¡Qué conmoción poderosa agitó el corazón de aquel hombre cuando vio las primeras casas de su pueblo! ¡Cómo aspiraron sus pulmones aquel aire con que se habían nutrido!
Allí estaban su rancho y sus campos abandonados, sin notarse una señal de vida, un solo pastito que acusara la presencia de un ser humano.
Allí estaba también la casita de Vicenta Andrea, donde la había conocido, donde la había amado y donde había ligado a ella su existencia por una eternidad.
A su vista se agolpó todo su pasado feliz, sus días venturosos, su hijo, su mujer, la consideración general de que era objeto, y cayó en una profunda meditación.
De pronto alzó la fisonomía y miró en dirección al pueblo con una terrible expresión de exterminio que asomaba como un relámpago al terciopelo de sus ojos.
El presente, el fatal presente con su nube de sangre y de muerte, se ofreció entonces a su espíritu, haciéndole apreciar lo terrible de su posición.
En el rancho que había abandonado siendo feliz aún, lo esperaban la soledad y la vergüenza, el dolor y la humillación.
Su mujer, su Vicenta, era de otro hombre y su hijo llamaría tal vez padre al miserable a quien debía la afrenta cuyo recuerdo le hacía enrojecer de vergüenza.
Hay situaciones en la vida que no puede valorar el que no pasa por ellas, porque para poder apreciar la tormenta que ruge en el espíritu, sería necesario sentir escapar la razón de la cabeza y desgarrarse el corazón a impulsos del dolor más profundo, que no alcanza a disipar el tiempo, que es el olvido de todo.
Esos dolores, esas heridas, sólo las borra la muerte, única verdad de la vida.
La afrenta suprema, el olvido de la mujer querida en que se ha cifrado todo el porvenir, el hijo propio llamando padre al autor de la afrenta, que cae sobre nuestra cabeza avasallándolo todo, postrando la frente sobre el pecho a impulsos del rubor, todo esto no lo puede valorar el que no haya pasado por ello.
Y Moreira estaba allí mudo y sombrío, eligiendo mentalmente el sitio donde había de clavar su puñal, y balanceando la afrenta con el número de puñaladas que iba a dar.
La noche venía tendiendo su negro manto y el paisano no había cambiado de actitud: a dos leguas de su rancho y emboscado en el camino, parecía una fiera acechando su presa, un asesino eligiendo el lugar de la espalda ajena adonde debe dirigir la punta de su puñal.
Y allí estuvo sin hacer un movimiento, sin cambiar la expresión de su mirada, hasta que el silencio imponente del campo le indicó que era la hora fijada por él.
Moreira tomó la dirección de la casa de su compadre, al tranco de su caballo, teniendo siempre la precaución de ocultarse entre las sombras al menor ruido que oía.
Así llegó al rancho adonde lo guiaba la más ardiente sed de venganza, sin haber sido visto de persona alguna.
¡Cuán ajenos estarían sus habitantes de pensar que allí, a dos pasos del sitio donde dormían, estaba acechándolos la muerte inevitable si Moreira llegaba a penetrar sin ser sentido!
El compadre no estaba desprevenido.
Alarmado con la visita del amigo Julián, temía que Moreira se le apareciese la noche menos pensada, y desde entonces dormía acompañado de dos mastines y con su mejor caballo atado a una ventana que distaría dos varas de su cama.
Los mastines tenían por objeto entretener a Moreira si llegaba a venir, mientras él montaba a caballo y se ponía en salvo antes que el paisano pudiera acometerlo.
Moreira, preocupado, dominado por completo con el pensamiento de su venganza, no rodeó el rancho antes de acercarse a la puerta.
Creía además que caía en un momento en que no se le esperaba, y no podía suponer las medidas sagaces que había adoptado su desconfiado compadre.
Llegó al rancho y echó pie a tierra al lado del palenque, tratando de hacer el menor ruido que le fuese posible, secó con la manta de vicuña el sudor que corría abundantemente por su frente y se acercó a la puerta del rancho, donde puso el oído tratando de escuchar lo que adentro pasaba.
Por leves que fueran los movimientos que hizo Moreira, los mastines lo sintieron y dejaron oír un gruñido amenazador que despertó al compadre.
Aquel hombre saltó prontamente de la cama y se puso a vestirse a gran prisa, adivinando en el miedo invencible que le dominaba, la causa que había motivado el gruñido de los perros, que dormían del lado de adentro del aposento, y que se habían puesto de pie, abalanzándose a la puerta.
Andrea despertó también sobresaltada por el gruñido de los perros, pero su amante le puso suavemente la mano sobre la boca, recomendándole silencio, y se dirigió a la ventana en actitud de saltar al otro lado, en cuanto, como lo temía, se abriese la puerta, deshecha de un puntapié o trabucazo.
Moreira se había detenido colérico al oír el primer gruñido de los perros, había sacado su trabuco con ánimo de hacer volar la puerta y los perros, pero dos consideraciones le habían detenido: el temor de que el estampido del arma fuese a atraer gente, desbaratando su venganza, y el miedo de que alguno de los proyectiles fuese a herir a su hijo que sin duda dormía en aquel cuarto que su venganza iba a convertir en un teatro de muerte.
Y al guardar su trabuco en la cintura, se pudo ver temblar la mano de aquel hombre imponderable, cuyo valor sereno le hacía afrontar sin la menor muestra de vacilación los peligros más inminentes, donde tenía una probabilidad de salir ileso contra quince o veinte de quedar en el sitio.
Moreira guardó así su trabuco en la cintura y vaciló turbado sobre la resolución, que debía ser rápida, pues los perros habían dado la voz de alarma.
Aquellos animales, olfateando las rendijas de la puerta, se habían puesto a ladrar de una manera desesperada y Moreira se decidió por fin a dar el golpe.
Enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga, que blandió con un ademán feroz, y se echó un poco hacia atrás, tomando distancia.
Un segundo después la puerta saltaba de su encaje débil a impulsos de un vigoroso puntapié, aplicado con una fuerza verdaderamente hercúlea.
Moreira quiso saltar dentro de la pieza, pero los dos mastines se le fueron encima, obligándole a defenderse inmediatamente; entonces el compadre pasó al otro lado de la ventana y desató su caballo, sobre el que saltó prontamente, lanzándolo en una carrera vertiginosa.
Moreira oyó la carrera del caballo y recién entonces sospechó el plan de su compadre; quiso disparar hacia su overo, seguro de darle alcance, pero aquellos mastines lo atacaron de tal manera, que si dejaba de defenderse un minuto, un segundo, iba a ser despedazado por aquellas fieras.
Moreira tiró una puñalada tremenda y dio con el pecho de los perros, prorrumpiendo en seguida en una maldición rugiente.
-¡Se me va, se me va mi venganza! -gritó de una manera desesperante, y hundió con el taco de la bota el cráneo del perro herido, que había quedado exánime.
A la voz de Moreira respondió en el rancho un alarido desgarrador, semejante al que dejan escapar los labios cuando el cráneo estalla a impulsos de la razón que huye, alarido que heló la sangre en las venas de Moreira, proporcionando al mastín la ocasión de dar un mordiscón.
La voz de Moreira había sido reconocida por Vicenta que, sabiendo que su marido había muerto, creía que aquélla era su ánima que andaba penando, según aquella gente humilde e ignorante, esclava de mil preocupaciones y agüerías que creen a puño cerrado.
-¡Animas benditas! -exclamó aquella infeliz, dominada por el más profundo terror-. Es el ánima de mi Juan que anda penando -y se estrechó contra su hijo, como para protegerlo de aquella visión aterrante que había aparecido en su cuarto, poniéndose a rezar precipitadamente.
Moreira se conmovió profundamente al sonido de aquella voz querida que hacía tanto tiempo no acariciaba su oído; presentó al perro que lo acometía su brazo protegido por el poncho, y cuando éste mordió, el paisano le sepultó la daga al lado de la paleta, dejándolo muerto instantáneamente.
En seguida soltó la daga, oprimió entre las manos la varonil cabeza y se puso a llorar amargamente, con esa desesperación del hombre de temple de acero que se encuentra avasallado y se entrega por completo a la desesperación del dolor más íntimo.
Al sentir aquel llanto amargo y profundo, Vicenta se tiró de la cama al suelo, sacó una caja de fósforos de abajo de la almohada y encendió uno.
Cuando vio que lo que ella había creído una ánima en pena, era el mismo Moreira, su mismo Juan a quien tanto había llorado preguntando por su tumba.
Cuando vio a su Juan llorar de aquella manera y comprendió todo el infierno que debía arder en aquel espíritu que sin querer había ofendido de una manera tan cruel, una inmensa agonía pasó por su semblante juvenil, sus pupilas se dilataron enormemente y la palabra se heló en sus labios, que temblaban y se movían como si tuvieran una conversación agitadísima.
Era tal el estado de aquella infeliz, que el fósforo que había encendido se apagó entre sus dedos sin que la quemadura fuera bastante para hacerla volver de su asombro. Sus labios habían cesado de moverse y estaba allí estática, con la vista clavada en Moreira, con la expresión del idiotismo que caracteriza el semblante de un microcéfalo.
Cuando Moreira descubrió el rostro y levantó la cabeza, la habitación estaba sumida en la más densa oscuridad.
Fue él entonces quien sacó a su turno un fósforo, y encendió un cabo de vela que, metido en una botella, se veía sobre la mesa.
Andrea no había vuelto de su atonismo y miraba a Moreira sin darse cuenta de lo que éste hacía; parecía estar bajo un ataque de demencia.
Moreira la contempló un segundo y volvió sus ojos enrojecidos por el llanto hacia la cama donde el pequeño Juancito lloraba silenciosamente, dominado por el terror que le causaron los gritos de los perros, la maldición de Moreira y el alarido que lanzó Vicenta al reconocer la voz de su marido.
Aquel hombre se lanzó a la cama, tomó al hijo en sus brazos y aplicó a su pequeña boca sus labios abrasadores, como si quisiera absorberle toda la sangre.
En seguida se lo arrancó de los labios, lo contempló a la pálida luz de la vela con una ternura casi maternal y volvió a cubrirlo de besos como si quisiera pagarse, con aquel placer supremo, todas las desventuras de que había sido víctima mientras vagaba en los campos ocultándose de las miradas de los demás.
El pequeño Juancito había reconocido a su padre, le había tomado las manos con las suyas y devolvía una por una cada caricia, cada beso, preguntándole en su media lengua encantadora por qué no había venido en tanto tiempo para hacerlo pasear en su petisito.
Vicenta contemplaba aquella escena sin darse cuenta de ella; allí seguía muda, con la pupila dilatada y la boca entreabierta, por donde partía la respiración fatigosa.
Cuando el primer instante de arrobamiento hubo pasado, Moreira colocó al pequeño Juan sobre la cama, y fijó la intensa mirada en Vicenta sin un átomo de rencor, sin que la idea de herir cruzara su mente.
Sentía lástima, verdadera conmiseración por aquel ser desventurado que no tenía la menor culpa de todo el drama que pasara por su espíritu, ni de todo el mal que le habían hecho los hombres, recibiendo los peores golpes de sus mejores amigos.
-Vicenta -dijo solamente el gaucho-, ven, acércate, que yo no he venido a hacerte mal, porque yo te perdono todo el que me has hecho a mí.
Al oír aquella voz, la fisonomía de Vicenta fue tomando expresión, sus ojos brillaron de un modo particular, fijándose en Moreira primero y en su hijo después.
Su corazón empezó a regularizar sus latidos, sus ojos se humedecieron, y todo aquel mundo de dolor que le había privado de sentido durante diez minutos, se tradujo en un llanto copioso, como la válvula de escape a su tremenda desesperación.
-¡Cómo!, ¿sos vos?; ¿conque no has muerto?; ¿conque me han engañado? -dijo, y se cubrió la cara con las manos, para ocultar su rubor.
Moreira sintió que la vergüenza quemaba sus mejillas, su situación desesperante volvió a ocupar su pensamiento y se lanzó al perro, de cuyo costado arrancó la daga que había dejado allí para contemplar a su mujer cuando le habló por vez primera.
-Mátame ligero, mátame, mi Juan -dijo, creyendo que Moreira, al armar su brazo, lo hacía para quitarle la vida en desquite de su acción.
-No lo permita mi Dios -repuso el paisano guardando el arma en su cintura-; vos no tenés la culpa y nuestro hijo te necesita, porque yo no lo puedo llevar conmigo. ¿Quién cuidaría de él si yo manchase mi mano matándote? Adiós -concluyó-, ya no nos volveremos a ver más, porque ahora sí que voy a hacerme matar de veras, puesto que la tierra no guarda para mí más que amargas penas. Adiós y cuida de Juancito.
Moreira se acercó nuevamente a la cama, selló la frente de su hijo con un beso sonoro y prolongado, y llevando la mano a la cara, trató de alejarse.
-¡No te vayas, mátame antes -dijo Vicenta, prendiéndose a su chiripá-; mátame como a un perro, porque yo te he ofendido en tu honra.
-Jamás -dijo el paisano-. ¿Quién cuidará a ése? -añadió, señalando al chiquilín, que tendía los brazos-. Basta, que me voy, adiós.
-No quiero -contestó Vicenta, prendiéndose más fuertemente del chiripá del paisano-. ¡Llámalo, Juancito, no lo dejes ir!
Moreira comprendió que si aquella escena se prolongaba iba a ser vencido, y con un esfuerzo poderoso se deshizo de Vicenta, tiró a su hijo un beso con la punta de los dedos y salió del rancho con increíble rapidez.
Un instante después montaba sobre su infatigable caballo y se perdía de vista a todo galope, no siendo bastante a detenerlo los lamentos de su mujer y el llanto de su hijo, que llevaba a su oído el fresco viento de la noche. Moreira corría como un loco, llevando en su corazón un infierno y un volcán en su cabeza, y apuraba la marcha de su caballo, que corría en dirección al juzgado de paz.
Allí detuvo el vértigo de su carrera, subió con el corcel a la vereda y llamó frenéticamente a la puerta, que golpeó enfurecido con el cabo del rebenque.
-¿Quién canejo golpea como si esto fuera fonda de vascos? -preguntó de adentro el soldado de guardia, a quien los golpes habían sacado del más delicioso sueño.
-Juan Moreira, que quiere morir en buena ley -respondió el paisano-; que salga la partida de una vez y aproveche la bolada.
-Más Juan Moreira es el peludo que tenés -replicó el soldado, que creía habérselas con un borracho-. Lárguese de aquí, so zonzo, antes que le rompa el alma.
-¡Que salga la partida! -gritó de nuevo Moreira, golpeando fuertemente la puerta con el rebenque-. Que salga de una vez, o le prendo fuego al juzgado.
El sargento y dos soldados más que dormían en el interior habían acudido a los golpes y consultaban entre sí el partido que debían tomar, porque indudablemente el que golpeaba así la puerta, no podía ser otro que Moreira, único capaz de semejante rasgo de audacia.
Los soldados resolvieron no abrir la puerta, visto el enemigo que estaba del otro lado, siendo el sargento el que tomó la palabra para decir a Moreira:
-Amigo, vuelva mañana, porque el juez está en su casa y nos ha dejado orden de no abrir la puerta a nadie.
-¡Vaya a la maula, so flojo de porra! -gritó Moreira dominado por la ira-. ¡En la primera ocasión les he de sacar los ojos a azotes!
Y volviendo el caballo salió al galopito corto, llenando de injurias e insolencias a las personas que, asustadas, se asomaban a las ventanas atraídas por el ruido descomunal.
Ansioso de buscar camorra para engañar o concluir con la desesperación que lo dominaba, Moreira golpeó en todas las pulperías que halló al paso, nombrándose para hacerse abrir, pero todas las puertas permanecieron cerradas sin que siquiera una voz se atreviera a responder a su llamado.
Moreira, desesperado y maldiciendo de su vida, tomó al galope largo el mismo camino que había traído, en dirección al 25 de Mayo, donde era menos conocido.
A la irritación había sucedido una calma completa y el paisano se puso a reflexionar, mientras marchaba, que no debía hacerse matar antes de haberse vengado.
Al amanecer se detuvo en una pulpería, donde dio de comer a su gente y tres horas de descanso a su caballo, al cabo de las cuales se puso de nuevo en camino, a pesar de las invitaciones del pulpero que, habiéndole conocido, quería obsequiarlo a todo trance.
Moreira marchó todo aquel día en pequeñas jornadas al fin de las cuales hacía descansar a su caballo para que se repusiese del último galope, que había sido serio.
A la caída de la tarde se volvió a bajar en otra pulpería, donde dio de cenar al caballo y al Cacique, cenando él mismo y asentando cada bocado con un trago descomunal de ese brebaje espantoso que en las pulperías de campaña se permiten llamar pomposamente vino carlón.
En la pulpería encontró muchos paisanos que lo conocían, con quienes entabló alegre plática, concluyendo por mamarse.
Ya hemos dicho que, bajo la influencia del vino, Moreira era más alegre y más accesible a todo género de bromas, que devolvía con suma vivacidad.
Allí contó su vida y milagros en los toldos, y aseguró que no pensaba llamarse a silencio, hasta pelear a una partida de vigilantes de la misma policía de Buenos Aires, porque ya los policianos de campaña le daban asco y no servían siquiera para hacerle dar rabia.
Serían poco más o menos las dos de la madrugada, cuando Moreira pagó el gasto de todos, con plata de los indios, según dijo, y se alejó perezosamente hacia el 25 de Mayo, de cuyo pueblo estaría apenas a unas cuatro leguas de distancia.
Hacía una hora que había amanecido, cuando el paisano, después de una jornada de dos leguas, se detuvo en la última pulpería a dar de comer bien al caballo y al perro, proporcionándoles un buen descanso, porque la partida de aquel pueblo estaba con la sangre en el ojo y tal vez quisiera prenderlo.
Es sabido que el gaucho errante tiene un amor en cada pago, y cien amigos en cada palmo de tierra, que le avisan los movimientos de las partidas que andan en su persecución y le indican los sitios donde puede ocultarse con menos probabilidades de ser hallado.
Y Moreira, cuyas desgracias eran simpáticas a todos los paisanos, recibía en cada pulpería una crónica detallada de lo que había dicho el Juez de Paz y de lo que pensaba hacer la partida, según lo que en la trastienda había hablado el sargento Fulano o el soldado Mengano.
En aquella pulpería supo Moreira que la muerte del Pato picaso había puesto en movimiento a los policianos de la partida, porque se sabía, por la reclaración de los compañeros, que el que había hecho esa hazaña era Moreira, que había regresado de los toldos.
Moreira no hizo caso de las advertencias que le hacían para que se alejara de aquellos pagos; se puso a tocar la guitarra mandando echar una vuelta general de lo que gustasen, que él pagaba por todo lo que se bebiera aquel día.
La jarana se armó de lo fino.
Moreira se había apoderado de la guitarra y había empezado por echar unas hueyas, concluyendo por rasguear el malambo más quiebra, que cepillaron la mayor parte de los concurrentes, que estaban garuados los menos y completamente divertidos los más.
Durante el día iban cayendo a la pulpería infinidad de paisanos, que tomaban cartas en la jarana y se iban quedando donde encontraban los dos grandes elementos de una verdadera fiesta: guitarra y coperío a discreción.
Llegó la siesta tumbando a la mayor parte de los concurrentes, que se pusieron a dormir a pierna suelta; pero Moreira, que no había querido beber con exceso, seguía con la guitarra, y aquello amenazaba no concluir en tres días, pues ya se habían organizado carreras y juegos de taba para el día siguiente.
Moreira tenía dinero en abundancia y pagaba religiosamente al fin de cada vuelta, lo que tenía al pulpero completamente dominado y fuera de sí.
En vista de la buena paga, había pelado una cañita de durazno que los paisanos saboreaban con descomunales chasquidos de lengua, prodigando mil elogios al pulpero, por cuya salud brindaban de cuando en cuando, dedicándole algunas payadas y relaciones que se echaban.
Por fin, uno de los últimos paisanos que habían caído a eso de las tres de la tarde, trajo una novedad que descompuso el baile.
La partida de plaza había salido aquella mañana en busca de Moreira, con orden de recorrer todo el partido y matarlo dondequiera que lo hallaran, pudiendo alegar después que se había resistido a la autoridad, como siempre, a mano armada.
-Pues se irán como han venido -dijo Moreira, preludiando un gato-, y soy capaz de pelearlos a zurdazos y con el rebenque. La única lucha en que podría esmerarme es con vigilantes del pueblo, y éstos, que yo sepa, todavía no han salido a buscarme.
-Mire, amigo, que la partida viene esta vez mandada, según me dijo don Goyo, por un sargento de línea muy veterano, que dicen que es un mozo malo, capaz de traerlo a usted atado de pies y manos para que la autoridad lo fusile.
-No le haga caso, amigo -volvió a decir indolentemente Moreira-. No hay partida capaz de matarme, porque la suerte pelea conmigo. Eche una copa que yo pago, y, si quiere, vaya y dígale que aquí los espero, y verá lo que hago yo con todas esas maulas. ¡No sirven ni para la cachetada!
Un fuerte palmoteo acogió la determinación de Moreira y la algazara siguió en un crescendo infernal.
No estaba, sin embargo, lejos el momento en que aquella chacota se convirtiera en una tragedia, siendo Moreira actor principal en un nuevo combate.
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