque contribuye a los mitos nacionales de las ideologías de la modernización, el antipopulismo, y el racismo».

Historia de la publicación y la traducción al inglés

La primera publicación de Facundo tuvo lugar en 1845, dentro del suplementos del diario chileno El Progreso. Tres meses después se editó en forma de libro, bajo el título de Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina. Fue editado por la Imprenta del Progreso. La segunda edición data de 1851, esta vez titulada como Vida de Facundo Quiroga y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina, seguida de apuntes biográficos sobre el general fray Félix Aldao por el autor, acompañada de un "Examen crítico" traducido de la Revista de ambos mundos. En esta edición se suprimieron por razones políticas la "Introducción" y los capítulos finales "Gobierno Unitario" y "Presente y porvenir", mientras que se añadieron una carta dirigida a Valentín Alsina respondiendo a sus observaciones, y una biografía de Félix Aldao. Dos años después se publicó en París una versión traducida al idioma francés.
En 1868, ya con Sarmiento en la presidencia, se editó bajo el nombre más conocido, Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas, por D. Appleton y Compañía. La carta a Alsina y la biografía de Aldao fueron retiradas, y se añadió la semblanza El Chacho. Último caudillo de la montonera de los llanos. Episodio de 1863. En 1874 se volvió a editar con el mismo nombre, siendo la última edición en vida de Sarmiento. Aquí se restablecieron los tres capítulos retirados desde la segunda edición. Raúl Moglia señala que entre la primera y cuarta edición hay modificaciones en el texto y ortografía, atribuibles respectivamente al propio Sarmiento y a sus editores, a quienes daba libertad de corregir sus textos. Afirmó que "Las variantes de conceptos históricos sobre todo, pueden ser de Sarmiento; las de vocabulario o constucción difícilmente lo son".
Facundo se tradujo al inglés por primera vez en 1868, por Mary Mann, bajo el título Life in the Argentine Republic in the Days of the Tyrants; or, Civilization and Barbarism (Vida en la República Argentina en los días de los tiranos; o, Civilización y barbarie). Más recientemente, Kathleen Ross ha realizado una traducción moderna y completa, publicada en 2003 por la University of California Press. En la «Introducción de la traductora», de Ross, nota que la versión de Mann del siglo XIX del texto fue influenciada por su amistad con Sarmiento y por el hecho de que éste era, en ese momento, candidato a la presidencia de Argentina: «Mann deseaba expandir la causa de su amigo en el extranjero presentando a Sarmiento como un admirador e imitador de las instituciones políticas y culturales de Estados Unidos». Por lo tanto, en esta traducción no se publicó gran parte de la obra que convirtió a Facundo en uno de los principales libros de Hispanoamérica. Ross continúa: «La eliminación de las metáforas por parte de Mann, este recurso estilístico que caracteriza la prosa de Sarmiento, es particularmente llamativo»

Facundo. Inicio del capítulo V, en la cuarta edición en castellano, realizada en París, 1874.

Bibliografía




sábado, 17 de enero de 2015

Las corridas de toro


Las corridas de toros causaron profunda impresión entre algunos visitantes de estas regiones. Importadas de España, la primera realizada en Buenos Aires tuvo lugar en 1609. Inicialmente se hacían en la Plaza Mayor -actual Plaza de Mayo-, pero más tarde se construyeron predios especialmente diseñados en los barrios de Monserrat y de  Retiro. En este último, en 1801 se erigió una plaza de toros con capacidad para 10.000 espectadores. Sin embargo, tras la Revolución de Mayo, con la llegada de los gobiernos patrios, comenzó el ocaso de este cuestionado espectáculo. La reacción antiespañola contribuyó en buena medida a atenuar el fervor que causaba este entretenimiento. En diciembre de 1818 el Cabildo decidió dar las últimas funciones en la plaza del Retiro, y al año siguiente el predio fue demolido, dando la estocada final a esta diversión, que pronto perdería sus últimos adeptos por estas tierras. A continuación, reproducimos las impresiones de Samuel Haigh, un comerciante inglés que viajó por América del Sur entre 1817 y 1827 y dejó sus impresiones en Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú, un libro publicado en Londres en 1831.

Fuente: Samuel Haigh, Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú, Buenos Aires, Biblioteca de La Nación, 1918, pág. 30-31.

Las corridas de toros, los teatros y los reñideros generalmente están llenos. Un día, comiendo en compañía de varios caballeros ingleses, propusieron ir a ver una corrida de toros que prometía ser grandiosa por ser día festivo y, en consecuencia, allá nos encaminamos. La calle que conduce a la plaza en las afueras de la ciudad, de cerca de media milla de largo, estaba apiñada de gente en calesas o a pie, y damas sentadas en las ventanas o balcones, a ambos lados de la calle, daban al acceso aspecto animadísimo.

Encontramos la plaza (área espaciosa rodeada por un anfiteatro) ya repleta de concurrencia bien vestida de ambos sexos de todas las clases, desde el gobernador y su esposa hasta el gaucho y su mujer.

Los toros se lidian uno por uno y a veces se matan veinte en la tarde. Se abre el toril y un toro salvaje, previamente excitado casi hasta volverlo loco, entra al redondel dando saltos, latigueándose los flancos con la cola, y la boca espumante; luego se planta inmóvil y busca alrededor objeto que atacar. Sus oponentes son dos picadores a caballo, armados de pica; ocho o nueve capeadores a pie, y un matador que aparece cuando el toro ha de ser despachado.

El espectáculo pronto adquiere mucha animación, pues el toro atropella uno tras otro a sus enemigos. El picador requiere gran fuerza y agilidad para resistir las arremetidas desesperadas del bruto, y he visto el caballo de uno de ellos y el toro, ambos con las manos en el aire, sostenidos un instante por la sola pica que ha penetrado en la paleta del segundo, forzándolo así a hacerse a un lado. Después los capeadores lo rodean, y le colocan banderillas de fuego en el cuello y paletas, y entonces se enfurece como loco y acomete ciego, y embiste al acaso todo lo que encuentra, hasta que, así molestado y atormentado algún tiempo, se llama a gritos al matador que lo despache y éste aparece con muletilla roja en la mano izquierda y larga espada recta en la derecha. El toro lo mira fijamente, mientras él ondea la muletilla, y hace una arremetida que el matador evita con grande agilidad; después de pocos pases, el matador agita la muletilla por última vez y recibe la arremetida del toro con la espada, que se aloja en la res de su víctima, y ésta cae, como piedra, muerta a sus pies. Grandes aplausos y pañuelos agitados animan a los espectadores, y cuatro gauchos a caballo entran a galope al redondel revoleando lazos que en un abrir y cerrar de ojos se ciñen a los cuernos y patas del toro, y prendiéndolos al recado, sacan aprisa el animal muerto de la arena, envuelto en una nube de polvo.

Pronto aparece otro toro y continúa la diversión como antes. A veces es matado un hombre entre aplausos de los espectadores y, con mucha frecuencia, caen caballos corneados. En esta ocasión fueron heridos dos caballos, y uno corrió alrededor del redondel con los intestinos de fuera. Esa tarde se mataron diez y seis toros.

A veces, cuando el toro se muestra muy valiente, los espectadores piden su vida, pero esto es solamente un respiro para el animal, pues se le conserva para torturarlo y matarlo en una corrida futura. (…)


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viernes, 16 de enero de 2015

El juego del Pato


El pato es un juego que nació muy probablemente en estas tierras y su práctica se remonta por lo menos a principios del siglo XVII. Pese a las repetidas prohibiciones que sufrió, y cuya desobediencia conllevaba castigos que iban desde los azotes hasta las multas, se lo siguió jugando en las estancias secretamente. Fue muy popular durante el siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX.
Su nombre deriva de la forma que tenía la pelota con la que se lo jugaba, con dos asas (en ocasiones cuatro) que hacían las veces de alas. Como veremos a continuación, abundan los testimonios donde se afirma que en un principio en lugar de una pelota se utilizaba al animal en cuestión. Y en esto también existen diferencias respecto a los detalles del juego: hay quienes sostenían que se trataba de un pato asado y otros, que era un pato vivo adentro de una bolsa de cuero.  
A continuación transcribimos algunos fragmentos escritos en diferentes momentos sobre esta práctica.
Fuente: Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, pp. 121-146.
El juego del pato según Bartolomé Mitre
El juego del pato ya no existe [1854] en nuestras costumbres: es una reminiscencia lejana. Prohibido bajo penas severas, a consecuencia de las desgracias a que daba origen, el pueblo lo ha ido dejando poco a poco, pero sin olvidarlo del todo. En su origen este juego homérico, que tiene mucha semejanza con algunos de los que Ercilla describe en La Araucana, se efectuaba retobando un pato dentro de una fuerte piel, a la cual se adaptaban  varias manijas de cuero también. De estas manijas se asían los jinetes para disputarse la presa del combate que generalmente tenía por arena toda la Pampa; pues al que lograba arrebatar el pato procuraba ponerse a salvo, y la persecución que con este motivo se hacía era la parte más interesante del juego.1
Una descripción del juego hecha 1865, por Thomas Hutchinson
El juego del pato consiste en coser en un pedazo de cuero un pato asado, dejando una manija en cada extremo. Este juego, antiguamente, exclusivo de las fiestas de San Juan [24 de junio] en sus diversiones, fue promovido por un gaucho. El más diestro asegura el pato y galopa a cualquier casa donde él sepa que vive una mujer llamada Juana [por el día de San Juan]; y es una regla establecida que la mujer de ese nombre tiene que dar una moneda de cuatro reales, sea al devolver el pato original, sea con otro igualmente preparado. Entonces galopa hacia otra casa donde viva una doncella del nombre de Leonor, seguido de una tropa de sus colegas gauchos, que procuran quitarle la bolsa con el pato. En tal caso, por supuesto, deben ser entregados los cuatro reales con el mejor buen humor. Caídas [del caballo] y piernas rotas, son los frecuentes resultados de este juego. 2
Las impresiones de W. H. Hudson
Durante largo tiempo y probablemente hasta eso de 1840, era el entretenimiento más popular al aire libre en la pampa argentina.  Sin duda que allí tuvo su origen; se adaptaba admirablemente a los hábitos y  la índole del gaucho; y, al revés de la mayor parte de los deportes, conservó hasta el último su tosco y simple carácter primitivo.
Para jugarlo se mataba un pato o un pollo, o, con más frecuencia, alguna ave doméstica más grande,  como el pavo o ganso,  y se le cosía dentro de un trozo fuerte, haciendo así una pelota de forma irregular, dos veces el grandor de una pelota de fútbol, provisto de cuatro manijas de cuero torcido y del tamaño conveniente para ser agarradas por la mano de un hombre. Un detalle muy importante era que la pelota y las manijas fueran tan sólidamente hechas, que tres o cuatro hombres a caballo pudieran agarrarlas y tirarlas hasta desmontarse unos a otros, sin que nada aflojara.
Una vez resuelto en algún pago, a tener un juego, y, arreglado el punto de reunión, y habiendo alguien ofrecido a proveer el ave, se mandaba notificar a los vecinos. A la hora acordada, todos los hombres y mozos, desde algunas leguas a la redonda, acudían al lugar, montados en sus mejores pingos. Al aparecerse en la cancha el hombre que llevaba el pato, los otros daban caza y luego le alcanzaban y le arrancaban la pelota de la mano; entonces el vencedor, a su turno, era perseguido; y al ser alcanzado solía haber una pelea, como en el fútbol, con la diferencia que los contendientes estaban montados a caballo antes de derribarse unos a otros al suelo. A veces, en este trance, un par de jugadores atolondrados, furiosos por haber sido vencidos, desenvainaban sus facones para probar cuál de los dos tenía la razón o cuál era el de más valer; pero hubiera o no pelea, alguien se apoderaba del pato y se lo llevaba para ser él, en su turno acosado.
Se recorrían de esta manera leguas y leguas de terreno; y, por fin, alguno, con más suerte o mejor montado que sus rivales, se posesionaba del pato, y, escabulléndose por entre los paisanos, desparramados por la pampa, lograba escaparse. Era el vencedor, y, como tal, tenía el derecho de llevarse el ave a su casa y comérsela.
Esto era sin embargo una mera ficción: el hombre que se llevaba el pato, enderezaba para el primer rancho, seguido de todos los demás; y, en seguido, no sólo se cocinaba el pato, sino también una gran porción de carne, para alimentar a los que habían tomado parte.
Mientras se aderezaba la cena, se mandaba alguien a los ranchos vecinos, para convidar a las mujeres; y, al llegar éstas, empezaba el baile, que duraba toda la noche.
Para el gaucho, que se apegaba a su caballo desde la niñez, casi con la misma espontaneidad que un parásito al animal a cuyas expensas vive, el pato era el juego de todos los juegos. Ni pudo haber habido un juego mejor adaptado para hombres cuya existencia o cuyo éxito en la vida dependió tanto de su equitación, y cuya gloria principal era poder mantenerse a caballo en todo apuro; y cuando eso no era posible, dejarse caer graciosamente y de pie, como un gato. La gente de la pampa tenía una afición loca a este juego, hasta que llegó el tiempo en que se le ocurrió a un Presidente de la República (Rozas) ponerle fin, y con una plumada lo suprimió para siempre. 3
Referencias
1  Bartolomé Mire, Rimas, Buenos Aires,  1876,  pags. 342-343, en Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, pp. 133.
2 Tomás J. Hútchinson, Buenos Aires y otras Provincias Argentinas, Buenos Aires, 1945, pág. 111, en Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, pp. 133.
3 Citado en Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, págs. 136-137.



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Facundo: PARTE SEGUNDA - CAPÍTULO QUINTO

CAPÍTULO V.

GUERRA SOCIAL.--LA TABLADA

«Il y a un quatrième élément qui arrive, ce sont les barbares, ce sont des hordes nouvelles, qui viennent se jeter dans la société antique avec une compléte fraîcheur de moeurs, d'âme et d'esprit; qui n'ont rien fait, qui sont prêts à tout recevoir avec toute l'aptitude de l'ignorance la plus docile, et la plus naïve.»
LHERMINIER.



La Presidencia ha caído en medio de los silbos y las rechiflas de sus adversarios. Dorrego, el hábil jefe de la oposición en Buenos Aires, es el amigo de los Gobiernos del interior, sus fautores y sostenedores en la campaña parlamentaria en que logró triunfar. En el exterior, la victoria parece haberse divorciado con la República, y aunque sus armas no sufren desastres en el Brasil, se siente por todas partes la necesidad de la paz. La oposición de los jefes del interior había debilitado al ejército, destruyendo o negando los contingentes que debían reforzarlo. En el interior reina una tranquilidad aparente; pero el suelo parece removerse, y rumores extraños turban la quieta superficie. La Prensa de Buenos Aires brilla con resplandores siniestros; la amenaza está en el fondo de los artículos que se lanzan diariamente oposiciones y Gobierno.

La administración Dorrego siente que el vacío empieza a hacerse en torno suyo; que el partido de la _ciudad_, que se ha denominado federal y lo ha elevado, no tiene elementos para sostenerse con brillo después de la presidencia. La administración Dorrego no había resuelto ninguna de las cuestiones que tenían dividida la República, mostrando, por el contrario, toda la impotencia del federalismo.

Dorrego era _porteño_ antes de todo. ¿Qué le importaba el interior? El ocuparse de sus intereses habría sido manifestarse _unitario_, es decir, nacional. Dorrego había prometido a los caudillos y pueblos todo cuanto podía afianzar la perpetuidad de los unos y favorecer los intereses de los otros; elevado, empero, al Gobierno, ¿qué nos importa, decía allá en sus círculos, que los tiranuelos despoticen a esos pueblos? ¿Qué valen para nosotros 4.000 pesos anuales dados a López y 18.000 a Quiroga, para nosotros, que tenemos el puerto y la Aduana que nos produce millón y medio, que el _fatuo_ Rivadavia quería convertir en rentas nacionales? Porque no olvidemos que el sistema de aislamiento se traduce por una frase cortísima: cada uno para sí. ¿Pudo prever Dorrego y su partido que las provincias vendrían un día a castigar a Buenos Aires por haberles negado su influencia civilizadora, y que, a fuerza de despreciar su atraso y su barbarie, ese atraso y esa barbarie habían de penetrar en las calles de Buenos Aires, establecerse allí y sentar sus reales en el fuerte?

Pero Dorrego podía haberlo visto, si él o los suyos hubiesen tenido mejores ojos. Las provincias estaban ahí, a las puertas de la ciudad, esperando la ocasión de penetrar en ella. Desde los tiempos de la Presidencia, los decretos de la autoridad civil encontraban una barrera impenetrable en los arrabales exteriores de la ciudad. Dorrego había empleado como instrumento de oposición esta resistencia exterior, y cuando su partido triunfó condecoró al aliado de extramuros con el dictado de _Comandante general de la Campaña_. ¿Qué lógica de hierro es ésta que hace escalón indispensable para un caudillo su elevación a comandante de campaña? Donde no existe este andamio, como sucedía entonces en Buenos Aires, se levanta exprofeso, como si se quisiese, antes de meter el lobo en el redil, exponerlo a las miradas de todos y elevarlo en los escudos.

Dorrego, más tarde, encontró que el _Comandante de Campaña_, que había estado haciendo bambolear la Presidencia y tan poderosamente había contribuído a derrocarla, era una palanca aplicada constantemente al Gobierno, y que, caído Rivadavia y puesto en su lugar a Dorrego, la palanca continuaba su trabajo de desquiciamiento. Dorrego y Rosas están en presencia el uno del otro, observándose y amenazándose. Todos los del círculo de Dorrego recuerdan su frase favorita: «_¡El gaucho pícaro!_» «Que siga enredando--decía--, y el día menos pensado lo fusilo.» ¡Así decían también los Ocampo cuando sentían sobre su hombro la robusta garra de Quiroga!

Indiferente para los pueblos del interior, débil con su elemento federal de la _ciudad_ y en lucha ya con el poder de la campaña que había llamado en su auxilio, Dorrego, que ha llegado al Gobierno por la oposición parlamentaria y la polémica, trata de atraerse a los unitarios, a quienes ha vencido. Pero los partidos no tienen ni caridad ni previsión. Los unitarios se le ríen en las barbas; se complotan y se pasan la palabra: «Vacila--dicen--, dejémosle caer.» Los unitarios no comprendían que con Dorrego venían replegándose a la _ciudad_ los que habían querido hacerse intermediarios entre ellos y la campaña, y que el monstruo de que huían no buscaba a Dorrego, sino a la _ciudad_, a las instituciones civiles, a ellos mismos, que eran su más alta expresión.

En este estado de cosas, concluída la paz en el Brasil, desembarca la primera división del ejército mandado por Lavalle. Dorrego conocía el espíritu de los veteranos de la Independencia, que se veían cubiertos de heridas, encaneciendo bajo el peso del morrión, y, sin embargo, apenas eran coroneles, mayores, capitanes, gracias si dos o tres habían ceñido la banda de general, mientras que en el seno de la República, y sin traspasar jamás las fronteras, había decenas de caudillos que en cuatro años habían elevádose de _gauchos malos_ a comandantes, de comandantes a generales, de generales a conquistadores de pueblos y, al fin, a soberanos absolutos de ellos. ¿Para qué buscar motivo al odio implacable que bullía bajo las corazas de los veteranos? ¿Qué les aguardaba después de que el nuevo orden de cosas les había estorbado hacer, como ellos pretendían, ondear sus penachos por las calles de la capital del Imperio?

El 1.º de diciembre amanecieron formados en la plaza de la Victoria los cuerpos de línea desembarcados. El gobernador, Dorrego, había tomado la campaña; los unitarios llenaban las avenidas, hendiendo el aire con sus vivas y sus gritos de triunfo. Algunos días después, 700 coraceros, mandados por oficiales generales, salían por la calle del Perú con rumbo a la Pampa, a encontrar algunos millares de gauchos, indios amigos y alguna fuerza regular, encabezados por Dorrego y Rosas. Un momento después estaba el campo de Navarro lleno de cadáveres, y al día siguiente un bizarro oficial, que hoy está al servicio de Chile, entregaba en el Cuartel general a Dorrego prisionero. Una hora más tarde, el cadáver de Dorrego yacía traspasado de balazos. El jefe que había ordenado la ejecución anunciaba el hecho a la ciudad en estos términos, llenos de abnegación y altanería:

«Participo al Gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que componen esta división.
»La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.
»Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio.
»Saluda al señor ministro con toda consideración,
»_Juan Lavalle._»

¿Hizo mal Lavalle? Tantas veces lo han dicho, que sería fastidioso añadir un sí en apoyo de los que _después_ de palpadas las consecuencias han desempeñado la fácil tarea de incriminar los motivos de donde procedieron. Cuando el mal existe, es porque está en las _cosas_, y allí solamente ha de ir a buscársele; si un _hombre_ lo representa, haciendo desaparecer la _personificación_, se le renueva. César asesinado renació más terrible en Octavio. Este sentir de Luis Blanc, expresado antes por Lherminier y otros mil, enseñado por la Historia tantas veces, sería un anacronismo objetarlo a nuestros partidos educados hasta 1829 con las exageradas ideas de Mably, Reynal, Rousseau, sobre los déspotas, la tiranía, y tantas otras palabras que aun vemos quince años después formando el fondo de las publicaciones la Prensa.

Lavalle no sabía, por entonces, que matando el cuerpo no se mata el alma, y que los personajes políticos traen su carácter y su existencia del fondo de las ideas, intereses y fines del partido que representan.

Si Lavalle, en lugar de Dorrego, hubiese fusilado a Rosas, habría quizá ahorrado al mundo un espantoso escándalo, a la humanidad un oprobio, y a la República mucha sangre y muchas lágrimas; pero aun fusilando a Rosas, la _campaña_ no habría carecido de representantes, y no se habría hecho más que cambiar un cuadro histórico por otro. Pero lo que hoy se afecta ignorar es que, no obstante la responsabilidad puramente personal que del acto se atribuye Lavalle, la muerte de Dorrego era una consecuencia necesaria de las ideas dominantes entonces, y que dando cima a esta empresa, el soldado intrépido hasta desafiar el fallo de la historia, no hacía más que realizar el voto confesado y proclamado del ciudadano.

Sin duda que nadie me atribuirá el designio de justificar al muerto, a expensas de los que sobreviven. Lavalle hacía lo que todos deseaban haber hecho, salvo quizás las formas, lo menos substancial sin duda en caso semejante. ¿Qué había estorbado la proclamación de la Constitución de 1826, sino la hostilidad contra ella de Ibarra, López, Bustos, Quiroga, Ortiz, los Aldao, cada uno dominando una provincia y algunos de ellos influyendo sobre las demás? Luego, ¿qué cosa debía parecer más lógica en aquel tiempo y para aquellos hombres lógicos _à priori_ por educación literaria, sino allanar el único obstáculo que, según ellos, se presentaba para la suspirada organización de la República? Estos errores políticos que pertenecen a una época más bien que a un hombre, son, sin embargo, muy dignos de consideración, porque de ellos depende la explicación de muchos fenómenos sociales. Lavalle fusilando a Dorrego, como se proponía fusilar a Bustos, López, Facundo y los demás caudillos, respondía a una exigencia de su época, de su partido.

Todavía en 1834 había hombres en Francia que creían que haciendo desaparecer a Luis Felipe, la República francesa volvería a alzarse gloriosa y grande como en tiempos pasados. Acaso también la muerte de Dorrego fué uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el nudo del drama histórico, y que, eliminados, lo dejan incompleto, frío, absurdo. Estábase incubando hacía tiempo en la República la guerra civil; Rivadavia la había visto venir, pálida, frenética, armada de tea y puñales; Facundo, el caudillo más joven y emprendedor, había paseado sus hordas por las faldas de los Andes, y encerrádose a su pesar en su guarida; Rosas, en Buenos Aires, tenía ya su trabajo maduro y en estado de ponerlo en exhibición; era una obra de diez años realizada en derredor del fogón del gaucho, en la pulpería al lado del cantor.

Dorrego estaba de más para todos: para los unitarios, que lo menospreciaban; para los caudillos, a quienes era indiferente; para Rosas, en fin, que ya estaba cansado de aguardar y de surgir a la sombra de los partidos de la _ciudad_; que quería gobernar pronto, incontinenti; en una palabra: pugnaba por producirse aquel elemento que no era, porque no podía serlo, federal en el sentido estricto de la palabra; aquello que se estaba removiendo y agitando desde Artigas hasta Facundo, tercer elemento social, lleno de vigor y de fuerza, impaciente por manifestarse en toda su desnudez, por medirse con las ciudades y la civilización europea.

Si quitáis de la Historia la muerte de Dorrego, Facundo, ¿habría perdido la fuerza de expansión que sentía rebullirse en su alma? Rosas, ¿habría interrumpido su obra de personificación en la campaña en que estaba atareado sin descanso ni tregua desde mucho antes de manifestarse en 1820, o cesado el movimiento iniciado por Artigas e incorporado ya en la circulación de la sangre de la República? ¡No! Lo que Lavalle hizo fué dar con la espada un corte al nudo gordiano en que había venido a enredarse toda la sociabilidad argentina; dando una sangría, quiso evitar el cáncer lento, la estagnación; poniendo fuego a la mecha, hizo que reventase la mina por la mano de unitarios y federales, preparada de mucho tiempo atrás.

Desde este momento nada quedaba que hacer para los tímidos, sino taparse los oídos y cerrar los ojos. Los demás vuelan a las armas por todas partes; el tropel de los caballos hace retemblar la Pampa, y el cañón enseña su negra boca a la entrada de las ciudades.

Me es preciso dejar a Buenos Aires para volver al fondo de las demás provincias a ver lo que en ellas se prepara. Una cosa debo notar de paso, y es que López, vencido en varios encuentros, solicitaba en vano una paz tolerable; que Rosas piensa seriamente en trasladarse al Brasil[30]. Lavalle se niega a toda transacción, y sucumbe. ¿No véis al unitario entero en ese desdén del gaucho, en esa confianza en el triunfo de la ciudad? Pero ya lo he dicho: la _montonera_ fué siempre débil en los campos de batalla, pero terrible en una larga campaña. Si Lavalle hubiera adoptado otra línea de conducta y conservado el puerto en poder de los hombres de la ciudad, ¿qué habría sucedido? El gobierno la sangre de la Pampa, ¿habría tenido lugar?

Facundo estaba en su elemento. Una campaña debía abrirse; los _chasques_ se cruzan por todas partes; el aislamiento feudal va a convertirse en confederación guerrera; todo es puesto en requisición para la próxima campaña, y no es que sea necesario ir hasta las orillas del Plata para encontrar un buen campo de batalla, no; el general Paz con ochocientos veteranos ha venido a Córdoba, batido y destrozado a Bustos, y apoderádose de la ciudad que está a un paso de los Llanos, y que ya asedian e importunan con su algazara las montoneras de la sierra de Córdoba.

Facundo apresura sus preparativos; arde por llegar a las manos con un general manco, que no puede manejar una lanza ni hacer describir círculos al sable. Ha vencido a La Madrid; ¡qué podrá hacer Paz! De Mendoza debe reunírsele don Félix Aldao con un regimiento de auxiliares perfectamente equipados _de colorado_, y disciplinados; y no estando aún lista una fuerza de setecientos hombres de San Juan, Facundo se dirige a Córdoba con 4.000 hombres, ansiosos de medir sus armas con los coraceros del núm. 2 y los altaneros jefes de línea.

La batalla de la Tablada es tan conocida, que sus pormenores no interesan ya. En la _Revue des Deux Mondes_ se encuentra brillantemente descrita; pero hay algo que debe notarse. Facundo acomete la ciudad con todo su ejército, y es rechazado durante un día y una noche de tentativas de asalto, por cien jóvenes dependientes de comercio, treinta artesanos artilleros, diez y ocho soldados tiradores, seis coraceros enfermos, parapetados detrás de zanjas hechas a la ligera y defendidas por sólo cuatro piezas de artillería. Sólo cuando anuncia su designio de incendiar la hermosa ciudad, puede obtener que le entreguen la plaza pública, que es lo único que no está en su poder. Sabiendo que Paz se acerca, deja como inútil la infantería y artillería y marcha a su encuentro con las fuerzas de caballería, que eran, sin embargo, de triple número que el ejército enemigo. Allí fué el duro batallar, allí las repetidas cargas de caballería; ¡pero todo inútil!

Aquellas enormes masas de jinetes que van a revolcarse sobre los ochocientos veteranos, tienen que volver atrás a cada minuto, y volver a cargar para ser rechazados de nuevo. En vano la terrible lanza de Quiroga hace en la retaguardia de los suyos tanto estrago como el cañón y la espada de Ituzaingó hacen al frente. ¡Inútil! En vano remolinean los caballos al frente de las bayonetas y en la boca de los cañones. ¡Inútil! Son las olas de una mar embravecida que vienen a estrellarse en vano contra la inmóvil y áspera roca; a veces queda sepultada en el torbellino que en su derredor levanta el choque; pero un momento después sus crestas negras, inmóviles, tranquilas, reaparecen burlando la rabia del agitado elemento. De cuatrocientos auxiliares sólo quedan sesenta; de seiscientos _colorados_ no sobrevive un tercio, y los demás cuerpos sin nombre se han desecho y convertídose en una masa informe e indisciplinada que se disipa por los campos. Facundo vuela a la ciudad, y al amanecer del día siguiente estaba como el tigre en acecho, con sus cañones e infantes; todo, empero, quedó muy en breve terminado, y mil quinientos cadáveres patentizaron la rabia de los vencidos y la firmeza de los vencedores.

Sucedieron en estos días de sangre dos hechos que siguen después repitiéndose. Las tropas de Facundo mataron en la ciudad al mayor Tejedor, que llevaba en la mano una bandera parlamentaria; en la batalla del segundo día, un coronel de Paz fusiló nueve oficiales prisioneros. Ya veremos las consecuencias.

En la Tablada de Córdoba se midieron las fuerzas de la campaña y de la ciudad bajo sus más altas inspiraciones, Facundo y Paz, dignas personificaciones de las dos tendencias que van a disputarse el dominio de la República. Facundo, ignorante, bárbaro, que ha llevado por largos años una vida errante que sólo alumbra de vez en cuando los reflejos siniestros del puñal que gira en torno suyo; valiente hasta la temeridad, dotado de fuerzas hercúleas, gaucho de a caballo como el primero, dominándolo todo por la violencia y el terror, no conoce más poder que el de la fuerza brutal, no tiene fe sino en el caballo; todo lo espera del valor, de la lanza, del empuje terrible de sus cargas de caballería. ¿Dónde encontraréis en la República Argentina un tipo más acabado del ideal del gaucho malo? ¿Creéis que es torpeza dejar en la _ciudad_ su infantería y artillería? No; es instinto, es gala de gaucho; la infantería deshonraría el triunfo cuyos laureles debe coger desde a caballo.

Paz es, por el contrario, el hijo legítimo de la ciudad, el representante más cumplido del poder de los pueblos civilizados. Lavalle, La Madrid y tantos otros, son argentinos siempre, soldados de caballería, brillantes como Murat, si se quiere; pero el instinto gaucho se abre paso por entre la coraza y las charreteras. Paz es militar a la europea: no cree en el valor solo si no se subordina a la táctica, la estrategia y la disciplina; apenas sabe andar a caballo; es, además, manco y no podría manejar una lanza. La ostentación de fuerzas numerosas le incomoda; pocos soldados, pero bien instruídos. Dejadle formar un ejército, esperad que os diga: ya está en estado, y concededle que escoja el terreno en que ha de dar la batalla, y podéis fiarle entonces la suerte de la República. Es el espíritu guerrero de la Europa hasta en el arma en que ha servido; es artillero, y, por tanto, matemático, científico, calculador. Una batalla es un problema que resolverá por ecuaciones, hasta daros la incógnita, que es la victoria.

El general Paz no es un genio, como el artillero de Tolón, y me alegro de que no lo sea; la libertad pocas veces tiene mucho que agradecer a los genios. Es un militar hábil y un administrador honrado, que ha sabido conservar las tradiciones europeas y civiles, y que espera de la ciencia lo que otros aguardan de la fuerza brutal; es, en una palabra, el representante legítimo de las _ciudades_, de la civilización europea, que estamos amenazados de ver interrumpida en nuestra patria. ¡Pobre general Paz! ¡Gloríate en medio de tus repetidos contratiempos! ¡Contigo andan los penates de la República Argentina! Todavía el destino no ha decidido entre ti y Rosas, entre la _ciudad_ y la pampa, entre la banda celeste y la cinta _colorada_. Tenéis la única cualidad de espíritu que vence al fin la resistencia de la materia bruta, la que hizo el poder de los mártires. Tenéis fe. ¡Nunca habéis dudado! ¡La fe os salvará y en ti la civilización!

Algo debe haber de predestinado en este hombre. Desprendido del seno de una revolución mal aconsejada como la de 1.º de Diciembre, él es el único que sabe justificarla con la victoria; arrebatado de la cabeza de su ejército por el poder sublime del gaucho, anda de prisión en prisión diez años, y Rosas mismo no se atreve a matarlo, como si un ángel tutelar velara sobre la conservación de sus días. Escapado como por milagro en medio de una noche tempestuosa, las olas agitadas del Plata le dejan al fin tocar la ribera oriental; rechazado aquí, desairado allá, le entregan al fin las fuerzas extenuadas de una provincia que ha visto sucumbir ya dos ejércitos. De estas migajas que recoge con paciencia y prolijidad, forma sus medios de resistencia, y cuando los ejércitos de Rosas han triunfado por todas partes y llevado el terror y la matanza por todos los confines de la República, el general manco, el general boleado, grita desde los pantanos de Canguazú: ¡la República vive aún! Despojado de sus laureles por la mano de los mismos a quienes ha salvado, y arrojado indignamente de la cabeza de su ejército, se salva de entre sus enemigos en el Entre Ríos, porque el cielo desencadena sus elementos para protegerlo, y porque el gaucho del bosque, Montiel, no se atreve a matar al buen manco que no mata a nadie. Llegado a Montevideo, sabe que Rivera ha sido derrotado, acaso porque él no estuvo para enredar al enemigo en sus propias maniobras. Toda la _ciudad_, consternada, se agolpa a su humilde morada de fugitivo a pedirle una palabra de consuelo, una vislumbre de esperanza. «Si me dieran veinte días, no toman la plaza», es la única respuesta que da sin entusiasmo, pero con la seguridad del matemático. Dale Oribe lo que Paz pide, y tres años van corriendo desde aquel día de consternación para Montevideo.

Cuando ha afirmado bien la plaza y habituado a la guarnición improvisada a pelear diariamente, como si fuera ésta una ocupación como cualquiera otra de la vida, vase al Brasil, se detiene en la Corte más tiempo que el que sus parciales desearan, y cuando Rosas esperaba verlo bajo la vigilancia de la policía imperial, sabe que está en Corrientes disciplinando seis mil hombres, que ha celebrado una alianza con el Paraguay, y más tarde llega a sus oídos que el Brasil ha invitado a la Francia y a la Inglaterra para tomar parte en la lucha; de manera que la cuestión entre la _campaña_ pastora y las _ciudades_ se ha convertido al fin en cuestión entre el manco matemático, el científico Paz y el gaucho bárbaro Rosas; entre la pampa por un lado, y Corrientes, el Paraguay, el Uruguay, el Brasil, la Inglaterra y la Francia por otro.

Lo que más honra a este general es que los enemigos a quienes ha combatido no le tienen ni rencor ni miedo. La _Gaceta_ de Rosas, tan pródiga en calumnias y difamaciones, no acierta a injuriarlo con provecho, descubriendo a cada paso el respeto que a sus detractores inspira; llámale manco boleado, castrado, porque siempre ha de haber una brutalidad y una torpeza mezclada con los gritos sangrientos del caribe. Si fuese a penetrarse en lo íntimo del corazón de los que sirven a Rosas, se descubriría la afección que todos tienen al general Paz, y los antiguos federales no han olvidado que él era el que estaba siempre protegiéndolos contra el encono de los antiguos unitarios. ¡Quién sabe si la Providencia, que tiene en sus manos la suerte de los Estados, ha querido guardar este hombre, que tantas veces ha escapado a la destrucción, para volver a reconstituir la República bajo el imperio de las leyes que permiten la libertad sin la licencia, y que hacen inútil el terror y las violencias que los estúpidos necesitan para mandar! Paz es provinciano, y como tal presenta ya una garantía de que no sacrificaría las provincias a Buenos Aires y al puerto, como lo hace hoy Rosas, para tener millones con que empobrecer y barbarizar a los pueblos del interior; como los federales de las _ciudades_ acusaban al Congreso de 1826.

El triunfo de la Tablada abría una nueva época para la ciudad de Córdoba, que hasta entonces, según el mensaje pasado a la Representación provincial por el general Paz, «había ocupado el último lugar entre los pueblos argentinos»; «recordad que ha sido--continúa el mensaje--donde se han cruzado las medidas y puesto obstáculo a todo lo que ha tenido tendencia a constituir la nación, o esta misma provincia, ya sea bajo el sistema federal, ya bajo el unitario».

Córdoba, como todas las ciudades argentinas, tenía su elemento federal, ahogado hasta entonces por el Gobierno absoluto y quietista, como el de Bustos. Desde la entrada de Paz, este elemento oprimido se manifiesta en la superficie, mostrando cuanto se ha robustecido durante los nueve años de aquel Gobierno español.

He pintado antes ya a Córdoba, la antagonista en ideas a Buenos Aires; pero hay una circunstancia que la recomienda poderosamente para el porvenir. La ciencia es el mayor de los títulos para el cordobés; dos siglos de Universidad han dejado en las conciencias esta civilizadora preocupación, que no existe tan hondamente arraigada en las otras provincias del interior; de manera que no bien cambiara la dirección y materia de los estudios, pudo Córdoba contar ya con un mayor número de sostenedores de la civilización, que tiene por causa y efecto el dominio y cultivo de la inteligencia.

Ese respeto a las luces, ese valor tradicional concedido a los títulos universitarios, desciende en Córdoba hasta las clases inferiores de la sociedad, y no de otro modo puede explicarse cómo las masas _cívicas_ de Córdoba abrazaron la revolución civil que traía Paz, con un ardor que no se ha desmentido diez años después, y que ha preparado millares de víctimas de entre las clases artesana y proletaria de la ciudad, a la ordenada y fría rabia del mazorquero. Paz traía consigo un intérprete para entenderse con las masas cordobesas de la ciudad: ¡Barcala!, el coronel negro que tan gloriosamente se había ilustrado en el Brasil, y que se paseaba del brazo con los jefes del ejército; Barcala, el liberto consagrado durante tantos años a mostrar a los artesanos el buen camino, y a hacerles amar una revolución que no distinguía ni color ni clase para condecorar el mérito; Barcala fué el encargado de popularizar el cambio de ideas y miras obrado en la ciudad, y lo consiguió más allá de lo que se creía deber esperarse. Los cívicos de Córdoba pertenecen desde entonces a la _ciudad_, al orden civil, a la civilización.

La juventud cordobesa se ha distinguido en la actual guerra por la abnegación y constancia que ha desplegado, siendo infinito el número de los que han sucumbido en los campos de batalla, en las matanzas de la mazorca, y mayor aún el de los que sufren los males de la expatriación. En los combates de San Juan quedaron las calles sembradas de esos doctores cordobeses, a quienes barrían los cañones que intentaban arrebatar al enemigo.

Por otra parte, el clero, que tanto había fomentado la oposición al Congreso y a la Constitución, había tenido sobrado tiempo para medir el abismo a que conducían la civilización, los defensores del _culto exclusivo_ de la clase de Facundo, López y demás, y no vaciló en prestar adhesión decidida al general Paz.

Así, pues, los doctores como los jóvenes, el clero como las masas, aparecieron desde luego unidos bajo un solo sentimiento, dispuestos a sostener los principios proclamados por el nuevo orden de cosas. Paz pudo contraerse ya a reorganizar la provincia y a anudar relaciones de amistad con las otras. Celebróse un tratado con López de Santa Fe, a quien don Domingo de Oro inducía a aliarse con el general Paz; Salta y Tucumán lo estaban ya antes de la Tablada, quedando sólo las provincias occidentales en estado de hostilidad.

jueves, 15 de enero de 2015

El salto de la maroma


Es sabido que al gaucho le gustó siempre hacer gala de su destreza y coraje. Hábil jinete, famoso por su cortesía y generosidad, aunque también por su propensión a la pelea y al juego, el gaucho tenía diversos modos de esparcimiento. La taba, el truco, las interminables payadas y la competencia de malambo eran algunos de sus entretenimientos. Pero también estaban los que practicaban con su inseparable compañero, el caballo, como el pato, la sortija, la doma y las carreras o cuadreras.

Entre las pruebas de mayor osadía de estos centauros de la pampa se destacaba el salto de la maroma. Esta práctica audaz consistía en encerrar en un corral unos cuantos potros sin domar y abrir la tranquera dejando a la tropilla de caballos salir azuzados en estampida.

La maroma, ubicada generalmente a más de tres metros de altura, es el travesaño que une los extremos de los postes de la tranquera. Para realizar este salto, el gaucho se colgaba de este poste con las piernas abiertas, dejándose caer sobre el lomo de uno de los potros que pasan al galope por debajo, generalmente el último, para evitar ser pisoteado en caso de caídas. El gaucho debía sujetarse de las crines del animal, asegurándose con sus espuelas y dando dirección con el rebenque. El potro, sorprendido por el inesperado jinete, comenzaba a corcovear dando coces, procurando derribar al intrépido jinete. Finalmente, agotado y rendido, el animal se dejaba manejar mansamente.

Compartimos en esta oportunidad las impresiones del geógrafo británico H. C. Ross Johnson sobre esta prueba audaz. La escena descripta tuvo lugar en la estancia “El Carrizal”, de San Lorenzo, provincia de Santa Fe, en septiembre de 1867.

Fuente: Carlos G. Daws, El Salto de la Maroma. Cómo lo vio un viajero inglés en 1867, Buenos Aires, Museo Familiar Gauchesco, 1938.

Era sorprendente, en realidad, una singular proeza de los gauchos de antaño. La entrada del corral se hallaba cerrada por cinco toscos palos cruzados a manera de puerta, en lugar de los usuales portones de Inglaterra, y con la salvedad de que el más elevado se alzaba a ocho pies del suelo. Entre las yeguas encerradas había una de pelo obscuro, grandota, como de cinco años, de mirada vivaz y de unos quince palmos de alzada. Se la veía inquieta en grado sumo por la inmotivada  privación de su libertad.

Cambiadas una o dos palabras con su capataz, el señor nos indicó saliéramos de aquél, cuando vino un gaucho, con enormes espuelas, llevando en la mano sólo un pesado rebenque; trepóse al más alto palo de la tranquera y colgado en ese travesaño se mantenía en balanceo, tocando apenas, para conseguirlo, uno de los horcones laterales. Otro gaucho, retirando previamente los cuatro palos inferiores, entró a su vez al corral; revoleando el lazo en alto, asustó al montó de yeguarizos encerrados, que en tropel escaparon por la puerta. Espiando atento la oportunidad de que los animales pasaran por debajo, el paisano se descolgó con agilidad, cayendo montado, justamente, sobre el lomo de la arisca yegua obscura, quien, sorprendida, aminoró por segundos la carrera, hasta que, sintiendo el lonjazo del rebenque sobre los flancos, lanzó un bufido y, dando dos o tres corcovos, reanudó la frenética disparada, gacha la cabeza, campo afuera.

No menos excitado  parecía el temerario jinete, el cual, azuzándola como un demonio, castigando y espoleando al bagual, llegó hasta perderse de vista. El patrón, sin embargo, nos aseguró su pronto regreso, como, en efecto, sucedió al cabo de un cuarto de hora, volviendo la yegua a tropezones, exhausta de cansancio, aunque exhibiendo el blanco de los ojos en su contenido furor, caídas las orejas, pero siempre arisca, cediendo a las cachetadas del rebenque sobre entrambos lados de la quijada.

Apeado el gaucho, deslizándose con salto ágil de la yegua todavía en movimiento, se nos presentó perfectamente tranquilo, dando la impresión de no haber realizado cosa alguna fuera de lo común. La yegua, en cambio, no quedó así: cubiertos de espuma los temblorosos flancos, cortados y ensangrentados por las agudas rodajas de las espuelas, detúvose pocas yardas más, como rendida; después, olfateando el pasto, relinchó al verse libre y, al echarse, rodó sobre sí misma, revolcándose, débilmente primero, luego con más energía; a los tres o cuatro minutos se incorporó, sacudiéndose vigorosamente, y, recién cuando dimos algunos pasos hacia ella, largó varias coces al aire  y al tranco largo inició vertiginosa carrera, sin descanso, desapareciendo al fin, expresándonos entonces el señor… que posiblemente no pararía hasta encontrarse con los compañeros de la manada, que hacía ya tiempo se nos perdieron en lontananza…

http://www.elhistoriador.com.ar/articulos/miscelaneas/el_salto_de_la_maroma.php


Facundo: PARTE SEGUNDA - CAPÍTULO CUARTO

CAPÍTULO IV

ENSAYOS.--ACCIONES DEL TALA Y DEL RINCÓN

¡Cuánto dilata el día!, porque mañana quiero galopar diez cuadras sobre un campo sembrado de cadáveres.
SHAKESPEARE.



Tal como lo hemos pintado era en 1825 la fisonomía política de la República cuando el Gobierno de Buenos Aires invitó a las provincias a reunirse en un congreso para darse una forma de gobierno general. De todas partes fué acogida esta idea con aprobación, ya fuese que cada caudillo contase con _constituirse_ caudillo legítimo de su provincia, ya que el brillo de Buenos Aires ofuscase todas las miradas y no fuese posible negarse sin escándalo a una pretensión tan racional. Se ha impuesto al Gobierno de Buenos Aires como una falta haber promovido esta cuestión, cuya solución debía ser tan funesta para él mismo y para la civilización; pero toda civilización, como las religiones mismas, es generalizadora, propagandista, y mal creería un hombre que no deseara que todos creyesen como él.

Facundo recibió en La Rioja la invitación, y acogió la idea con entusiasmo, quizá por aquellas simpatías que los espíritus altamente dotados tienen por las cosas esencialmente buenas.

A esta sazón la República se preparaba para la guerra del Brasil, y a cada provincia se había encomendado la formación de un regimiento para el ejército. A Tucumán vino con este encargo el general La Madrid que, impaciente por obtener los reclutas y elementos necesarios para levantar su regimiento, no trepidó mucho en derrocar aquellas autoridades morosas y subir él al Gobierno a fin de expedir los decretos convenientes al efecto. Este acto subversivo ponía al Gobierno de Buenos Aires en una posición delicada. Había desconfianza en los gobiernos, celos de provincia, y el coronel La Madrid, venido de Buenos Aires y trastornando un Gobierno provincial, lo hacía aparecer a los ojos de la nación como instigador. Para desvanecer esta sospecha, el Gobierno de Buenos Aires insta a Facundo que invada a Tucumán y restablezca las autoridades provinciales. La Madrid explica al Gobierno el motivo real, aunque bien frívolo, por cierto, que lo ha impulsado, y protesta de su adhesión inalterable. Pero ya era tarde: Facundo estaba en movimiento, y era preciso prepararse a rechazarlo. La Madrid pudo disponer de un armamento que pasaba para Salta; pero por delicadeza, por no agravar más los cargos que contra él pesaban, se contentó con tomar 50 fusiles y otros tantos sables, suficientes, según él, para acabar con la fuerza invasora.

Es el general La Madrid uno de esos tipos naturales del suelo argentino. A la edad de catorce años empezó a hacer la guerra a los españoles, y los prodigios de su valor romancesco pasan los límites de lo posible; se ha hallado en ciento cuarenta encuentros, en todos los cuales la espada de La Madrid ha salido mellada y destilando sangre; el humo de la pólvora y los relinchos de los caballos lo enajenan materialmente, y con tal que él acuchille todo lo que se le pone por delante, caballos, cañones, infantes, aunque la batalla se pierda. Decía que es un tipo natural de aquel país, no por esta valentía fabulosa, sino porque es oficial de caballería y poeta además. Es un Tirteo que anima al soldado con canciones guerreras, el cantor de que hablé en la primera parte; es el espíritu gaucho, civilizado y consagrado a la libertad. Desgraciadamente, no es un general cuadrado como lo pedía Napoleón; el valor predomina sobre las otras cualidades del general en proporción de ciento a uno. Y si no, ved lo que hace en Tucumán; pudiendo, no reúne fuerzas suficientes, y con un puñado de hombres presenta la batalla, no obstante que lo acompaña el coronel Díaz Vélez, poco menos valiente que él. Facundo traía doscientos infantes y sus _Colorados_ de caballería. La Madrid tiene cincuenta infantes y algunos escuadrones de milicias. Comienza el combate, arrolla la caballería de Facundo, y a Facundo mismo, que no vuelve a campo de batalla sino después de concluído todo. Queda la infantería en columna cerrada; La Madrid manda cargarla, no es obedecido, y carga él solo. Cierto; él solo atropella la masa de infantería; voltéanle el caballo, se endereza, vuelve a cargar su amo; mata, hiere, acuchilla todo lo que está a su alcance, hasta que caen caballo y caballero traspasados de balas y bayonetazos, con lo cual la victoria se decide por la infantería. Todavía en el suelo le hunden en la espalda la bayoneta de un fusil, le disparan el tiro, y la bala y bayoneta lo traspasan, asándolo además con el fogonazo. Facundo vuelve al fin a recuperar su _bandeja_ negra que ha perdido, y se encuentra con una batalla ganada, y La Madrid muerto, bien muerto. Su ropa estaba ahí; su espada, su caballo, nada falta, excepto su cadáver, que no puede reconocerse entre los muchos mutilados y desnudos que yacen en el campo. El coronel Díaz Vélez, prisionero, dice que su hermano tenía una lanzada en una pierna; no hay cadáver allí con herida semejante.

La Madrid, acribillado de once heridas, se había arrastrado hasta unos matorrales, donde su asistente lo encontró delirando con la batalla, y respondiendo al ruido de pasos que se acercaban: «¡No me rindo!» Nunca se había rendido el coronel La Madrid hasta entonces.

He aquí la famosa acción del Tala, primer ensayo de Quiroga fuera de los términos de la provincia. Ha vencido en ella al valiente de los valientes, y conserva su espada como trofeo de la victoria. ¿Se detendrá ahí? Pero veamos la fuerza que Rivadavia ha opuesto al coronel del regimiento número 15, que ha trastornado un gobierno para equipar su cuerpo. Facundo enarbola en el Tala una bandera que no es argentina, que es de su invención. Es un paño negro con una calavera y huesos cruzados en el centro. Esta es su bandera que ha perdido a principio del combate, y que «va a recobrar--dice a sus soldados dispersos--aunque sea en la puerta del infierno». La muerte, el espanto, el infierno, se presentan en el pabellón y la proclama del general de los Llanos. ¿Habéis visto este mismo paño mortuorio sobre el féretro de los muertos cuando el sacerdote canta _Portæ inferi_?

Pero hay algo más todavía que revela desde entonces el espíritu de la fuerza pastora, árabe, tártara, que va a destruir las ciudades. Los colores argentinos son el celeste y el blanco; el cielo transparente de un día sereno, y la luz nítida del disco del sol; la paz y la justicia para todos. A fuerza de odiar la tiranía y la violencia, nuestro pabellón y nuestras armas excomulgan el blasón y los trofeos guerreros. Dos manos en señal de unión sostienen el gorro frigio del liberto; las ciudades unidas, dice este símbolo, sostendrán la libertad adquirida; el sol principia a iluminar el teatro de este juramento, y la noche va desapareciendo poco a poco. Los ejércitos de la República que llevan la guerra a todas partes para hacer efectivo aquel porvenir de luz, y tornar en día la aurora que el escudo de armas anuncia, visten azul obscuro y con cabos diversos: visten a la europea. Bien; en el seno de la República, del fondo de sus entrañas se levanta el color _colorado_, y se hace el vestido del soldado, el pabellón del ejército, y últimamente, la cucarda nacional, que, so pena de la vida, ha de llevar todo argentino.

¿Sabéis lo que es el color colorado? Yo no lo sé tampoco; pero voy a reunir algunas reminiscencias.

Tengo a la vista un cuadro de las banderas de todas las naciones del mundo. Sólo hay una europea culta, en que el colorado predomine, no obstante el origen bárbaro de sus pabellones. Pero hay otras coloradas; leo: Argel, pabellón colorado con calavera y huesos; Túnez, pabellón colorado; Mogol, ídem; Turquía, pabellón colorado con creciente; Marruecos, Japón, colorado con la cuchilla exterminadora; Siam, Surate, etc., lo mismo.

Recuerdo que los viajeros que intentan penetrar en el interior del Africa se proveen de paño _colorado_ para agasajar a los príncipes negros. El rey de Elve, dicen los hermanos Lardner, llevaba un surtú español de paño _colorado_ y pantalones del mismo color.

Recuerdo que los presentes que el Gobierno de Chile manda los caciques de Arauco, consisten en mantas y ropas _coloradas_, porque este color agrada mucho a los salvajes.

La capa de los emperadores romanos que representaban al dictador, era de púrpura, esto es, _colorada_.

El manto real de los reyes bárbaros de Europa fué siempre _colorado_.

La España ha sido el último país europeo que ha repudiado el _colorado_, que llevaba en la capa grana.

Don Carlos en España, el pretendiente absoluto, iza una bandera _colorada_.

El Reglamento Regio de Génova[27], disponiendo que los senadores lleven toga purpúrea, _colorada_, previene que se practique así particularmente «in escecuzione di giudicato criminale ad effectto de incutere colla grave sua decorosa presenza il _terrore_ e lo _spavento_ nel cativi».

El verdugo en todos los Estados europeos vestía de _colorado_ hasta el siglo pasado.

Artigas agrega al pabellón argentino una franja diagonal _colorada_.

Los ejércitos de Rosas visten de _colorado_.

Su retrato se estampa en una cinta _colorada_.

¿Qué vínculo misterioso liga todos estos hechos? ¿Es casualidad que Argel, Túnez, el Japón, Marruecos, Turquía, Siam, los africanos, los salvajes, los Nerones romanos, los reyes bárbaros, _il terrore e l'spavento_, el verdugo y Rosas, se hallen vestidos con un color proscrito hoy día por las sociedades cristianas y cultas? ¿No es el _colorado_ el símbolo que expresa violencia, sangre y barbarie? Y si no, ¿por qué este antagonismo?

La revolución de la independencia argentina se simboliza en dos tiras celestes y una blanca, cual si dijera: ¡justicia, paz, justicia!

¡La reacción encabezada por Facundo y aprovechada por Rosas se simboliza en una cinta colorada que dice: ¡terror, sangre, barbarie!

La especie humana ha dado en todos tiempos este significado al color grana, colorado, púrpura; id a estudiar el Gobierno en los pueblos que ostentan este color y hallaréis a Rosas y a Facundo: el terror, la barbarie, la sangre corriendo todos los días. En Marruecos el Emperador tiene la singular prerrogativa de matar él mismo a los criminales.

Necesito detenerme sobre este punto. Toda civilización se expresa en trajes, y cada traje indica un sistema de ideas entero. ¿Por qué usamos hoy la barba entera? Por los estudios que se han hecho en estos tiempos sobre la Edad Media; la dirección impresa a la literatura romántica se refleja en la moda. ¿Por qué varía ésta todos los días? Por la libertad del pensamiento; esclavizadlo y tendréis vestido invariable; así en Asia, donde el hombre vive bajo gobiernos como el de Rosas, lleva desde los tiempos de Abraham vestido talar.

Aún hay más: cada civilización ha tenido su traje, y cada cambio en las ideas, cada revolución en las instituciones, un cambio en el vestir. Un traje la civilización romana, otro la Edad Media; el frac no principia en Europa sino después del renacimiento de las ciencias; la moda no la impone al mundo, sino la nación más civilizada; de frac visten todos los pueblos cristianos, y cuando el sultán de Turquía, Abdul Medjil, quiere introducir la civilización europea en sus Estados, depone el turbante, el caftán y las bombachas, para vestir frac, pantalón y corbata.

Los argentinos saben la guerra obstinada que Facundo y Rosas han hecho al frac y a la moda. El año 1840 un grupo de mazorqueros rodea en la obscuridad de la noche a un individuo que iba con levita por las calles de Buenos Aires; los cuchillos están a dos dedos de su garganta. «--Soy Simón Pereira, exclama.--Señor, el que anda vestido así se expone.--Por lo mismo me visto; ¿quién sino yo anda con levita? Lo hago para que me conozcan desde lejos.» Este señor es primo y compañero de negocios de don Juan Manuel Rosas. Pero para terminar las explicaciones que me propongo dar sobre el color _colorado_ iniciado por Facundo e ilustrar con sus símbolos el carácter de la guerra civil, debo referir aquí la historia de la _cinta colorada_ que hoy sale ya a ostentarse afuera. En 1820 aparecieron en Buenos Aires con Rosas los _Colorados de las Conchas_; la campaña mandaba ese contingente. Rosas a los veinte años reviste al fin la _ciudad_ de colorado: casas, puertas, empapelados, vajillas, tapices, colgaduras, etc., etc. Ultimamente consagra este color oficialmente y lo impone como una medida de Estado.

La historia de la cinta colorada es muy curiosa. Al principio fué una divisa que adoptaron los entusiastas; mandóse después llevarlo a todos para que _probase la uniformidad_ de la opinión. Se deseaba obedecer, pero al mudar de vestido se olvidaba. La policía vino en auxilio de la memoria. Se distribuían mazorqueros por las calles, y sobre todo en las puertas de los templos, y a la salida de las señoras se distribuían sin misericordia zurriagazos con vergas de toro. Pero aún quedaba mucho que arreglar. ¿Llevaba uno la cinta negligentemente anudada?, ¡vergazos!; era unitario. ¿Llevábala chica?, ¡vergazos!; era unitario. ¿No la llevaba?, ¡degollarlo por contumaz! No paró ahí ni la solicitud del Gobierno ni la educación pública. No bastaba ser federal ni llevar la cinta, que era preciso además que ostentase el retrato del ilustre restaurador sobre el corazón, en señal de amor _intenso_, y los letreros _mueran los salvajes inmundos unitarios_[28]. ¿Creeríase que con esto estaba terminada la obra de envilecer a un pueblo culto y hacerle renunciar a toda dignidad personal? ¡Ah!, todavía no estaba bien disciplinado. Amanecía una mañana en una esquina de Buenos Aires un figurón pintado en papel con una cinta flotante de media vara. En el momento que alguno la veía, retrocedía despavorido llevando por todas partes la alarma, entrábase en la primer tienda y salía de allí con una cinta de media vara. Diez minutos después toda la ciudad se presentaba en las calles, cada uno con su cinta flotante de media vara de largo. Aparecía otro día otro figurón con una ligera alteración en la cinta, la misma maniobra.

Si alguna señorita se olvidaba del moño colorado, la policía le pegaba _gratis_ uno en la cabeza ¡con brea derretida! ¡Así se ha conseguido uniformar la opinión! ¡Preguntad en toda la República Argentina si hay uno que no sostenga y crea que es federal...! Ha sucedido mil veces que un vecino ha salido a la puerta de su casa, y visto barrida la parte fronteriza de la calle, al momento ha mandado barrer, le ha seguido su vecino, y en media hora ha quedado barrida toda la calle entera, creyéndose que era una orden de la policía. Un pulpero iza una bandera por llamar la atención, velo el vecino, y temeroso de ser tachado de tardo por el gobernador, iza la suya, ízanla los del frente, ízanla en toda la calle, pasa a otras y en un momento queda empavesado Buenos Aires. La policía se alarma, inquiere qué noticia tan fausta se ha recibido que ella ignora, sin embargo... ¡Y éste era el pueblo que rendía a 11.000 ingleses en las calles y mandaba después cinco ejércitos por el continente americano a caza de españoles!

Es que el terror es una enfermedad del ánimo que aqueja a las poblaciones, como el cólera morbo, la viruela, la escarlatina. Nadie se libra al fin del contagio. Y cuando se trabaja de diez años consecutivos para inocularlo, no resisten al fin ni los ya vacunados. ¡No os riáis, pues, pueblos hispanoamericanos al ver tanta degradación! ¡Mirad que sois españoles, y la inquisición educó así a la España! Esta enfermedad la traemos en la sangre. ¡Cuidado, pues!

Volvamos a tomar el hilo de los hechos. Facundo entró triunfante en Tucumán y regresó a La Rioja pasados unos pocos días, sin cometer actos notables de violencia y sin imponer contribuciones. Es que la regularidad constitucional de Rivadavia había formado una conciencia pública que no era posible arrastrar de un golpe.

Facundo regresa a La Rioja; pero enemigo de la Presidencia que lo ha comisionado para deponer a La Madrid, Quiroga no sabía qué decir fijamente sobre el motivo de esta oposición a la Presidencia, lo que es muy natural. Él mismo no podría haberse dado cuenta de ello. «Yo no soy federal--decía siempre--, que soy tonto.» «¿Sabe usted--decía una vez a don Dalmacio Vélez--, por qué, he hecho la guerra? ¡Por esto!» Y sacaba una onza de oro. Mentía Facundo.

Otras veces decía: «Carril, gobernador de San Juan, me hizo un desaire desatendiendo mi recomendación por Carita, y me eché por eso en la oposición al Congreso.» Mentía.

Sus enemigos decían: «Tenía muchas acciones en la Casa de la Moneda, y propusieron venderla al Gobierno Nacional en 300.000 pesos. Rivadavia rechazó esta propuesta porque era un robo escandaloso, y Facundo se alistó desde entonces entre sus enemigos.» El hecho es cierto, pero no fué éste el motivo.

Créese que cedió a las sugestiones de Bustos e Ibarra para oponerse, pero hay un documento que acredita lo contrario. En carta que escribía al general La Madrid en 1832, le decía: «Cuando fuí invitado por los muy nulos y bajos Bustos e Ibarra, no considerándoles capaces de hacer oposición con provecho al déspota presidente don Bernardino Rivadavia, los desprecié; pero habiéndome asegurado el edecán del finado Bustos, coronel don Manuel del Castillo, que usted estaba de acuerdo en este negocio y era el más interesado en él, no trepidé un momento en decidirme a arrostrar todo compromiso, contando únicamente con su espada para esperar un desenlace feliz... ¡Cuál fué mi chasco...!»

No era federal, ni ¡cómo había de serlo! Qué, ¿es necesario ser tan ignorante como un caudillo de campaña para conocer la forma de gobierno que más conviene a la República? Cuanta menos instrucción tiene un hombre, ¿tanta más capacidad es la suya para juzgar de las arduas cuestiones de la alta política? Pensadores como López, como Ibarra, como Facundo, ¿eran los que con sus estudios históricos, sociales, geográficos, filosóficos, legales, iban a resolver el problema de la conveniente organización de un Estado? ¡Eh!... Dejemos esas torpezas a don Juan Manuel Rosas, que sabe que, clavando a los hombres un trapo colorado en el pecho, las cuestiones están resueltas. Dejemos a un lado las palabras vanas con que con tanta imprudencia se han burlado de los incautos. Facundo dió contra el Gobierno que lo había mandado a Tucumán, por la misma razón que dió contra Aldao, que lo mandó a La Rioja. Se sentía fuerte y con voluntad de obrar; impulsábalo a ello un instinto ciego, indefinido, y obedecía a él; era el comandante de campaña, el gaucho malo, enemigo de la justicia civil, del orden civil, del hombre decente, del sabio, del frac, de la _ciudad_, en una palabra. La destrucción de todo esto le estaba encomendada de lo alto, y no podía abandonar su misión.

Por este tiempo una singular cuestión vino a complicar los negocios. En Buenos Aires, puerto de mar, residencia de 16.000 extranjeros, el Gobierno propuso conceder a estos extranjeros la libertad de cultos, y la parte más ilustrada del clero sostuvo y sancionó la ley; los conventos fueron secularizados y rentados los sacerdotes. En Buenos Aires este asunto no metió bulla, porque eran puntos éstos en que las opiniones estaban de acuerdo; las necesidades eran patentes. La cuestión de libertad de cultos es en América una cuestión de política y de economía. Quien dice libertad de cultos, dice inmigración europea y población. Tan no causó impresión en Buenos Aires, que Rosas no se ha atrevido a tocar nada de lo acordado entonces, y es preciso que sea un absurdo inconcebible aquello que Rosas no intente.

En las provincias, empero, ésta fué una cuestión de religión, de salvación y condenación eterna. ¡Imagináos cómo la recibiría Córdoba! En Córdoba se levantó una inquisición. San Juan experimentó una sublevación _católica_, porque así se llama el partido para distinguirse de los _libertinos_, sus enemigos. Sofocada esta revolución en San Juan, sábese un día que Facundo está a las puertas de la ciudad con una bandera negra dividida por una cruz sanguinolenta, rodeada de este lema: _¡Religión o muerte!_

¿Recuerda el lector que he copiado de un manuscrito que Facundo _nunca se confesaba, ni oía misa, ni rezaba, y que él mismo decía que no creía en nada_? Pues bien: el espíritu de partido aconsejó a un célebre predicador llamarlo el _Enviado de Dios_ e inducir a la muchedumbre a seguir sus banderas. Cuando este mismo sacerdote abrió los ojos y se separó de la cruzada criminal que había predicado, Facundo decía que nada más sentía que no haberlo a las manos para darle seiscientos azotes.

Llegado a San Juan, los principales de la ciudad, los magistrados que no habían fugado; los sacerdotes, complacidos por aquel auxilio divino, salen a encontrarlo, y en una calle forman dos largas filas. Facundo pasa sin mirarlos; síguenle a la distancia, turbados, mirándose unos a otros en la común humillación, hasta que llegan al centro de un potrero de alfalfa, alojamiento que el general pastor, este _hicso_ moderno, prefiere a los adornados edificios de la ciudad. Una negra que lo había servido en su infancia se presenta a ver a su Facundo; la sienta a su lado, conversa afectuosamente con ella, mientras que los sacerdotes, los notables de la ciudad, están de pie, sin que nadie les dirija la palabra, sin que el jefe se digne despedirlos.

Los _católicos_ debieron quedar un poco dudosos de la importancia e idoneidad del auxilio que tan inesperadamente les venía. Pocos días después, sabiendo que el cura de la Concepción era _libertino_, mandó traerlo con sus soldados, vejarlo en el tránsito, ponerle una barra de grillos, mandándole prepararse para morir. Porque han de saber mis lectores chilenos que por entonces había en San Juan sacerdotes _libertinos_, curas, clérigos, frailes, que pertenecían al partido de la Presidencia. Entre otros, el presbítero Centeno, muy conocido en Santiago, fué, con otros seis, uno de los que más trabajaron en la reforma eclesiástica. Mas era necesario hacer algo en favor de la religión para justificar el lema de la bandera. Con laudable fin escribe una esquelita a un sacerdote amigo suyo, pidiéndole consejo sobre la resolución que ha tomado, dice, de fusilar a todas las autoridades, en virtud de no haber decretado aún la devolución de las temporalidades.

El buen sacerdote, que no había previsto lo que importa armar el crimen en nombre de Dios, tuvo por lo menos escrúpulo sobre la forma en que se iba a hacer reparación, y consiguió que se les dirigiese un oficio pidiéndoles u ordenándoles que así lo hiciesen.

¿Hubo cuestión religiosa en la República Argentina? Yo lo negaría redondamente si no supiese que cuanto más bárbaro, y, por tanto, más religioso es un pueblo, tanto más susceptible es de preocuparse y fanatizarse. Pero las masas no se movieron espontáneamente, y los que adoptaron aquel lema, Facundo, López. Bustos, etc., eran completamente indiferentes. Esto es capital. Las guerras religiosas del siglo XV en Europa son mantenidas de ambas partes por creyentes sinceros, exaltados, fanáticos y decididos hasta el martirio, sin miras políticas, sin ambición. Los puritanos leían la Biblia en el momento antes del combate, oraban y se preparaban con ayunos y penitencias. Sobre todo, el signo en que se conoce el espíritu de los partidos es que realizan sus propósitos cuando llegan a triunfar, aun más allá de donde estaban asegurados antes de la lucha. Cuando esto no sucede hay decepción en las palabras. Después de haber triunfado en la República Argentina el partido que se apellida católico, ¿qué ha hecho por la religión o los intereses del sacerdocio?

Lo único, que yo sepa, es haber expulsado a los jesuítas y degollado cuatro sacerdotes respetables en Santos Lugares[29], después de haberles desollado vivos la corona y las manos; poner al lado del Santísimo Sacramento el retrato de Rosas y sacarlo en procesión bajo de palio. ¿Cometió jamás profanaciones tan horribles el partido _libertino_? El partido ultracatólico, ¿ha desechado jamás la cooperación del jesuitismo?

Pero ya es demasiado detenerme sobre este punto. Facundo en San Juan ocupó su tiempo en jugar, abandonando a las autoridades el cuidado de reunirle las sumas que necesitaba para resarcirse de los gastos que le imponía la defensa de la religión. Todo el tiempo que permaneció allí habitó un toldo en el centro de un potrero de alfalfa, y ostentó, porque era ostentación meditada, el _chiripá_. Reto e insulto que hacía a una ciudad donde la mayor parte de los ciudadanos cabalgaban en silla inglesa, y donde los trajes y gustos bárbaros de la campaña eran detestados, por cuanto es una provincia exclusivamente agricultora.

Una campaña más todavía sobre Tucumán contra el general La Madrid completó el _debut_ o exhibición de este nuevo emir de los pastores. El general La Madrid había vuelto al gobierno de Tucumán sostenido por la provincia, y Facundo se creyó en el deber de desalojarlo. Nueva expedición, nueva batalla, nueva victoria. Omito sus pormenores, porque en ellos no encontraremos sino pequeñeces. Un hecho hay, sin embargo, ilustrativo. La Madrid tenía en la batalla del Rincón 110 hombres de infantería; cuando la acción se terminó, habían muerto 60 en la línea, y excepto uno, los 50 restantes estaban heridos. Al día siguiente La Madrid se presenta de nuevo a combatir, y Quiroga le manda uno de sus ayudantes, desnudo, a decirle simplemente que la acción principiaría por los 50 prisioneros que deja indicados, y una compañía de soldados apuntándoles, con cuya intimación La Madrid abandonó toda tentativa de hacer ninguna resistencia.

En todas estas tres expediciones en que Facundo ensaya sus fuerzas, se nota todavía poca efusión de sangre, pocas violaciones de la moral. Es verdad que se apodera en Tucumán de ganados, cueros, suelas, e impone gruesas contribuciones en especies metálicas; pero aun no hay azotes a los ciudadanos, no hay ultrajes a las señoras; son los males de la conquista, pero aun sin sus horrores; el sistema pastoril no se desenvuelve sin freno y con toda la ingenuidad que muestra más tarde.

¿Qué parte tenía el Gobierno legítimo de La Rioja en estas expediciones? ¡Oh! Las formas existen aún, pero el espíritu estaba todo en el comandante de campaña. Blanco deja el mando, harto de humillaciones, y Agüero entra en el Gobierno. Un día Quiroga raya su caballo en la puerta de su casa, y le dice: «Señor gobernador: vengo a avisarle que estoy acampado a dos leguas con mi escolta.» Agüero renuncia. Trátase de elegir nuevo gobernador, y a petición de los vecinos, él se digna indicarles a Galván. Recíbele éste, y en la noche es asaltado por una partida; fuga, y Quiroga se ríe mucho de la aventura. La Junta de representantes se componía de hombres que ni leer sabían.

Necesita dinero para la primera expedición a Tucumán, y pide al tesorero de la Casa de la Moneda 8.000 pesos por cuenta de sus acciones, que no había pagado; en Tucumán pide 25.000 pesos para pagar a sus soldados, que nada reciben, y más tarde pasa la cuenta de 18.000 pesos a Dorrego para que le abone los costos de la expedición que había hecho por orden del gobernador de Buenos Aires. Dorrego se apresura a satisfacer tan justa demanda. Esta suma se la reparten entre él y Moral, gobernador de La Rioja, que le sugerió la idea; seis años después daba en San Juan 700 azotes al mismo Moral, en castigo de su ingratitud.

Durante el gobierno de Blanco, se traba una disputa en una partida de juego. Facundo toma de los cabellos a su contendor, lo sacude y quiebra el pescuezo. El cadáver fué enterrado y apuntada la partida: «Muerto de muerte natural.» Al salir para Tucumán, manda una partida a casa de Zárate, propietario pacífico, pero conocido por su valor y su desprecio a Quiroga; sale aquél a la puerta, y apartando a la mujer e hijas, lo fusilan, dejando a la viuda el cuidado de enterrarlo. De vuelta de la expedición, se encuentra con Gutiérrez, ex gobernador de Catamarca y partidario del Congreso, y le insta que vaya a vivir a La Rioja, donde estará seguro. Pasan ambos una temporada en la mayor intimidad; pero un día que le ha visto en las carreras rodeado de gauchos amigos, lo prenden, dándole una hora para prepararse a morir. El espanto reina en La Rioja; Gutiérrez es un hombre respetable, que se ha granjeado el afecto de todos. El presbítero doctor Colina, el cura Herrera, el padre provincial Tarrima, el padre Cernadas, guardián de San Francisco, y el padre prior de Santo Domingo, se presentan a pedirle que al menos dé al reo tiempo para testar y confesarse. «Ya veo--contestó--que Gutiérrez tiene aquí muchos partidarios. ¡A ver! ¡Un ordenanza! Lleve a estos hombres a la cárcel y que mueran en lugar de Gutiérrez.» Son llevados, en efecto; dos se echan a llorar a gritos y a correr para salvarse; a otro le sucede algo peor que desmayarse; los otros son puestos en capilla. Al oír la historia, se echa a reír Facundo y los manda poner en libertad.

Estas escenas con los sacerdotes son frecuentes en el _Enviado de Dios_. En San Juan hace pasearse un negro vestido de clérigo; en Córdoba a nadie desea coger sino al doctor Castro Barros, con quien tiene que arreglar una cuenta; en Mendoza anda con un clérigo prisionero con sentencia de muerte, y es sentado para ser fusilado; en Atiles hace lo mismo con el cura de Alguia; en Tucumán con el prior de un convento. Es verdad que a ninguno fusila; eso estaba reservado a Rosas, jefe también del partido católico, pero los veja, los humilla, los ultraja, lo que no estorba que todos los viejos y las beatas dirijan sus plegarias al cielo por que dé la victoria a sus armas.

Pero la historia de Gutiérrez no concluye aquí. Quince días después recibe orden de salir desterrado con escolta. Llegado que hubo a un alojamiento, se enciende fuego para cenar, y Gutiérrez se comide a soplarlo. El oficial le descarga un palo; sucédense otros, y los sesos saltan por los alrededores. Un chasque sale inmediatamente, avisando al gobernador Moral, que habiendo querido fugarse el reo... El oficial no sabía escribir, y entre las provisiones de viaje había traído desde La Rioja el oficio cerrado.

Estos son los acontecimientos principales que ocurren durante los primeros ensayos de fusión de la República que hace Facundo; porque éste es un simple ensayo; todavía no ha llegado el momento de la alianza de todas las fuerzas pastoras, para que salga de la lucha la nueva organización de la República. Rosas es ya grande en la campaña de Buenos Aires, pero aun no tiene nombre ni títulos; trabaja, empero; la agita, la subleva. La Constitución dada por el Congreso es rechazada de todos los pueblos en que los caudillos tienen influencia. En Santiago del Estero se presenta el enviado en traje de etiqueta, y lo recibe Ibarra en mangas de camisa y _chiripá_. Rivadavia renuncia, _en razón de que la voluntad de los pueblos está en oposición_, «¡pero el vandalaje os va a devorar!», añade en su despedida. ¡Hizo bien en renunciar! Rivadavia tenía por misión presentarnos el constitucionalismo de Benjamín Constant con todas sus palabras huecas, sus decepciones y sus ridiculeces. Rivadavia ignoraba que cuando se trata de la civilización y la libertad de un pueblo, un Gobierno tiene ante Dios y ante las generaciones venideras arduos deberes que desempeñar, y que no hay caridad ni compasión en abandonar a una nación por treinta años a las devastaciones y a la cuchilla del primero que se presente a despedazarla y degollarla. Los pueblos en su infancia son unos niños que nada preven, y es preciso que los hombres de alta previsión y de alta comprensión les sirvan de padre. El vandalaje nos ha devorado, en efecto, y es bien triste gloria el vaticinarlo en una proclama y no hacer el menor esfuerzo por estorbarle.


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