PARTE SEGUNDA
DOCUMENTOS DEL AUTOR SOBRE EL «FACUNDO»
I
CARTA AL PROFESOR DON MATÍAS CALLANDRELLI, AUTOR DE UN DICCIONARIO
ETIMOLÓGICO DE LA LENGUA CASTELLANA
Mi estimado señor:
Tengo el gusto, para satisfacer a su pedido, de enviarle un ejemplar de
la _Vida de Facundo Quiroga_, reputado generalmente como el escrito más
peculiar mío.
En cuanto a lenguaje, revisó esta última edición el hablista habanero
Mantilla[40], hallando poco que corregir de los anteriores, y, según
dijo, llamándole la atención la ocurrencia frecuente de locuciones
anticuadas, pero castizas, que atribuía a mucha lectura de autores
castellanos antiguos.
No siendo ésta la verdad, indiquele como causa que habiéndome criado en
una provincia apartada y formándome sin estudios ordenados, la lengua de
los conquistadores había debido conservarse allí más tiempo sin
alteraciones sensibles, lo que corroboraba yo con muchos hechos, y
aceptaba él como plausible, bien así como los ingleses insulares de hoy
han hallado en Norteamérica locuciones que atraía Johnson y no conserva
Webster en su Diccionario.
La corrección de pruebas de mis _Viajes_ la hizo don Juan M. Gutiérrez,
de la Academia de la Lengua; y don Andrés Bello, igualmente académico,
que gustaba mucho de _Recuerdos de provincia_ como lenguaje y como
recuerdos de costumbres americanas, rechazaba por infundadas muchas de
las correcciones de Villergas que la echaba de hablista y que encontró
en la Habana a quien _parler_ en achaque de lengua castellana; pues es
hoy un hecho conquistado que los mejores hablistas modernos son
americanos, hecho reconocido por la Academia misma, acaso porque
necesitan más estudios de la lengua los que viven fuera del centro que
la vivifica, y están más influídos por los elementos extranjeros y
extraños a su origen, que tienden a incorporársele.
Es lo más breve que puedo decirle para su dirección en el uso que quiera
hacer de mis escritos, agradeciéndole cordialmente su buen deseo.
Tengo con este motivo el gusto de suscribirme su afectísimo amigo
D. F. SARMIENTO.
Buenos Aires, agosto 12 de 1881.
II
JUAN FACUNDO QUIROGA
ADVERTENCIA DEL AUTOR
Después de terminada la publicación de esta obra, he recibido de varios
amigos rectificaciones de varios hechos referidos en ella. Algunas
inexactitudes han debido necesariamente escaparse en un trabajo hecho de
prisa, lejos del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto de que
no se había escrito nada hasta el presente, al coordinar entre sí
sucesos que han tenido lugar en distintas y remotas provincias, y en
épocas diversas, consultando a un testigo ocular sobre un punto,
registrando manuscritos formados a la ligera, o apelando a las propias
reminiscencias, no es extraño que de vez en cuando el lector argentino
eche de menos algo que él conoce o disienta en cuanto a algún nombre
propio, una fecha, cambiados o puestos fuera de lugar.
Pero debo declarar que en los acontecimientos notables a que me refiero,
y que sirven de base a las explicaciones que doy, hay una exactitud
intachable de que responderán los documentos públicos que sobre ellos
existen.
Quizá haya un momento en que, desembarazado de las preocupaciones que
han precipitado la redacción de esta obrita, vuelva a refundirla en un
plan nuevo, desnudándola de toda digresión accidental, y apoyándola en
numerosos documentos oficiales, a que sólo hago ahora una ligera
referencia.
1845
III
On ne tue point les idées.
FORTOUL.
A los hombres se les degüella; a
las ideas, no.
A fines del año 1840 salía yo de mi patria, desterrado por lástima,
estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día
anterior en una de esas bacanales sangrientas de soldadesca y
mazorqueros. Al pasar por los baños de Zonda, bajo las armas de la
patria que en días más alegres había pintado en una sala, escribí con
carbón estas palabras:
_On ne tue point les idées._
El Gobierno, a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada
de descifrar el jeroglífico, que se decía contener desahogos innobles,
insultos y amenazas. Oída la traducción, «¡y bien!--dijeron--, ¿qué
significa esto?»...
Significaba simplemente que venía a Chile donde la libertad brillaba
aún, y que me proponía hacer proyectar los rayos de las luces de su
Prensa hasta el otro lado de los Andes. Los que conocen mi conducta en
Chile, saben si he cumplido aquella protesta.
IV
INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1845
«Je demande à l'historien l'amour
de l'humanité ou de la liberté; sa
justice impartiale ne doit être impassible.
Il faut au contraire, qu'il
souhaite, qu'il espérè, qu'il souffre,
ou soit heureux de ce qu'il raconte.»
VILLEMAIN, _Cours de Littérature._
¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el
ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la
vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de
un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aun
después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de
los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto,
decían: «¡No!; ¡no ha muerto! ¡Vive aún! ¡El vendrá!» ¡Cierto! Facundo
no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y
revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento; su alma
ha pasado a este otro molde más acabado, más perfecto; y lo que en él
era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en
sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara,
cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular
capaz de presentarse a la faz del mundo como el modo de ser de un pueblo
encarnado en un hombre que ha aspirado a tomar los aires de un genio que
domina los acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo,
provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fué reemplazado por Rosas, hijo
de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón
helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza
lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo.
Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus enemigos quieren
disputarle el título de grande que le prodigan sus cortesanos? Sí;
grande y muy grande es, para gloria y vergüenza de su patria, porque si
ha encontrado millares de seres degradados que se unzan a su carro para
arrastrarlo por encima de cadáveres, también se hallan a millares las
almas generosas que en quince años de lid sangrienta, no han desesperado
de vencer al monstruo que nos propone el enigma de la organización
política de la República. Un día vendrá; al fin, que lo resuelva; y la
Esfinge Argentina, mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo
sanguinario, morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata el rango
elevado que le toca entre las naciones del Nuevo Mundo.
Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la
espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que
lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del
suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los puntos en que
están pegados.
La República Argentina es hoy la sección hispanoamericana, que, en sus
manifestaciones exteriores, ha llamado preferentemente la atención de
las naciones europeas, que no pocas veces se han visto envueltas en sus
extravíos, o atraídas, como por una vorágine, a acercarse al centro en
que remolinean elementos tan contrarios. La Francia estuvo a punto de
ceder a esta atracción, y no sin grandes esfuerzos de remo y vela, no
sin perder el gobernalle, logró alejarse y mantenerse a la distancia.
Sus más hábiles políticos no han alcanzado a comprender nada de lo que
sus ojos han visto al echar una mirada precipitada sobre el poder
americano que desafiaba a la gran nación. Al ver las lavas ardientes que
se revuelcan, se agitan, se chocan bramando en este gran foco de lucha
intestina, los que por más avisados se tienen, han dicho: es un volcán
subalterno, sin nombre, de los muchos que aparecen en la América: pronto
se extinguirá; y han vuelto a otra parte sus miradas, satisfechos de
haber dado una solución tan fácil como exacta de los fenómenos sociales
que sólo han visto en grupo y superficialmente. A la América del Sur en
general, y a la República Argentina sobre todo, le ha hecho falta un
Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las teorías sociales,
como el viajero científico de barómetros, octantes y brújulas, viniera a
penetrar en el interior de nuestra vida política, como en un campo
vastísimo y aun no explorado ni descrito por la ciencia, y revelase a la
Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las
diversas porciones de la humanidad, este nuevo modo de ser que no tiene
antecedentes bien marcados y conocidos.
Hubiérase entonces explicado el misterio de la lucha obstinada que
despedaza a aquella República; hubiéranse clasificado distintamente los
elementos contrarios, invencibles, que se chocan; hubiérase asignado su
parte a la configuración del terreno y a los hábitos que ella engendra;
su parte a las tradiciones españolas y a la conciencia nacional, íntima
plebeya que han dejado la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte
a la influencia de las ideas opuestas que han trastornado el mundo
político; su parte a la barbarie indígena; su parte a la civilización
europea; su parte, en fin, a la democracia consagrada por la Revolución
de 1810, a la igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas
inferiores de la sociedad.
Este estudio que nosotros no estamos aún en estado de hacer, por nuestra
falta de instrucción filosófica e histórica, hecho por observadores
competentes, habría revelado a los ojos atónitos de la Europa un mundo
nuevo en política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los
últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos de la vida
salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos. Entonces
se habría podido aclarar un poco el problema de la España, esa rezagada
de Europa que, echada entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad
Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por un ancho istmo y
separada del Africa bárbara por un angosto estrecho, está balanceándose
entre dos fuerzas opuestas, ya levantándose en la balanza de los pueblos
libres, ya cayendo en la de los despotizados; ya impía, ya fanática; ora
constitucionalista declarada, ora despótica impudente; maldiciendo sus
cadenas rotas a veces, ya cruzando los brazos, y pidiendo a gritos que
le impongan el yugo, que parece ser su condición y su modo de existir.
¡Qué! El problema de la España europea, ¿no podría resolverse examinando
minuciosamente la España americana, como por la educación y hábitos de
los hijos se rastrean las ideas y la moralidad de los padres? ¡Qué! ¿No
significa nada para la historia ni la filosofía esta eterna lucha de los
pueblos hispanoamericanos, esa falta supina de capacidad política e
industrial que los tiene inquietos y revolviéndose sin norte fijo, sin
objeto preciso, sin que sepan por qué no pueden conseguir un día de
reposo, ni qué mano enemiga los echa y empuja en el torbellino fatal que
los arrastra mal de su grado y sin que les sea dado sustraerse a su
maléfica influencia? ¿No valía la pena de saber por qué en el Paraguay,
tierra desmontada por la mano _sabia_ de jesuitismo, un _sabio_ educado
en las aulas de la antigua Universidad de Córdoba, abre una nueva página
de la historia de las aberraciones del espíritu humano, encierra a un
pueblo en sus límites de bosques primitivos, y borrando las sendas que
conducen a esta China recóndita, se oculta y esconde durante treinta
años su presa en las profundidades del continente americano, y sin
dejarle lanzar un solo grito, hasta que muerto él mismo por la edad y la
quieta fatiga de estar inmóvil pisando un pueblo sumiso, éste puede al
fin, con voz extenuada y apenas inteligible, decir a los que vagan por
sus inmediaciones: ¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, _¡quantum
mutatus ob illo!_ ¡Qué transformación ha sufrido el Paraguay; qué
cardenales y llagas ha dejado el yugo sobre su cuello que no oponía
resistencia! ¿No merece estudio el espectáculo de la República Argentina
que, después de veinte años de convulsión interna, de ensayos de
organización de todo género, produce al fin del fondo de sus entrañas,
de lo íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia en la persona de
Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hostil, si se puede, a las
ideas, costumbres y civilización de los pueblos europeos? ¿No se
descubre en él el mismo rencor contra el elemento extranjero, la misma
idea de la autoridad del Gobierno, la misma insolencia para desafiar la
reprobación del mundo, con más su originalidad salvaje, su carácter
fríamente feroz y su voluntad incontrastable, hasta el sacrificio de la
patria, como Sagunto y Numancia; hasta adjurar el porvenir y el rango de
nación culta, como la España de Felipe II y de Torquemada? ¿Es éste un
capricho accidental, una desviación momentánea causada por la aparición
en la escena de un genio poderoso, bien así como los planetas se salen
de su órbita regular, atraídos por la aproximación de algún otro, pero
sin sustraerse del todo a la atracción de su centro de rotación, que
luego asume la preponderancia y les hace entrar en la carrera ordinaria?
M. Guizot ha dicho desde la tribuna francesa: «hay en América dos
partidos: el partido europeo y el partido americano; éste es el más
fuerte»; y cuando le avisan que los franceses han tomado las armas en
Montevideo, y han asociado su porvenir, su vida y su bienestar al
triunfo del partido europeo civilizado, se contenta con añadir: «Los
franceses son muy entremetidos, y comprometen a su nación con los demás
gobiernos.» ¡Bendito sea Dios! M. Guizot, el historiador de la
_civilización_ europea, el que ha deslindado los elementos nuevos que
modificaron la civilización romana, y que ha penetrado en el enmarañado
laberinto de la Edad Media, para mostrar cómo la nación francesa ha sido
el crisol en que se ha estado elaborando, mezclando y refundiendo el
espíritu moderno; M. Guizot, ministro del rey de Francia, da por toda
solución a esta manifestación de simpatías profundas entre los franceses
y los enemigos de Rosas: «¡son muy entremetidos los franceses!» Los
otros pueblos americanos, que, indiferentes e impasibles, miran esta
lucha y estas alianzas de un partido argentino con todo elemento europeo
que venga a prestarle su apoyo, exclaman a su vez llenos de indignación:
«¡Estos argentinos son muy amigos de los europeos!» Y el tirano de la
República Argentina se encarga oficiosamente de completarles la frase,
añadiendo: «¡traidores a la causa americana!» ¡Cierto!, dicen todos;
¡traidores!; ésta es la palabra. ¡Cierto!, decimos nosotros; ¡traidores
a la causa americana, española, absolutista, bárbara! ¿No habéis oído la
palabra _salvaje_ que anda revoloteando sobre nuestras cabezas?
De eso se trata: de ser o no ser _salvaje_. Rosas, según esto, no es un
hecho aislado, una aberración, una monstruosidad. Es, por el contrario,
una manifestación social; es una fórmula de una manera de ser de un
pueblo. ¿Para qué os obstináis en combatirlo, pues, si es fatal,
forzoso, natural y lógico? ¡Dios mío! ¡Para qué lo combatís!... ¿Acaso
porque la empresa es ardua, es por eso absurda? ¿Acaso porque el mal
principio triunfa se le ha de abandonar resignadamente el terreno?
¿Acaso la civilización y la libertad son débiles hoy en el mundo porque
la Italia gima bajo el peso de todos los despotismos, porque la Polonia
ande errante sobre la tierra mendigando un poco de pan y un poco de
libertad? ¡Por qué lo combatís!... ¿Acaso no estamos vivos los que
después de tantos desastres sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra
conciencia de lo justo y del porvenir de la patria, porque hemos perdido
algunas batallas?, ¡Qué!, ¿se quedan también las ideas entre los
despojos de los combates? ¿Somos dueños de hacer otra cosa que lo que
hacemos, ni más ni menos como Rosas no puede dejar de ser lo que es? ¿No
hay nada de providencial en estas luchas de los pueblos? ¿Concedióse
jamás el triunfo a quien no sabe perseverar? Por otra parte, ¿hemos de
abandonar un suelo de los más privilegiados de la América a las
devastaciones de la barbarie, mantener cien ríos navegables abandonados
a las aves acuáticas que están en quieta posesión de surcarlos ellas
solas desde _ab initio_?
¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que
llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos, y hacernos a
la sombra de nuestro pabellón, pueblo innumerable como las arenas del
mar? ¿Hemos de dejar, ilusorios y vanos, los sueños de desenvolvimiento,
de poder y de gloria, con que nos han mecido desde la infancia los
pronósticos que con envidia nos dirigen los que en Europa estudian las
necesidades de la humanidad? Después de la Europa, ¿hay otro mundo
cristiano civilizable y desierto que la América? ¿Hay en la América
muchos pueblos que estén como el argentino, llamados por lo pronto a
recibir la población europea que desborda como el líquido en un vaso?
¿No queréis, en fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en
nuestro auxilio, a llamarlas con todas nuestras fuerzas, para que vengan
a sentarse en medio de nosotros, libre la una de toda traba puesta al
pensamiento, segura la otra de toda violencia y de toda coacción? ¡Oh!
¡Este porvenir no se renuncia así no más! No se renuncia porque un
ejército de 20.000 hombres guarde la entrada de la patria; los soldados
mueren en los combates; desertan o cambian de bandera. No se renuncia
porque la fortuna haya favorecido a un tirano durante largos y pesados
años; la fortuna es ciega, y un día que no acierte a encontrar a su
favorito entre el humo denso y la polvareda sofocante de los combates,
¡adiós, tirano!; ¡adiós, tiranía! No se renuncia porque todas las
brutales e ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más en un
momento de extravío en el ánimo de masas inexpertas; las convulsiones
políticas traen también la experiencia y la luz, y es ley de la
humanidad que los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso,
triunfen al fin de las tradiciones envejecidas, de los hábitos
ignorantes y de las preocupaciones estacionarias. No se renuncia porque
en un pueblo haya millares de hombres candorosos que toman el bien por
el mal; egoístas que sacan de él su provecho; indiferentes que lo ven
sin interesarse; tímidos que no se atreven a combatirlo; corrompidos, en
fin, que conociéndolo se entregan a él por inclinación al mal, por
depravación; siempre ha habido en los pueblos todo esto, y nunca el mal
ha triunfado definitivamente. No se renuncia porque los demás pueblos
americanos no puedan prestarnos su ayuda; porque los Gobiernos no ven de
lejos sino el brillo del poder organizado, y no distinguen en la
obscuridad humilde y desamparada de las revoluciones los elementos
grandes que están forcejeando para desenvolverse; porque la oposición
pretendida liberal abjure de sus principios, imponga silencio a su
conciencia, y por aplastar bajo su pie un insecto que importuna, huelle
la noble planta a que ese insecto se apegaba. No se renuncia porque los
pueblos en masa nos den la espalda a causa de que nuestras miserias y
nuestras grandezas están demasiado lejos de su vista para que alcancen a
conmoverlos. ¡No!; no se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una
misión tan elevada, por ese cúmulo de contradicciones y dificultades.
¡Las dificultades se vencen; las contradicciones se acaban a fuerza de
contradecirlas!
Desde Chile, nosotros nada podemos dar _a los que perseveran_ en la
lucha bajo todos los rigores de las privaciones, y con la cuchilla
exterminadora, que, como la espada de Damocles, pende a todas horas
sobre sus cabezas. ¡Nada!, excepto ideas, excepto consuelos, excepto
estímulos; arma ninguna nos es dado llevar a los combatientes, si no es
la que la _Prensa libre_ de Chile suministra a todos los hombres libres.
¡La Prensa!, ¡la Prensa! He aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre
nosotros. He aquí el vellocino de oro que tratamos de conquistar. He
aquí cómo la Prensa de Francia, Inglaterra, Brasil, Montevideo, Chile y
Corrientes, va a turbar tu sueño en medio del silencio sepulcral de tus
víctimas; he aquí que te has visto compelido a robar el don de lenguas
para paliar el mal, don que sólo fué dado para predicar el bien. He aquí
que desciendes a justificarte, y que vas por todos los pueblos europeos
y americanos mendigando una pluma venal y fratricida, para que por medio
de la Prensa defienda al que la ha encadenado! ¿Por qué no permites en
tu patria la discusión que mantienes en todos los otros pueblos? ¿Para
qué, pues, tantos millares de víctimas sacrificadas por el puñal; para
qué tantas batallas, si al cabo habías de concluir por la pacífica
discusión de la Prensa?
El que haya leído las páginas que preceden, creerá que es mi ánimo
trazar un cuadro apasionado de los actos de barbarie que han deshonrado
el nombre de don Juan Manuel Rosas. Que se tranquilicen los que abriguen
ese temor. Aún no se ha formado la última página de esta biografía
inmoral; aún no está llena la medida; los días de su héroe no han sido
contados aún. Por otra parte, las pasiones que subleva entre sus
enemigos, son demasiado rencorosas aún para que pudieran ellos mismos
poner fe en su imparcialidad o en su justicia.
Es de otro personaje de quien debo ocuparme. Facundo Quiroga es el
caudillo cuyos hechos quiero consignar en el papel. Diez años ha que la
tierra pesa sobre sus cenizas, y muy cruel y emponzoñada debiera
mostrarse la calumnia que fuera a cavar los sepulcros en busca de
víctimas. ¿Quién lanzó la bala _oficial_ que detuvo su carrera? ¿Partió
de Buenos Aires o de Córdoba? La historia explicará este arcano. Facundo
Quiroga es, empero, el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil
de la República Argentina; es la figura más americana que la revolución
presenta. Facundo Quiroga enlaza y eslabona todos los elementos de
desorden que hasta antes de su aparición estaban agitándose
aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local la guerra
nacional argentina, y presenta triunfante, al fin de diez años de
trabajos, de devastación y de combates, el resultado de que sólo supo
aprovecharse el que lo asesinó. He creído explicar la revolución
argentina con la biografía de Juan Facundo Quiroga, porque creo que él
explica suficientemente una de las tendencias, una de las dos fases
diversas que luchan en el seno de aquella sociedad singular.
He evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para completarlos los
detalles que han podido suministrarme hombres que lo conocieron en su
infancia, que fueron sus partidarios o sus enemigos, que han visto con
sus ojos unos hechos, oído otros, y tenido conocimiento exacto de una
época o de una situación particular. Aún espero más datos de los que
poseo, que ya son numerosos. Si algunas inexactitudes se me escapan,
ruego a los que las adviertan que me las comuniquen; porque en Facundo
Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación de la
vida argentina tal como la han hecho la colonización y las
peculiaridades del terreno, a lo cual creo necesario consagrar una seria
atención, porque sin esto la vida y hechos de Facundo Quiroga son
vulgaridades que no merecerían entrar sino episódicamente en el dominio
de la historia. Pero Facundo, en relación con la fisonomía de la
naturaleza grandiosamente salvaje que prevalece en la inmensa extensión
de la República Argentina; Facundo, expresión fiel de una manera de ser
de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos; Facundo, en fin, siendo
lo que fué, no por un accidente de su carácter, sino por antecedentes
inevitables y ajenos de su voluntad, es el personaje histórico más
singular, más notable, que puede presentarse a la contemplación de los
hombres que comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento
social, no es más que el espejo en que se reflejan, en dimensiones
colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de
una nación en una época dada de su historia. Alejandro es la pintura, el
reflejo de la Grecia guerrera, literaria, política y artística; de la
Grecia excéptica, filosófica y emprendedora, que se derrama por sobre el
Asia para extender la esfera de su acción civilizadora.
Por esto nos es necesario detenernos en los detalles de la vida interior
del pueblo argentino, para comprender su ideal, su personificación.
Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a Facundo Quiroga, como nadie,
a mi juicio, ha comprendido todavía al inmortal Bolívar, por la
incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su vida. En
la _Enciclopedia Nueva_ he leído un brillante trabajo sobre el general
Bolívar, en el que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia
que merece por sus talentos y por su genio; pero en esta biografía, como
en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general
europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no
he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las
masas; veo el remedo de la Europa, y nada que me revele la América.
Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana pura, y de
ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo su glorioso edificio.
¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja a cualquier general europeo
de esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones clásicas europeas del
escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el _poncho_ para
presentarlo desde el primer día con el frac, ni más ni menos como los
litógrafos de Buenos Aires han pintado a Facundo con casaca de solapas,
creyendo impropia su chaqueta, que nunca abandonó. Bien; han hecho un
general, pero Facundo desaparece. La guerra de Bolívar pueden estudiarla
en Francia en la de los _chouanes_; Bolívar es un Charette de más anchas
dimensiones. Si los españoles hubieran penetrado en la República
Argentina el año 11, acaso nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este
caudillo hubiese sido, como aquél, tan pródigamente dotado por la
naturaleza y la educación.
La manera de tratar la historia de Bolívar de los escritores europeos y
americanos, conviene a San Martín y a otros de su clase. San Martín no
fué caudillo popular; era realmente un general. Habíase educado en
Europa y llegó a América, donde el Gobierno era el revolucionario, y
pudo formar a sus anchas el ejército europeo, disciplinarlo y dar
batallas regulares, según las reglas de la ciencia. Su expedición sobre
Chile es una conquista en regla, como la de Italia por Napoleón. Pero si
San Martín hubiese tenido que encabezar _montoneras_, ser vencido aquí,
para ir a reunir un grupo de llaneros por allá, lo habrían colgado a su
segunda tentativa.
El drama de Bolívar se compone, pues, de otros elementos de los que
hasta hoy conocemos; es preciso poner antes las decoraciones y los
trajes americanos, para mostrar en seguida el personaje. Bolívar es
todavía un cuento forjado sobre datos ciertos; Bolívar, el verdadero
Bolívar, no lo conoce aún el mundo, y es muy probable que cuando lo
traduzcan a su idioma natal, aparezca más sorprendente y más grande aún.
Razones de este género me han movido a dividir este precipitado trabajo
en dos partes: la una, en que trazo el terreno, el paisaje, el teatro
sobre que va a representarse la escena; la otra, en que aparece el
personaje, con su traje, sus ideas, su sistema de obrar; de manera que
la primera está ya revelando a la segunda, sin necesidad de comentarios
ni explicaciones.
V
CARTA-PRÓLOGO DE LA EDICIÓN DE 1851
_Señor don Valentín Alsina:_
Conságrole, mi caro amigo, estas páginas que vuelven a ver la luz
pública, menos por lo que ellas valen, que por el conato de usted de
amenguar con sus notas los muchos lunares que afeaban la primera
edición. Ensayo y revelación para mí mismo de mis ideas, el _Facundo_
adoleció de los defectos de todo fruto de la inspiración del momento,
sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutada no bien era
concebida, lejos del teatro de los sucesos y con propósitos de acción
inmediata y militante. Tal como él era, mi pobre librejo ha tenido la
fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada a la verdad y a la
discusión, lectores apasionados, y de mano en mano, deslizándose
furtivamente, guardado en algún secreto escondite, para hacer alto en
sus peregrinaciones, emprender largos viajes, y ejemplares por centenas
llegar, ajados y despachurrados de puro leídos, hasta Buenos Aires, a
las oficinas del pobre tirano, a los campamentos del soldado y a la
cabaña del gaucho, hasta hacerse él mismo, en las hablillas populares,
un mito como su héroe.
He usado con parsimonia de sus preciosas notas, guardando las más
sustanciales para tiempos mejores y más meditados trabajos, temeroso de
que por retocar obra tan informe, desapareciese su fisonomía primitiva y
la lozana y voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción.
Este libro, como tantos otros que la lucha de la libertad ha hecho
nacer, irá bien pronto a confundirse en el fárrago inmenso de
materiales, de cuyo caos discordante saldrá un día, depurado de todo
resabio, la historia de nuestra patria, el drama más fecundo en
lecciones, más rico en peripecias y más vivaz que la dura y penosa
transformación americana ha presentado. ¡Feliz yo si, como lo deseo,
puedo un día consagrarme con éxito a tarea tan grande! Echaría al fuego
entonces, de buena gana, cuantas páginas precipitadas he dejado escapar
en el combate en que usted y tantos otros valientes escritores han
cogido los más frescos lauros, hiriendo de más cerca, y con armas mejor
templadas, al poderoso tirano de nuestra patria.
He suprimido la introducción como inútil, y los dos capítulos últimos
como ociosos hoy, recordando una indicación de usted en 1846 en
Montevideo, en que me insinuaba que el libro estaba terminado en la
muerte de Quiroga[41].
Tengo una ambición literaria, mi caro amigo, y a satisfacerla consagro
muchas vigilias, investigaciones prolijas y estudios meditados. Facundo
murió corporalmente en Barranca-Yaco; pero su nombre en la Historia
podía escaparse y sobrevivir algunos años, sin castigo ejemplar como
era merecido. La justicia de la Historia ha caído ya sobre él, y el
reposo de su tumba guárdanlo la supresión de su nombre y el desprecio de
los pueblos. Sería agraviar a la Historia escribir la vida de Rosas, y
humillar a nuestra patria recordarla, después de rehabilitarla, las
degradaciones por que ha pasado. Pero hay otros pueblos y otros hombres
que no deben quedar sin humillación y sin ser aleccionados. ¡Oh! La
Francia, tan justamente erguida por su suficiencia en las ciencias
históricas, políticas y sociales; la Inglaterra, tan contemplativa de
sus intereses comerciales; aquellos políticos de todos los países,
aquellos escritores que se precian de entendidos, si un pobre narrador
americano se presentase ante ellos con un libro, para mostrarles, como
Dios muestra las cosas que llamamos evidentes, que se han prosternado
ante un fantasma, que han contemporizado con una sombra impotente, que
han acatado un montón de basura, llamando a la estupidez, energía; a la
ceguedad, talento; virtud, a la crápula, e intriga y diplomacia, a los
más groseros ardides; si pudiera hacerse esto, como es posible hacerlo,
con unción en las palabras, con intachable imparcialidad en la
jurisprudencia de los hechos, con exposición lucida y animada, con
elevación de sentimientos y con conocimiento profundo de los intereses
de los pueblos y presentimiento, fundado en deducción lógica, de los
bienes que sofocaron con sus errores y de los males que desarrollaron en
nuestro país e hicieron desbordar sobre otros... ¿no siente usted que el
que tal hiciera podría presentarse en Europa con su libro en la mano, y
decir a la Francia y a la Inglaterra, a la Monarquía y a la República, a
Palmerston y a Guizot, a Luis Felipe y a Luis Napoleón, al _Times_ y a
la _Presse_: ¡leed, miserables, y humillaos! ¡He ahí vuestro hombre!, y
hacer efectivo aquel _ecce homo_, tan mal señalado por los poderosos,
al desprecio y al asco de los pueblos?
La historia de la tiranía de Rosas es la más solemne, la más sublime y
la más triste página de la especie humana, tanto para los pueblos que de
ella han sido víctimas, como para las naciones, Gobiernos y políticos
europeos o americanos que han sido actores en el drama o testigos
interesados.
Los hechos están ahí consignados, clasificados, probados, documentados;
fáltales, empero, el hilo que ha de ligarlos en un solo hecho, el soplo
de vida que ha de hacerlos enderezarse todos a un tiempo a la vista del
espectador y convertirlos en cuadro vivo, con primeros planos palpables
y lontananzas necesarias; fáltales el colorido que dan al paisaje los
rayos del sol de la patria; fáltales la evidencia que trae la
estadística que cuenta las cifras, que impone silencio a los fraseadores
presuntuosos y hace enmudecer a los poderosos impudentes. Fáltame para
intentarlo interrogar el suelo y visitar los lugares de la escena, oír
las revelaciones de los cómplices, las deposiciones de las víctimas, los
recuerdos de los ancianos, las doloridas narraciones de las madres que
ven con el corazón; fáltame escuchar el eco confuso del pueblo, que ha
visto y no ha comprendido, que ha sido verdugo y víctima, testigo y
actor; falta la madurez del hecho cumplido y el paso de una época a
otra, el cambio de los destinos de la nación, para volver con fruto los
ojos hacia atrás, haciendo de la historia ejemplo y no venganza.
Imagínese usted, mi caro amigo, si codiciando para mí este tesoro
prestaré grande atención a los defectos e inexactitudes de la vida de
Juan Facundo Quiroga ni de nada de cuanto he abandonado a la publicidad.
Hay una justicia ejemplar que hacer y una gloria que adquirir como
escritor argentino; fustigar al mundo y humillar la soberbia de los
grandes de la tierra, llámense sabios o gobiernos. Si fuera rico fundara
un premio Montyon para aquél que lo consiguiera.
Envíole, pues, el _Facundo_ sin otras atenuaciones, y hágalo que
continúe la obra de rehabilitación de lo justo y de lo digno que tuvo en
mira al principio. Tenemos lo que Dios concede a los que sufren: años
por delante y esperanza; tengo yo un átomo de lo que a usted y a Rosas,
a la virtud y al crimen, concede a veces: perseverancia. Perseveremos,
amigo; muramos, usted ahí, yo acá; pero que ningún acto, ninguna palabra
nuestra revele que tenemos la conciencia de nuestra debilidad y de que
nos amenazan para hoy o para mañana tribulaciones y peligros.
Queda de usted su afectísimo amigo,
DOMINGO F. SARMIENTO.
Yungay, 7 de abril de 1851.
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viernes, 20 de marzo de 2015
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