NOTICIA PRELIMINAR
Es el _Facundo_, de Sarmiento, la obra más famosa en la abundante bibliografía de su autor, y, según es notorio, una de las más afortunadas en la bibliografía nacional. Su título ha traspuesto la ambigua esfera de la minoría letrada para bajar al pueblo y a la escuela, mientras penetraba su doctrina en los campos de la controversia y de la acción sociales. Ha ido más lejos este libro aún, trasponiendo el límite de nuestro territorio para interesar a toda América, y franqueando los aledaños de nuestro idioma para ser vertido, siquiera fragmentariamente, a cuatro lenguas europeas--fortuna esta última raras veces lograda por escritores de la América española--. Libro así prestigiado, por el éxito editorial y la indiscutida gloria de su autor, no podía faltar en la BIBLIOTECA ARGENTINA, y ella se atreve a reeditarlo, no para colmar un vacío, puesto que son numerosas las ediciones del _Facundo_, sino porque creemos que siempre habrá lectores para obra tan fundamental, y que nuestra colección quedaría incompleta si omitiéramos ésta, vinculada a las fuerzas más esenciales de nuestra cultura.
Este es un libro que ya tiene historia. Si por la propia expansión de su
mérito no hubiera logrado un éxito tan general, es bien seguro que lo
hubiera conseguido bajo el glorioso auspicio de su autor, por la
persistencia, vanidosa primero, orgullosa después, con que Sarmiento lo
invocaba como el mayor de sus títulos. Si al volver de la proscripción,
cuando Caseros invocaba a _Facundo_ para alistarse entre los jefes de la
milicia y entre los estadistas de la organización, todavía siguió
invocándolo treinta años después, como una de las fuerzas que derrocaron
la tiranía de Rosas y como una de las más vivientes páginas de la
literatura americana. En 1881, a propósito de la traducción italiana de
este libro, Sarmiento escribía: «No vaya el historiador en busca de la
verdad gráfica a herir en las carnes del _Facundo_, que está vivo; ¡no
lo toquéis!; así como así, con todos sus defectos, con todas sus
imperfecciones, lo amaron sus contemporáneos, lo agasajaron todas las
literaturas extranjeras, desveló a todos los que lo leían por la primera
vez, y la Pampa Argentina es tan poética hoy en la tierra como las
montañas de la Escocia diseñadas por Walter Scott, para solaz de las
inteligencias. Y luego los ricos no despojen al pobre quitándole la
venda de los ojos a los que lo traducen, cuarenta años justos después de
haber servido de piedra para arrojarla ante el carro triunfal de un
tirano, ¡y cosa rara!, el tirano cayó abrumado por la opinión del mundo
civilizado, formada por ese libro extraño, sin pies ni cabeza, informe,
verdadero fragmento de peñasco que se lanzaron a la cabeza los
titanes...». Exageraba el autor, sin duda alguna, en ese fragmento,
la importancia «cívica» de su obra, atribuyendo a sólo ese libro lo que
fué penoso esfuerzo de toda una generación; pero nadie podrá negar que
tal fragmento define, con maravilloso acierto de autocrítica, la
verdadera condición «literaria» del glorioso panfleto.
Panfleto fué en sus orígenes el _Facundo_: panfleto periodístico,
improvisado, banderizo. Es bien sabido que su primera edición apareció
en los folletines de _El Progreso_, en Chile, el año 1845. Había
publicado Sarmiento en ese mismo periódico unos _Apuntes biográficos_
sobre Aldao, el fraile caudillo, muerto a principios de aquel año en
Mendoza. Como el libro gustase a los emigrados argentinos, lo
estimularon éstos, y algunos jóvenes camaradas chilenos, a que
escribiese una obra de mayor aliento dentro del género, y así le vino la
idea de referir la vida de Juan Facundo Quiroga. Confiesa él mismo que
improvisó la redacción, y que durante los meses de mayo y junio fué
publicando sus entregas _El Progreso_, a medida que Sarmiento las
escribía. El fondo del relato biográfico lo constituían sus propios
recuerdos y el testimonio de la tradición oral, recogida en cartas y
conversaciones de los proscriptos más ancianos. Pero no reside en esto
la fuerza y originalidad de este libro, sino en la asociación que hizo
de la vida del héroe con el ambiente geográfico y con los problemas
urgentes de la organización nacional. El medio físico de la pampa
sirvióle a su paleta de escritor para el colorido romancesco de la obra,
necesario a la índole del folletín y al gusto romántico de su época; en
tanto que las guerras civiles del caudillo, protagonista vigoroso de ese
medio salvaje, sirviéronle a su pensamiento de político para el
imprescindible ataque a Rosas, en que no cejaron, hasta después de
Caseros, los poetas y publicistas de la proscripción. Origen tan humilde
y azaroso explica todas las calidades y defectos del _Facundo_; las
fallas de justicia y de verdad que han sido ya denunciadas; los aciertos
de intuición social y de belleza literaria que constituyen la esencia
vital de este libro. Por estos últimos ha sobrevivido a las
circunstancias externas que le dieron origen, transmutada ya su
primitiva y perecedera fuerza «política» en nueva y durable fuerza
«espiritual». Lo que estuvo en el plano de la «historia» ha pasado ya,
gracias al genio de su autor, el plano más excelso de la «epopeya».
Sarmiento no escribió la biografía de Facundo, sino creó su leyenda.
Compuso el poema épico de la montonera; y si desde 1845 sirvió este
libro como verdad pragmática contra Rosas, y desde 1853 como verdad
pragmática contra el desierto, después de 1860, debemos tender a
utilizarlo solamente como verdad pragmática en favor de nuestra cultura
intelectual, por la emoción profunda de tierra nativa, de tradición
popular, de lengua hispanoamericana y de ideal argentino que ese libro
traduce en síntesis admirable. Nadie comprendió mejor que Sarmiento, en
su vejez, la verdadera limitada condición de esta obra; nadie ha
discernido mejor que su propio autor lo que hay en el _Facundo_ de
personal y de colectivo, de transitorio y de permanente, de provisional
y de esencial. Sarmiento mismo le ha llamado «el génesis de la
Pampa», y él mismo dice que nadie ha caracterizado mejor la
fisonomía de su libro que el historiador López cuando lo llamó «historia
beduína». «López no se da cuenta del origen de sus impresiones»--agrega--.
«El vió escribir el _Facundo_ sin archivo en país extranjero, al tiempo
que rendía exámenes de latín escaso en _De Bello Jugurthæ_, de Salustio,
y ya sabemos la indeleble y eterna asociación de las ideas». Y
apoyándose en la recóndita y lejana asociación juvenil que cree ver en
el juicio del compañero proscripto de otro tiempo, Sarmiento insiste con
orgullo: «Es el _Facundo_ el Jugurta argentino; el libro sin asunto,
porque la guerra contra el caudillo númida, escapando en el Sahara a
las pesadas legiones romanas, no marca en la historia; es apenas un
episodio sin consecuencia. Lo que Roma vió fué un libro, y lo que los
estudiantes y los latinistas ven es la figura de Jugurta el númida con
su bornoz blanco, en el negro caballo, haciendo razias o fantasías, o
algaradas, delante de las legiones. Es Salustio, el pintor del Africa y
del desierto». Y en la reticencia de su orgullo, eso quiere decir:
«Es Sarmiento el pintor de la América y de la Pampa», o bien: «lo que
han de ver en él los argentinos es sólo «un libro _pintoresco_»; libro
inmortal e imaginario, y no la verdadera historia de un caudillo cuya
obra real fué tan efímera, y cuya belleza legendaria sobrevive,
precisamente, gracias a estas páginas perdurables.
Hay en el _Facundo_ una como estratificación de varios órdenes de ideas,
«visibles» en la estructura íntima de este libro. Descubro en él un
elemento _biográfico_, formado por lo que Sarmiento atribuye a Quiroga y
Rosas; un elemento _político_, formado por lo que escribe de unitarios y
federales; un elemento _sociológico_, formado por lo que discurre sobre
la civilización y la barbarie americanas. Todo eso es transitorio, y el
nuevo lector habrá de considerarlo según las circunstancias en que el
autor se hallaba en 1845, más las rectificaciones o palinodias que el
autor proclamó generosamente después de 1880. Esto es como la «clave»
del _Facundo_, desgraciadamente olvidada por sus lectores modernos, y
que es menester ponerla aquí para la más completa interpretación de este
libro.
Ya en la edición de 1845, Sarmiento había escrito esta confesión
oportuna: «Después de terminada la publicación de esta obra, he
recibido de varios amigos rectificaciones de varios hechos referidos en
ella. Algunas inexactitudes han debido escaparse en un trabajo hecho de
prisa, lejos del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto de que
no había nada escrito hasta el presente. Al coordinar entre sí sucesos
que han tenido lugar en distintas y remotas provincias, y en épocas
diversas, consultando a un testigo ocular sobre un punto, registrando
manuscritos formados a la ligera o apelando a las propias
reminiscencias, no es extraño que de vez en cuando el lector argentino
eche de menos algo que él conoce o disienta en cuanto a algún nombre
propio, una fecha, cambiados o puestos fuera de lugar». Fué don
Valentín Alsina, su amigo unitario, uno de los que rectificó no pocos
errores de hecho y de interpretación. En gratitud por ese comentario de
enmiendas, Sarmiento le dedicó la segunda edición de su obra, y en la
«carta-prólogo» de esa edición (1851) insiste sobre lo improvisado de su
obra y «los muchos lunares que afeaban la primera edición». Ensayo y
revelación para mí mismo de mis ideas--dícele a Alsina--, el _Facundo_
adoleció de los defectos de todo fruto de la inspiración del momento,
sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutada no bien era
concebida, lejos del teatro de los sucesos, y con propósitos de acción
inmediata y militante. Tal como él era, mi pobre librejo ha tenido la
fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada a la verdad y a
discusión, lectores apasionados, y de mano en mano, deslizándose
furtivamente, guardado en algún secreto escondite, para hacer alto en
sus peregrinaciones, emprender largos viajes, y ejemplares por
centenares, llegar, ajados y despachurrados de puro leídos, hasta Buenos
Aires, a las oficinas del pobre tirano, a los campamentos del soldado y
a la cabaña del gaucho, hasta hacerse él mismo, en las hablillas
populares, un mito como su héroe.» «He usado con parsimonia de sus
notas, guardando las más substanciales para tiempos mejores y más
meditados trabajos, temeroso de que, por retocar obra tan informe,
desapareciese su fisonomía primitiva, y la lozana y voluntariosa audacia
de la mal disciplinada concepción».
Estas desenfadadas confesiones del propio autor, relevan de toda otra
prueba sobre la escasa autoridad que a esta obra debe concedérsele como
trabajo de historia. Es el propio Sarmiento quien la considera, según se
ha visto: 1.º, como «un fruto de la inspiración del momento»; 2.º, como
«un ensayo y revelación para sí mismo de sus propias ideas»; 3.º, como
«un mito» a la manera de su «héroe». El carácter subjetivo, parcial y
militante del libro queda así confesado. Sarmiento se reconoce con ello,
más en los dominios de la epopeya que en los de la sociología o la
historia, como han creído algunos sociólogos ingenuos o pedantes, cuya
ciencia consiste en ignorar la verdadera historia argentina. El caudillo
de los Llanos habíale servido tan sólo de pretexto a su inspiración,
para revelar, en esa especie de mito sintético de la guerra civil por él
forjado, los horrores del desierto, de la ignorancia, del despotismo que
tan gallardamente combatió.
No me es posible señalar aquí las numerosas rectificaciones que a la
parte histórica del libro podran hacerse. Básteme recordar, sin
embargo, que Sarmiento depuso en la vejez ese odio ciego por la persona
de Quiroga y que no fué menos valiente su palinodia sobre Rosas. Estos
son hechos que la crítica apasionada del _Facundo_ ha perdido de vista
también, y de los cuales no es posible prescindir si se desea calificar
desapasionadamente este libro.
Acostumbraba Sarmiento en su vejez visitar nuestro cementerio de la
Recoleta el día de Difuntos. Es uno de sus más bellos artículos el que
refirió en _El Debate_ su visita de 1885. En él nos cuenta cómo iba
aquel día entre los árboles y los mármoles, rememorando nombres amados
como ante la tumba de su hijo, o la tumba de los que habían estado con
él, o contra él, en las luchas violentas de sus días viriles, como aquel
Vélez Sarsfield ante cuya tumba exclama: «¡Bravo viejo!: anduvimos
juntos muchas jornadas memorables; salvamos, tomados de la mano, abismos
que se abrían bajo nuestras plantas, y llegamos al término diciéndonos
adiós, satisfechos ambos de haber obrado bien, y legado a nuestra patria
páginas de historia sin mancha.» Así marchaba por entre los mármoles y
los árboles, hablando a los muertos con familiaridad pagana, y con la
sobrehumana serenidad de un héroe ya muerto él mismo, que transitara
entre las sombras del Hades... Cuando, de pronto, he aquí que se detiene
frente a la tumba de Juan Facundo Quiroga, y a propósito escribe estas
bellas y nobles palabras, dignas ciertamente de un filósofo antiguo:
«Por entre sus columnas se divisan ya, aun antes de entrar, urnas
cinerarias, sepulcros, columnas y sarcófagos, y la bella estatua del
Dolor, que vela gimiendo sobre la tumba de Facundo, a quien el arte
literario más que el puñal del tirano, que lo atravesó en Barranca-Yaco,
ha condenado a sobrevivirse a sí mismo y a los suyos, a quienes no
transmite responsabilidades la sangre. El Dante puede mostrar a Virgilio
este león encadenado, convertido en mármol de Paros y en estatua griega,
_porque del otro lado de la tumba todo lo que sobrevive debe ser bello y
arreglado a los tipos divinos, cuyas formas revestirá al hombre que
viene_.» Y si estas palabras que subrayo, porque ellas son acaso las más
profundas que Sarmiento haya escrito, pudieran parecer obscuras en su
misma profundidad, ved cómo concreta después su juicio definitivo sobre
el protagonista de esta obra: «He aquí--me decía un joven Arce, pariente
de Quiroga--cómo yo llevo la toga y la clámide del griego y no la túnica
ni la dalmática del bárbaro. Pude decirle a mi vez que mi sangre corre
ahora confundida en sus hijos con la de Facundo, y no se han repelido
sus corpúsculos rojos, _porque eran afines_. Quiroga ha pasado a la
historia, y reviste las formas esculturales de los héroes primitivos, de
Ayax y de Aquiles». Así concluye aquel pasaje magnífico en que,
debido a la emoción del día y del lugar, o la intuición del genio
próximo a la muerte, pudo ver a Facundo transfigurado por el arte:
comprender lo que había de epopeya en su libro, y confesarse idéntico,
por la sangre racial, con el héroe maldito de otros días.
Y no fué menos explícita la amnistía que Sarmiento «decretó» para Rosas,
tan rudamente combatido también en el _Facundo_. Cuando Ramos Mejía
publicó su _Neurosis de los hombres célebres en la historia argentina_,
en cuyas páginas, según es sabido, traza la historia clínica del tirano,
Sarmiento se apresuró a comentar así ese trabajo: «La tiranía de Rosas
fué una locura en acción»--nos dice al comenzar su comentario--. Y luego
avanza esta advertencia valerosa: «_Prevendríamos al joven autor que no
reciba como moneda de buena ley todas las acusaciones que se han hecho a
Rosas, en aquellos tiempos de combate y de lucha_, por el interés mismo
de las doctrinas científicas que explicarían los hechos verdaderos».
Con esa austeridad confesaba Sarmiento sus excesos polémicos anteriores
a 1852, y si traigo tal confesión sobre sus ataques a Rosas, es porque
esta otra figura completa a la de Facundo en la composición de su libro,
y porque el «folletín» del _Progreso_ no fué sino un episodio
periodístico de la violenta predicación que los emigrados realizaban
desde el extranjero contra el tirano de Buenos Aires.
Aclarada así, por las propias palabras del autor, la posición en que el
_Facundo_ debe ser considerado por la crítica histórica en cuanto a sus
elementos _biográficos_, veamos lo que resiste de él en sus elementos
políticos y sociológicos.
El _Facundo_ remueve en cada página la arcaica bandería de «unitarios» y
«federales»; pero debo advertir al lector novel que no usa tales
expresiones en su valor doctrinario, sino en su significado ocasional y
argentino. «Federal», para un proscripto unitario de 1845, era sinónimo
de gaucho localista y brutal; en tanto que «unitario», para un caudillo
federal de nuestras provincias, era sinónimo de «loco» y «traidor».
Unitario quería decir, además, porteño que había sido monarquista y
visitado Europa, o vestía levita, gastaba lentes y era «doctor». No es
ésta, como se ve, la doctrina de equilibrio político de las diversas
regiones argentinas dentro de la nacionalidad, o sea el ideal que
despuntó incipiente con Juan Ignacio de Gorriti en la Junta Grande de
1811, para triunfar con Alberdi y Mitre en la Constitución actual.
Sarmiento, siendo enemigo de los caudillos locales porque creía que
retardaban el triunfo de la organización, fué perseguido como
«unitario», y bajo esa divisa emigró del país en 1840; pero no puede ser
considerado sino como federal quien prohijó la Constitución de 1853,
vigente aún en la República; quien defendió como gobernador de San Juan,
más tarde, los derechos autónomos de los gobiernos provinciales; quien
ratificó después, como ministro en los Estados Unidos, su vocación
federal, y quien, en la versión inglesa del _Facundo_ (1867-1873),
sugirió a Mr. Horace Mann el prólogo en que explica esta génesis de sus
ideas. Así resulta en nuestra historia este aparente absurdo: que los
caudillos «federales», dominados por Rosas, rehicieron la «unidad»
argentina, rota por los unitarios quiméricos de 1826, y que los
emigrados «unitarios» promulgaron la «federación», al regresar al país
después de Caseros. He ahí otra advertencia imprescindible para
comprender bien el _Facundo_ y para restituir a dichos nombres su
verdadero contenido histórico; pues fácilmente se lo suele olvidar en la
capciosa discusión «doctrinaria» de nuestros días.
Se ha atribuído también grande importancia al _Facundo_ como doctrina
_sociológica_. Esto proviene de que el libro se llamó en sus orígenes
_Facundo_ o _Civilización y barbarie_. Esta fórmula ha prestado sus
servicios al progreso del país; pero es tiempo ya de comenzar a
denunciarla por lo que tiene de parcial y de peligrosa. Yo la he
combatido en uno de mis libros, porque la considero insuficiente para
explicar la evolución argentina, sobre todo si, como lo hacen algunos
«sociólogos» de marbete europeo, creen que «barbarie» quiere decir
«provincia», «federalismo», «tradición», «emoción agreste o americana»,
y que «civilización» quiere decir «cosmópolis», centralismo, riqueza,
pedantería libresca o intelectual. La fórmula de Sarmiento encierra sólo
una verdad pragmática, es decir, utilitaria y ocasional, vigorosa en su
tiempo, pero gastada ya en virtud de su propia aplicación social, por
haberse transformado tan radicalmente la estructura económica y moral de
la nación argentina. Prefiero yo no repetir aquí los argumentos que
tantas veces he escrito en contra de esa fórmula, cuyo sentido social ha
variado completamente desde entonces. A los que se interesen por el
asunto, les aviso que hallarán combatida la tesis de Sarmiento en mi
libro _Blasón de Plata_. Diré tan sólo, para abreviar y concluir, que el
_progreso_ no es la _civilización_; la «civilización» está formada de
progreso y cultura; el progreso es la _meca rica_ de la civilización; la
cultura, su esencia. Sarmiento creaba con su teoría de 1845 un eficaz
sofisma político para vencer a sus enemigos; pero hay peligro moral en
creer que su ocasional teoría política es doctrina filosófica de valor
permanente, o sea que la tierra genuina, numen de la nacionalidad, es
fuente de barbarie, y que el civilizarse consiste en adoptar los usos y
costumbres de los europeos. Por ese camino podríamos declarar que los
atenienses del tiempo de Platón no eran un pueblo «civilizado», porque
no usaban cuello duro ni frac, ni montaban en silla inglesa, como lo
deseaba Sarmiento.
Todo esto significa que el _Facundo_ subsiste en cuanto es un libro de
intuición racial de emoción literaria. Lo que hubo en él de polémica, ha
pasado con su ocasión; lo que hubo en él de historia, ha sido
rectificado por su autor y por la ciencia; lo que hubo en él de
«sociología», está siendo rectificado por la vida misma de nuestro país.
En cambio, con qué vigor se levanta de entre esa hojarasca de pasiones o
ideas el fuerte soplo emocional de la «epopeya»; cómo germina la
simiente del «mito» entre el polvo ya helado de sus hechos perecederos;
cómo se siente resonar en sus páginas las caballerías pampeanas--columna
conquistadora, malón indígena, falange libertadora o montonera
rebelde--cuando pasan acordando su trote nocturno al ímpetu de esa prosa
arrolladora. Esto es, en verdad, el génesis de la Pampa...
A las intuiciones de su autor como artista debió este libro su éxito
extraordinario desde el día de su aparición. Cuenta Sarmiento cómo don
Pedro de Angelis, cortesano de Rosas, mostrábalo furtivamente el volumen
a sus íntimos--«con la cautelosa precaución del peligro de los Seyanos
en la corte de Tiberio»--, diciéndoles: «Esto se mueve, es la Pampa; el
pasto hace ondas agitado por el aire; se siente el olor de las yerbas
amargas...». Por eso lo tradujeron a diversos idiomas, para dar a
otras gentes la visión de nuestra vida pampeana y mostrar en la raíz del
desierto el germen de nuestras luchas. Por eso se han desprendido del
volumen, como páginas de antología popular, las siluetas del Rastreador,
del Baqueano, del Gaucho malo y del caudillo silvestre, de las cuales
Sarmiento dice que han quedado como la introducción de Volney a las
«Ruinas de Palmira»... Sarmiento admiraba, en efecto, a Volney, y acaso
no fué del todo extraña esa obra, lo mismo que la de Walter Scott,
Víctor Hugo, Fenimore Cooper y Chateaubriand, a la formación de sus
gustos como narrador. Pero su mérito no consiste en parecerse a sus
maestros, sino en ser diferente de ellos. Los epígrafes que preceden
cada capítulo en el _Facundo_, podrían ser también indicio de sus
lecturas: Humboldt y Lamartine alternan con citas de Shakespeare en
francés... Tal cosa muestra lo abigarrado de su cultura; pero quizá por
eso mismo toda esa varia literatura le sirvió de abono para que la
planta indígena del pensamiento genial pudiera crecer más lozana. Esto
no nació de siembra ni de injerto, sino de misteriosa germinación
natural, como las seculares selvas del trópico.
RICARDO ROJAS.
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