sábado, 23 de octubre de 2010

La vuelta del Martín Fierro, Canto IX

De ella fueron los lamentos

que en mi soledá escuché;

en cuanto al punto llegué

quedé enterado de todo;

al mirarla de aquel modo

ni un istante tutubié.

 

Toda cubierta de sangre

aquella infeliz cautiva,

tenía dende abajo arriba

la marca de los lazazos;

sus trapos hechos pedazos

mostraban la carne viva.

 

Alzó los ojos al cielo

en sus lágrimas bañada;

tenía las manos atadas;

su tormento estaba claro;

y me clavó una mirada

como pidiéndomé amparo.

 

Yo no sé lo que pasó

en mi pecho en ese istante;

estaba el indio arrogante

con una cara feroz:

para entendernos los dos

la mirada fue bastante.

 

Pegó un brinco como gato

y me ganó la distancia;

aprovechó esa ganancia

como fiera cazadora,

desató las boliadoras

y aguardó con vigilancia.

 

Aunque yo iba de curioso

y no por buscar contienda,

al pingo le até la rienda,

eché mano, dende luego,

a éste que no yerra fuego,

y ya se armó la tremenda.

 

 

El peligro en que me hallaba

al momento conocí;

nos mantuvimos ansí,

me miraba y lo miraba;

yo al indio le desconfiaba

y él me desconfiaba a mí-

 

Se debe ser precavido

cuando el indio se agasape:

en esa postura el tape

vale por cuatro o por cinco:

como el tigre es para el brinco

y fácil que a uno lo atrape.

 

Peligro era atropellar

y era peligro el juir,

y más peligro seguir

esperando de este modo,

pues otros podían venir

y carniarme allí entre todos.

 

A juerza de precaución

muchas veces he salvado,

pues en un trance apurado

es mortal cualquier descuido;

si Cruz hubiera vivido

no habría tenido cuidado.

 

Un hombre junto con otro

en valor y en juerza crece;

el temor desaparece,

escapa de cualquier trampa:

entre dos, no digo a un pampa,

a la tribu si se ofrece.

 

En tamaña incertidumbre,

en trance tan apurado,

no podía, por de contado,

escaparme de otra suerte

sino dando al indio muerte

o quedando allí estirado.

 

Y como el tiempo pasaba

y aquel asunto me urgía,

viendo que él no se movía,

me fui medio de soslayo

como a agarrarle el caballo

a ver si se me venía.

 

Ansí fue, no aguardó más,

y me atropelló el salvaje;

es preciso que se ataje

quien con el indio pelée;

el miedo de verse a pie

aumentaba su coraje.

 

 

En la dentrada no más

me largó un par de bolazos:

uno me tocó en un brazo;

si me da bien me lo quiebra,

pues las bolas son de piedra

y vienen como balazo.

 

A la primer puñalada

el pampa se hizo un ovillo:

era el salvaje más pillo

que he visto en mis correrías,

y, a más de las picardías,

arisco para el cuchillo.

 

Las bolas las manejaba

aquel bruto con destreza,

las recogía con presteza

y me las volvía a largar

haciéndomelás silbar

arriba de la cabeza.

 

Aquel indio, como todos,

era cauteloso ... ¡aijuna!

áhi me valió la fortuna

de que peliando se apotra:

me amenazaba con una

y me largaba con otra.

 

Me sucedió una desgracia

en aquel percance amargo;

en momento que lo cargo

y que él reculando va,

me enredé en el chiripá

y cái tirao largo a largo.

 

Ni pa encomendarme a Dios

tiempo el salvaje me dio;

cuanto en el suelo me vio

me saltó con ligereza;

juntito de la cabeza

el bolazo retumbó.

 

Ni por respeto al cuchillo

dejó el indio de apretarme;

allí pretende ultimarme

sin dejarme levantar,

y no me daba lugar

ni siquiera a enderezarme.

 

De balde quiero moverme:

aquel indio no me suelta;

como persona resuelta,

toda mi juerza ejecuto,

pero abajo de aquel bruto

no podía ni darme güelta.

 

 

¡Bendito Dios poderoso!

Quién te puede comprender

cuando a una débil mujer

le diste en esa ocasión

la juerza que en un varón

tal vez no pudiera haber.

 

Esa infeliz tan llorosa

viendo el peligro se anima;

como una flecha se arrima

y, olvidando su aflición,

le pegó al indio un tirón

que me lo sacó de encima.

 

Ausilio tan generoso

me libertó del apuro;

si no es ella, de siguro

que el indio me sacrifica,

y mi valor se duplica

con un ejemplo tan puro.

 

En cuanto me enderecé

nos volvimos a topar;

no se podía descansar

Y me chorriaba el sudor;

en un apuro mayor

jamás me he vuelto a encontrar.

 

Tampoco yo le daba alce

como deben suponer;

se había aumentado mi quehacer

para impedir que el brutazo

Ie pegara algún bolazo.

de rabia, a aquella mujer.

 

La bola en manos del indio

es terrible, y muy ligera;

hace de ella lo que quiera,

saltando como una cabra:

mudos, sin decir palabra,

peliábamos como fieras.

 

Aquel duelo en el desierto

nunca jamás se me olvida;

iba jugando la vida

con tan terrible enemigo.

teniendo allí de testigo

a una mujer afligida.

 

Cuanto él más se enfurecía,

yo más me empiezo a calmar;

mientras no logra matar

el indio no se desfoga;

al fin le corté una soga

y lo empecé aventajar.

 

 

Me hizo sonar las costillas

de un bolazo aquel maldito;

y al tiempo que le di un grito

y le dentro como bala

pisa el indio y se refala

en el cuerpo del chiquito.

 

Para esplicar el misterio

es muy escasa mi cencia:

lo castigó, en mi concencia

su Divina Majestá

donde no hay casualidá

suele estar la Providencia.

 

En cuanto trastabilló,

más de firme lo cargué.

y aunque de nuevo hizo pie

lo perdió aquella pisada,

pues en esa atropellada

en dos partes lo corté.

 

Al sentirse lastimao

se puso medio afligido;

pero era indio decidido,

su valor no se quebranta;

le salían de la garganta

como una especie de aullidos.

 

Lastimao en la cabeza

la sangre lo enceguecía;

de otra herida le salía

haciendo un charco ande estaba;

con las pies la chapaliaba

sin aflojar todavía.

 

Tres figuras imponentes

formábamos aquel terno:

ella en su dolor materno,

yo con la lengua dejuera

y el salvaje, como fiera

disparada del infierno.

 

Iba conociendo el indio

que tocaban a degüello;

se le erizaba el cabello

y los ojos revolvía;

los labios se le perdían

cuando iba a tomar resuello.

 

En una nueva dentrada

le pegué un golpe sentido,

y al verse ya mal herido,

aquel indio furibundo

lanzó un terrible alarido

que retumbó como un ruido

si se sacudiera el mundo.

 

 

Al fin de tanto lidiar,

en el cuchillo lo alcé,

en peso lo levanté

aquel hijo del desierto,

ensartado lo llevé,

y allá recién lo largué

cuando ya lo senti muerto.

 

Me persiné dando gracias

de haber salvado la vida;

aquella pobre afligida

de rodillas en el suelo,

alzó sus ojos al cielo

sollozando dolorida.

 

Me hinqué también a su lado

a dar gracias a mi santo:

en su dolor y quebranto

ella a la madre de Dios

le pide, en su triste llanto,

que nos ampare a los dos.

 

Se alzó con pausa de leona

cuando acabó de implorar,

y sin dejar de llorar

envolvió en unos trapitos

los pedazos de su hijito

que yo le ayudé a juntar.

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