jueves, 15 de enero de 2015

El salto de la maroma


Es sabido que al gaucho le gustó siempre hacer gala de su destreza y coraje. Hábil jinete, famoso por su cortesía y generosidad, aunque también por su propensión a la pelea y al juego, el gaucho tenía diversos modos de esparcimiento. La taba, el truco, las interminables payadas y la competencia de malambo eran algunos de sus entretenimientos. Pero también estaban los que practicaban con su inseparable compañero, el caballo, como el pato, la sortija, la doma y las carreras o cuadreras.

Entre las pruebas de mayor osadía de estos centauros de la pampa se destacaba el salto de la maroma. Esta práctica audaz consistía en encerrar en un corral unos cuantos potros sin domar y abrir la tranquera dejando a la tropilla de caballos salir azuzados en estampida.

La maroma, ubicada generalmente a más de tres metros de altura, es el travesaño que une los extremos de los postes de la tranquera. Para realizar este salto, el gaucho se colgaba de este poste con las piernas abiertas, dejándose caer sobre el lomo de uno de los potros que pasan al galope por debajo, generalmente el último, para evitar ser pisoteado en caso de caídas. El gaucho debía sujetarse de las crines del animal, asegurándose con sus espuelas y dando dirección con el rebenque. El potro, sorprendido por el inesperado jinete, comenzaba a corcovear dando coces, procurando derribar al intrépido jinete. Finalmente, agotado y rendido, el animal se dejaba manejar mansamente.

Compartimos en esta oportunidad las impresiones del geógrafo británico H. C. Ross Johnson sobre esta prueba audaz. La escena descripta tuvo lugar en la estancia “El Carrizal”, de San Lorenzo, provincia de Santa Fe, en septiembre de 1867.

Fuente: Carlos G. Daws, El Salto de la Maroma. Cómo lo vio un viajero inglés en 1867, Buenos Aires, Museo Familiar Gauchesco, 1938.

Era sorprendente, en realidad, una singular proeza de los gauchos de antaño. La entrada del corral se hallaba cerrada por cinco toscos palos cruzados a manera de puerta, en lugar de los usuales portones de Inglaterra, y con la salvedad de que el más elevado se alzaba a ocho pies del suelo. Entre las yeguas encerradas había una de pelo obscuro, grandota, como de cinco años, de mirada vivaz y de unos quince palmos de alzada. Se la veía inquieta en grado sumo por la inmotivada  privación de su libertad.

Cambiadas una o dos palabras con su capataz, el señor nos indicó saliéramos de aquél, cuando vino un gaucho, con enormes espuelas, llevando en la mano sólo un pesado rebenque; trepóse al más alto palo de la tranquera y colgado en ese travesaño se mantenía en balanceo, tocando apenas, para conseguirlo, uno de los horcones laterales. Otro gaucho, retirando previamente los cuatro palos inferiores, entró a su vez al corral; revoleando el lazo en alto, asustó al montó de yeguarizos encerrados, que en tropel escaparon por la puerta. Espiando atento la oportunidad de que los animales pasaran por debajo, el paisano se descolgó con agilidad, cayendo montado, justamente, sobre el lomo de la arisca yegua obscura, quien, sorprendida, aminoró por segundos la carrera, hasta que, sintiendo el lonjazo del rebenque sobre los flancos, lanzó un bufido y, dando dos o tres corcovos, reanudó la frenética disparada, gacha la cabeza, campo afuera.

No menos excitado  parecía el temerario jinete, el cual, azuzándola como un demonio, castigando y espoleando al bagual, llegó hasta perderse de vista. El patrón, sin embargo, nos aseguró su pronto regreso, como, en efecto, sucedió al cabo de un cuarto de hora, volviendo la yegua a tropezones, exhausta de cansancio, aunque exhibiendo el blanco de los ojos en su contenido furor, caídas las orejas, pero siempre arisca, cediendo a las cachetadas del rebenque sobre entrambos lados de la quijada.

Apeado el gaucho, deslizándose con salto ágil de la yegua todavía en movimiento, se nos presentó perfectamente tranquilo, dando la impresión de no haber realizado cosa alguna fuera de lo común. La yegua, en cambio, no quedó así: cubiertos de espuma los temblorosos flancos, cortados y ensangrentados por las agudas rodajas de las espuelas, detúvose pocas yardas más, como rendida; después, olfateando el pasto, relinchó al verse libre y, al echarse, rodó sobre sí misma, revolcándose, débilmente primero, luego con más energía; a los tres o cuatro minutos se incorporó, sacudiéndose vigorosamente, y, recién cuando dimos algunos pasos hacia ella, largó varias coces al aire  y al tranco largo inició vertiginosa carrera, sin descanso, desapareciendo al fin, expresándonos entonces el señor… que posiblemente no pararía hasta encontrarse con los compañeros de la manada, que hacía ya tiempo se nos perdieron en lontananza…

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