sábado, 23 de octubre de 2010

La vuelta del Martín Fierro, Canto IX

De ella fueron los lamentos

que en mi soledá escuché;

en cuanto al punto llegué

quedé enterado de todo;

al mirarla de aquel modo

ni un istante tutubié.

 

Toda cubierta de sangre

aquella infeliz cautiva,

tenía dende abajo arriba

la marca de los lazazos;

sus trapos hechos pedazos

mostraban la carne viva.

 

Alzó los ojos al cielo

en sus lágrimas bañada;

tenía las manos atadas;

su tormento estaba claro;

y me clavó una mirada

como pidiéndomé amparo.

 

Yo no sé lo que pasó

en mi pecho en ese istante;

estaba el indio arrogante

con una cara feroz:

para entendernos los dos

la mirada fue bastante.

 

Pegó un brinco como gato

y me ganó la distancia;

aprovechó esa ganancia

como fiera cazadora,

desató las boliadoras

y aguardó con vigilancia.

 

Aunque yo iba de curioso

y no por buscar contienda,

al pingo le até la rienda,

eché mano, dende luego,

a éste que no yerra fuego,

y ya se armó la tremenda.

 

 

El peligro en que me hallaba

al momento conocí;

nos mantuvimos ansí,

me miraba y lo miraba;

yo al indio le desconfiaba

y él me desconfiaba a mí-

 

Se debe ser precavido

cuando el indio se agasape:

en esa postura el tape

vale por cuatro o por cinco:

como el tigre es para el brinco

y fácil que a uno lo atrape.

 

Peligro era atropellar

y era peligro el juir,

y más peligro seguir

esperando de este modo,

pues otros podían venir

y carniarme allí entre todos.

 

A juerza de precaución

muchas veces he salvado,

pues en un trance apurado

es mortal cualquier descuido;

si Cruz hubiera vivido

no habría tenido cuidado.

 

Un hombre junto con otro

en valor y en juerza crece;

el temor desaparece,

escapa de cualquier trampa:

entre dos, no digo a un pampa,

a la tribu si se ofrece.

 

En tamaña incertidumbre,

en trance tan apurado,

no podía, por de contado,

escaparme de otra suerte

sino dando al indio muerte

o quedando allí estirado.

 

Y como el tiempo pasaba

y aquel asunto me urgía,

viendo que él no se movía,

me fui medio de soslayo

como a agarrarle el caballo

a ver si se me venía.

 

Ansí fue, no aguardó más,

y me atropelló el salvaje;

es preciso que se ataje

quien con el indio pelée;

el miedo de verse a pie

aumentaba su coraje.

 

 

En la dentrada no más

me largó un par de bolazos:

uno me tocó en un brazo;

si me da bien me lo quiebra,

pues las bolas son de piedra

y vienen como balazo.

 

A la primer puñalada

el pampa se hizo un ovillo:

era el salvaje más pillo

que he visto en mis correrías,

y, a más de las picardías,

arisco para el cuchillo.

 

Las bolas las manejaba

aquel bruto con destreza,

las recogía con presteza

y me las volvía a largar

haciéndomelás silbar

arriba de la cabeza.

 

Aquel indio, como todos,

era cauteloso ... ¡aijuna!

áhi me valió la fortuna

de que peliando se apotra:

me amenazaba con una

y me largaba con otra.

 

Me sucedió una desgracia

en aquel percance amargo;

en momento que lo cargo

y que él reculando va,

me enredé en el chiripá

y cái tirao largo a largo.

 

Ni pa encomendarme a Dios

tiempo el salvaje me dio;

cuanto en el suelo me vio

me saltó con ligereza;

juntito de la cabeza

el bolazo retumbó.

 

Ni por respeto al cuchillo

dejó el indio de apretarme;

allí pretende ultimarme

sin dejarme levantar,

y no me daba lugar

ni siquiera a enderezarme.

 

De balde quiero moverme:

aquel indio no me suelta;

como persona resuelta,

toda mi juerza ejecuto,

pero abajo de aquel bruto

no podía ni darme güelta.

 

 

¡Bendito Dios poderoso!

Quién te puede comprender

cuando a una débil mujer

le diste en esa ocasión

la juerza que en un varón

tal vez no pudiera haber.

 

Esa infeliz tan llorosa

viendo el peligro se anima;

como una flecha se arrima

y, olvidando su aflición,

le pegó al indio un tirón

que me lo sacó de encima.

 

Ausilio tan generoso

me libertó del apuro;

si no es ella, de siguro

que el indio me sacrifica,

y mi valor se duplica

con un ejemplo tan puro.

 

En cuanto me enderecé

nos volvimos a topar;

no se podía descansar

Y me chorriaba el sudor;

en un apuro mayor

jamás me he vuelto a encontrar.

 

Tampoco yo le daba alce

como deben suponer;

se había aumentado mi quehacer

para impedir que el brutazo

Ie pegara algún bolazo.

de rabia, a aquella mujer.

 

La bola en manos del indio

es terrible, y muy ligera;

hace de ella lo que quiera,

saltando como una cabra:

mudos, sin decir palabra,

peliábamos como fieras.

 

Aquel duelo en el desierto

nunca jamás se me olvida;

iba jugando la vida

con tan terrible enemigo.

teniendo allí de testigo

a una mujer afligida.

 

Cuanto él más se enfurecía,

yo más me empiezo a calmar;

mientras no logra matar

el indio no se desfoga;

al fin le corté una soga

y lo empecé aventajar.

 

 

Me hizo sonar las costillas

de un bolazo aquel maldito;

y al tiempo que le di un grito

y le dentro como bala

pisa el indio y se refala

en el cuerpo del chiquito.

 

Para esplicar el misterio

es muy escasa mi cencia:

lo castigó, en mi concencia

su Divina Majestá

donde no hay casualidá

suele estar la Providencia.

 

En cuanto trastabilló,

más de firme lo cargué.

y aunque de nuevo hizo pie

lo perdió aquella pisada,

pues en esa atropellada

en dos partes lo corté.

 

Al sentirse lastimao

se puso medio afligido;

pero era indio decidido,

su valor no se quebranta;

le salían de la garganta

como una especie de aullidos.

 

Lastimao en la cabeza

la sangre lo enceguecía;

de otra herida le salía

haciendo un charco ande estaba;

con las pies la chapaliaba

sin aflojar todavía.

 

Tres figuras imponentes

formábamos aquel terno:

ella en su dolor materno,

yo con la lengua dejuera

y el salvaje, como fiera

disparada del infierno.

 

Iba conociendo el indio

que tocaban a degüello;

se le erizaba el cabello

y los ojos revolvía;

los labios se le perdían

cuando iba a tomar resuello.

 

En una nueva dentrada

le pegué un golpe sentido,

y al verse ya mal herido,

aquel indio furibundo

lanzó un terrible alarido

que retumbó como un ruido

si se sacudiera el mundo.

 

 

Al fin de tanto lidiar,

en el cuchillo lo alcé,

en peso lo levanté

aquel hijo del desierto,

ensartado lo llevé,

y allá recién lo largué

cuando ya lo senti muerto.

 

Me persiné dando gracias

de haber salvado la vida;

aquella pobre afligida

de rodillas en el suelo,

alzó sus ojos al cielo

sollozando dolorida.

 

Me hinqué también a su lado

a dar gracias a mi santo:

en su dolor y quebranto

ella a la madre de Dios

le pide, en su triste llanto,

que nos ampare a los dos.

 

Se alzó con pausa de leona

cuando acabó de implorar,

y sin dejar de llorar

envolvió en unos trapitos

los pedazos de su hijito

que yo le ayudé a juntar.

La vuelta del Martín Fierro, Canto VIII

Mas tarde supe por ella,

de manera positiva,

que dentró una comitiva

de pampas a su partido,

mataron a su marido

y la llevaron cautiva.

 

En tan dura servidumbre

hacían dos años que estaba;

un hijito que llevaba

a su lado lo tenía;

la china la aborrecía

tratándolá como esclava.

 

Deseaba para escaparse

hacer una tentativa,

pues a la infeliz cautiva

naides la va a redimir,

y allí tiene que sufrir

el tormento mientras viva.

 

Aquella china perversa,

dende el punto que llegó,

crueldá y orgullo mostró

porque el indio era valiente;

usaba un collar de dientes

de cristianos que él mató.

 

La mandaba trabajar,

poniendo cerca a su hijito,

tiritando y dando gritos

por la mañana temprano,

atado de pies y manos

lo mesmo que un corderito.

 

Ansí le imponía tarea

de juntar leña y sembrar

viendo a su hijito llorar;

y hasta que no terminaba,

la china no la dejaba

que le diera de mamar.

 

Cuando no tenían trabajo

la emprestaban a otra china.

"Naides, decía, se imagina

"ni es capaz de presumir

"cuánto tiene que sufrir

la infeliz que está cautiva."

 

 

Si ven crecido a su hijito,

como de piedá no entienden,

y a súplicas nunca atienden,

cuando no es éste es el otro,

se lo quitan y lo venden

o lo cambian por un potro.

 

En la crianza de los suyos

son bárbaros por demás;

no lo había visto jamás;

en una tabla los atan,

los crían ansí, y les achatan

la cabeza por detrás.

 

Aunque esto parezca estraño,

ninguno lo ponga en duda:

entre aquélla gente ruda,

en su bárbara torpeza,

es gala que la cabeza

se les forme puntiaguda.

 

Aquella china malvada

que tanto la aborrecía,

empezó a decir un día,

porque falleció una hermana,

que sin duda la cristiana

le había echado brujería.

 

El indio la sacó al campo

y la empezó a amenazar;

que le había de confesar

si la brujería era cierta;

o que la iba a castigar

hasta que quedara muerta.

 

Llora la pobre afligida,

pero el indio, en su rigor,

le arrebató con furor

al hijo de entre sus brazos,

y del primer rebencazo

la hizo crugir de dolor.

 

Que aquel salvaje tan cruel

azotándolá seguía;

más y más se enfurecía

cuanto más la castigaba,

y la infeliz se atajaba,

los golpes como podía.

 

Que le gritó muy furioso:

"Confechando no querés"

la dio vuelta de un revés,

y por colmar su amargura,

a su tierna criatura

se la degolló a los pies.

 

 

"Es incréible, me decía,

que tanta fiereza esista;

no habrá madre que resista;

aquel salvaje inclemente

cometió tranquilamente

aquel crimen a mi vista."

 

Esos horrores tremendos

no los inventa el cristiano:

"ese bárbaro inhumano,

sollozando me lo dijo,

me amarró luego las manos

con las tripitas de mi hijo".

 

La vuelta del Martín Fierro, Canto VII

Aquel bravo compañero

en mis brazos espiró;

hombre que tanto sivió,

varón que fue tan prudente,

por humano y por valiente

en el desierto murió.

 

Y yo, con mis propias manos,

yo mesmo lo sepulté;

a Dios por su alma rogué,

de dolor el pecho lleno,

y humedeció aquel terreno

el llanto que redamé.

 

Cumplí con mi obligación;

no hay falta de que me acuse,

ni deber de que me escuse,

aunque de dolor sucumba:

allá señala su tumba

una cruz que yo le puse.

 

Andaba de toldo en toldo

y todo me fastidiaba;

el pesar me dominaba,

y entregao al sentimiento,

se me hacía cada momento

óir a Cruz que me llamaba.

 

Cual más, cual menos, los criollos

saben lo que es amargura;

en mi triste desventura

no encontraba otro consuelo

que ir a tirarme en el suelo

al lao de su sepoltura.

 

 

Allí pasaba las horas

sin saber naides conmigo

teniendo a Dios por testigo,

y mis pensamientos fijos

en mi mujer y mis hijos.

en mi pago y en mi amigo.

 

Privado de tantos bienes

y perdido en tierra ajena

parece que se encadena

el tiempo y que no pasara

como si el sol se parara

a contemplar tanta pena.

 

Sin saber qué hacer de mí

y entregado a mi aflición,

estando allí una ocasión

del lado que venía el viento

oí unos tristes lamentos

que llamaron mi atención.

 

No son raros los quejidos

en los toldos del salvaje

pues aquél es vandalaje

donde no se arregla nada

sinó a lanza y puñalada,

a bolazos y a coraje.

 

No preciso juramento,

deben crerle a Martín Fierro:

ha visto en ese destierro

a un salvaje que se irrita,

degollar una chinita

y tirárselá a los perros.

 

He presenciado martirios,

he visto muchas crueldades.

crímenes y atrocidades

que el cristiano no imagina;

pues ni el indio ni la china

sabe lo que son piedades.

 

Quise curiosiar los llantos

que llegaban hasta mí;

al punto me dirigí

al lugar de ande venían.

¡Me horrorisa todavía

el cuadro que descubrí!

 

Era una infeliz mujer

que estaba de sangre llena,

y como una Madalena

lloraba con toda gana;

conocí que era cristiana

y ésto me dio mayor pena.

 

 

Cauteloso me acerqué

a un indio que estaba al lao,

porque el pampa es desconfiao

siempre de todo cristiano,

y vi que tenía en la mano

el rebenque ensangrentao.

La vuelta del Martín Fierro, Canto VI

El tiempo sigue en su giro

y nosotros solitarios;

de los indios sanguinarios

no teníamos qué esperar;

el que nos salvó al llegar

era el más hospitalario.

 

Mostró noble corazón,

cristiano anhelaba ser;

la justicia es un deber

y sus méritos no callo;

nos regaló unos caballos

y a veces nos vino a ver.

 

A la voluntá de Dios

ni con la intención resisto,

él nos salvó... pero, ¡ah Cristo!

muchas veces he deseado

no nos hubiera salvado

ni jamás haberlo visto.

 

Quien recibe beneficios

jamás los debe olvidar;

y al que tiene que rodar

en su vida trabajosa

le pasan a veces cosas

que son duras de pelar.

 

Voy dentrando poco a poco

en lo triste del pasaje;

cuando es amargo el brebaje

el corazón no se alegra;

dentró una virgüela negra

que los diezmó a los salvajes.

 

Al sentir tal mortandá

los indios desesperaos

gritaban alborotaos:

"Cristiano echando gualicho"

no quedó en los toldos bicho

que no salió redotao.

 

Sus remedios son secretos;

los tienen las adivinas;

no los conocen las chinas

sino alguna ya muy vieja,

y es la que los aconseja,

con mil embustes, la indina.

 

 

Allí soporta el paciente

las terribles curaciones

pues a golpes y estrujones

son los remedios aquéllos;

lo agarran de los cabellos

y le arrancan los mechones.

 

Les hacen mil herejías

que el presenciarlas da horror;

brama el indio de dolor

por los tormentos que pasa,

y untándoló todo en grasa

lo ponen a hervir al sol.

 

Y puesto allí boca arriba,

al rededor le hacen fuego;

una china viene luego

y al óido le da de gritos;

hay algunos tan malditos

que sanan con este juego.

 

A otros les cuecen la boca

aunque de dolores cruja;

lo agarran y allí lo estrujan,

labios le queman y dientes

con un güevo bien caliente

de alguna gallina bruja.

 

Conoce el indio el peligro

y pierde toda esperanza;

si a escapárseles alcanza

dispara como una liebre;

le da delirios la fiebre

y ya le cain con la lanza.

 

Esas fiebres son terribles,

y aunque de esto no disputo

ni de saber me reputo,

será decíamos nosotros,

de tanta carne de potro

como comen estos brutos.

 

Había un gringuito cautivo

que siempre hablaba del barco

y lo augaron en un charco

por causante de la peste;

tenía los ojos celestes

como potrillito zarco.

 

Que le dieran esa muerte

dispuso una china vieja;

y aunque se aflije y se queja,

es inútil que resista:

ponía el infeliz la vista

como la pone la oveja.

 

 

Nosotros nos alejamos

para no ver tanto estrago;

Cruz sentía los amagos

de la peste que reinaba,

y la idea nos acosaba

de volver a nuestros pagos.

 

Pero contra el plan mejor

el destino se revela:

¡la sangre se me congela!

el que nos había salvado,

cayó también atacado

de la fiebre y la virgüela.

 

No podíamos dudar

al verlo en tal padecer

el fin que había de tener

y Cruz, que era tan humano,

"vamos me dijo, paisano,

"a cumplir con un deber".

 

Fuimos a estar a su lado

para ayudarlo a curar;

lo vinieron a buscar

y hacerle como a los otros;

lo defendimos nosotros,

no lo dejamos lanciar.

 

Iba creciendo la plaga

y la mortandá seguía;

a su lado nos tenía

cuidándoló con pacencia,

pero acabó su esistencia

al fin de unos pocos días.

 

El recuerdo me atormenta,

se renueva mi pesar;

me dan ganas de llorar,

nada a mis penas igualo;

Cruz también cayó muy malo

ya para no levantar.

 

Todos pueden flgurarse

cuánto tuve que sufrir;

yo no hacía sino gemir

y aumentaba mi aflición

no saber una oración

pa ayudarlo a bien morir.

 

Se le pasmó la virgüela

y el pobre estaba en un grito;

me recomendó un hijito

que en su pago había dejado.

"Ha quedado abandonado,

"me dijo, aquel pobrecito.

 

 

"Si vuelve, búsquemeló,

"me repetía a media voz,

"en el mundo éramos dos,

"pues él ya no tiene madre:

"que sepa el fin de su padre

"y encomiende mi alma a Dios."

 

Lo apretaba contra el pecho

dominao por el dolor,

era su pena mayor

el morir allá entre infieles;

sufriendo dolores crueles

entregó su alma al Criador.

 

De rodillas a su lado

yo lo encomendé a Jesús;

faltó a mis ojos la luz,

tuve un terrible desmayo;

cái como herido del rayo

cuando lo vi muerto a Cruz. 

La vuelta del Martín Fierro, Canto V

Aquel desierto se agita

cuando la invasión regresa;

llevan miles de cabezas

de vacuno y yeguarizo:

pa no aflijirse es preciso

tener bastante firmeza.

 

Aquéllo es un hervidero

de pampas, un celemín;

cuando riunen el botín

juntando toda la hacienda,

es cantidá tan tremenda

que no alcanza a verse el fin.

 

Vuelven las chinas cargadas

con las prendas en montón;

aflije esa destrución;

acomodaos en cargueros

llevan negocios enteros

que han saquiado en la invasión.

 

 

Su pretensión es robar.

no quedar en el pantano;

viene a tierra de cristianos

como furia del infierno;

no se llevan al gobierno

porque no lo hallan a mano.

 

Vuelven locos de contentos

cuando han venido a la fija;

antes que ninguno elija

empiezan con todo empeño,

como dijo un santiagueño,

a hacerse la repartija.

 

Se reparten el botín

con igualdá, sin malicia;

no muestra el indio codicia,

ninguna falta comete;

sólo en esto se somete

a una regla de justicia.

 

Y cada cual con lo suyo

a sus toldos enderiesa;

luego la matanza empieza

tan sin razón ni motivo,

que no queda animal vivo

de esos miles de cabezas.

 

Y satisfecho el salvaje

de que su oficio ha cumplido,

lo pasa por áhi tendido

volviendo a su haraganiar,

y entra la china a cueriar

con un afán desmedido.

 

A veces a tierra adentro

algunas puntas se llevan;

pero hay pocos que se atrevan

a hacer esas incursiones,

porque otros indios ladrones

les suelen pelar la breva.

 

Pero pienso que los pampas

deben de ser los más rudos;

aunque andan medio desnudos

ni su convenencia entienden;

por una vaca que venden

quinientas matan al ñudo.

 

Estas cosas y otras piores

las he visto muchos años;

pero, si yo no me engaño,

concluyó ese bandalaje,

y esos bárbaros salvajes,

no podrán hacer más daño.

 

 

Las tribus están desechas:

los caciques más altivos

están muertos o cautivos,

privaos de toda esperanza,

y de la chusma y de lanza

ya muy pocos quedan vivos.

 

Son salvajes por completo

hasta pa su diversión,

pues hacen una junción

que naides se la imagina;

recién le toca a la china

el hacer su papelón.

 

Cuanto el hombre es más salvaje

trata pior a la mujer;

yo no sé que pueda haber

sin ella dicha ni goce:

¡feliz el que la conoce

y logra hacerse querer!

 

Todo el que entiende la vida

busca a su lao los placeres;

justo es que las considere

el hombre de corazón;

sólo los cobardes son

valientes con sus mujeres.

 

Pa servir a un desgraciao

pronta la mujer está;

cuando en su camino va

no hay peligro que la asuste;

ni hay una a quien no le guste

una obra de caridá.

 

No se hallará una mujer

a la que esto no le cuadre;

yo alabo al Eterno Padre,

no porque las hizo bellas,

sino porque a todas ellas

les dio corazón de madre.

 

Es piadosa y diligente

y sufrida en los trabajos:

tal vez su valer rebajo

aunque la estimo bastante;

mas los indios inorantes

la tratan al estropajo.

 

Echan la alma trabajando

bajo el más duro rigor;

el marido es su señor;

como tirano la manda

porque el indio no se ablanda

ni siquiera en el amor.

 

 

No tiene cariño a naides

ni sabe lo que es amar;

¡ni qué se puede esperar

de aquellos pechos de bronce!

yo los conocí al llegar

y los calé dende entonces.

 

Mientras tiene qué comer

permanece sosegao;

yo, que en sus toldos he estao

y sus costumbres oservo,

digo que es como aquel cuervo

que no volvió del mandao.

 

Es para él como juguete

escupir un crucifijo;

pienso que Dios los maldijo

y ansina el ñudo desato;

el indio, el cerdo y el gato,

redaman sangre del hijo.

 

Mas ya con cuentos de pampas

no ocuparé su atención;

debo pedirles perdón,

pues sin querer me distraje,

por hablar de los salvajes

me olvidé de la junción.

 

Hacen un cerco de lanzas,

los indios quedan ajuera;

dentra la china ligera

como yeguada en la trilla,

y empieza allí la cuadrilla

a dar güeltas en la era.

 

A un lao están los caciques,

capitanejos y el trompa

tocando con toda pompa

como un toque de fajina;

adentro muere la china,

sin que aquel círculo rompa.

 

Muchas veces se les oyen

a las pobres los quejidos,

mas son lamentos perdidos;

al rededor del cercao,

en el suelo, están mamaos

los indios, dando alaridos.

 

Su canto es una palabra

y de áhi no salen jamás;

llevan todas el compás,

ioká-ioká repitiendo;

me parece estarlas viendo

más fieras que Satanás.

 

 

Al trote dentro del cerco,

sudando, hambrientas, juriosas,

desgreñadas y rotosas,

de sol a sol se lo llevan:

bailan, aunque truene o llueva,

cantando la mesma cosa.

 

 

La vuelta del Martín Fierro, Canto IV

Antes de aclarar el día

empieza el indio a aturdir

la pampa con su rugir,

y en alguna madrugada,

sin que sintiéramos nada

se largaban a invadir.

 

 

Primero entierran las prendas

en cuevas, como peludos;

y aquellos indios cerdudos,

siempre llenos de recelos,

en los caballos en pelos

se vienen medio desnudos.

 

Para pegar el malón

el mejor flete procuran;

y como es su arma segura,

vienen con la lanza sola,

y varios pares de bolas

atados a la cintura.

 

De ese modo anda liviano,

no fatiga el mancarrón;

es su espuela en el malón,

después de bien afilao,

un cuernito de venao

que se amarra en el garrón.

 

El indio que tiene un pingo

que se llega a distinguir,

lo cuida hasta pa dormir;

de ese cuidao es esclavo:

se lo alquila a otro indio bravo

cuando vienen a invadir.

 

Por vigilarlo no come

y ni aun el sueño concilia;

sólo en eso no hay desidia;

de noche, les asiguro,

para tenerlo seguro

le hace cerco la familia.

 

Por eso habrán visto ustedes,

si en el caso se han hallao,

y si no lo han oservao

ténganló dende hoy presente,

que todo pampa valiente

anda siempre bien montao.

 

Marcha el indio a trote largo,

paso que rinde y que dura;

viene en direción sigura

y jamás a su capricho:

no se les escapa bicho

en la noche más escura.

 

Caminan entre tinieblas

con un cerco bien formao;

lo estrechan con gran cuidao

y agarran, al aclarar,

ñanduces, gamas, venaos,

cuanto ha podido dentrar.

 

 

Su señal es un humito

que se eleva muy arriba,

y no hay quien no lo aperciba

con esa vista que tienen;

de todas partes se vienen

a engrosar la comitiva.

 

Ansina se van juntando,

hasta hacer esas riuniones

que cain en las invasiones

en número tan crecido;

para formarla han salido

de los últimos rincones.

 

Es guerra cruel la del indio

porque viene como fiera;

atropella donde quiera

y de asolar no se cansa;

de su pingo y de su lanza

toda salvación espera.

 

Debe atarse bien la faja

quien aguardarlo se atreva;

siempre mala intención lleva,

y como tiene alma grande,

no hay plegaria que lo ablande

ni dolor que lo conmueva.

 

Odia de muerte al cristiano,

hace guerra sin cuartel;

para matar es sin yel,

es fiero de condición;

no gólpea la compasión

en el pecho del infiel.

 

Tiene la vista del águila.

del león la temeridá;

en el desierto no habrá

animal que él no lo entienda,

ni fiera de que no aprienda

un istinto de crueldá.

 

Es tenaz en su barbarie,

no esperen verlo cambiar;

el deseo de mejorar

en su rudeza no cabe:

el bárbaro sólo sabe

emborracharse y peliar.

 

El indio nunca se ríe,

y el pretenderlo es en vano,

ni cuando festeja ufano

el triunfo en sus correrías;

la risa en sus alegrías

le pertenece al cristiano.

 

 

Se cruzan por el desierto

como un animal feroz,

dan cada alarido atroz

que hace erizar los cabellos;

parece que a todos ellos

los ha maldecido Dios.

 

Todo el peso del trabajo

lo dejan a las mujeres:

el indio es indio y no quiere

apiar de su condición;

ha nacido indio ladrón

y como indio ladrón muere.

 

El que envenenen sus armas

les mandan sus hechiceras;

y como ni a Dios veneran,

nada a las pampas contiene;

hasta los nombres que tienen

son de animales y fieras.

 

Y son, ¡por Cristo bendito!

lo más desasiaos del mundo;

esos indios vagabundos,

con repunancia me acuerdo,

viven lo mesmo que el cerdo

en esos toldos inmundos.

 

Naides puede imaginar

una miseria mayor;

su pobreza causa horror;

no sabe aquel indio bruto

que la tierra no da fruto

si no la riega el sudor.

 

La vuelta del Martín Fierro, Canto III

De ese modo nos hallamos

empeñaos en la partida:

no hay que darla por perdida

por dura que sea la suerte,

ni que pensar en la muerte

sinó en soportar la vida.

 

 

Se endurece el corazón,

no teme peligro alguno;

por encontrarlo oportuno

allí juramos los dos

respetar tan sólo a Dlos;

de Dios abajo a ninguno.

 

El mal es árbol que crece

y que cortado retoña;

la gente esperta o bisoña

sufre de infinitos modos:

la tierra es madre de todos,

pero también da ponzoña.

 

Mas todo varón prudente

sufre tranquilo sus males;

yo siempre los hallo iguales

en cualquier senda que elijo:

la desgracia tiene hijos

aunque ella no tiene madre.

 

Y al que le toca la herencia,

donde quiera halla su ruina:

lo que la suerte destina

Io puede el hombre evitar:

porque el cardo ha de pinchar

es que nace con espina.

 

Es el destino del pobre

un continuo safarrancho,

y pasa como el carancho,

porque el mal nunca se sacia

si el viento de la desgracia

vuela las pajas del rancho.

 

Mas quien manda los pesares

manda también el consuelo;

la luz que baja del cielo

alumbra al más encumbrao,

y hasta el pelo más delgao

hace su sombra en el suelo.

 

Pero por más que uno sufra

un rigor que lo atormente,

no debe bajar la frente

nunca, por ningún motivo:

el álamo es más altivo

y gime constantemente.

 

El indio pasa la vida

robando o echao de panza;

la única ley es la lanza

a que se ha de someter,

lo que le falta en saber

lo suple con desconfianza.

 

 

Fuera cosa de engarzarlo

a un indio caritativo;

es duro con el cautivo,

le dan un trato horroroso,

es astuto y receloso,

es audaz y vengativo.

 

No hay que pedirle favor

ni que aguardar tolerancia;

movidos por su inorancia

y de puro desconfiaos,

nos pusieron separaos

bajo sutil vigilancia.

 

No pude tener con Cruz

ninguna conversación;

no nos daban ocasión,

nos trataban como agenos:

como dos años lo menos

duró esta separación.

 

Relatar nuestras penurias

fuera alargar el asunto;

les diré sobre este punto

que a los dos años recién

nos hizo el cacique el bien

de dejarnos vivir juntos.

 

Nos retiramos con Cruz

a la orilla de un pajal;

por no pasarlo tan mal

en el desierto infinito,

hicimos como un bendito

con dos cueros de bagual.

 

Fuimos a esconder allí

nuestra pobre sutuación,

aliviando con la unión

aquel duro cautiverio;

tristes como un cementerio

al toque de la oración.

 

Debe el hombre ser valiente

si a rodar se determina,

primero, cuando camina;

segundo, cuando descansa,

pues en aquellas andanzas

perece el que se acoquina.

 

Cuando es manso el ternerito

en cualquier vaca se priende;

el que es gaucho esto lo entiende

y ha de entender si le digo,

que andábamos con mi amigo

como pan que no se vende.

 

 

Guarecidos en el toldo

charlábamos mano a mano;

éramos dos veteranos

mansos pa las sabandijas,

arrumbaos como cubijas

cuando calienta el verano.

 

El alimento no abunda

por más empeño que se haga;

lo pasa uno como plaga,

ejercitando la industria

y siempre, como la nutria,

viviendo a orillas del agua.

 

En semejante ejercicio

se hace diestro el cazador,

cai el piche engordador,

cai el pájaro que trina;

todo bicho que camina

va a parar al asador.

 

Pues allí a los cuatro vientos

la persecución se lleva;

naide escapa de la leva,

y dende que la alba asoma

ya recorre uno la loma,

el bajo, el nido y la cueva.

 

El que vive de la caza

a cualquier bicho se atreve

que pluma o cascara lleve,

pues cuando la hambre se siente

el hombre le clava el diente

a todo lo que se mueve.

 

En las sagradas alturas

está el máestro principal,

que enseña a cada animal

a procurarse el sustento

y le brinda el alimento

a todo ser racional.

 

Y aves, y bichos y pejes,

le mantienen de mil modos;

pero el hombre en su acomodo,

es curioso de oservar:

es el que sabe llorar

y es el que los come a todos.

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