Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido.
No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el puñal.
No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma fuerte y un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria; y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.
Moreira sabía que peleando defendía su vida amenazada de muerte, y peleaba de una manera frenética, y haciendo lujo de un valor casi sobrehumano.
Moreira tenía los sentimientos tiernos e hidalgos que acompañan siempre al hombre realmente bravo.
Educado y bien dirigido, cultivadas con esmero su propensión guerrera y su astucia, inherente a la mayor parte de nuestros gauchos, ya lo hemos dicho, hubiera hecho una figura gloriosa.
Hasta la edad de treinta años fue un hombre trabajador y generalmente apreciado en el partido de Matanzas, donde habitó hasta aquella edad, cuidando unas ovejas y unos animales vacunos, que constituían su pequeña fortuna.
Domador consumado, se ocupaba en amansar aquellos potros que, por indomables, llevaban a su puesto con aquel objeto.
No concurría a las pulperías sino en los días de carreras en que iba a ellas montado sobre un magnífico caballo parejero, aperado con ese lujo del gaucho que reconcentra toda su vanidad en las prendas con que adorna su caballo en los días de paseo.
Nunca se le había visto beber con exceso, ni andando en aquellas fatales parrandas de los gauchos donde nacen las peleas que terminan generalmente enterrando un cadáver más en el cementerio y proporcionando una nueva alta a los cuerpos de caballería que guarnecen las fronteras, cuerpos de línea que guardan las leyendas más tristes de pobres gauchos enviados allí con el pretexto de ser vagos y no tener hogar conocido.
Pero dejemos aquellas fúnebres historias, de que algún día nos ocuparemos, y volvamos a Juan Moreira.
Si alguna vez se le vio desnudar su daga y guardarla en la cintura sucia de sangre, era cuando mezclado a la guardia nacional salía en persecución de alguna invasión de indios que hubiera venido a los partidos vecinos.
En esos días en que los buenos guardias nacionales abandonaban el lazo y la marca para seguir al comandante militar del partido, Moreira se presentaba montado en su mejor caballo, llevando de tiro a su soberbio parejero.
En el combate se lucía, en la persecución siempre salía adelante en alas de su caballo que parecía volar, y concluido el combate y derrotada la indiada, regresaba a su puesto sin pedir la menor recompensa, apreciando lo que acababa de hacer como el cumplimiento de una obligación ineludible.
En ese género de correrías se había conquistado el nombre de El Guapo, con que lo distinguían aun fuera de su pago, llegando sus compañeros hasta no considerar eficaz una persecución a los indios si en ella no había tomado parte el amigo Moreira.
Moreira vivía casado con una paisanita, hija de un honrado vecino de su mismo partido, y tenía de ella un hijito que constituía toda su aspiración y todo su haber en el mundo, fuera de su mujer, a quien quería con idolatría.
Jamás se alejaba a las persecuciones de indios, sin estrechar en sus brazos al pequeño Juan Moreira, a quien llamaba mi crédito, y últimamente lo llevaba consigo a todos sus paseos, ya a las cabezadas de su lujoso apero, ya a su lado, gauchamente montado sobre un peticito que domara expresamente para él y en cuyas prendas figuraban los más bellos trenzados de tiento de potro que salían de sus manos primorosas para este género de trabajos.
Moreira poseía una tropa de carretas, que era su capital más productivo y en la que traía a la estación del tren inmediata grandes acopios de frutos del país, que se le confiaban conociendo su honradez acrisolada.
Allá en sus pagos y años atrás, él había sido también una especie de trovador romancesco.
Dotado de una hermosa voz, solía templar su guitarra, llena de incrustaciones de nácar, en algún baile de amigos, y echar un par de tiernas y amorosas décimas, con ese sentimiento delicado de que está dotado nuestro gaucho payador, sentimiento que se ve rebosar en su cara inteligente y que da a su canto una modulación rara y quejumbrosa y que llega hasta el fondo del alma.
Cuando un gaucho canta un triste parece que vertiera él todo un compendio de desventuras.
Su rostro moreno se baña de una intensa palidez; su voz tiembla; brilla su pupila humedecida por una lágrima; los dedos con que oprime la cuerda sobre el diapasón parece que quisieran encarnar en ella todo lo que siente; la guitarra gime de un modo particular, y el que escucha se siente dominado por un éxtasis arrobador.
El gaucho trovador de nuestra pampa, el verdadero trovador, el Santos Vega, en fin, cantando una décima amorosa, es algo sublime, algo de otro mundo, que arrastra en su canto, completamente dominado, a nuestro espíritu.
¡Es una gran raza la raza de nuestros gauchos!
Todos ellos están dotados de un poderoso sentimiento artístico.
Tocan la guitarra por intuición, sin tener la más remota idea de lo que es la música, y cantan con la misma ternura que improvisan sus huellas, llegando, como Santos Vega, a construir esta sublimidad:
De terciopelo negro
tengo cortinas,
para enlutar mi cama
si tú me olvidas.
Y el sentimiento artístico estaba poderosamente desarrollado en Moreira.
Cuando preludiaba la guitarra, la asamblea enmudecía, y cuando de su poderosa garganta partía, como un quejido, una trova, las paisanas se sentían atraídas y los hombres se conmovían.
Hemos hablado una sola vez con Moreira, el año 74, y el timbre de su voz ha quedado grabado en nuestra memoria.
Cuando hablamos con él, entonces Moreira estaba tachado de bandido y su fama recorría los pueblos de nuestra campaña.
Y había sin embargo en el conjunto de su arrogante apostura tanta nobleza, tal sello de simpática bravura, que uno se hacía en su pensamiento esta fuerte conclusión: es imposible que este hombre sea un bandido.
No había en su semblante una sola línea innoble, su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de terciopelo.
Era una cabeza estatuaria colocada en un tronco escultural.
Entonces Moreira tenía apenas treinta y cuatro años.
Era alto y regularmente grueso, vestía con lujo pintoresco el traje nacional, que llevaba con una desenvoltura y una arrogancia notable.
Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura.
Sus más hermosas facciones eran los ojos y la nariz: los primeros iluminaban su semblante atrayente, dándole una expresión inteligente y altiva; la segunda, ligeramente aguileña, contribuía a aquella expresión de simpática bravura que dominaba en aquel semblante.
Vestía entonces un chiripá de paño negro sujeto a la cintura por un tirador cubierto de monedas de plata, que le servía para oprimir su estómago algo saliente.
De este tirador pendían por la parte de adelante dos brillantes trabucos de bronce, y sujetaba sobre el vacío, al alcance de la mano derecha, una daga lujosamente engastada.
El aseo de su ropa, que se veía en su blanquísima camisa y en el prolijo cribo del calzoncillo, era notable.
Su traje estaba completado por una bota militar flamante, adornada con espuelas de plata, un saco de paño negro, un pañuelo de seda graciosamente enrollado al cuello, y un sombrero de anchas alas.
En su mano derecha, pendiente de la muñeca, se veía un látigo de plata, de los llamados brasileros; en el dedo meñique usaba un brillante de gran valor, y sobre su pecho, cayendo hasta uno de los bolsillitos del tirador, brillaba una gruesa cadena de oro que sujetaba un reloj remontoir.
Este era Juan Moreira, cuyos hechos han pasado a ser el tema de las canciones gauchas, y cuyas acciones nobles se cantan tristemente al melancólico acompañamiento de la guitarra.
¿Qué motivo poderoso, qué fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente del crimen a un hombre nacido con todas las condiciones de un bello espíritu, y que hasta la edad de treinta años fue un ejemplo de moral y de virtudes?
Tomemos su vida diez años atrás y encontraremos la razón de la conducta que observó Moreira en el último tercio de su vida.
Hemos hecho un viaje expreso a recoger datos en los partidos que este gaucho habitó primero y aterrorizó después, sin encontrar en su vida una acción cobarde que arroje una sola sombra sobre lo atrayente de la relación que emprendemos.
Era una especie de judío errante que combatía eternamente, disputando a la justicia su cabeza, porque sabía que entregarse era morir irremediablemente y porque en su insolente orgullo había dicho y repetido que no existía una partida de policía suficientemente fuerte para prenderlo.
Tomemos, pues, como punto de partida aquella época de su vida, que llamaremos Los amores de Moreira.
La gran causa de la inmensa criminalidad en la campaña está en nuestras autoridades excepcionales.
El gaucho habitante de nuestra pampa tiene dos caminos forzosos para elegir: uno es el camino del crimen, por las razones que expondremos; otro es el camino de los cuerpos de línea, que le ofrecen su puesto de carne de cañón.
El gaucho, en el estado de criminal abandono en que vive, está privado de todos los derechos del ciudadano y del hombre; sobre su cabeza está eternamente levantado el sable del comandante militar y de la partida de plaza a quien no puede resistirse, porque entonces, para castigarlo, habrá siempre un cuerpo de línea.
Ve para sí cerrados todos los caminos del honor y del trabajo, porque lleva sobre su frente este terrible anatema: hijo del país.
En la estancia, como en el puesto, prefieren al suyo el trabajo del extranjero, porque el hacendado que tiene peones del país está expuesto a quedarse sin ellos cuando se moviliza la guardia nacional, o cuando son arriados como carneros a una campaña electoral.
El gaucho viene a ser un paria en su propia tierra, que no sirve para otra cosa que para votar en las elecciones con el juez de paz o el comandante, o para engrosar las filas de los regimientos de línea, a que tiene horror.
¡Y que tiene razón de sentir aquel horror a los cuerpos de línea!
El gaucho marcha a la frontera, enviado por vago (no encuentra trabajo), por falta de papeleta (no votó con el comandante, sino con su patrón), o simplemente porque su mujer es una paisanita hermosa y codiciada.
Va a la frontera con una barra de grillos en los pies, como si fuera un criminal miserable; allí sufre durante dos años de desnudez, el hambre y los horribles tratos de un cuerpo de línea, pudiéndose dar por feliz si al cabo de este tiempo puede obtener su cédula de baja.
El gaucho vuelve a su pago, creyendo olvidar sus sufrimientos en la tranquilidad de su rancho y al lado de su mujer y sus hijos, pero es precisamente allí, en su rancho, donde le espera la desventura, el dolor y la vergüenza.
Sus caballos y sus animalitos se los han repartido como botín de guerra los que han saqueado su rancho; su mujer, sitiada por hambre, vive con el mismo alcalde o teniente alcalde que lo envió a la frontera, engrillado, con este solo objeto, y sus hijitos, sus pobres hijitos, han sido regalados a diferentes familias a quienes servirán de criados sabe Dios hasta cuándo.
El dolor rebosa en su alma al contemplar este cuadro de desolación y dolor supremo, su corazón absorbe todo el veneno que tanta maldad ha derramado en él, y el gaucho se lanza al camino lleno de odio y ansioso de venganza.
Entonces es puesto fuera de la ley que para él no existió nunca, y condenado a pelear en el campo para defender su cabeza que codicia la partida de plaza, con la que pelea hasta morir, porque sabe que una vez rendido será inmediatamente muerto por haberse resistido a la autoridad, o por cualquier otro pretexto.
El alcalde teme que el gaucho venga una noche a cobrarle con su puñal la cuenta de sus desventuras, y quiere deshacerse de él a todo trance para librarse de aquella venganza, tardía a veces, pero segura siempre.
Aquel hombre tiene que vivir huyendo como un bandido; tiene que robar para llenar las necesidades de la vida; empieza por matar defendiendo su cabeza y concluye por matar por costumbre y por placer, porque la vida errante le ha hecho contraer el vicio de la bebida y los que acompañan a este o son engendradas por él.
He aquí por qué este hombre de hermosísimas prendas de carácter, dotado de una inteligencia natural y de un corazón de raro temple, se lanza a la senda del crimen, que recorre paso a paso, hasta sucumbir como Moreira, combatiendo contra una partida de gendarmes ayudados por la tropa, que ha ido directamente a matarlo, o caer entre las manos de la justicia, cuando el sueño y la fatiga lo han rendido, como Julián Andrade.
¿Tenemos nosotros derecho para condenar a este criminal con todo el peso de la ley?
Y sin embargo nuestros presidios están llenos de estos tipos que habían nacido para todo, menos para asesinos y bandidos, a quienes se aplica la última pena, que sufren con una serenidad hermosa y un valor inquebrantable.
He aquí la existencia de nuestro gaucho, narrada a grandes rasgos, pero con una exactitud innegable.
Volvamos ahora al protagonista del drama policial que nos ocupa, tomándolo años antes de su primera puñalada.
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