Así galopó esa noche y la mañana siguiente.
A la hora de la siesta desmontó, aflojó la cincha al noble animal y le sacó el freno, que sujetó al fiador, para que el caballo pudiera almorzar con toda comodidad.
En seguida tendió en el suelo su lujosa manta de vicuña y se echó sobre ella, de barriga, para reposar la larga jornada.
Para hacer esta operación, había elegido una especie de cicutal, algo retirado del camino, donde sin ser visto, podía él observar a las personas que pasaban. Le faltarían unas ocho leguas para llegar a su rancho donde era esperado por la justicia.
Allí se puso el paisano a reflexionar sobre el cambio radical que en tan poco tiempo había experimentado en su posición.
Hacía muy pocos días que era un hombre estimado de todo el partido: vivía feliz con su mujer y su hijito, sin que nadie tuviese que tacharle el menor acto de su vida, y hoy se veía errante y perseguido por la justicia a quien había provocado.
¿Qué causa, qué razón de ser tenía este cambio que precipitaba a un hombre honrado por la pendiente del crimen?
Moreira pensaba, evocaba todas sus acciones pasadas y no encontraba en ellas cosa alguna que pudiera haber dado margen a las persecuciones de que fue objeto, persecuciones que llevó el amigo Francisco hasta tratarlo como al último de los criminales, metiéndolo de cabeza en el cepo.
Moreira sólo se explicaba las persecuciones del teniente alcalde sólo por las pretensiones que éste pudiera haber tenido sobre Vicenta.
Y cuando el paisano pensaba en esto, la sangre se agolpaba a su corazón, conmoviéndolo de una manera poderosa y haciéndolo temblar de angustia, al sospechar que Vicenta se hallaba entonces en poder de aquel hombre que sin duda lo había perseguido con ese solo objeto.
Moreira experimentó celos, se sintió impotente y echó instintivamente mano a su puñal, retirándola en seguida después de haber oprimido el mango.
De pronto el pensamiento de Moreira fue interrumpido por un relincho de su overo bayo que, con las orejas paradas, tenía fija la vista en dirección al camino.
El relincho del overo fue respondido por otro relincho más lejano que venía en aquella dirección.
Moreira se puso de pie en un movimiento nervioso, y dirigiéndose a su caballo le apretó la cincha y le puso el freno con increíble rapidez, quedando a su lado en observación.
A los pocos minutos de estar en esta actitud volvió a oírse el relincho más próximo; relincho que fue respondido por el overo, y sobre el camino, a veinte cuadras de distancia, se dibujó la silueta de un paisano.
La vista del gaucho es una vista proverbial: él conoce el pelo de un caballo, a la distancia en que un ojo vulgar sólo percibe un pequeño bultito en el horizonte, y conoce al jinete que lo monta, como dicen, en su modo de sentarse.
Gracias a esta vista imponderable, Moreira había reconocido en aquella silueta al amigo Julián, como éste había conocido al overo bayo.
Julián dirigió entonces su caballo hacia el cicutal, mientras Moreira volvía a quitar el freno y aflojar la cincha de su parejero.
Cuando Julián se aproximó, Moreira sonreía melancólicamente, y mientras aquél ponía su zaino en las cómodas condiciones del overo, sintió que Moreira le golpeaba la espalda diciéndole:
-¿A qué ha venido, amigo? ¡Ya le dije que esta patriada la tengo que hacer solo!
-Si los amigos no sirven en la ocasión -repuso Julián-, no sirven ni para tizón de fuego. Yo quería además decirle algo que no le comuniqué anoche, porque sólo usted lo debe oír: y había en esto una delicadeza de espíritu elevado.
Julián tendió su poncho al lado de Moreira; armaron un cigarro y el paisano completó así su narración de la noche anterior:
-Los hombres de su alma, amigo Moreira, no le hacen asco al dolor; es preciso, pues, que usted sepa una cosa amarga: ¡qué canejo!, gota más, gota menos, el veneno viene a ser el mismo, y el amargo no se aumenta.
Moreira, al escuchar al amigo Julián, se iba poniendo lívido, se sentía sofocar ante la amenaza de una nueva desventura, que por los preámbulos con que el paisano la adornaba, debía ser la más dolorosa de todas.
-Una de mis primeras diligencias fue ir a visitar a la Vicenta, con quien me costó mucho hablar, porque en el juzgado sabían que yo pudiera ser un mensajero suyo, sospecha que fui bastante ladino para disipar. Después de conversar un rato con ella sobre los últimos sucesos, le dije que no llorara; que todo se había de remediar, porque usted tenía buenos amigos; pero Vicenta siguió llorando y me dijo estas palabras, que sonaron en mi oído como una puñalada:
"Dígale a mi Juan que no tenga cuidado por mí, y que no vaya a venir a casa, porque lo van a matar, como han muerto a mi padre, diciendo que había pegado una rodada. Que huya lejos, porque don Francisco lo persigue porque era mi marido y no ha de parar hasta que lo mande a la frontera; que esto me lo dijo anoche, que vino a ponerme por condición de que lo dejaría en paz si yo me iba con él a un puesto que tiene en Navarro."
Al oír esta revelación, la voz de Moreira sonó como un trueno al pronunciar una imprecación horrible.
Con una precipitación febril se dirigió a su caballo, que ensilló y enfrenó en un segundo de tiempo y, saltando sobre él con una agilidad vertiginosa, se alejó a gran galope, gritando al amigo Julián, que se había quedado como clavado en el suelo:
-Ahora, ni el mismo diablo es capaz de librarlo de mi puñal.
A eso de las ocho de la noche, Moreira detenía la marcha de su caballo a unas tres cuadras de su antiguo rancho.
En su interior había cinco personas, siendo éstas el teniente alcalde, dos soldados de la partida y dos paisanos de la vecindad.
En momentos en que Moreira ocultándose entre las sombras, asomaba su pálida cabeza por las junturas de la puerta, aquellos hombres hablaban de él, sentados alrededor de una mesa de pino, donde se veía un frasco de ginebra y dos vasitos.
-Era un buen criollo -decía en ese momento uno de los paisanos- lo que él ha hecho, lo hubiera hecho usted mismo, don Francisco, y cuando un hombre como él se halla en la mala, es preciso darle algún alivio, que demasiado tiene con andar huido del pago.
-No -dijo el teniente alcalde-, lo he de perseguir hasta encontrarlo, y cuando lo encuentre lo he de matar como a un perro; pero antes de matarlo lo he de hacer sufrir alzándome con su mujer, que me ha robado, porque yo me iba a casar con ella, y ya que no ha querido ser mi mujer, será mi gaucha.
El paisano que habló primero iba a responder, pero la palabra se heló en sus labios a impulsos del terror que dominó a aquellos hombres.
La puerta se había abierto cediendo a un vigoroso puntapié, y en el umbral, altiva e insolente, había aparecido la lívida figura de Moreira.
Sus negras pupilas lanzaban rayos, iluminados por el coraje que a ellas afluía del corazón; su cuello estaba erguido con una soberbia infinita; sobre su vigoroso brazo izquierdo se veía recogida la manta de vicuña y en su diestra brillaba como un fulgor siniestro su daga, su terrible daga de combate, que más tarde debía ser el terror de aquellas comarcas.
Moreira dominó la escena por completo, con una actitud resuelta, y dirigiendo la temblorosa palabra al teniente alcalde, habló así:
-Quien va a matar de esta hecha, y a matar como matan los hombres, soy yo, don Francisco, que lo vengo a pelear, para tener el gusto de levantarlo en la punta de mi daga, como quien mata a un perro.
Don Francisco era bravo, conservaba su fama de tal, y acostumbrado a que nadie se le resistiera, desde que era justicia, se sintió templado ante las amenazas del gaucho, y sacando su revólver hizo un disparo sobre Moreira, disparo desgraciado que no logró dar en el blanco.
-Así matan ustedes -dijo Moreira, que estaba más sereno mientras mayor era el peligro-, de lejos y sin riesgo -y avanzó al interior de la pieza en dirección al teniente alcalde, que hizo otro disparo tan inútil como el primero.
Moreira siguió avanzando lentamente, protegiendo su cuerpo con los pliegues del poncho.
Y era en verdad magnífica su apostura.
Arrogante y soberbio, sonreía y miraba a don Francisco como eligiendo el lugar donde había de herirlo.
Y era tal el dominio que ejercía aquel hombre, que Francisco, a pesar de ser hombre probado, empezaba a tener recelo.
-¿Qué hacen ustedes que no matan a ese hombre? -preguntó el teniente alcalde, dirigiéndose a los dos soldados.
Estos, que estaban estáticos, sintiendo sus simpatías inclinarse hacia el paisano, salieron de su aturdimiento, y sacando el sable que pendía en sus cinturas, cargaron a una sobre Moreira.
Entonces sucedió una cosa horrible, una escena de sangre y muerte de que aún se conservan allí las mentas.
Como una fiera acosada, ágil y avizor, Moreira levantó el brazo derecho presentando la daga de punta y esperó el ataque.
Los dos soldados lo acometieron de frente y enarbolaron el sable amagando un hachazo a la cabeza.
Moreira calculó el tiempo con esa habilidad especial del gaucho de avería, y cuando vio caer los dos hachazos, dio un poderoso salto de lado para evitar los golpes y cayó sobre el flanco del soldado que estaba a su derecha, a quien le sepultó hasta la empuñadura su daga en el vacío.
El gendarme cayó sin lanzar la menor queja, como si hubiera sido herido por un rayo.
En seguida, rápido y ejecutivo, cayó sobre el otro soldado, que había quedado sorprendido por la maniobra del gaucho.
Moreira cayó sobre él, le barajó en el poncho el hachazo con que fue recibido y tiró una terrible puñalada.
La filosa daga penetró entre la cuarta y quinta costilla del soldado, que vaciló, dio algunos traspiés y fue a caer pesadamente a los pies del amigo Francisco, que seguramente no se había esperado este desenlace fatal que tan mal colocado lo dejaba como autoridad.
Aquellos dos hombres, víctima el uno y verdugo el otro, se encontraron frente a frente, midiéndose con la mirada amenazadora, sin más testigos que los dos paisanos que estaban allí como clavados, y los dos cadáveres de los soldados de la partida.
El duelo a muerte, el verdadero duelo a muerte, sangriento, sin cuartel, dirigido por el odio en que rebosaban aquellos dos corazones, iba a empezar de una manera encarnizada.
A la vista del peligro el teniente alcalde se rehizo por completo.
Ya hemos dicho que era hombre bravo.
Arrojó el revólver como arma que le inspiraba poca confianza y desnudó una espada corta y filosa que usaba como teniente de la partida.
Moreira sonrió, miró fijamente a don Francisco y avanzó a su encuentro diciéndole:
-Vamos a ver el color de sus entrañas, aparcero, y el manejo de su lata vieja.
El choque fue espantoso, como era presumible entre combatientes de valor y animados de un profundo sentimiento de odio sin cuartel.
Ambos vigorosos, ambos bravos, ambos deseosos de terminar cuanto antes, se acometieron frenéticos, confundiendo el ardiente relámpago de la pupila, con el pálido y frío relámpago del acero.
El teniente alcalde combatía con la desesperación del que ve amenazada su vida por un peligro que sólo ha de evitar su valor y destreza.
Moreira peleaba con la confianza del que se conoce superior al peligro que afronta, y la tranquilidad de su espíritu positivamente intrépido, tranquilidad que no llegaba a vencer la cólera de que estaba poseído ni el deseo vehemente de levantar en su puñal a aquel hombre odiado, causa de sus desgracias.
Por eso se le veía sonriente ante la estocada o hachazo, que evitaba con su poncho hábilmente manejado, y blandía la daga como eligiendo el lugar donde debía sepultarla.
Moreira llevaba sobre su contrario la enorme ventaja de la serenidad, que es la salvación en esta clase de luchas.
Don Francisco había tirado sobre su adversario más de diez golpes, ya de hacha ya de punta, que habían sido diestramente barajados con el poncho, sin que Moreira hubiese tirado una puñalada; parecía que quería fatigar a su adversario para desarmarlo y tenerlo a su merced vencido.
Don Francisco comprendió que prolongar la lucha era morir, y en un movimiento desesperado cayó sobre Moreira con un hachazo terrible.
Moreira puso el poncho, que amortiguó el golpe, y pasando con increíble rapidez su daga a la mano izquierda, arrancó el sable de su enemigo.
Este, sorprendido, retrocedió hasta la pared, pidiendo ayuda en nombre de la justicia a los paisanos que contemplaban la lucha.
Los paisanos no se movieron; estaban dominados por la situación y por el inmenso valor que vieran desplegar a aquel hombre extraordinario.
-No se asuste tan fiero -dijo entonces Moreira a don Francisco-, no lo he desarmado para matarlo, sino para decirle dos palabras que precisaba escuchara usted antes de morir. Usted me ha perseguido sin motivo, reduciéndome a la condición en que me veo; usted me ha golpeado en el cepo, porque no era capaz de golpearme frente a frente; y no contento con esto, usted ha pretendido matarme para hacer suya mi prenda, a quien usted no puede servir ni de taco. Yo lo voy, pues, a matar a usted, no porque le tenga miedo, sino por evitar en mi ausencia, a Vicenta, el asco de oírle una nueva proposición desvergonzada.
Y al concluir estas palabras arrojó a la cara de don Francisco la espada que le quitara, añadiendo:
-Ahora defiéndase, porque va de veras.
Don Francisco se abalanzó sobre su espada, empuñándola con una alegría inmensa; parecía que la posesión de su arma le había vuelto todo su valor, todos sus bríos, enfriados por el último golpe de desarme.
Fuera de sí, con los ojos dilatados de una manera feroz, con la boca entreabierta por la ansiedad terrible, don Francisco se lanzó sobre Moreira, amagando tal estocada, que los dos paisanos que presenciaban la lucha lanzaron un débil grito, creyendo que el sable se había sepultado en el pecho de Moreira.
Este, tranquilo siempre, siempre sereno, esperó el golpe cuya llegada apreció matemáticamente; volcó con su poncho hacia la izquierda el sable del teniente alcalde, descubriéndole el pecho anhelante, donde sepultó su daga hasta la S.
-¡Socorro, que me han asesinado! -gritó don Francisco cayendo de espaldas y dejando caer el sable de su mano.
-¡Mientes, trompeta -dijo Moreira-, te he muerto en buena ley, y ahí quedan los testigos!
Y para terminar de una vez, buscó con una mirada llena de avidez, el sitio donde estaba el corazón de aquel hombre, y sin el menor escrúpulo le dio la puñalada de gracia.
Moreira miró a los cadáveres tendidos en el suelo, levantó la vista hacia los paisanos enmudecidos por el asombro, y envainó tranquilamente la daga, mientras tomaba la dirección de la puerta.
Al llegar al umbral retrocedió un paso, y llevó nuevamente la mano a la cintura, al ver a un hombre que acababa de llegar y que estaba de pie, mirando aquella escena de luto y muerte.
Pero Moreira retiró la mano de su puñal, al conocer al recién venido.
Era el amigo Julián, que había llegado sin ser oído y que le tendía la mano, después de secar con ella una lágrima que había asomado a sus párpados.
-Tiene usted más entrañas que un toro, amigo Moreira; es lástima que usted esté mal con la justicia, porque nos vamos a quedar sin partidas.
Moreira, sin contestar una palabra a este sarcasmo dicho con una gracia de la tierra, apretó la mano de Julián y ambos salieron del rancho, dejando allí tres cadáveres y dos vivos a quienes se hubiera tomado por muertos.
Moreira y Julián se dirigieron al sitio donde el primero había dejado su caballo, en cuyo apero frotaba su fatigada cabeza el pingo de Julián, que dejado por éste a corta distancia, había caminado hasta el caballo a quien conocía desde la víspera.
Cuando estuvieron allí, Moreira se abandonó por completo a toda la melancolía de su espíritu; tal vez se reprochaba íntimamente lo que acababa de hacer.
-Ahora -dijo a Julián-, ya se ha acabado todo para mí; las partidas saldrán a matarme y no tendré más camino que ganar los indios.
-Dios le ha de ayudar, amigo -respondió sentenciosamente Julián-, porque la justicia está con usted, desde que a usted lo han obligado a hacer esto.
-Para el gaucho no hay justicia, amigo Julián, y la que no me hago yo, no me la ha de hacer nadie -y el paisano sonrió dejando ver sus blanquísimos dientes-. Ya no hay que mezquinar el cuerpo -concluyó-; ahora me va usted a hacer el último servicio.
-Mande como si fuera su peón, amigo Moreira, para servirle he venido.
-Vaya a ver si puede hablar a Vicenta -dijo el paisano-, la partida va a salir a la bulla de lo sucedido y no va a haber quien vigile. Cuéntele lo que he hecho y dígale que ya no tiene que temer nada de aquel hombre, que yo velaré por ella desde donde me lleve el destino, y que antes de irme, voy a hablar con mi compadre Giménez, para que la atienda en lo que precise. Mi perro, que es la única prenda que podré llevar conmigo a donde me empuje la suerte, debe estar con ella, porque no lo he visto en casa, dígale que me lo mande, que me lo quiero llevar; yo lo espero en lo de mi compadre.
El paisano Julián cinchó y saltando a caballo se alejó en dirección al juzgado, mientras Moreira saltaba ágil sobre el overo y tomaba el camino de lo de su compadre, con la mayor lentitud que le fue posible.
Moreira abatió la cabeza sobre el pecho y se abismó en su pensamiento.
Dos lágrimas ardientes cruzaron todo el largo de su cara, y entonces con una desesperación creciente, al pensar en Vicenta, castigó al overo que partió como una exhalación.
Había comprendido que en esa situación no debía dejarse abatir por el dolor, pues tal vez esa noche necesitaría la entereza de todo su espíritu.
Cuando llegó al rancho, su compadre Giménez no había vuelto desde la víspera.
Moreira echó pie a tierra y decidió esperarlo.
Mientras él estaba allí, podía llegar la partida de plaza que tal vez anduviera ya buscándolo, pero se sentía con suficiente fuerza y coraje para combatir contra todas las partidas de la campaña sud.
Se sentó en uno de los palos de la tranquera, con la rienda en la mano, y se entregó por completo a pensar en Vicenta y Juancito.
¿Qué sucedía entretanto, en el Juzgado de Paz, a donde se había dirigido Julián?
Los paisanos que quedaron en el rancho se habían rehecho y se habían presentado a llevar el parte de lo sucedido.
Inmediatamente, el juez de paz, seguido de la partida, compuesta de ocho soldados que quedaban y el capitán, se habían dirigido al lugar del suceso, creyendo inocentemente que aún podían prender al gaucho, que esperaría allí tal vez envalentonado con su triunfo.
Lo que Moreira había previsto sucedió; el juzgado quedó acéfalo y Julián pudo conversar con Vicenta, sin pedir permiso a nadie.
El paisano narró a Vicenta lo que había sucedido y terminó precipitadamente pidiendo el perro que mandaba buscar Moreira.
Julián quería alejarse pronto, porque sabía que la partida podía volver y aprehenderlo como cómplice, sospecha que hizo presente a Vicenta, y además porque le mortificaba enormemente el amargo llanto a que la pobre paisana se había entregado.
Esta dominó su dolor, entregó el perro, que era un cuzquito bayito overo, como el caballo, y volvió la cara, que hundió entre las ropas del niño en los brazos.
Julián tomó el perro, contempló un segundo a aquella mujer tan joven y tan desventurada, y salió como una centella.
Un cuarto de hora después llegaba a casa del compadre Giménez, con quien hablaba a la sazón Moreira; narró el desempeño de su comisión, entregó el perro, que veremos figurar más adelante, y se retiró en seguida discretamente.
Moreira había contado todo a Giménez, que ya lo sabía, le había pedido que durante su ausencia cuidara a su mujer y a su hijito, impidiendo que el juez de paz hiciera presa de ella.
Giménez prometió cuidar con el esmero que el paisano reclamaba a Vicenta y a Juancito, y Moreira montó a caballo después de poner al Cacique (así se le llamaba al perro) sobre las cabezadas, y se alejó acompañado de Julián.
-Antes de irme quiero pedirle un servicio, compadre -dijo el paisano.
-Hable con franqueza, compadre -respondió Giménez-; ya sabe que soy su verdadero amigo.
-Regáleme su par de pistolas de dos cañones, porque ya yo conozco que voy a vivir peleando y no tengo armas de fuego.
Giménez entró al rancho, de donde salió en seguida con un par de hermosas pistolas Lefaucheux que entregó a Moreira y que éste puso adelante, entre su tirador, diciendo:
-Gracias, compadre; pronto nos hemos de ver.
Y los paisanos salieron de allí al tranquito, confundiéndose entre las sombras de la noche.
El cuartel donde pasaron estos sucesos sangrientos estaba en la mayor confusión, la cual se había extendido hasta el pueblito.
Se había buscado en vano a Moreira por los alrededores y, no encontrándolo, la partida había regresado al rancho donde tuvo lugar el drama.
Se corrió a buscar al médico del pueblito, para que reconociese los cadáveres y prestara los auxilios de la ciencia, inútil ya, pues cada herida de los cadáveres era una herida forzosamente mortal.
Esa noche fue empleada en velar aquellos muertos y hacer los sencillos preparativos para sepultarlos al día siguiente, preparativos que consistían en mandar al pueblo por tres cajones de pino y dar aviso al sepulturero para que cavara las tres fosas que habían de recibirlos.
Al día siguiente, los restos de aquella partida de plaza, compuesta de los ocho soldados y el capitán, salieron en busca de Moreira, que no debía estar lejos, mientras el Juez de Paz, acompañado de los vecinos, se ocupaba en sepultar los cadáveres y redactar el parte que debía pasar al Juez del Crimen.
Moreira y Julián habían hecho noche en una pulpería situada a dos leguas de distancia del pueblo en dirección al Salto.
Allí Julián había hecho un gran gasto de elocuencia, aconsejando al paisano que huyera, pues la partida había de llegar de un momento a otro.
Pero todas las reflexiones de Julián se estrellaban ante la temeraria resolución de Moreira que le había dicho tranquilamente:
-Espero a la partida para pelearla; quiero que sepan de lo que soy capaz y se convenzan de que no hay partida que me venga bien.
Como se ve, la temeridad de Moreira no reconocía límites.
Sabía que un hombre guapo no sellaba sus hechos si no había peleado a la partida, que es la demostración más positiva de valor que puede hacer un gaucho, y la esperaba, para dejar antes de irse bien sentada su fama de guapo.
-Es preciso que usted se vaya -dijo a Julián-; no quiero que digan que me hago acompañar porque tengo miedo, o porque no me considero suficiente.
-Yo no me voy, compañero, ni me separo de usted en este trance, soy su amigo y lo he de acompañar hasta que lo vea irse del pago.
-Váyase, amigo Julián; ya sé que es usted un hombre de coraje y que había de pelear conmigo hasta morir, pero este día quiero pelear solo a toda la gente que venga a prenderme. Váyase, que no hay necesidad de que por mí se vea usted perseguido, y tenga presente que si se queda, he de mirarlo como a enemigo.
-Yo no me voy -volvió a decir el amigo Julián-, le prometo dejarlo pelear solo y no meterme en nada, pero yo quiero verlo pelear y acompañarlo en seguida hasta mi pago, donde podrá estar unos días en seguridad.
Moreira estrechó cordialmente la mano de Julián, y no habló más del asunto.
Sabía que en estas situaciones el gaucho cumple siempre lo que promete y que es capaz de respetar la voluntad de un amigo hasta el extremo de verlo pelear sin prestarle ayuda a pesar de los impulsos del corazón.
Los paisanos salieron fuera de la pulpería y se acercaron al palenque donde estaban atados sus caballos.
Empezaba a amanecer y las golondrinas pasaban como flechas sobre las cabezas de los dos paisanos, saludando la hermosa mañana que empezaba a dibujarse entre las sombras de la noche.
Moreira se acercó al overo, le puso el freno que le quitara a su llegada para que pudiera comer su pienso, y le apretó la cincha después de revisar el apero con esa minuciosidad del que conoce que en el caballo está muchas veces la salvación de quien va a combatir de una manera tan desigual.
Su práctica en las persecuciones a los indios le había enseñado a revisar bien el caballo antes del combate, y él observaba esto cuidadosamente, haciéndolo extensivo hasta su daga.
Así es que, después de concluido el arreglo del caballo, sacó sus pistolas y su terrible daga, que examinó haciendo jugar los muelles de las primeras y blandiendo la hoja de la segunda, como para asegurarse de que estaba firme en el cabo.
Concluida esta operación indispensable que Julián veía practicar con una sonrisa de aprobación, los paisanos tendieron su manta al lado de los caballos y reanudaron su conversación.
Ya empezaban a caer a la pulpería algunos paisanos de los alrededores, que saludaban a Moreira llenos de asombro al ver la tranquilidad del gaucho, cuando en su busca andaba la partida de plaza, con la orden de matarlo dondequiera que lo hallaran.
-Váyase, amigo Moreira -le habían dicho con el mayor interés- váyase porque lo van a matar. Mire que por guapo que sea un hombre no puede luchar con tantos, y la partida es dura y numerosa.
-Pues por eso mismo me quedo -contestó Moreira sonriendo-, quiero mostrarles cómo se corre a una partida.
-No sea temerario, amigo -insistió el paisano-, ya sabemos que usted es guapo, y por lo mismo no debe exponerse a un peligro en que le llevan la media arroba.
-A mí no me llevan ni esto -dijo el paisano, con una altanería suprema, e hizo sonar entre sus dientes la uña del dedo pulgar-. Vayan entrando, amigos, no quiero que vengan las justicias y se vayan de arriba, creyendo también que ando con partida; usted también, amigo Julián, ya sabe lo que me ha prometido, y en su promesa descanso.
Los paisanos entraron en la pulpería, asombrados de tanto valor y convencidos de que aquella lucha iba a ser fatal para Moreira, pues todos sabían que el capitán de la partida era mozo empeñoso y de valor reconocido.
El pulpero estaba lleno de angustia porque lo podrían creer tapador de Moreira, pero no se atrevió a pedir a éste que se retirara.
-Es lástima que lo maten -dijo uno de ellos dando el caso por perdido-, es un mozo de prendas, y al fin y al cabo lo que él ha hecho lo hubiera hecho cualquiera; así nomás no se echa un hombre al medio.
-¡Quién sabe! -respondió Julián-; el amigo Juan es un hombre de muy linda vista y tiene mucho coraje. Se me hace que se va a salir con la suya, porque es como luz para la daga y tiene dos pistolas de dos cañones que son armas ventajosas.
Los paisanos se pusieron a hacer la mañana, dejando ver en su actitud pensativa el hondo pesar que los dominaba; no podían ver con indiferencia el peligro que iba a correr aquel hombre, amigo de todos.
Cediendo a los impulsos del corazón, todos ellos lo hubieran rodeado y hubieran combatido con él como en las persecuciones a los indios, pero era preciso respetar su voluntad.
Entretanto, Moreira estaba sentado sobre su manta de vicuña, al lado de su caballo, acariciando el lomo del Cacique.
De cuando en cuando levantaba la cabeza soberbia, divisaba el campo, sonreía y volvía a acariciar a su perro, que dormitaba perezosamente en sus faldas.
Parecía imposible que aquel hombre tan tranquilo y tan sereno estuviese esperando a ocho o diez, con quienes iba a librar un duelo a muerte, plenamente confiado en el valor de su alma y en la hoja de su puñal que, según su expresión genuina, "no sabía contar mentiras".
Así transcurrió aquella mañana, hasta la hora de la siesta, sin que la partida de plaza se hiciera sentir.
A la pulpería habían llegado otros paisanos, y algunos de los primeros se habían alejado, ya para ir a sus trabajos unos, ya para recorrer el campo otros, a ver si veían la partida y traer con tiempo el aviso a Moreira.
La pulpería quedó sumida en ese tranquilo silencio que se observa en el campo a la hora de la siesta, en que el paisano se entrega al sueño perezoso de que se siente invadido.
Sólo Moreira estaba despierto, divisando el campo, ocupación que abandonaba para prestar sus caricias al Cacique.
Por fin él mismo empezó a ser dominado por ese soñoliento estado que se apodera a esa hora del hombre del campo, y cambió de posición para entregarse al sueño.
Sacó del tirador las armas, que colocó en la parte del poncho que debía servirle de cabecera, y se acostó de barriga.
Sus manos cruzadas sobre las armas fueron una especie de almohada, donde reposó la cabeza, a cuyo lado se echó el vigilante Cacique, y en esta actitud aquel hombre se entregó por completo al sueño, como si hubiera estado en su rancho sin que lo amenazara el menor peligro.
Así inmóvil, sin cambiar de posición una vez sola, permaneció más de media hora.
Dormía profundamente, con ese sueño pesado y tranquilo del hombre que ha pasado tan larga y pesada fatiga.
Era la primera vez en tres días que Moreira se entregaba por completo al sueño.
¿Tenía seguridad de que lo despertarían si el peligro se presentaba, o dormía fiado en la lealtad e instinto del cacique que estaba a su lado?
De repente apareció un bulto a lo largo del camino, el perrito se levantó y se puso a ladrar de una manera amenazadora, con ese ladrido agudo y penetrante del cuzco.
Moreira, como movido por una descarga eléctrica, se puso de pie con las armas en la mano.
Sobre el camino se veía un jinete que marchaba hacia la pulpería, castigando el caballo como si no quisiese perder un segundo.
El paisano llegó adonde estaba Moreira, y con la voz entrecortada por la fatiga de la carrera, y algo conmovida por el espanto, le dijo:
-Sálvese, amigo, ahí viene la partida. Son ocho hombres y el capitán.
Moreira no se inmutó; miró sonriente al espantado paisano que le traía la noticia, y tendió hacia el camino su mirada de águila.
Efectivamente, a distancia de unas veinte cuadras se veía como una ligera nube de polvo que levantaban varios jinetes que venían a gran galope.
-Sálvese, amigo, que tiene tiempo -volvió a decir el paisano-; la partida es brava y el capitán ha dicho que lo va a llevar muerto o vivo.
-Lo siento por el capitán -dijo Moreira, sonriente siempre-, porque presumo que no va a volver por sus propias piernas. Agradezco el aviso, paisano -concluyó-, y váyase adentro a ver la función, porque el malambo va a ser fuerte y son muchos los que van a cepillar.
El paisano se dirigió a la pulpería, lamentando con un ademán profundo la muerte de aquel hombre, que para él, era inevitable.
Moreira echó las riendas arriba de su magnífico caballo, que colocó dando el lado del lazo hacia el grupo que venía, se paró del lado de montar, presentándose de frente, cruzó el pie izquierdo sobre el derecho con la punta hacia abajo, en actitud de descanso, recostó los dos brazos sobre el apero y quedó en actitud perezosa observando a los que venían, como si estuviera ajeno a lo que iba a pasar allí.
Era hasta donde se podía llevar la ostentación del valor moral que poseía aquel hombre extraordinario.
El no estaba obligado a combatir, pues podía haber huido sin dejarse alcanzar; el caballo que montaba era sobresaliente; pero lo detenían allí el amor propio comprometido, la noticia de que la partida era mandada por un capitán de mentas, y el odio que, desde su primer paso en la vida de destrucción que había emprendido, había jurado a todo aquello que emanara de la justicia, de esa palabra justicia, que suena como una sangrienta sátira en el oído del gaucho, pues ella representa para él el capricho del juez de paz, el sable del comandante militar y, como último trance, un cuerpo de caballería de línea.
Decidido a vencer o a morir en buena ley, esperó a la partida con la confianza de su propio valor y la convicción de su superioridad.
La partida llegó deteniendo la marcha de sus caballos hasta dos varas antes de alcanzar a Moreira, sin que éste variara su perezosa posición.
En la cara de los soldados se notaba cierta emoción que no podían dominar, y al encontrar con la suya la altiva mirada del gaucho, bajaron la vista sobre las riendas, evitando los rayos que despedían aquellos ojos soberbios.
Los paisanos se habían agolpado con el pulpero a la reja del despacho, desde donde contemplaban, trémulos y bañados de honda palidez, la escena de sangre que iba a principiar.
En la puerta de entrada, con los brazos abiertos y como buscando con las manos un apoyo para no caer, estaba el amigo Julián, con la mirada húmeda fija en Moreira, cuya figura se destacaba poderosamente de aquel cuadro amenazador.
Para todos aquellos hombres, Moreira iba a pelear bien, porque sabían que era un hombre de vista y de coraje; pero tenían el presentimiento de que aquella lucha debía ser fatal para el paisano, por la superioridad numérica del enemigo y por las mentas del capitán que mandaba la gente, hombre joven y de simpático aspecto.
Sólo el amigo Julián tenía confianza en el éxito de la lucha; esto se veía a pesar de su turbación, a pesar de su mirada tristemente humedecida por una lágrima, y en la forzada sonrisa que contraía sus labios.
El capitán y el sargento se adelantaron un paso sin dejar de mirar con cierta desconfianza a los paisanos que estaban tras de la reja, y el primero, dirigiéndose a Moreira, a pesar de conocerlo y como una especie de fórmula, le preguntó secamente:
-¿Es usted Juan Moreira?
-Para lo que guste mandar -respondió éste, parándose altivo, siempre protegido por el cuerpo del caballo, y tocando levemente el ala de su sombrero.
-Dése usted preso en el acto y sin hacer resistencia -añadió el capitán, echando instintivamente mano a la empuñadura de la espada.
-¿Y a quién he de entregarme preso? -interrogó el gaucho, cuya actitud se había vuelto amenazadora.
-A la partida de plaza que viene en nombre del juez de paz -concluyó el joven, desenvainando la espada, acción que imitó el sargento.
Moreira miró un segundo a aquel joven que se le cruzaba fatalmente en el camino y, con un tono frío e incisivo como la hoja de un puñal, le dijo sentenciosamente:
-Vuélvase, amigo, usted es muy mozo para prenderme a mí, vaya a hacerse limpiar las narices y después vuelva.
Esta chuscada sarcástica, dicha con una gracia infinita, hizo sonreír a algunos a pesar de lo imponente de la situación; aquello era provocar a aquel joven, que tal vez venía allí a su pesar.
Las palabras de Moreira, aquella sátira despreciativa, le hicieron tener un movimiento de ira reconcentrada, y picando su caballo hacia Moreira, dijo por última vez:
-Dése usted preso, amigo, o tendré que matarlo para cumplir la orden que traigo.
-Pues a matarme -dijo el paisano, sacando del tirador el par de pistolas que le regalara su compadre Giménez y amartillándolas.
El capitán y el sargento atropellaron a un tiempo con el sable enarbolado, tratando de ganar al paisano el lado de montar.
Aquello fue como un relámpago, pero un relámpago de muerte.
Moreira, ágil y sereno, se protegió contra los encuentros del caballo del capitán, que se había adelantado mucho sobre el anca del overo, hizo puntería, y antes que aquél pudiera bajar el sable, se sintió una detonación doble casi simultánea, y aquel joven desgraciado cayó de espaldas sobre el anca del caballo, que disparó dando con su cuerpo en tierra a pocos pasos de distancia.
-¡A él! ¡Mátenlo, no lo dejen escapar! -gritó el sargento cargando sable en mano sobre Moreira, que lo esperaba sereno, apuntándole con las pistolas, que conservaban un cañón cargado.
Moreira había creído detener al sargento con su actitud y tomarse el tiempo necesario para montar a caballo, pero se vio cargado por toda la partida y volvió a hacer fuego, enviando al sargento la muerte, por decirlo así, envuelta en el fogonazo de un disparo.
El sargento dio un grito y soltando el sable llevó su mano al costado derecho, donde había recibido un proyectil.
El resto de la partida le había ganado el lado del caballo, y lo cargaba, aunque débilmente, impresionada por la muerte del capitán y del sargento.
Moreira pasó por debajo de su caballo, y volvió a quedar protegido por el cuerpo del animal.
Había arrojado al suelo sus pistolas, inservibles ya, y en su diestra poderosa se veía relucir la daga de ancha y filosa hoja.
Moreira se deslizó a lo largo del caballo hacia el pescuezo, y vino a quedar al costado derecho del soldado que marchaba el último, siguiendo la vuelta que ejecutaban los otros para salirle por el anca del overo.
-Ahora te toca a ti -dijo Moreira, sepultando su daga hasta la S en el vientre del soldado, que fue a caer de espaldas al lado del sargento, dejando oír un prolongado y lastimero quejido, seguido de estas palabras:
-¡Dios me ayude!
La caída de este soldado concluyó de desmoralizar por completo a la partida.
Los seis que quedaban revolvieron sus caballos, huyendo de la daga de Moreira que, siempre recostado a su caballo, los acometía poderosamente, y echaron a disparar a todo lo que daban los mancarrones.
-¡Oiganle a la maula! -gritó Moreira, saltando sobre su caballo, que tembló al sentir el peso del jinete-. Así son todos esos puercos -añadió soltando una poderosa carcajada y amenazándoles con la daga que conservaba en la mano-: cuando uno les hace una merma, disparan como avestruces.
El Cacique ladraba alegremente participando de la alegría de su amo.
En seguida, y siempre sonriendo, picó los ijares del caballo con la lujosa espuela y se acercó a los cadáveres.
El capitán y el soldado estaban muertos.
El sargento respiraba con suma dificultad y oprimía nerviosamente el costado derecho, que vertía abundante sangre.
Moreira echó pie a tierra, envainó la daga y, conservando en la mano la rienda del overo, examinó detenidamente al herido.
-No es nada, compañero -le dijo-; de peores que ésta he visto librarse un hombre -, y acercándose a la reja pidió un vaso de caña, que el pulpero le sirvió como una máquina, pues, como los demás paisanos, aún no había vuelto de su asombro.
Moreira se acercó al herido, le echó en la boca un trago de caña, le lavó la herida y, empapando en el resto de la caña un pañuelo que le desató del cuello, se lo colocó sobre la herida a manera de compresa, diciéndole:
-Esto le dará ánimo, mientras lo llevan al pueblo y le sacan la bala; que no se diga que Juan Moreira es un salvaje que no tiene compasión por los hombres vencidos.
Y se dirigió con el caballo de la rienda hacia la pulpería.
Todavía estaba allí conservando la misma actitud que le vimos al principio de la lucha el amigo Julián, completamente dominado por la emoción.
Moreira le tendió la mano, y Julián le dio un abrazo tan estrecho que, como dice Estanislao el Pollo:
Sus dos almas en una
acaso se misturaron.
Julián había abrazado a Moreira con el placer inmenso que le causaba la resurrección del gaucho, a quien había visto muerto más de diez veces durante aquella lucha encarnizada; había en su abrazo toda la efusión de un cariño profundo y reconcentrado.
El abrazo de Moreira había sido de íntimo agradecimiento. En la actitud asombrada del paisano, en su mirada ansiosa aún, Moreira comprendió que aquel hombre había sufrido el esfuerzo supremo que había tenido que hacer para no prestarle ayuda, y se sintió conmovido.
-Gracias, amigo Julián -dijo Moreira-; ya sé que para correr a esos maulas basta un hombre solo; así son todos, amigo; así son todos.
Y había en el gaucho una convicción profunda al decir aquellas palabras; se conocía que con la misma serenidad que había luchado con aquella partida desgraciada estaba dispuesto a luchar con todas las que le salieran al camino, en la seguridad de obtener el mismo asombroso resultado.
-Dios le proteja como hasta aquí, amigo Moreira -respondió Julián-, porque usted es el hombre más guapo que he conocido en mi vida. Ahora lo van a perseguir como a cosa mala, y se van a echar detrás de usted todas las justicias de la campaña.
-Y a todas las pelearé -dijo el gaucho, con una fiereza suprema-. Yo no tengo nada en el mundo: mi hacienda se la habrán repartido; mi mujer y mi hijo ya no los volveré a ver más; no tengo otro camino que pelear con las partidas hasta que me maten, que será para mí un día de placer, porque habré concluido de penar.
Y al decir esto el paisano se había enternecido de tal modo que se vio obligado a secar con el poncho un par de lágrimas que rodaron por sus temblorosas mejillas, dando a su cara, hermosa y varonil, una expresión de ternura infinita.
Aquel hombre, que acababa de combatir contra nueve sin conmovérsele un solo músculo, una sola fibra; aquel hombre, cuyo corazón no había temblado ante la muerte con que se le amenazó, se conmovía hasta las lágrimas ante el recuerdo de su mujer y su hijo, recuerdo que avasallaba su corazón de bronce.
Es que en Moreira no había tela de un asesino, ni su conducta obedecía a mezquinos móviles.
Hombre de grandes pasiones, de corazón ardiente y espíritu vigoroso, se había sentido empujar en aquella rápida pendiente y se había entregado por completo a la fatalidad que lo guiaba.
De su corazón valiente iban desapareciendo poco a poco los nobles impulsos, y sólo se llenaba por completo con el odio que en él habían sembrado los hombres.
Moreira sacudió la cabeza con un movimiento magnífico, echando a la espalda los negros rizos que cubrían sus hombros, miró a los paisanos que se habían ido acercando poco a poco a medida que se iban reponiendo de la emoción, estrechó por última vez la mano de Julián y le dijo:
-Adiós, amigo; yo me voy ahora donde me lleve la suerte. Quién sabe cuándo nos volveremos a ver; pero, si algún día sucede, me comprometo a pagar la copa a todos los que han estado aquí en esta ocasión.
Tomó su perrito, que colocó en las cabezadas del recado, saltó sobre el caballo y tomando una actitud melancólica se alejó al trotecito, diciendo al pasar por el lado del herido que atendió con tan buena voluntad:
-Dios lo conserve, amigo, y alíviese, para que me estreche la mano a la vuelta.
Quince o veinte cuadras había andado cuando dio vuelta de pronto, saludó con el poncho a los que quedaban en la pulpería y se perdió en una de las vueltas del camino sin cambiar el paso del caballo, que marchaba a la ventura, visto el completo abandono de la brida.
¿A dónde dirigía sus pasos aquel hombre extraordinario?
No hemos de tardar mucho en encontrarlo, luchando con la fatalidad de su suerte.
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