jueves, 21 de enero de 2016

La policía en jaque

Moreira salió así del Salto, donde tan tristes recuerdos dejaba, y se dirigió al pueblo de Navarro a pequeñas jornadas, como siempre, para conservar su caballo.
Llegaba a las pulperías, donde se detenía solamente el tiempo necesario para dar de comer al Cacique y al caballo, siguiendo el camino provisto de un poco de pan y queso, que era el alimento que tomaba cuando andaba de viaje; dormía profundamente a la siesta en medio del campo, hora en que ningún paisano está de pie.
Era entonces a fines del año 73 y en Navarro se hacían encarnizados trabajos para las elecciones que dieron por resultado la presidencia de Avellaneda y la Revolución de Septiembre.
Los hombres políticos de Navarro se disputaron el contingente poderoso de Moreira, ofreciéndole que harían cesar por completo la persecución tenaz de que era objeto.
Moreira se afilió a uno de los bandos políticos, al que se lanzó a la revolución y pudo quedar tranquilo en Navarro sin que la justicia se metiera con él para nada, llegando a ser mucho más temido que la partida de plaza, a quien tenía dominada por completo, como asimismo a los alcaldes y tenientes alcaldes de todo el partido.
Moreira no se habría hecho nacionalista si hubiera subsistido la candidatura del doctor Alsina; pero tratándose de Avellaneda, y hábilmente tocado por los enemigos de esta candidatura desastrosa, se entregó por completo a ayudar a los nacionalistas tan eficazmente, que sólo con estar en el atrio ganó la elección sin un solo voto en contra.
Cuentan entre otros un episodio de la vida de Moreira, en estas elecciones, que da una idea de la fortaleza de aquel espíritu y del dominio que llegó a ejercer sobre el paisanaje.
El club avellanedista de Navarro, presidido por una persona muy conocida en la sociedad de Buenos Aires, y que no nombramos por el papel que desempeñó en el incidente, contaba con cerca de cien afiliados, reclutados entre la gente más cruda y a quien se había armado de una manera electoral, es decir, hasta los dientes.
El presidente de este club mandó ofrecer un día a Moreira la suma de cincuenta mil pesos para que abandonase a los nacionalistas y les ayudara a ellos en aquella reñida elección.
Moreira contestó que él iría en persona esa noche a llevar la contestación a la propuesta, contestación que fue clara y terminante como las que acostumbraba a dar.
El club avellanedista estaba reunido en gran algazara contando con la incorporación de Moreira, cuando éste llegó, dejó su caballo en la puerta y entró como en su casa.
Todos los paisanos lo recibieron con muestras de la mayor alegría, pero él prescindió del paisanaje y se dirigió al presidente, que estaba contando el dinero que le mandara ofrecer.
-Si usted se ha pensado -le dijo de la manera más severa-, que yo soy artículo de pulpería que cualquiera me puede comprar, se ha equivocado de medio a medio. Ni yo me vendo, amigo, ni usted tiene bastante dinero para comprarme, en caso que yo tuviera para negocio mi facón, que está comprometido con mis amigos.
-Yo no he querido ofender, amigo Moreira -le contestó el presidente del club, sabiendo que a las malas era la causa perdida-. Necesitamos su apoyo y le ofrecemos por hoy esto, pudiendo usted contar con mucho más si llegamos a triunfar -quiso hacer en seguida la apología del presidente Avellaneda, pero el gaucho le cortó la palabra.
-Yo no puedo servir con usted, porque su candidato me da asco -prosiguió-, y porque no puedo servir para capitanear esta tropilla de maulas-, y Moreira miraba de una manera provocativa a los ochenta o cien hombres que lo escuchaban.
-No me vuelvan a ofrecer plata para que traicione a los míos -continuó-, porque si me llegan a ofender de esta manera caigo aquí y esto se vuelve una fonda de vascos cuya puerta de salida no van a encontrar de puro miedo. Y ustedes, grandes sinvergüenzas -concluyó dirigiéndose a los paisanos-, como yo los vea ir al atrio a votar en contra mía, les voy a sacar los ojos a azotes.
A pesar de ser tantos aquellos hombres, a pesar de estar reclutados entre la gente más brava y hallarse armados de revólver y puñal, ninguno de ellos se permitió contestar a las insolencias de Moreira, que había ido expresamente a insultarlos en su propia cara, tratándolos como a la última carta de la baraja.
Moreira salió por entre medio de ellos haciendo campo con el poncho y sin dignarse volver la cara para prever alguna puñalada traicionera.
Estaba tan seguro del dominio que ejercía sobre aquella gente, que demasiado sabía que ninguno se atrevería a jugar la vida en una puñalada que podía errar.
Salió a la calle, desató su caballo del llamador del club, en donde lo había dejado, y se dirigió al club nacionalista, donde había constituido domicilio.
Cuando Moreira salió de aquel club, los paisanos estaban dominados de tal manera, que declararon al presidente que habían decidido no votar en la elección porque no querían andar mal encontrados con Juan Moreira, que al fin y al cabo podía más que la justicia, y que la puñalada que él les diera nadie se la había de quitar.
Llegó el día de la elección y ésta fue canónica por los nacionalistas, pues no hubo ningún paisano que se atreviera a votar en contra de don Juan Moreira.
Y cuentan en Lobos que aquella elección fue sostenida allí con el solo nombre de Moreira, siendo juez de paz del partido don Casimiro Villamayor, que puede atestiguar el hecho.
Cuando la elección estaba más reñida y se temía la ganaran los avellanedistas, se hizo correr la voz de que Moreira llegaba de Navarro y hubo un completo desbande.
Tal era el terror que en aquella gente infundía el solo nombre de Juan Moreira, que a propósito de él se decía esta frase pintoresca: "No hay justicia que le venga bien".
Cuando pasó la elección, Moreira empezó a llevar en Navarro una existencia borrascosa. Armaba en pulperías grandes parrandas que duraban semanas enteras, porque ningún pulpero se atrevía a contradecirlo, desde que Moreira pagaba religiosamente el gasto que hacía durante aquellas infernales salamancas.
El partido vencido empezó a calumniar a Moreira contando "horribles asesinatos" que no habían existido jamás, haciéndole figurar como principal autor de ellos, para obligar al gobierno a tomar una medida enérgica contra el gaucho que tan dominados los tenía.
Fue entonces que el gobernador de la Provincia, que lo era entonces don Mariano Acosta, dispuso que salieran fuerzas de la Guardia Provincial a perseguir vagos y cuatreros en la campaña, prendiendo de paso al célebre Juan Moreira, en cualquier parte donde se le hallara.
Y el mismo coronel Garmendia, al frente de una compañía de su bizarro cuerpo, dio una batida general por esos pueblos de campo, trayéndose gran cantidad de vagos y gente de libertad perjudicial; pero no pudo dar con Juan Moreira, por más que lo buscó a pleito por todos aquellos parajes donde sospechaba o le indicaban que podía hallarse.
En muchos de estos parajes los piquetes hallaron los rastros, frescos aún del paisano, pero todos ellos volvieron sin lograr verle la silueta.
En Navarro supo el coronel Garmendia, por persona que acababa de verlo, que Moreira estaba armando barullo en la tienda y almacén del señor Olazo, donde tuvo principio la lucha que terminó con la muerte del célebre paisano Leguizamón.
Allí se trasladó la fuerza de la Guardia Provincial, se allanó la casa y se practicó el más minucioso registro, llegándose en él a remover las pilas de pipas llenas y vacías, pero inútilmente, porque Moreira no apareció.
¿Se había equivocado la persona que llevó el aviso, o Moreira, avisado a tiempo, se había puesto en fuga precipitadamente?
Ni una cosa ni otra: Moreira estaba allí con sus trabucos amartillados, dispuesto a hacer volar a los primeros que se le acercaran, pero no dieron con su escondite.
Dicen, y se ha probado, que Moreira había estado oculto en un sótano del aposento del mismo señor Olazo, cuya puerta estaba disimulada por una tira de alfombra puesta expresamente, y añaden que, cuando se retiró la fuerza, Moreira salió del sótano soltado una ruidosa carcajada.
-Con éstos no quiero pelear -decía, revelando toda su astucia-; porque no haría más que hacer el gusto a los que me quieren ver muerto. La partida es muy despareja y a la larga yo tendría que caer. Se han de morder el codo los que han creído verme difunto a la fija.
Moreira huyó en seguida de Navarro y se decidió a rondar los campos hasta que se alejara de allí el coronel Garmendia y su gente.
Después de una nueva rejunta de matreros y gauchos sin papeleta, como se le había comisionado, el coronel Garmendia regresó a Buenos Aires y Moreira volvió a caer a Navarro.
El gobernador don Mariano Acosta empezó a recibir nuevas denuncias de los "horribles asesinatos" que se atribuían a Moreira, entre los que figuraba un crimen de que entonces se ocupó mucho la prensa.
Era éste el de un panadero degollado por Moreira en el camino carretero, por robarle un peso de pan.
Sin embargo, he aquí cómo ocurrió aquel hecho, del que tenemos hasta el más minucioso detalle, y que, lejos denigrar, ¡enaltece a Moreira!
Aquel desgraciado repartidor de pan había sido asaltado por un gaucho malo, en su propio carrito, gaucho que está en la Penitenciaría condenado a veinte años de presidio y cuya vida figurará pronto en la colección de "Dramas Policiales" que publicaremos.
El gaucho había asaltado en pleno camino al repartidor de pan, que era un joven italiano, con el ánimo de robarle el dinero que llevaba encima.
Para terminar su robo con toda tranquilidad y sin la menor oposición, aquel bandido feroz había dado de puñaladas al joven, degollándolo en seguida.
Concluida esta operación, se había puesto a registrar los bolsillos del cadáver aún caliente, aliviándolo de la carga de unos trescientos pesos más o menos.
Daba el asesino sus últimas manitos en los bolsillos de la víctima, cuando se acercó al carro a gran galope Juan Moreira, que había adivinado la escena.
-¿Qué está usted haciendo ahí, so puerco? -preguntó Moreira al asesino, para quien aquello era la cosa más natural del mundo.
-Ya lo ve, amigo -respondió éste con un cinismo que revelaba el último grado de la perversión más absoluta del sentido moral-. Me he limpiado a este gringo tonto y le estoy sacando los reales que, de todos modos, se los ha de sacar la justicia que anda a la pesca de estas boladas.
-Usted es un puerco, amigo -replicó Moreira en el colmo de la indignación-. No se mata a un hombre por robarle cuatro reales, y el que estas muertes hace tiene un fin desgraciado. Le aseguro, a fe de Juan Moreira, que usted va a tener la muerte de un chancho y en una cárcel.
Nos dice el asesino aquel, con quien hemos hablado sobre este incidente, que aquellas palabras le produjeron tan honda impresión que no las ha podido olvidar nunca.
Todo asesino es, por naturaleza, cobarde, así es que al oír éste el nombre de Moreira, se echó a temblar pidiendo disculpas al gaucho.
Moreira no pudo contener la indignación que le había causado la acción de aquel hombre y, enarbolando el rebenque, le dio una docena de golpes y lo despojó del dinero robado, que puso en uno de los bolsillos del cadáver.
En seguida lo registró prolijamente, a ver si acaso tenía remedio, pero, convencido de la inutilidad de todo esfuerzo, revolvió su caballo y partió a gran galope.
Algunos que lo vieron alejarse del carro atribuyeron a Moreira aquel asesinato, siendo corroborado este aserto por el mismo asesino, a quien castigó Moreira, y el hecho llegó a conocimiento del gobernador de la provincia bajo esta desnudez terrible: "Moreira ha degollado a un panadero, por un peso de pan".
Ya aquello no podía tolerarse; era preciso librar de una vez a la campaña de tan bárbaro criminal, y así lo comprendió don Mariano Acosta.
Por conducto del Ministerio de Gobierno se pasó por entonces una nota al señor Marañón, Juez de Paz de Navarro, ordenándole procediese inmediatamente a la captura de Moreira, que el Gobierno sabía hallarse en aquel partido, según se le había comunicado, protegido por la misma autoridad.
Y era verdad, la calumnia ruin y cobarde de los enemigos políticos se había cebado en el señor Marañón, hasta el punto de asegurar al gobierno que, si Moreira hacía todos aquellos crímenes y desmanes, era únicamente porque estaba protegido por la autoridad local, que había llegado hasta esconderlo cuando el señor coronel Garmendia estuvo en Navarro con fuerzas de la Guardia Provincial para prenderlo.
El señor Marañón recibió aquella terrible nota que le revelaba el golpe de calumnia de que era objeto.
Ya saben nuestros lectores, como constaba a todos los habitantes de aquel partido, que la partida de plaza de Navarro, como la de muchos otros pueblos, temblaba materialmente de miedo solamente al pensar que alguno podría ordenarle prender a Moreira, orden que hubiera desobedecido.
En vista de esto, el señor Marañón, invocando el testimonio de los vecinos más respetables, contestó al gobierno con una extensa nota en que explicaba las serias dificultades con que tocaba, y asegurándole que aquel Juzgado no tenía una partida capaz de prender a Moreira.
El gobierno no quiso creer lo que a todos constaba de una manera tan positiva, e hizo levantar un sumario a aquella honorable persona, al mismo tiempo que ordenaba a la policía de la capital, de que era entonces jefe el distinguido señor Enrique O'Gorman, para que alistase una compañía de vigilantes tan numerosa como fuera necesaria para prender a Moreira.
El jefe de policía alistó la compañía de vigilantes, que tomó el tren en Lobos para dirigirse a Navarro en busca de Moreira.
Eran veinticinco vigilantes elegidos entre los mejores, que marcharon bajo las órdenes del oficial de policía D. Adolfo Cortinas, antiguo capitán del ejército de línea.
Cortinas llevaba orden terminante de reducir a prisión al bandido Juan Moreira y traerlo a Buenos Aires, muerto o vivo, para cuyo efecto le dieron sus señas, explicándole que no era hombre de usar con él consideraciones, porque era duro en el combate y sumamente sagaz en la retirada y en el modo de combatir.
Cortinas, decidido a salir bien en su difícil comisión, adiestró a los vigilantes y se ocupó, durante el trayecto, de tomar datos del hombre que iba a combatir.
Los datos que obtuvo Cortinas en el camino fueron más o menos lo que conocen nuestros lectores.
-Moreira es un hombre terrible -le decían todos-, con el que no hay que descuidarse, pues por más y mejor gente que usted lleve la ha de pelear, y si no puede pelearla, la ha de burlar con algún golpe de audacia o travesura.
Cortinas sonreía al oír todas estas prevenciones, que atribuía a excesiva exageración de los paisanos; tenía fe en la gente que llevaba, pues creía que un hombre solo, por más valiente que fuera y por mejor armado que anduviera, no sería capaz de combatir con ella, ni evadírsele por un golpe de audacia, pues él tomaría serias precauciones.
Entretanto, no había faltado un compañero que previniera a Moreira lo que sucedía, para que salvase el bulto yéndose de Navarro a otra parte más segura.
-Ni por un queso -había contestado Moreira-. Mi deseo se va a cumplir en regla y por nada pierdo yo la bolada de pelear con vigilantes de la misma ciudad. Quiero que se sepa quién soy yo y que no hay justicia que me prenda. Ya verán cómo a esos vigilantes me los limpio yo como si fueran narices.
Cortinas llegó a Lobos con su gente, donde hizo noche para seguir al otro día hasta Navarro, adonde llegaría a la tardecita, hora muy oportuna para hallar al gaucho.
Esa misma noche salieron de Lobos dos gauchos con caballo de tiro, que fueron a llevar a Moreira la novedad, dándole un minucioso detalle de la gente que iba.
-Lo que siento es que no sean cincuenta -replicó el gaucho con arrogante soberbia-; aquí los espero a esos maulas para que lleven mis mentas al gobierno.
Esa noche Moreira paseó por todas las pulperías del partido, invitando gente para que fuera a hacer público y presenciar cómo disparaban los vigilantes.
La partida de plaza estaba contentísima; sabían que era empresa peluda prender a Moreira y querían que vieran cómo peleaba el paisano, los que iban a pretender valer más que ellos en el pago, prendiendo nada menos que a Juan Moreira, que, según fama, peleaba ayuntado con el mismísimo diablo.
Al llegar Cortinas a Navarro, supo todo esto, y se empeñó más en la prisión de aquel hombre, por la misma razón que creían que era una cosa imposible.
En vano los amigos de Moreira trataron de que huyera, haciéndole comprender lo descabellado de su propósito, pero todo fue en vano, porque el paisano no cedía.
-He prometido que no había de descansar hasta no haber peleado con una partida de vigilantes -decía- y tengo que cumplir mi palabra, aunque me maten.
Cuando Cortinas llegó a Navarro, Moreira se fue a la fonda principal del pueblo a cenar, pues era ya más de la oración y quería esperarlo en la fonda.
El comedor de aquella fonda tenía una gran mesa común a todos los parroquianos, colocada frente mismo a la puerta de calle, y dos o tres mesitas más a los costados.
Sobre la mesa del centro y colgado de los tirantes del techo, había uno de esos lamparones de aceite, comunes a todo hotel de campaña.
Moreira se sentó a comer en aquella mesa, dando frente a la puerta de calle, paso forzoso para el que entrara: puso los dos trabucos sobre sus rodillas, que cubrió con la manta de vicuña, y pidió alegremente una sopa y una botella de vino francés, para criar coraje, según dijo satíricamente.
Las pocas personas que había en aquella mesa se levantaron y fueron a ocupar las más chicas, pues todos sabían ya lo que había de suceder.
-Hacen bien, muchachos, porque aunque esto va a ser como chacota -les dijo el paisano sin perder la alegría-, pueden llover algunos chumbos extraviados.
En esta actitud se puso a esperar a los vigilantes, que sabía lo habían de atacar allí, creyendo tal vez tomarlo de sorpresa y prenderlo como a un maula.
En previsión de lo que pudiera suceder, el gaucho había dejado su overo bayo confundido con los demás caballos atados al fierro de la vereda.
Entretanto, Cortinas, que no conocía a Moreira, se ocupaba en buscar un individuo que fuera con él para enseñárselo, pero esto era más difícil de lo que pensaba.
En el pueblo todos conocían a Moreira, pero en ese tiempo nadie lo conocía bien.
Los paisanos tenían la certeza de que no prenderían a Moreira y no querían quedar colgados hasta que el gaucho fuera a vengar justamente en ellos la acción traidora de irlo a delatar a sus enemigos.
Cortinas ofreció dinero, para lo cual iba facultado, pero inútilmente, nadie conocía bien a Moreira y, por consiguiente, no se lo podían enseñar.
Por fin Cortinas dio con un paisano, conocido por el nombre de Carrizo, enemigo de Moreira, porque éste le humillara una vez, y deseoso de vengarse, a lo que no se había atrevido antes porque le tenía miedo; pero disimulaba el odio con una amistad franca y cordial que a Moreira no le hacía mucha gracia.
Carrizo vio a los vigilantes que venían en busca de su odiado enemigo y echó sus cuentas, pensando que si tomaban buenas precauciones para cortar al gaucho la retirada, se le obligaría a pelear, y como aquellos hombres no habían de disparar como los policianos de la partida, Moreira era un hombre muerto.
Carrizo se presentó a Cortinas, comprometiéndose a enseñarle a Moreira, siempre que tomaran las precauciones que él indicara, que serían buenas, porque él conocía perfectamente al bandido y de qué tretas sabía valerse para poder huir con entera seguridad.
Cuando los vigilantes, encabezados por Cortinas y guiados por Carrizo, llegaron a la fonda donde comía Moreira, ya el gaucho había concluido de cenar, pensando que, por aquella noche, los vigilantes no irían a buscarlo, lo que le contrariaba mucho, pues el cuerpo le pedía un poco de ejercicio.
Así que llegaron a la esquina de la fonda, Carrizo detuvo a Cortinas y le indicó que era preciso que hiciera rodear la casa con diez o quince vigilantes, mientras ellos se presentaban con el resto en la puerta de la fonda e intimaban a Moreira se diese preso bajo pena de la vida.
Carrizo creía que estas medidas eran suficientes para que Moreira no escapara, descuidó la principal de todas, que hubiera sido tomarle el caballo.
El gaucho miraba la puerta de calle con marcada impaciencia, cuando aparecieron en el dintel Carrizo, Cortinas y los doce vigilantes que quedaban, pues los otros trece habían sido estratégicamente colocados alrededor de la fonda, para cortarle la retirada si, como se esperaba, saltaba la pared.
Apenas se detuvieron a la puerta, Carrizo señaló a Moreira con el cabo del rebenque, al mismo tiempo que decía a Cortinas:
-Aquél es el hombre.
-¡Ah, gran puerco! -gritó colérico Moreira al ver la acción cobarde de aquel canalla-. Ya te sacaré los ojos para enseñarte a ser... alcaucil.
-¡Entréguese, amigo! -dijo severamente el oficial Cortinas-. ¡Entréguese a la policía de Buenos Aires, pues tengo orden de llevarlo vivo o muerto!
Al decir esto, el digno oficial había avanzado hasta el borde de la mesa, dejando la puerta guardada por los vigilantes.
-¿Y por qué me he de entregar? -preguntó Moreira con toda naturalidad-. ¿Quién es el comedido que cree que yo ando de más como un ocho de la baraja?
-Yo no sé nada ni tengo que darle cuenta de nada -replicó el oficial-; entréguese usted preso por orden del jefe de policía, o lo tomo yo.
-Pues, caballeros -replicó Moreira con cierta sorna-, vamos a ver cómo se hamacan-. Y rápido como una centella levantó de sus rodillas el poncho y de un vigoroso ponchazo hizo volar la lámpara, que fue a estrellarse contra la pared, dejando la pieza en una densa oscuridad.
Acto continuo tendió los trabucos en dirección a la puerta, y al ser disparados produjeron tal estrépito, que los vigilantes quedaron atónitos. En seguida y sin perder un segundo, enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga y arremetió a la puerta, con un empuje violentísimo.
Los vigilantes asombrados aún y a oscuras, sin saber lo que pasaba, hicieron cancha inconscientemente y Moreira pudo pasar como un relámpago por medio de ellos y saltar sobre su overo, no sin haber tirado al pasar un par e puñaladas, que fue lo único que aquellos pobres vigilantes trajeron como trofeo de aquella empresa, si no imposible, por lo menos de una suprema dificultad.
-¡A él! -gritó Cortinas-. ¡Fuego y no lo dejen escapar! -y algunas detonaciones de rifle se sucedieron unas a otras, sin más resultado que oír en respuesta una sonora carcajada con que el gaucho se burlaba aún desde la calle del gran chasco que había dado a los vigilantes.
-¡Adiós Carrizo! -gritó por fin Moreira, poniendo su caballo al gran galope-. Rogá a Dios que no te encuentre en mi camino, porque vas a ser el primer hombre que degüelle yo en esta vida maldita-. Y dio vuelta la esquina, perdiéndose de vista en seguida.
-¡Ahora sí que soy hombre muerto! -dijo Carrizo echándose en brazos del miedo más descomunal-. ¿Quién me metería a pata grande? -concluyó, lanzando una especie de gemido que no pudo oír Cortinas sin soltar una graciosa carcajada, a pesar del espantoso estado en que estaba su espíritu al pensar en el ridículo en que había caído, al ser burlado por aquel hombre a quien con tantas precauciones fue a aprehender.
Restablecida la luz de la pieza, Cortinas juntó a su gente, sumamente triste, haciendo que se retiraran de su puesto los soldados con quienes había hecho rodear la casa, pensando cuerdamente que, en caso de huir, Moreira lo hiciera por los fondos o saltando la pared del patio.
Recién entonces pudo apercibirse del estrago que entre su gente habían causado los trabucazos; un vigilante estaba en el suelo, revolcándose en su propia sangre, mientras otro daba fuertes alaridos, a causa de un proyectil que le había penetrado en el hombro derecho, rompiéndole la clavícula.
Cortinas, después de ordenar su gente, se fue al juzgado con la intención de esperar el día siguiente para ver si volvía a hallar al gaucho, a quien se prometía esta vez no dejar escapar, pues pensaba apretarlo sobre tablas, sin siquiera darle tiempo a hacer el menor ademán.
Moreira, entretanto, simulando una retirada, había vuelto hacia la fonda y se había emboscado entre una arboleda por donde debía atravesar aquella gente.
Allí esperó pacientemente a que concluyeran todos los arreglos, pues antes de alejarse definitivamente quería dar el vuelto a Carrizo.
Este, que con la escapatoria de Moreira se creía hombre muerto, pues Moreira no lo perdonaría, salió de entre los vigilantes, embebido en la última hilera, pues se imaginaba que si quedaba solo, no había de tardar mucho en encontrarse con el puñal de Moreira.
Así marchaban en dirección al juzgado, cuando al pasar por la pequeña arboleda se sintió un grito de muerte, y uno de los hombres que venían a retaguardia vino al suelo pesadamente para no levantarse más.
Los vigilantes dieron vuelta presurosos para indagar la causa de aquel grito y aquel ruido de un cuerpo que cae, pero fueron deslumbrados por un fogonazo, al que siguió el tremendo estampido de un disparo que esta vez, felizmente, no hirió a nadie.
En seguida del trueno que produjo aquel disparo, se oyó una lejana carcajada y pudo escucharse el ruido del galope de un caballo.
Era Moreira que, al pasar Carrizo, le había sepultado la daga en la nuca, en castigo de su acción, y había disparado el trabuco para asustar a los vigilantes.
Cortinas regresó a Buenos Aires con el triste parte de lo que había sucedido, y el gobierno de la provincia pudo convencerse de que la prisión de Moreira era cosa más seria de lo que parecía.
Juan Moreira se vino entonces al partido de Lobos, siendo juez de paz, como hemos dicho, don Casimiro Villamayor. Permanecía en el pueblo un día y una noche, e iba en seguida a refugiarse a casa de su hermano Inocencio Moreira, que está actualmente de vigilante en la policía, o a casa de Cuerudo, de quien nos ocuparemos más adelante.
El teatro de sus nuevas hazañas fue desde entonces el partido de Lobos, en cuyas pulperías y casas de negocio empezó a oírse el nombre de Moreira ligado a todo género de hombradas.
Sin embargo, nunca se oyó decir que hubiera hecho alguna muerte a traición o que él hubiese sido el provocador de un conflicto o lance sangriento.
Una noche Moreira se metió en un baile que se daba en una casa a orillas del pueblito, y donde danzaban alegremente numerosas parejas.
La presencia de Juan Moreira enfrió por un momento la alegría que reinaba a su llegada, pero viéndolo parado en el umbral de la sala, en una actitud tranquila y humilde, poco a poco fue renaciendo la confianza, y la gente se entregó de nuevo al baile, en la seguridad de que Moreira, no siendo provocado, no intentaría nada perjudicial para ellos.
Moreira, cansado de estar mirando el baile, pidió permiso al dueño de la casa, de quien era conocido, y entró en el aposento de éste, que hacía las veces de ambigú.
Pocos momentos después entraba al baile y a aquella misma pieza el Sr. D. Manuel Caminos, entonces comandante militar de Lobos y hoy uno de los municipales más distinguidos de aquel hermoso pueblo, donde ha desempeñado la mayor parte del año que expiró hace poco las funciones de Juez de Paz.
El Sr. Caminos conocía a Moreira de nombre y por haberlo visto varias veces, y sabía la clase de hombre que era y lo que de él podía esperarse; así es que al verlo se sorprendió.
-Dispense, señor -dijo Moreira-; si mi presencia lo ofende, me retiraré; pero ya que he venido aquí casualmente, voy a pedirle un servicio que usted me puede hacer.
El señor Caminos se detuvo a escuchar al paisano, pudiendo hacer esto sin comprometerse, pues la autoridad de Lobos aún no había dado orden de prisión contra él.
-Yo ando en el campo corrido por la suerte -siguió diciendo Moreira-; no tengo papeleta de resguardo, y quiero que usted me dé una como verdadero servicio.
El señor Caminos es naturalmente bondadoso, pero tiene también un carácter inflexible en el cumplimiento de sus deberes como funcionario público.
Por más que conociera la vida desgraciada de aquel hombre, comprendía que, sin mengua de su cargo, no podía darle la papeleta pedida.
No quiso tampoco prometer al gaucho lo que no había de cumplirle, y aunque estaba sin armas, le dijo redondamente que no podía acceder a su pretensión.
-No sea malo, amigo; no me niegue la papeleta que le pido, que usted puede dármela sin compromiso alguno. ¿Por qué no me quiere hacer este servicio?
-Porque no puedo -añadió el señor Caminos-. Usted es un hombre perseguido por la justicia y yo no puedo entregarle una papeleta de guardia nacional, porque haría mal.
El señor Caminos, que había oído tanto cuento sobre atrocidades de Moreira, esperaba que de un momento a otro el gaucho se le viniese encima daga en mano, sin tener él la menor arma con que repeler la agresión, pero el paisano no se movió ni hizo el menor ademán de hostilidad.
Sentado en la orilla de la cama, contemplaba a su interlocutor con una mirada profundamente melancólica en la que se podía ver un fondo de suprema resignación.
-Paciencia y barajar -dijo lánguidamente-. Yo debo de jeder a difunto, cuando de esta manera se me cierran todas las puertas; sin embargo, le pido por última vez una papeleta, asegurándole bajo mi palabra que no he de decir a nadie que ha sido usted quien me la ha dado, y prometiendo hasta alejarme de Lobos.
El Sr. Caminos creyó que el gaucho lo amenazaba, y no queriendo que fuese a figurarse que lo había dominado, se negó de nuevo a complacerlo.
-Yo no puedo darle la papeleta -concluyó-, porque faltaría a mi deber, y yo no falto a él por ninguna consideración de este mundo; no insista pues en su pretensión, porque pierde su tiempo.
-Está de Dios -respondió el gaucho-, que yo he de vivir eternamente en guerra con la justicia, de lo que me alegro en parte, pues no tendré nada que perdonar a nadie.
El Sr. Caminos aconsejó a Moreira que se fuera del partido de Lobos, pues el Juez de Paz no había de tardar en dar contra él orden de prisión, y se alejó de la pieza y en seguida del baile.
Moreira lo miró alejarse sin pronunciar una sola palabra, sin hacer un solo ademán, movió la cabeza de arriba abajo, como apreciando la conducta de aquel hombre, y quedó allí sumido en su pensamiento, sin que bastara para arrancarlo de él la algazara y animación que reinaba en la pieza donde se hallaba.
Por fin fue levantando la cabeza poco a poco, salió lentamente del cuarto y entró a la pieza de baile, sentándose en una silla, al lado de los dos que tocaban la guitarra y el acordeón.
Alguno que otro concurrente, alegre por demás con la bebida que se servía, intentó dirigir al gaucho una sátira, pero su aspecto era tan imponente y sombrío, que la sátira se heló en los labios antes de dejarse oír; el arsenal que se veía en su tirador y la daga que le cruzaba la espalda eran argumentos de un peso bastante elocuente.
A eso de las tres de la mañana tuvo lugar un incidente que aterró por un momento a los alegres y pacíficos danzantes, hasta el punto de querer emigrar de la sala.
Un hombre de aspecto bravo, que había estado silencioso toda la noche, había bebido excesivamente y el licor se le había ido completamente a la cabeza, dándole la mona por soltar una que otra indirecta a Moreira, sobre su aspecto sombrío y su cara de asustar a todo el mundo, perdonándole la vida.
Moreira al principio no notó, o se hizo el que no notaba las indirectas de aquel hombre, pero éstas se repitieron de tal manera que el paisano tuvo que darse por enterado.
Se levantó poco después y se dirigió a la pieza donde hablara con el señor Caminos, de la que volvió trayendo su manta de vicuña y bajo ésta un objeto que nadie pudo ver.
El hombre aquel, envalentonado con el silencio indiferente de Moreira, o con los dos medios frascos que tendría en el buche, siguió con alusiones groseras e insolentes.
-Amigo -dijo Moreira-, las monas se han hecho para dormirse y no para lucirlas; déjese de moler la paciencia, no sea que le cueste caro.
Un estremecimiento de terror experimentaron las demás personas, creyendo que aquello sería el prólogo de algún drama sangriento, y el mismo dueño de casa se acercó a Moreira, como pidiéndole un poco de prudencia, pero el gaucho sonrió, mirándolo como quien dice: "No tenga usted el menor cuidado, que no ha de suceder nada malo".
Al oír lo que Moreira le dijera, el hombre se paró asegurando que no tenía miedo, pero volvió a caer sobre la silla, completamente dominado por el alcohol.
-¡No ve, amigo! -dijo Moreira alegremente-. No puede con el peso de la tranca y se quiere meter a fundillos grandes sin tener con qué alegar.
-Para un maula como usted -replicó el buscapleitos-, siempre me sobrará talero, y si quiere que nos veamos las caras, puede ir saliendo cuando guste.
-Está usted demasiado mamado para hacerle el gusto -concluyó Moreira- y para chacota esto es largo. ¡Cállese, pues, la boca y deje bailar a la gente!
Aquel hombre, en vez de escuchar las sensatas palabras del paisano, desnudó la daga y se vino sobre él, dando sendos traspiés y tropezones, tal era la flojedad de sus piernas.
Varios de los concurrentes quisieron detenerlo antes que llegara a donde estaba Moreira, pero éste se paró gritando:
-¡Nadie lo toque! ¡Déjenlo nomás venir!
El borracho siguió avanzando hasta llegar donde estaba Moreira y metiéndole la daga por los ojos, le dijo:
-¡Saque, pues, so maula, y va a ver quién es el que lo provoca!
Los asistentes a aquella escena vieron inevitable la muerte de aquel pobre hombre, pero no se animaron a terciar en la contienda, visto que el gaucho dijo que lo dejaran.
Cuando el borracho le cruzó la daga por la frente, queriendo obligarlo a defenderse, Moreira soltó una alegre carcajada, contentándose con darle un ponchazo en la cabeza, lo que concluyó de alterar la bilis de aquel nuevo Baco, quien esta vez acometió al paisano, marcando una puñalada a la altura del estómago.
Moreira entonces presentó el brazo izquierdo, cubierto por el poncho, y con una asombrosa facilidad desarmó al borracho, arrojando al patio la daga.
En seguida apareció armado de una bota, que era el objeto que ocultaba entre la manta, y dio con ella tan feroz tunda al que lo había provocado que, según mentas, al vigésimo botazo se le había pasado la mona por completo, quedando fresco como si en el curso de la noche no hubiera bebido otra cosa que agua helada.
En seguida de esto y riéndose como un bienaventurado, Moreira salió del baile, montó en su overo bayo y se alejó al tranquito, dejando a aquel pobre diablo avergonzadísimo con la tunda recibida y con las bromas sangrientas que le dirigían los testigos de aquella cómica aventura.
Moreira se fue a La Estrella, casa de negocio en Lobos que permanecía abierta toda la noche y que, atendida por mujerzuelas, ofrecía cierto aliciente a la gente calavera.
El paisano concurría mucho a aquella casa, pues decía que entre las mujeres y la bebida olvidaba por momentos la inmensa amargura que lo dominaba.
En aquella casa permaneció todo el resto de la noche y gran parte del día siguiente, sin que todavía se hubiera librado contra él orden de prisión a la partida de Lobos.
Cuando salió de La Estrella se encontró con el capitán de la partida de Lobos, D. Eulogio Varela, estimable persona y bravo oficial con quien se conocía, porque una vez, en tiempos en que Moreira era un hombre bueno y honrado, Varela le facilitó un caballo en Chivilcoy, con el que pudo llegar hasta Matanzas.
-¿Qué anda haciendo en este pago? -le preguntó Varela, acercándosele-. Mire que ahora yo soy capitán de partida y pueden mandarme prenderlo.
-Ando vagando -replicó el gaucho-, porque ya no encuentro un sitio donde descansar a gusto sin que vengan a provocarme de todos modos. ¡Que le hemos de hacer!
-Váyase de Lobos, amigo -insistió Varela-; váyase, porque si me mandan prenderlo, usted me ha de matar o yo he de cumplir la orden que me den.
-Hará mal, amigo -replicó Moreira tristemente-; usted me hizo una vez un servicio que no puedo olvidar y al que siempre le estoy agradecido. Yo nunca podré hacerle a usted daño por esta razón, pero si usted se cruza alguna vez en mi camino con la partida, entonces será lo que Dios quiera.
-¿Y por qué diablo no se va de Lobos? -interrogó Varela-. ¿Por qué se queda a provocar un lance de muerte entre los dos? Yo no lo prendo -prosiguió diciendo-, porque no tengo orden del juez; pero si me dan esa orden, le aseguro que usted o yo vamos a quedar en el sitio. Así que mejor es que se vaya.
-Mi vida -replicó Moreira- es pelear siempre con todas las partidas y matar el mayor número de justicias que pueda, porque ellos me han hecho todo el mal que he recibido en la vida, y por la justicia me veo acosado como una fiera dondequiera que me dirijo. Sin embargo, usted me ha hecho un servicio y yo quiero mostrarle que soy hombre que sé agradecer. Le prometo que mañana mismo salgo de Lobos, no por miedo, sino por consideración a usted.
Moreira y Varela se separaron. Este se fue al Juzgado de Paz, donde ya lo esperaba una orden para prender a Moreira, que tomó el camino del rancho de su hermano Inocencio, donde pasó albergado dos o tres días, al cabo de cuyo tiempo pensaba regresar a Navarro.
La justicia de paz supo esto, y envió a buscar a Inocencio a quien se le notificó que debía dar aviso cuando Juan Moreira durmiera para ir a prenderlo.
-Pero, señor -replicó éste-; si es mi hermano, si viene a cobijarse bajo mi techo, ¿cómo lo voy a entregar para que lo fusilen?
-Pues, ve lo que haces -le respondieron-, porque si no lo entregas se te considerará como cómplice y serás destinado a un cuerpo de línea por encubridor de bandidos.
Inocencio volvió a su rancho, donde previno a Juan de lo que sucedía, y éste, por no comprometerlo, se alejó inmediatamente en dirección a Navarro.
Inocencio Moreira recibió el premio de esta acción que fue el de destinarlo por dos años al servicio de las armas en el batallón 11 de línea.
El Nacional, que se muestra tan afanoso por disculpar las iniquidades de nuestras autoridades de campaña, puede hablar con personas del Azul si le place y rectificarnos esta monstruosidad, como su famosa rectificación al bando de marras, que no creía pudiese haber sido dictado por justicia humana.
Juan Moreira salió, pues, de Lobos, en dirección a Navarro, yendo a buscar guarida en casa de su amigo el Cuerudo, que fue más tarde su Judas.
En vano la partida de plaza batió todo el partido buscando a Moreira. No pudo hallarlo; parecía que se lo hubiese tragado la tierra o lo hubiese merendado el Cuerudo.
Sin embargo, muchas noches Moreira solía venir a La Estrella, donde permanecía hasta el día siguiente, sin que la partida que lo buscaba sospechara la cosa.
El mismo Eulogio Varela se lo pasaba escondido muchos días en aquella casa esperando la venida de Moreira, pero éste, obedeciendo sin duda al aviso de un bombero de su entera confianza, caía a La Estrella cuando la partida estaba más persuadida de que no se hallaría ni aun en el pago.
Allí prepararon al gaucho la cama donde debía venir a caer a sabiendas, poniéndole por cebo a una mujer de quien él gustaba enormemente.
Deseando dar unos días de reposo a su overo bayo, Moreira se alojó en casa del Cuerudo, que era su guarida más segura, de donde no salió en quince días.
Veamos ahora quién era el Cuerudo.

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