martes, 26 de enero de 2016

El último asilo

Moreira tomó rumbo al oeste y empezó a galopar de una manera vertiginosa.
Había descubierto su cabeza, que azotaba el viento, haciendo ondular su negra cabellera, que parecía el estandarte de la muerte.
Vagaba y corría a impulsos de su valiente caballo, como si quisiera llegar pronto al punto que había fijado en su ardiente imaginación.
Cuando el alba empezaba a iluminar pálidamente el horizonte, Moreira detuvo su caballo como para orientarse del camino recorrido y del que debía seguir.
Se hallaba en los alrededores de 25 de Mayo, pueblo fronterizo donde iban a comerciar los indios amigos y donde no conocían a Moreira, tal vez ni de nombre.
El paisano dejó el camino a la izquierda y galopó aún unas dos leguas en dirección a San Carlos, fortín que pertenecía a la frontera oeste y donde había estado años atrás tomando parte en aquel sangriento combate que dio Calfucurá al frente de cinco mil lanzas y en el que tanto se distinguió el valiente coronel Borges.
Teniendo a la vista aquel fortín glorioso, Moreira echó pie a tierra; sacó el freno al overo y se sentó sobre su manta, poniendo al Cacique a su lado.
¡Cuánta diferencia había de su situación presente, al porvenir feliz que le sonreía cuando cruzó por primera vez aquellos parajes solitarios!
Entonces era un hombre honrado y un soldado valiente.
Hoy se veía declarado bandido y el porvenir que se le ofrecía era una muerte horrorosa o un regimiento de línea.
Entregado a estos tristes pensamientos, Moreira pasó toda la mañana, mientras su overo se reponía del fuerte galope de la noche anterior.
A la siesta, la fatiga del cuerpo empezó a entrecerrar sus ojos, reclamando también un reposo harto necesario después de las emociones sufridas y la marcha rápida.
Moreira sacó del tirador sus armas; se colocó en la posición que conocen nuestros lectores, y poco después dormía profundamente, confiado en la vigilancia del Cacique.
Cuando Moreira despertó, empezaba a caer la tarde, y uno que otro jinete se veía a lo lejos cruzar para el fortín.
Sin duda alguna, eran soldados que volvían de la descubierta.
El gaucho recogió sus armas, cinchó de nuevo y enfrenó al overo, subió al Cacique a las cabezadas y montó ágil y nervioso.
Esta vez puso su caballo al trotecito y tomó rumbo a 9 de Julio, recostándose al lado de la Tapera de Díaz, donde estaba acampado el cacique amigo Simón Coliqueo, con su tribu compuesta de unos cuatrocientos individuos entre chusma, lanzas y medias lanzas, que son los indios de quince a veinte años.
Los toldos de Simón Coliqueo, en la Tapera de Díaz, estaban completamente militarizados y dependían directamente del jefe de la frontera oeste.
Como aquellos indios recibían ración y sueldos del gobierno, se habían ido a establecer allí algunos pulperos desalmados que por ganar algunos pesos viven, como suele decirse, con la vida en un hilo; pulperías que, bajo el pomposo título de casas de negocio, eran las posadas donde el escaso viajero podía echar un trago y descansar una noche.
Los indios solían salir a las boleadas, con permiso del jefe de la frontera, de las cuales volvían cargados de diversos cueros y plumas de avestruz, que cambiaban en las pulperías por un frasco de ginebra o un poco de yerba y azúcar, fabuloso negocio que retenía a los pulperos, a quienes los soldados de caballería de guarnición en las fronteras han calificado graciosamente de chupa sangre.
El frecuente trato con los oficiales del ejército que pasaban por allí para dirigirse a Junín, al fuerte General Paz o a la Blanca Grande, y con los vivanderos que iban a comprarles por una bicoca los cueros y la pluma de avestruz, había civilizado mucho a aquellos indios, que miraban ya como la cosa más natural del mundo el que gente cristiana estuviese semanas y aun meses alojada en los toldos y haciendo con ellos vida completamente común.
Los indios solían embriagarse, principalmente a la vuelta de las boleadas, en que abunda la ginebra y aguardiente; y es entonces cuando, a la inversa de nuestras ciudades, los toldos están en la mayor tranquilidad, y esto consiste en que el indio bebe hasta caer, y caído, se le ve acercar el medio frasco de ginebra a los labios, hasta que el brazo cae como cuerpo postrado e inutilizado por el alcohol; el indio es entonces un cadáver en toda la acepción de la palabra.
¡Cuántos hermosos casos de alcoholismo podría observar allí el espíritu estudioso del doctor Meléndez!
El indio bebe y, como decimos, bebe hasta caer; cuando despierta de la acción alcohólica, es para beber de nuevo, mientras quede en la botella un átomo de ginebra.
Y así pasaba la vida aquella buena gente, bajo el gobierno de Simón Coliqueo, que era el más borrachón de todos ellos, pues era el que podía comprar más bebidas.
Así llegó Juan Moreira para hacerse olvidar de la justicia, compartiendo con los indios esa vida nauseabunda del ocio y la borrachera.
El salía a las boleadas con los indios, donde se hacía admirar por la destreza y seguridad de sus tiros de bola, y de regreso se embriagaba con ellos de aquella manera brutal que, mientras dura la bebida, los deja completamente convertidos en autómatas o máquinas de beber.
Moreira había cautivado a los indios por la riqueza de sus prendas y la salvaje magnificencia de su apero, cubierto de chapas de plata, sueño dorado de los indios.
A Coliqueo le había ganado el lado flaco con la guitarra y sus cantos, llegando a ser el niño mimado de aquella gente bravía y poco amiga del cristiano.
Cuentan que las indias solían hacerle ojo tierno, pero el corazón del gaucho estaba lleno por otros sentimientos, y si tuvo allí alguna aventura amorosa, no ha llegado a nuestro conocimiento ni hemos tratado de averiguarla.
Moreira se hizo en los toldos un gran bebedor y un jugador malicioso, desplegando un talento especial para hacer trampas con la baraja.
El indio es jugador por el mismo género de vida ociosa que lleva, y es en el juego tan vehemente como en la bebida: juega mientras tiene qué jugar.
Cuando cae el comisario pagador con los pequeños sueldos, que se convierten en fuertes sumas por la cantidad de meses que se les adeudan, en cada toldo se arma una jugada donde el indio que pierde juega, buscando el desquite, hasta el kepí con galones, que es la prenda que más estima.
Y un indio que llega a perder hasta el kepí es una fiera a quien sólo puede sujetar el profundo respeto que tiene por el cacique y el capitanejo que como autoridad suprema preside la jugada.
En estas jugadas Moreira siempre salía vencedor de buena o mala manera, lo que había dado lugar a lances muy desagradables que habían terminado en una lucha a mano armada, en que el indio sacaba siempre la peor parte, pues Moreira no se hacía mucho de rogar para sacar su daga y hacer un desparramo.
Este género de camorras y pequeñas victorias habían dado al gaucho un gran ascendiente sobre los indios, habiendo llegado Simón hasta ofrecerle que, si se quedaba allí, lo haría capitanejo y lo casaría en la tribu, oferta que el gaucho vivo no desdeñó, para no perder el cariño que le tenía el cacique, cariño de que pensaba sacar un partido mucho más provechoso.
Hacía ya tres meses que Moreira estaba en los toldos, tiempo que juzgó suficiente para que se hubiesen olvidado de él en sus pagos y poder llevar a cabo de una manera segura y ejemplar la venganza terrible que había jurado en el fondo de su alma a su compadre Giménez y al sucesor del amigo Francisco.
Moreira espió el momento de hacerse perdiz de todos, pero de una manera provechosa y digna al mismo tiempo de sus famosos antecedentes.
Veamos de qué manera curiosa este hombre extraordinario salió de los toldos, dejando en ellos un recuerdo sangriento e inolvidable.
Cuando el paisano supo que estaba por llegar a los toldos el comisario pagador, empezó a hacer correr la voz de que se hallaba muy pobre y que pensaba vender o jugar su apero y su caballo, posesión que soñaba Coliqueo como quien sueña en un reino o en una fortuna fabulosa.
Simón lo mandó llamar y le propuso darle por el caballo aperado todos los sueldos que le trajera el comisario y sus raciones en pie (7 yeguas) que le correspondían por aquel trimestre; pero Moreira, haciéndose el infeliz, dijo que prefería jugarlos para hacerle una tanteada a la suerte.
¡Con qué ansiedad era esperado entonces el comisario pagador, que era el Mesías de nuestras fronteras! ¡Cuántos hombres no salieron al camino!
Coliqueo miraba ya el caballo y el apero como cosas suyas, pidiéndolo prestado para darle unas rienditas, pero Moreira no quiso consentir en ello.
Por fin llegó el tan deseado comisario entregando a los indios que para ellos traía, dinero que era contado y recontado unas cien veces por lo menos.
Esa misma noche se armó la jugada en todos los toldos, concurriendo más gente al de Coliqueo, atraída por la curiosidad de ver si el cacique ganaba al gaucho.
Coliqueo quiso sobre tablas hacer la gran jugada, pero el paisano le puso sus peros, alegando que primero quería jugar chico para hacer la mano.
Como Moreira tenía la baraja, juego en que había adquirido gran práctica, los indios no podían percibir las innumerables trampas que les hacía el paisano, con una limpieza digna del más hábil prestidigitador, merced a las que iba haciendo pasar a su poder todo el dinero de indios.
Coliqueo dejaba jugar a los capitanejos que estaban en el toldo, pues él se reservaba para la gran jugada del caballo que tanto le preocupaba.
Hay que advertir que Moreira había ido a caballo, en su overo, al toldo del cacique, a cuya puerta estaban los caballos de los demás jugadores, pues en los toldos no se anda a pie, aunque sólo se trate de una distancia de diez o quince varas.
Los jugadores estaban en la mala: habían perdido entre todos unos diez mil pesos, que pasaron a poder del gaucho afortunado, que los guardó en el tirador.
Pasó toda aquella noche y todo el día siguiente habiéndose interrumpido el juego para que Moreira diera de comer a su caballo y su perro.
La suerte seguía protegiendo a Moreira de una manera tan decidida, que los jugadores habían empezado a jugar sus prendas a falta de dinero.
Había llegado la noche y aún los jugadores que habían perdido hasta el último centavo no se movían del toldo, irritados con aquella adversidad de la suerte y ansiosos de presenciar la partida entre Moreira y Coliqueo, para tener siquiera el placer de ver a aquel hombre perder su famoso caballo y su apero.
Era ya muy entrada la noche cuando el último jugador se declaró vencido y abandonó la carona que les servía de tapete de juego.
El momento crítico había llegado.
Simón Coliqueo ocupó un sitio frente a Moreira y pidió le echara las cartas, poniendo la plata sobre las caronas.
Moreira dijo que primero iba a dar de comer a su caballo y a su perro; pero su salida tenía otro objeto muy diverso, que escapó a la sagacidad de los indios.
Salió afuera, donde estaban los caballos, pero en vez de dar de comer al overo le apretó la cincha y le acomodó el freno, dejándolo listo para un apuro.
El paisano compendió que aquella jugada no podía terminar sin una borrasca estruendosa y se preparaba hábilmente la retirada, porque de todos modos su posición era peligrosa, por no estar dispuesto a entregar el caballo si perdía y porque, si ganaba, tal vez entonces los indios quisieran, por medio de un audaz golpe de mano, recuperar todo lo que les había ganado.
Moreira volvió a entrar al toldo, no sin asegurarse antes de que sus armas estaban en su sitio, al inmediato alcance de su mano.
El paisano peinó la grasienta baraja y echó cartas, que fueron una sota y un caballo, donde se clavaron ávidos los ojos de Coliqueo.
Los indios rodearon por completo a Moreira, abarcando cartas, corona y jugadores en una mirada de suprema avaricia.
Parecía que en la jugada fuese el alma de cada uno de aquellos jugadores, muchos de los cuales habían perdido sus miserables prendas.
Moreira miró la puerta del toldo, que tenía detrás, y como viera que entre ésta y su espalda había algunos indios que podían dificultar la huida, les rogó cortésmente pasaran adelante, pues le impedían tallar con comodidad.
Coliqueo estuvo largo rato mirando aquellas dos cartas, sin decidirse por alguna de ellas.
Por fin su fisonomía tomó su expresión característica del avaro que mira una mina de oro susceptible de pasar a su poder, y golpeando sobre la carona dijo:
-A esta carta jugando, hermano; con caballo ganando caballo.
Moreira dio vuelta al naipe tranquilamente mostrando la boca, en la que aparecía un rey, a cuya vista los indios se estremecieron como al contacto de una pila eléctrica.
El paisano empezó a correr las cartas con esa indolencia del gaucho que orejea la baraja, para que sea más saboreada la emoción de la jugada.
De cuando en cuando volvía la baraja haciéndose el que reposaba, o armando un cigarrillo que ponía indolentemente entre sus labios.
Al ver la serenidad con que manejaba los naipes y la fruición con que apuraba la paciencia del adversario, nadie hubiera sospechado de que aquel hombre jugaba una partida que debía serle fatal, ganase o perdiese, y a cuyas consecuencias se había preparado con toda astucia, calculando precisamente la manera con que había de salir felizmente del apuro.
Coliqueo miraba los naipes con la pupila dilatada por la ansiedad, parecía que quería atraer con la mirada el caballo que iba a decidir la jugada en su favor.
A pesar de haber en aquella pieza más de quince hombres, era tal el silencio que éstos guardaban que se podía percibir claramente el ruido que producía la carta al ser corrida sobre el resto del naipe mezclado al precipitado latir del corazón del indio, que estaba dispuesto a ganar el caballo a toda costa.
Por fin Moreira tiró una carta y apareció debajo la ganadora, arrancando un grito de la garganta de aquellos hombres, grito que era una mezcla de ira y de amenaza.
La carta que había aparecido decidiendo la jugada era una sota, que venía a quitar a Coliqueo toda esperanza, pues con ella perdía el rollo de dinero que jugó contra el caballo.
-Vos haciendo trampa -dijo el indio enfurecido-, ¡entregando caballo porque yo ganando!
Y el coro de indios repitió de una manera amenazadora:
-¡Haciendo trampa cristiano!
-Yo no he hecho trampa -replicó Moreira, retrocediendo un paso hacia la puerta para estar más próximo a su caballo y prevenido contra el ataque que le traerían los indios, fuera de toda duda-. ¡Yo no he hecho trampa -repitió-, y si he ganado es porque tengo suerte y porque sé jugar mejor que ustedes!
-Vos haciendo trampa, cristiano ladrón -aulló el indio, creciendo en ira-, y yo ganando caballo con prendas de plata -concluyó, levantándose de sobre la carona y avanzando seguido de sus indios, amenazador y colérico, hacia Moreira, que dio dos pasos en dirección a la puerta envolviendo la manta en su brazo izquierdo.
-Vamos por partes -replicó alegremente el gaucho, a quien la vista del peligro real devolvía su aplomo y buen humor-. El caballo es mío, porque mi overo no ha nacido para la silla de ningún indio ladrón.
-¡Muera cristiano falso! -gritó el indio y se precipitó sobre Moreira, desatando las bolas que llevaba en la cintura, formidable arma en manos de un indio.
Antes que el indio pudiese hacer uso de aquella terrible arma cuyo golpe a la cabeza es siempre mortal, el gaucho había sacado su daga haciéndole su tiro favorito, que era un hachazo en el entrecejo, que Moreira llamaba pintorescamente un hachazo entre las aspas.
Y rápido como el rayo, el paisano salió al patio y subió sobre su caballo que, al sentir sus flancos oprimidos por la rodaja de la espuela, dio un poderoso salto.
Los indios cayeron a una sobre Moreira, pero sólo hallaron el vacío, sintiendo la prolongada risa con que el audaz gaucho se despedía de los toldos.
Todos saltaron a caballo; todos quisieron seguir al gaucho que les había sacado ya una enorme distancia, pero quedaron allí como atontados, sin saber qué hacer.
Coliqueo enjugaba la sangre que salía abundante de su herida, prorrumpiendo en un sinnúmero de maldiciones a cual más enérgica y terrible.
Los indios habían vuelto a rodearlo y no se atrevían a pronunciar una palabra que pudiera aumentar la ira del feroz cacique, que se retorcía desesperadamente.
Por fin, uno de los capitanejos de aspecto más varonil se acercó al cacique herido y le dijo:
-Yo persiguiendo con tres lanzas y caballo de tiro.
-Persiguiendo y matando y degollando -repuso Coliqueo- y trayendo caballo aperado -concluyó con una especie de desesperación, pues no se conformaba con la pérdida del overo, cuya hermosura y calidades le habían hecho nacer desde el primer momento el deseo irresistible de poseerlo, aunque lo hubiera cambiado por todos sus animales.
El capitanejo hizo montar a cuatro indios, con caballos de tiro, y se puso detrás de Moreira, cuya rastrillada descubrió inmediatamente.
Moreira había andado ya más de dos leguas, arreando una tropilla del mismo Coliqueo, que halló al salir de los toldos y que se apropió alegremente.
Calculando que aquella distancia recorrida era suficiente para ponerlo al abrigo de cualquier intentona por parte de los indios, siguió marchando al trote en dirección al partido de 25 de Mayo, donde vendería la tropilla antes de seguir para Matanzas, que era el rumbo que pensaba llevar.
Cuando empezó a amanecer, Moreira hizo alto, rodeó la tropilla y se echó indolentemente sobre su manta para dar un resuello al overo, que acababa de tragarse tres leguas en cuarenta minutos.
Al cabo de media hora de descanso, el paisano volvió a montar y siguió su camino al tranquito, arreando siempre la tropilla; pero apenas andaría unas dos cuadras cuando un gruñido amenazador del cuzco le avisó la proximidad de gente enemiga, que no podía ser otra que indios de los toldos que había abandonado.
Moreira se empinó sobre los estribos para divisar el campo y vio efectivamente que por su retaguardia venían a media rienda cinco indios, que conoció en las largas lanzas que traían a la rastra, enganchadas en una correa en la mano del rebenque.
Moreira echó pie a tierra tranquilamente, rodeó de nuevo la tropilla y se alejó para que ésta se ausentara lo menos posible, dejando llegar a los indios, quienes al ver que el gaucho les esperaba, pararon las lanzas en señal de guerra y apuraron la marcha de los caballos en dirección al tranquilo paisano.
Los indios cuando están en superioridad numérica son muy audaces y pelean duramente, y aquella partida se les presentaba con gran facilidad: uno contra cinco.
Moreira había sacado sus dos trabucos, que amartilló bajo el poncho, y esperó la llegada de los indios que venían ya con la lanza en ristre.
Cuando calculó que el golpe era seguro, pues sólo lo separaban unos cinco pasos de los indios, sacó la mano de debajo del poncho y disparó sus trabucos.
Los indios lanzaron un alarido de espanto, y dos de ellos cayeron del caballo, mortalmente heridos por el disparo de aquella especie de ametralladora.
Los otros tres dieron vuelta bridas precipitadamente, completamente acobardados por aquella recepción inesperada, y sujetaron la carrera de los caballos como a las treinta cuadras, desde donde se volvieron a ver qué hacía el paisano, si los perseguía o seguía su camino.
Moreira se acercó a los indios caídos y los examinó con una prolijidad especial.
Uno de ellos estaba muerto, la carga íntegra de uno de los trabucos la había recibido en pleno pecho.
El otro había recibido un recortado en la parte alta de la cabeza y dos en el brazo derecho cerca del hombro.
Los caballos de los caídos, con esa mansedumbre especial del caballo pampa, habían quedado parados a corta distancia, sintiéndose libres del peso del jinete.
Moreira se acercó a ellos, y considerándolos buenos, los incorporó a la tropilla y montó sobre el overo bayo, que no se había movido, habituado al estampido de los trabucos.
Y siguió la marcha arreando su tropilla recientemente aumentada, sin hacer caso del enemigo que dejaba a la espalda, en la seguridad especial de que no lo había de seguir.
Efectivamente, sólo cuando Moreira se alejó como una legua de aquel sitio, los indios se aproximaron lentamente a sus compañeros caídos, a quienes colocaron sobre los caballos de tiro, y tomaron el camino de la Tapera de Díaz, no sin volver la cara de cuando en cuando hacia el camino que había seguido Moreira.
A la caída de la tarde, el paisano llegó al partido de 25 de Mayo, donde vendió la tropilla con suma facilidad, pues la mayor parte eran caballos orejanos de marca y no había necesidad de exhibir el boleto de propiedad, ni todas aquellas formalidades enojosas que preceden a la venta de un caballo.
Moreira hizo noche en una pulpería donde había un buen número de bebedores, teniendo la precaución de cubrir parte de su cara con un pañuelo, puesto en la cabeza a manera de mujer, por si acaso había en la reunión alguna persona que pudiera conocerlo y delatarlo a la partida de plaza.
Estaba esa noche en la población, por desgracia, un paisano muy borrachón y cuchillero, que tenía mentas de guapo, y a quien conocían con el apodo de Pato picaso, a consecuencia de su nariz, muy semejante al pico de aquella ave, y de sus botas de potro, que eran siempre de una blancura especial.
Cuando Moreira entró a la pulpería, el Pato picaso estaba contando proezas de valor que hacían abrir la boca a los que las escuchaban, porque el Pato picaso tenía fama bien adquirida de hombre de entrañas, y era mozo que en una ocasión había peleado a media partida de plaza, haciéndose perdiz en seguida.
Moreira tomó mal olor a la cosa y resolvió tenderse afuera, al lado de su overo, por lo que pudiera tronar.
Así es que pidió una ración para el caballo, un pedazo de carne para el Cacique y salió al patio para repartírsela y quedarse entre ellos a dormir.
-¿Por qué no se sirve de algo, paisano? -le dijo el Pato picaso al ver que se alejaba dando las buenas noches en señal de que no iba a volver a entrar.
-Gracias, amigo -había respondido Moreira-; estoy muy cansado y voy a hacer noche porque mañana temprano sigo viaje.
El Pato Picaso concluyó la narración de la aventura que contaba, y la conversación recayó sobre el recién venido, comentando sus modos y lujosas prendas.
-Ese es un mozo que debe venir de tierra adentro -dijo uno de los paisanos-, porque esta tarde ha vendido a don Cirilo una tropilla de caballos orejanos.
-Habrá dado golpe a algunos pobretes -replicó el Pato picaso, que había bebido mucho esa noche-, y ha venido a engordar su tirador con su producto.
-Cállese, por Dios, amigo -dijo el paisano que hablaba antes-; mire que ése es un hombre de mucha historia; según dijeron en la pulpería de don Cruz, ha tenido a mal traer a todas las partidas de estos pagos, y de puro desesperado ganó tierra adentro.
-¿Y por qué me he de callar? -dijo el Pato picaso, sintiendo herido su amor propio-, yo no le tengo miedo a nadie, a Dios gracias, y no tengo por qué callarme.
-Es que dicen que es un hombre muy soberbio y de una vista que da calor, y yo le he dicho que se calle para no provocar un conflicto al ñudo.
-Pues si hay conflicto -replicó el tenaz gaucho-, con rezarle al difunto ya estamos del otro lado, y basta de ponderar a nadie.
Moreira había escuchado desde el patio este diálogo, pero no se había inmutado; seguía tendido sobre su manta, con la mayor tranquilidad.
El Pato picaso estaba mortificado con lo que se había dicho del desconocido y seguía bebiendo copa tras copa, dando soltura a la lengua.
-Se me hace -dijo- que el tal forastero ha de ser un maula que se ha de achicar en cuanto sienta el resuello de un hombre.
-Cállese, amigo, y no sea imprudente -recomendó el primer paisano-. Ese hombre no se mete con nadie y no hay por qué buscarle camorra.
-Cuando yo busco camorra -dijo el Pato, a quien la mona le había dado por conservar su reputación del más valiente-, es porque la puedo sustentar, como a mí me basta ver la parada de un hombre para saber lo que le da el cuerpo, digo que ese mozo ha de ser un maula incapaz de toparse conmigo.
Se había herido sin querer el amor propio de aquel hombre, y sabido es que un gaucho de mentas, cuando se topa con otro que las tiene, no está satisfecho hasta que no ha peleado con él, cosa que sucede inevitablemente cuando uno de los dos mentados está, como el Pato picaso, dominado por el alcohol.
Los paisanos dejaron hablar al Pato sin contradecirlo, creyendo que pasaría la cosa, pero el gaucho siguió hablando solo y alterándose solo, hasta que declaró, levantándose, que iba a buscar al forastero y a probarles que no era capaz de parársele.
El Pato picaso salió afuera, y detrás de él algunos paisanos tratando de contenerlo, pero toda tentativa fue inútil, aquel hombre se acercó hasta la manta donde estaba Moreira, y tocándolo en el hombro le habló así:
-Me han dicho, don, que usted es bueno, y como yo soy el Pato picaso, quiero probar si las mentas que trae son legítimas o si son cuentos.
Moreira, estaba despierto y había escuchado cuanto se habló en la pulpería, se había enrollado en la mano la lonja del rebenque, dispuesto a usar sólo esa arma.
Miró, pues, al gaucho que así se atrevía a turbar su reposo, y bostezó perezosamente, como si no hubiera escuchado lo que le había dicho.
-¡Que se pare, don! -repitió el Pato sacando la daga y rayando la punta sobre la espalda de Moreira, que continuaba echado de barriga-. Le he dicho que se pare para hacerle pagar el piso, porque el hombre que la echa de guapo ha de ser para pararse dondequiera y con quien lo invite.
-Perdone, don -respondió Moreira socarronamente-; usted está con don Pepe y no sabe lo que dice; cuando se le pase, hablaremos.
-El que está con don Pepe y en pepe es usted, so maula, y ahora mismo le voy a abrir un ojal en la jeta para que aprenda a ser mejor hablado -dijo el famoso Pato picaso atropellando a Moreira con la daga baja y en actitud de herir.
Moreira estuvo en pie con increíble velocidad, paró la puñalada que le tiró el Pato y lo sentó en el suelo de un golpe con el rebenque.
-Esto es para enseñarle a no meterse con quien no conoce -le dijo dándole con el pie-, y ustedes -agregó, dirigiéndose a los paisanos-, pueden llevar a ese guapo.
Los paisanos levantaron al Pato y lo entraron a la pulpería, donde empezaron a curarle como Dios los ayudó, la larga herida que tenía sobre la frente.
El golpe dado por Moreira, con el pesado cabo de plata del rebenque, había sido terrible, que acusaba la poderosa fuerza muscular del paisano.
El hueso frontal estaba roto en una extensión de ocho centímetros y el cuero que lo cubría completamente deshecho y hundido, mezclándose al cabello y las partículas de hueso.
Para salvar al Pato picaso habría sido necesario que un cirujano le hubiese extraído aquellos huesos, para impedir que cayeran en la masa cerebral produciéndole la muerte.
Los paisanos le mojaron la herida con caña y le ataron la cabeza, poniéndole un pañuelo empapado en aquella bebida, pero todo fue inútil.
Aquel hombre no volvió del desmayo ocasionado por el golpe, desmayo eterno, pues su cuerpo se fue enfriando poco a poco hasta que a la madrugada era cadáver.
Moreira se había vuelto a echar sobre la manta indolentemente, y allí pasó la noche dormitando algunos minutos, y durmiendo profundamente otros.
Cuando se levantó al venir el día y entró a la pulpería, supo recién que el Pato picaso había dejado de existir.
Ninguno de los paisanos se atrevió a hacerle el menor reproche.
Se acercó al cadáver, que examinó con una mirada inteligente, y salió de la pulpería tristemente diciendo:
-¡Está de Dios que no puedo luchar con mi sino!
Fue hasta su caballo, cuya montura compuso con suma prolijidad, y montó, alejándose al trotecito, tomando rumbo para el partido de Matanzas.

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