El Cuerudo era un tipo sumamente original; borrachón sin límites, pasaba su vida en las pulperías, jugando cuando tenía plata y mirando jugar cuando no la tenía.
Su traje, como su apero, eran pobrísimos y aperreados, aperreo que se notaba desde su caballo flaco, que de puro hambriento y bichoco parecía un caballo patria.
El Cuerudo era alto y delgado, de pómulos agudos y salientes; reía eternamente, miraba como si con los ojos quisiera hacer cosquillas, y su cuerpo era una eterna sátira cambada.
No había reunión alegre posible si en ella no estaba Cuerudo, pues los paisanos se lo disputaban como a pleito, porque era sumamente gracioso y contador de cuentos.
El Cuerudo era, según decían los paisanos, tan guapo como las armas y tan sagaz como un zorro. Jamás buscaba camorras ni se metía en las que los demás armaban; pero, una vez que se ofrecía el caso, peleaba duro y parejo, sin que jamás se le hubiera visto volver cara o aprovecharse de un descuido de su adversario.
Solía mamarse con mucha frecuencia y, cuando el alcohol había aflojado bien sus piernas haciéndole perder la razón por completo, el Cuerudo montaba en su mancarrón viejo y salía a pelear la partida para dar una prueba de su valor y proporcionarse un rato de gusto que en estos casos, según decía, se lo pedía el cuerpo.
Como el Cuerudo peleaba a la partida en aquel estado de completa embriaguez, siempre salía hachado en varias partes, hachazos que curaba cristianamente de cabeza en el cepo, que era como el Juez de Paz castigaba sus atropellos y desacatos a mano armada a la autoridad, pero al poco tiempo volvía a incurrir en la misma.
A los ocho días de cepo, que el Cuerudo sufría con gran resignación, empezando por convenir que había merecido aquel castigo, era puesto en libertad en consideración a que era un hombre bueno y que las peleas con la partida sólo tenían lugar cuando estaba completamente dominado por la influencia del alcohol.
Cuando salía del juzgado, su primera operación era irse al campo y tenderse al rayo del sol durante la siesta, y si alguno le preguntaba qué estaba haciendo allí y qué objeto tenía el estar recibiendo sobre los lomos los ardientes rayos del sol, el Cuerudo reía mostrando sus dientes blanquísimos y replicaba naturalmente:
-Estoy haciendo secar estas lastimaduras para que no me entre pasmo y tenga que entregar sin ganas mi cuerpo al diablo.
Y su carnadura era tan especial, que a los cinco o seis días de haber recibido una herida, la tenía perfectamente cicatrizada, como si fuera una herida de tres meses.
Era éste el origen del apodo de Cuerudo con que lo bautizaron los paisanos, quienes, para ponderar la dureza de aquel cuero, decían que no había sable que le viniese bien.
Por este solo apodo era conocido en todas partes, hasta el extremo que él mismo no recordaba cómo era su nombre y apellido, y aceptaba aquel pintoresco mote.
Cuando el Cuerudo estaba fresco, no se lo llevaban por delante a dos tirones. Entonces no peleaba con la partida de plaza; pero, si alguno le buscaba camorra, podía estar seguro que se había echado un enemigo de gran coraje y de una vista extraordinaria en el manejo de la daga, que era en sus manos un arma terrible.
Si en este género de luchas llegaba a ser herido, se le veía mojar la herida con caña después de concluida la pelea, montar a caballo cubierto de sangre e irse al rayo del sol para que sus rayos cicatrizaran la herida, operación milagrosa que se producía al cabo de ciertas horas de estar tendido al sol con aquel objeto.
El Cuerudo tenía la cara surcada en todas direcciones por largas cicatrices que iban a perderse entre su barba negra y espesa, que nunca había sentido el contacto de un peine.
Siempre pobre, pero siempre alegre, los pulperos protegían al Cuerudo y le daban algún gasto, porque el paisano jamás tenía pereza para ayudarles a tirar agua, dar vuelta la majada, curar un animal, o cualquiera de esos pequeños trabajos que en las casas de negocio de campo se ofrecen a cada rato.
Si el Cuerudo agarraba la guitarra, no la soltaba en toda la noche, cantando todo género de canciones picarescas y gatos de los que daban calor.
Su voz era vinosa y un tanto acarnerada como la generalidad de los paisanos, pero cantaba con tanta picardía que se le podía estar oyendo toda una noche entera sin fastidiarse, porque su repertorio era interminable y su gracia infinita para hacer todo género de compadradas en el diapasón de la guitarra.
El Cuerudo era un poco soberbio, sabía que tenía reputación de hombre guapo y no permitía que delante de él contasen ajenas hazañas ni hechos fabulosos.
-Yo soy el Cuerudo -decía-, y es al ñudo buscarme pareja, porque no la tengo en todo el mundo, y mi padre y mi madre han muerto sin hacer otro Cuerudo.
Si hallaba quien le hiciera frente, peleaba, y peleaba con tal bravura y tal tino, que eran muy contadas las veces en que hubiera sacado él la peor parte.
Cuando el Cuerudo se embriagaba, jamás buscaba pelea en las pulperías de donde se retiraba, decía, para ir a hacerle el gusto al cuerpo; y ya se sabía que aquel gusto consistía en ir a buscar la partida y hacerse lastimar por los soldados, quienes últimamente no le hacían caso, pues apenas podía tenerse a caballo.
Cuando esto último sucedía, el Cuerudo regresaba a los almacenes diciendo que no había sacado en la lucha ni un rasguño, y que había derrotado a la partida con suma facilidad, siendo graciosísimo escuchar la cantidad de detalles y minuciosidades con que el Cuerudo adornaba aquella pelea imaginaria.
-¡Ah, hijitos! -concluía riendo-. ¡Ah, criollitos! ¡Y que vengan ahora a mentarme a ese tal Juan Moreira, que no sirve ni para ensillarme el mancarrón!
Los paisanos se entretenían en mirar las graciosas muecas y cuerpeadas con que el Cuerudo adornaba su imaginario combate y le pagaban la copa.
Este es el famoso Cuerudo con quien Moreira hizo una especie de amistad, la que debía serle fatal, apresurando su inevitable fin.
Moreira trabó relación con el Cuerudo en una casa de negocio donde tenía lugar una jugada de mucho interés, muy concurrida por la gente brava.
Sin ser invitado a ella, y por lo que se decía, Moreira cayó a la jugada acompañado de un paisano con quien se había ligado esos días y cuya compañía admitía de tarde en tarde, por tener con quien conversar un poco, pues ya se iba fastidiando de andar siempre solo y aislado del resto de los hombres.
El Cuerudo contemplaba aquella interesante jugada sin despegar los labios y a espalda de los jugadores. No tenía ni un centavo y aquella noche le tocaba mirar.
Tenía grandes tentaciones de arrebatar la parada y disparar con ella, pero se contenía, esperando que engordara la banca para dar el golpe más a la fija.
Moreira empezó a jugar con tanta felicidad, que a la hora tenía delante de sí una crecida cantidad de dinero y era el que tallaba.
El Cuerudo miraba lleno de emoción aquella jugada; tenía celos de aquel hombre a quien tanto protegía la suerte en todo lo que emprendía.
Moreira estaba de pie, con la baraja en la mano, cobrando o pagando los apuntes, según le iba en el juego, y echando cartas con increíble rapidez.
Una sota y un rey echó el gaucho sobre la mesa, cuando oyó a su espalda una voz que decía: "¡Copo la banca!", y vio una mano enérgica y nerviosa que se apoderaba precipitadamente del dinero que tenía delante, como lo podía haber hecho un juez de campaña sorprendiendo una jugada.
Los paisanos miraron asombrados al hombre que era tan guapo para jugar de aquella manera con la cólera de Moreira, que se daba vuelta en ese momento aplicando un recio bofetón de revés en la cara del insolente que se había permitido con él aquella incalificable chanza.
El que había copado la banca, tomado el dinero y recibido el bofetón, no era otro que el Cuerudo, a quien, como dijo después, lo había tentado el diablo.
Al recibir el revés, el Cuerudo vaciló sobre sus pies, pero no cayó; aflojó el dinero que tenía en la mano y sacó su daga con un ademán resuelto.
Viendo que se trataba, según parecía, de una provocación, Moreira saltó al medio de la pieza, sacó la daga, enrolló la manta en el brazo y esperó la acometida.
Ya hemos dicho que por enojado que estuviera aquel paisano, a la vista del peligro real recuperaba toda su sangre fría y se dominaba por completo, empleando el corto intervalo que mediaba entre la provocación y la lucha, en estudiar a su adversario rápidamente, tratando de reconocer su lado vulnerable.
El Cuerudo avanzó sobre Moreira con la daga tendida en actitud de herir y la mirada buscando la de su adversario, que lo esperaba inmóvil.
Cuando aquellas dos miradas se encontraron, antes de chocarse las dagas, sucedió una cosa particular e inesperada.
El Cuerudo bajó la suya y el brazo de la daga cayó a lo largo del costado; aquel hombre quedó inmóvil, completamente dominado por la mirada soberbia de Juan Moreira.
-¡Vamos a ver, maula! -gritó éste sin comprender de pronto lo que pasaba por el espíritu del Cuerudo, que lo había provocado sin motivo-. El que provoca pega primero y no espera a que le den en las aspas con el rebenque. ¡No se arrepienta, maula, y atropelle, que es buen campo!
-Es inútil -contestó el Cuerudo, completamente desalentado-. A todo hay quien gane en esta vida y conozco que no puedo pelear con usted, porque me ha ganado a guapo.
-¿Y a qué se metió a chiripá grande? -replicó Moreira, ya riendo-. Cuando lo vi copar la banca, creí que era justicia, si no, ni me levanto. ¡Pegue, pues, maula!
-Es inútil -concluyó el Cuerudo-. Nosotros no podemos ser enemigos, porque usted puede más que yo. Si quiere ser mi amigo, estaré de ello orgulloso; si usted desprecia mi amistad, ahora mismo me voy del pago y aseguro que nadie vuelve a verme la cara tajeada -y agachándose alzó del suelo el dinero que había arrebatado momentos antes y lo ofreció a Moreira con la mano izquierda mientras le tendía humildemente la derecha.
Moreira guardó su daga, tomó al Cuerudo la plata y estrechándole la mano con cierto desdén, volvió a ocupar su sitio entre los jugadores, que empezaron a hacer al Cuerudo una sátira sangrienta por haberse metido a tan guapo para que lo corrieran con la vaina, de aquella manera tan vergonzosa.
-Caballeros -dijo severamente Moreira-, el que se burle de este hombre debe hacer lo que él no ha hecho por falta de coraje; no hay que hacerle tanta burla, que al fin y al cabo lo que él hizo lo hace cualquiera en igual caso, y si no vamos probando quién es más guapo que él.
Ninguno de aquellos hombres replicó a las severas palabras de Moreira y las sátiras se helaron por completo en todos los labios.
Desde aquella noche el Cuerudo fue completamente dominado por Moreira, hasta el extremo de ser una especie de peón que tenía para mandar a Lobos a bombear si había gente de la guardia provincial o vigilantes de la ciudad que le pudieran impedir dar un paseo por La Estrella.
Pero el Cuerudo guardaba un profundo resentimiento a aquel hombre, resentimiento que el gaucho ocultaba íntimamente, esperando el momento oportuno para dejarlo conocer con todo el encono de que se iba sintiendo poseído cada día que pasaba.
Era tal el dominio que Moreira ejercía sobre el Cuerudo, que solía caer a su casa buscando guarida, lo echaba de su cama y se acostaba a dormir en ella profundamente, sabiendo que aquel hombre no se había de atrever ni aun a pensar en matarlo cuando lo viera completamente descuidado o profundamente dormido.
Dice el Cuerudo que cuando esto sucedía, él no podía pegar los ojos en toda la noche y si alguna vez se le había ocurrido darle una puñalada mientras dormía, se salía afuera temeroso de que Moreira dormido, fuese a conocerle la intención y coserlo a puñaladas.
-Yo -añadía el Cuerudo-, sería capaz de pelear con una partida entera, con veinte hombres como Moreira, pero con él es inútil: se me caería el cuchillo de las manos y no tendría ánimo ni aun para disparar. ¡Ese hombre es el mismo diablo con traje de hijo del país!
Moreira conocía que la amistad de ese gaucho no le era leal, pero no paraba en ello la atención, confiado en que el Cuerudo se había de medir bien antes de hacerle una traición y conociendo que al fin y al cabo le profesaba un miedo descomunal.
-Cuerudo -dijo una noche Moreira al paisano- esta noche me han ofrecido diez mil pesos y he dado una vuelta de azotes al que me los ofreció, ¿qué te parece?
-Asigún y conforme -replicó el Cuerudo-; lo que es yo por diez mil pesos soy capaz de ir a cuerear peludos a la misma loma del diablo. ¿Por qué le cayó al de la oferta?
-Le caí -dijo Moreira sombrío-, porque esa plata me la vinieron a ofrecer para que yo mate a don Pancho Bosch, y como yo no he nacido para asesino ni para tolerar propuestas, le caí al hombre para que nunca se meta a proponer porquerías. De todos modos, dicen que ese hombre es muy guapo, y puede ser que si topo con él pelee por lujo, porque a mí me gusta pelear a los que se tienen por buenos.
El Cuerudo debía algunos servicios al comandante Bosch, que entonces vivía en Lobos, así es que en cuanto pudo se vino y le comunicó lo que le había dicho Moreira.
El gobierno de la Provincia, entretanto, había sabido el mal resultado de la expedición de los vigilantes y había ordenado las cosas de modo de poder dar con Moreira y reducirlo a prisión de una manera o de otra.
Fue entonces que encargaron en Lobos al Cuerudo que así que Moreira viniese a La Estrella, a pasar unos días, avisara al juzgado, que ya le tenía preparado el jaque mate que debía dar fin con la larga partida que el gaucho venía jugando a la justicia.
El Cuerudo regresó a su rancho, donde acompañó a Moreira, hasta que éste le dijo una tarde:
-Me voy a La Estrella, Cuerudo, a pasar un par de días, porque ayer he hecho una buena jugada.
-No te vayas -respondió el Cuerudo, disimulando-; en Lobos te tienen ganas y la partida es brava.
-El que nace barrigón, es al pepe que lo fajen -replicó alegremente Moreira-. Ya he dicho que no tengo el cuero para negocio y alguna vez me han de pegar la buena. De todos modos yo ya no peleo por defender la vida, porque el día que me maten será para mí un beneficio. Si peleo lo hago por lujo y para que no digan que me han matado de arriba.
Y saltó sobre el overo bayo con el Cacique a las ancas, alejándose al tranquito en dirección a Lobos.
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domingo, 31 de enero de 2016
sábado, 30 de enero de 2016
El guapo Juan Blanco
Poco después de estos sucesos, llegó al partido del Salto un paisano sumamente lujoso que algunos indicaron con el nombre de don Juan Blanco.
Juan Blanco era un paisano hermoso, que vestía con un lujo deslumbrador; con un traje que no era de ciudad ni de campo, siendo mezcla de los dos.
Su pequeño pie estaba calzado con una rica bota granadera, de cuero de lobo, que sujetaba al empeine con una lujosa espuela de plata con incrustaciones de oro.
Llevaba bombacha de casimir negro, sujeta a la cintura por un tirador de charol, abotonado con monedas de oro y adornado con pequeñas monedas de plata, en una cantidad tal, que apenas se podía adivinar, por los pequeños claros, la clase de cuero de que estaba hecho aquel tirador.
Por la parte delantera de éste asomaban las culatas de dos enormes trabucos de bronce y las de dos pistolas pequeñas, pero de gran calibre y sistema moderno.
Detrás, asomando por ambos costados, aquel hombre traía una larga daga en vaina de plata, con una S de oro cincelado, que despertaba envidia en cuantos la veían.
El traje estaba completado por una chaqueta de casimir azul oscuro y un sombrero de anchas alas que Juan Blanco llevaba un poco a la nuca, dejando descubierta una frente juvenil y arrogante, iluminada por la expresión de sus dos ojos negrísimos de extraordinaria fijeza, que miraban con una altivez irresistible.
Ningún habitante del partido conocía a este tal Blanco, y, sin embargo, todos le atribuían mil proezas de valor y guaperías que ninguno sabía de dónde habían salido.
En una pulpería se contaba la historia de que aquel Juan Blanco había derrocado a muchas partidas de plaza, mientras en otras se narraban hazañas y peleas en las que don Juan Blanco figuraba como un hombre invencible, de una vista suprema y de un manejo descomunal de las armas.
Juan Blanco usaba el cabello corto y una larga y poblada pera sansimoniana que hacía juego con un bigote sedoso y negro como azabache.
Blanco había llegado al Salto y su primera diligencia fue presentarse al Juzgado de Paz y enrolarse en la Guardia Nacional, operación que decía no haber hecho antes porque recién concluía de hacer unos negocios y venta de campos de su propiedad para venir a fijar su residencia en aquel pueblito de que tanto gustaba.
El comandante militar enroló a Blanco, muy contento de haber adquirido en la Guardia Nacional a un hombre de aspecto tan bravo y tan militar.
Los cuentos que, sin conocerse el origen, corrían sobre aquel hombre, le habían hecho tomar tales proporciones entre los paisanos, que los menos valientes temblaban en su presencia, y los guapos no se atrevían a roncar fuerte delante de aquel de quien tantas mentas se hacían y tanto se ponderaba.
Juan Blanco concurría a todos los bailes sin ser invitado y nadie se atrevía a recordarle que no se había llenado en él aquella fórmula social.
En todos estos bailes, Juan Blanco era el niño mimado de las paisanas, captándose por esta causa el odio profundo y reconcentrado de los paisanos, que no podían mirar tranquilos aquellas deferencias.
¿Pero quién era el guapo que se atrevía a demostrarle claramente su odio, cuando con tanto garbo llevaba a la cintura aquel formidable arsenal?
Fue en uno de esos bailes que los paisanos del Salto pudieron conocer prácticamente todo el valor de que estaba dotado Juan Blanco.
Se celebraba a orillas del pueblo un velorio, al que había asistido gran número de paisanos, entre ellos un teniente alcalde, hombre de bríos y de seria reputación.
Blanco supo que aquel teniente alcalde era tenido por muy bueno y que hacía los bajos a una de las paisanas que habían concurrido a aquel alegre velorio.
Desde el principio eligió por su compañera a aquella paisana, notándose que al hablarla trataba de echársele encima, mirando de soslayo al teniente alcalde.
Este empezó a calentarse de la cosa, a lo que contribuía en gran manera el placer con que la paisana escuchaba los requiebros del lujoso y galante forastero.
En un momento que Blanco sentó a la compañera, el teniente alcalde se aproximó a ella invitándola a bailar una polca que tocaban los acordeones.
La muchacha se iba a levantar, pero al hacerlo echó una mirada para el lado donde estaba Juan Blanco, quien le hizo una seña negativa a la que ella obedeció quedando sentada.
La rabia que había estado juntando aquel hombre toda la noche estalló por fin en una blasfemia poderosa, y dirigiéndose a Juan Blanco, le dijo amenazándolo:
-Parece, amigo, que usted ignora que esa prenda tiene dueño y un dueño no la cede, lo que le advierto para su gobierno.
-Ni que fuera usted justicia, compadre -replicó Juan Blanco, sonriendo desdeñosamente-. Cualquiera que lo oyera, pensaría que usted por lo menos debe ser teniente alcalde.
En todos los pueblos de campaña, con o sin razón, los representantes de la justicia, ¡triste justicia!, son generalmente odiados, así es que la sátira de Juan Blanco hizo sonreír a todos los concurrentes, que lo acompañaron con su más franca simpatía.
Ninguno de ellos se hubiera atrevido a contradecir al teniente alcalde, pero lo veían enredado en una mala cuestión con aquel hombre y deseaban ardientemente que llevara la peor parte si la cosa se ponía seria.
-Pues sépase, so guaso -había respondido todo colérico el justicia-, que soy el teniente alcalde de este cuartel y que no tengo que tolerar las compadradas de usted ni de nadie.
-Lo que es de los demás, no digo nada -contestó el gaucho tomando asiento-, pero las mías las ha de aguantar, porque son buenas para avivar tontos.
-Usted se va a retirar de aquí en el acto -dijo ya completamente sulfurado el teniente alcalde, avanzando hacia Blanco-, o lo meto al cepo del cogote.
El incidente había tomado entonces un aspecto formidable. El teniente alcalde era guapo y caprichoso. En el baile había mucha gente y, para conservar las ínfulas de justicia y hombre bravo, estaba dispuesto a cumplir su amenaza si aquel hombre no se retiraba sobre tablas.
Blanco miró al teniente alcalde, que estaba dominado por la ira que salía a sus ojos, paseó en seguida la vista por todos los que estaban presentes y soltó una carcajada tan espontánea, tan cosquillosa, que los demás paisanos rieron también a pesar de la ira del teniente alcalde.
Este se puso densamente pálido, sacó un revólver de la cintura y apuntando con él a Blanco, hasta apoyárselo sobre la frente, le dijo:
-O sale usted afuera, para no volver más, o me entrega sus armas dándose preso.
Un estremecimiento poderoso recorrió el cuerpo de los testigos de este lance, pues sabían que el teniente era hombre de cumplir al pie de la letra lo que había dicho.
Juan Blanco se levantó lentamente de la silla y, sin quitar su mirada de la mirada de su adversario, le respondió de esta manera:
-Yo he jurado no matar sino amenazado de muerte, cuando me obligan a defender la vida y para salvarla no tengo más remedio que matar, sin embargo, esta noche me copo a mí mismo la banca, y quiero ser indulgente con usted, a pesar de ser justicia, retírese y no me moleste.
El teniente alcalde dio un gran tacazo en el suelo, y apoyando la boca de la pistola sobre la frente de aquel hombre, que no se movió, gritó:
-¡Marche, canejo! Marche, le digo, o le hago volar el mate con la basura de porra que tiene adentro.
Blanco no hizo el menor ademán de sacar las armas que llevaba en la cintura, pero con una rapidez imponderable metió el brazo izquierdo, desviando de sobre su frente el arma del teniente alcalde, y le dio en la cabeza tan recio puñetazo, que lo lanzó como un fardo de lana hasta los pies del acordionista.
En seguida se precipitó sobre él, le arrancó de la mano el revólver, y lo hizo volar por la puerta a una gran distancia.
Los circunstantes quedaron helados, confesando, con la atónita mirada, que nunca habían visto un hombre tan guapo y tan limpio para dar una cachetada.
-¡Toquen la música, maulas! -gritó Blanco, después de haber empujado hasta un rincón el cuerpo del teniente alcalde-; toquen la música para que no se enfríe la gente -y salió con la paisana, causa de la querella, al compás de la música que se apresuraron a ejecutar los del acordeón y la guitarra.
Antes de que terminara la pieza que se bailaba, el teniente alcalde se había repuesto completamente de los efectos del moquete y enceguecido por la ira y la venganza se había lanzado sobre Blanco, cuchillo en mano, quien apenas tuvo tiempo de meter el brazo y evitar la primera puñalada.
Blanco, sereno siempre, siempre sonriente, dio un salto atrás, descolgó del cabo de la daga su rebenque, que llevaba allí sujeto, y esperó, enrollando la lonja en la mano.
El teniente alcalde acometió de nuevo, pero con desgracia, porque el cabo del rebenque de Blanco encontró su mano derecha y el cuchillo saltó a dos varas de distancia.
En seguida Blanco desenrolló de su mano la lonja, tomó el rebenque por el cabo y dio al justicia tan tremenda rebenqueadura, que no tuvo fin hasta que aquel hombre sintió su brazo completamente fatigado.
El teniente alcalde quedó inmóvil y en un estado repugnante: su rostro se veía surcado por una cantidad de fajas cárdenas que había impreso en él la lonja del rebenque, y por entre el cuello de la camisa se veían asomar algunos vestigios de sangre amoratada y espesa.
Aquel hombre había quedado humillado y la fama de Juan Blanco había llegado al pináculo de toda ponderación fantástica.
A pesar de que él quiso hacer seguir el baile y la parranda, la gente estaba tan impresionada que poco a poco fue abandonando aquel recinto y montando a caballo.
Juan Blanco se despidió de la paisanita y de los dueños de la casa, a quienes pidió amablemente disculpas.
Salió y se le vio desatar del palenque un caballo overo bayo, sobre cuyo apero se veía un cuzquito que paseaba alegremente de la anca a la cruz.
Sobre aquel caballo montó Juan Blanco y se alejó al trotecito, tomando la dirección del pueblito sin recelo de la partida, que ya debía saber lo que había sucedido al teniente alcalde.
La voz de aquel suceso, llevada por los que habían estado en el velorio, se desparramó por todo el pueblo con tal rapidez, que todo el paisanaje conocía la cosa con "pelos y señales", comentando el hecho de una manera poco favorable para la justicia de paz, que se ha hecho odiosa a todo habitante de campo.
Juan se vino a un café muy concurrido donde se armaban buenas partidas de billar que solían concluir de mala manera, y allí tuvo que aceptar varias convidadas y corroborar las versiones que sobre la azotaina corrían, y que los menos crédulos se permitían poner en duda, pues al hecho magnánimo de no hacer uso de las armas ventajosas que llevaba en la cintura, se unía el valor de que aquel hombre había hecho alarde y la ocurrencia feliz de una rebenqueadura macuca, en pleno baile, al teniente alcalde más orgulloso y antipático de todo el pueblo.
-Yo no ensucio más mi daga en sangre de justicias -respondió Juan Blanco a la pregunta de por qué no lo había muerto-, es gente que me da asco y para quien guardo el rebenque a falta de arriador, que, si yo cargase arriador, a talerazos los había de manejar por maulas.
-Pero es bueno que usted se oculte, al menos por unos días -dijeron a Blanco-, pues tenga por seguro que han de salir a buscarlo para prenderlo, pues querrán vengar de mala manera lo que usted ha hecho en el velorio, que tendrá al Juez de Paz dado a todos los diablos.
-La partida no ha de salir a buscarme -dijo insolentemente Juan Blanco-, porque los hombres se conocen en el pelo de la ropa. De todos modos -añadió con la mayor naturalidad de este mundo-, si pasan dos días sin que la partida me busque, yo he de buscar a la partida y entonces nos hemos de ver lindo las caras, y prometo que ha de haber diversión para más de un mes.
Los paisanos estaban absortos al escuchar a Blanco: o aquel hombre era un contador de guayabas, lo que no podía ser por la muestra que había dado esa noche, o era un hombre como jamás habían alojado en su pago los buenos habitantes del Salto.
Juan Blanco jugó con algunos paisanos varias partidas de billar y se retiró después de hacerles algunas trampas, vicio que había contraído últimamente y del que no podía prescindir, según decía, cuando era pillado en una que no tenía disculpa.
Aquella noche todos pasaron por alto las trampas que les hizo Blanco, se acordaban del teniente alcalde y tenían miedo.
Juan Blanco montó a caballo y ganó el campo, pues no hacía noche en poblado, ni dormía jamás bajo techo.
Aquel suceso tragicómico fue el tema inagotable del resto de aquella noche y el día siguiente, hasta que una nueva aventura vino a hacerlo palidecer.
En los pagos del Salto existía por aquellos tiempos un tal Rico Romero, muy conocido en aquel partido por hombre bravo y de mucha fortuna.
Rico Romero tenía la reputación de la primera daga del partido y no podía mirar sin celos las proporciones colosales que iban tomando las mentas de Juan Blanco.
Rico Romero no daba crédito a las mentas de que había venido acompañado el tal Juan Blanco, y respecto a la mala ventura del alcalde decía que Juan Blanco lo había madrugado y que, además, eso lo podía hacer cualquiera con un hombre que, como el teniente alcalde, era flaco y de muy poca vista para manejar el cuchillo.
Sin embargo, aquella aventura del alcalde le había conquistado a Blanco la admiración de los paisanos, que sostenían a Romero que aquel hombre era más bravo que un toro.
La noche siguiente al famoso velorio, los paisanos habían caído al billar y casa de negocio donde armaban sus partidas y donde desde temprano estaba Rico Romero.
La conversación recayó sobre Blanco, y se entabló la eterna discusión en que Romero sostenía que aquel Blanco debía ser más morado que una sandía.
-Es mucho hombre -dijo uno de los gauchos-; es mucho hombre y tiene la vista que parece relámpago y un manejo en la daga que asusta, créamelo.
-Pues con la vista y todo y con manejo y todo -contestó Romero-, la primera vez que ese hombre se meta conmigo no le van a valer ni una cosa ni otra, porque lo he de matar.
Aún no se había extinguido el eco de estas palabras, cuando apareció en la sala de billar Juan Blanco, altivo y sonriente.
Era imposible que al entrar no hubiese oído lo que acababa de pronunciarse, pero se hizo el desentendido y saludó a la concurrencia con un cordial "Buenas noches, compañeros".
Rico Romero comprendió que Blanco lo había oído y creyó que disimulaba de miedo, pues por nuevo que aquel hombre fuese en el pueblo, debía conocer quién era, y efectivamente ya Blanco sabía quién era Rico Romero y suponía que éste, por celos de reputación, trataría de buscar camorra.
Romero fue el único que no contestó al saludo del paisano, quien siguió haciéndose el desentendido y se puso a conversar con dos gauchos que estaban recostados al mostrador.
No habían pasado cinco minutos, cuando el gaucho, deseoso de pelear, empezó a dirigir a Blanco indirectas hirientes, que éste siguió pasando por alto.
Romero empezó a encolerizarse del poco efecto que hacían sus indirectas y, deseando probar de una vez a los paisanos la superioridad que tenía sobre el forastero, lo llamó y le dijo:
-Se me hace, amigo, que usted ha venido aquí sólo a asustar con la postura y que no ha de ser capaz de pararse conmigo adonde yo me pare.
-Será así, amigo -contestó Juan Blanco, sin dejar su postura perezosa y sonriendo siempre-; yo no puedo obligar a nadie que crea lo que no quiere creer.
-Bien se me había puesto -siguió diciendo Romero, ensoberbecido por la actitud humilde del paisano-; bien se me había puesto que usted era un mulita mal pegador, y que en cuanto diera con un hombre que le metiera el resuello, se le iban a quitar los bríos del primer golpe, ¡ah, la malita! ¡Y sin armas se ha venido!
-Será, amigo -volvió a contestar Juan Blanco, siempre imperturbable y sin cambiar de posición-. Yo no sé contradecir a nadie cuando se trata de mí.
-Y aunque no se tratara -concluyó Rico, creciendo en insolencia-; y basta de parolas, que no tengo hoy humor de que nadie me queme la sangre, y menos un intruso.
Juan Blanco se calló la boca y convidó a los paisanos que hablaban con él a jugar una partida al billar, prescindiendo completamente de Romero.
-¡No dije yo! -murmuró éste-. Si a estos maulas hay que pegarles el grito a tiempo, si no lo madrugan a uno con la postura y lo llevan por delante.
Esta escena había sido sumamente perjudicial para Blanco, pues su actitud humilde le había hecho perder un cincuenta por ciento de su fama, que había pasado a Romero; pues éste había destapado la falsa reputación de aquél, a quien habían creído un hombre duro e invencible.
Juan Blanco se puso a jugar al billar con cuatro de los paisanos, mientras Romero tomaba poco a poco una copa de ginebra, mirando la partida.
Los jugadores eran buenos, pero Blanco les empezó a ganar el dinero con suma ligereza y haciéndoles grandes trampas que los paisanos veían; pero no se atrevían a protestar de ellas, pues, a pesar de que Blanco había sufrido a Romero todo lo que éste le había dicho, no por eso había perdido por completo su prestigio.
Poco a poco los jugadores, cansados de las trampas, fueron abandonando la partida, hasta que sólo quedó Blanco en la mesa haciendo rodar las bolas.
-Le juego una partida por cien pesos y la copa para los presentes -dijo Rico Romero levantándose y aproximándose al billar.
-No hay inconveniente -dijo Blanco, y echó mano al tirador para sacar el dinero y depositarlo según la práctica establecida en estos casos.
-Bueno -agregó Romero, sacando también un billete de cien pesos-, pero prevengo que no sufro trampas, y a la primera le rompo el alma y alzo la parada.
Por agresiva que fuera la actitud con que Romero dijo estas palabras, Blanco no se inmutó ni apagó su eterna sonrisa; acomodó las bolas y se preparó a jugar.
Los paisanos se colocaron en los bancos, pues era fácil entrever que aquella jugada no era más que el pretexto de una de a pie; porque si Blanco había aceptado el desafío era porque también aceptaba las consecuencias fatales de una partida armada sólo para encontrar un pretexto.
Los adversarios empezaron a jugar y durante unos diez minutos todo siguió en la mayor armonía. Parecía que el interés del juego había alejado todo mal pensamiento.
Blanco no pudo prescindir de sus malas mañas; en el primer descuido de Romero corrió el taco hacia los palos, volteándolos a todos.
-¡Ah, puerco tramposo! -gritó Romero encendido de cólera-. ¡Esto es robar la plata! -y tomando una de las bolas del billar la lanzó al pecho de Blanco, produciendo un ruido seco y obligándolo a llevar la mano al pecho y lanzar una potente maldición.
Rápido como el pensamiento, Romero se lanzó sobre Blanco enarbolando el taco y tirando un golpe a la cabeza que apenas pudo Blanco parar.
La lucha se trabó bárbara y encarnizada, sin que ninguno de ellos hubiera echado mano a la cintura en busca de la daga.
Blanco era más alto que Romero y parecía más vigoroso; así que cuando éste se lanzó sobre aquél, Blanco abrió los brazos arriba, presentándole libre la cintura, a la que se prendió Romero como si quisiera voltearlo al suelo para concluir con él.
Entonces Blanco se agachó sobre su espalda y le arrancó rápidamente la daga, dándole en seguida un puñetazo en la cabeza que lo hizo caer sin sentido.
-Tanto amoló esta maula -dijo, dándole con el pie-, que al fin me obligó a hacerle el gusto. No te degüello de asco.
Romero volvió en sí inmediatamente, se levantó rápido y buscó en vano en su cintura la daga, que le quitara Juan Blanco.
-¡Demen un arma, demen un arma, canejo! -gritó enfurecido, mirando a los paisanos que estaban mudos de asombro ante lo que había pasado-. ¡Un cuchillo! -vociferó, lanzándose sobre el paisano que estaba más inmediato, y tratando de arrancarle la daga que éste le rehusó, no queriendo comprometerse.
-¡Tome el cuchillo, maula! -le gritó entonces Blanco, tirándole a los pies la daga que le quitara de la cintura, y enrollando la manta en el brazo izquierdo.
Rico Romero se precipitó sobre su arma, que blandió en su mano vigorosa, y acometió a Blanco con la cabeza baja, marcando una terrible puñalada. Blanco evitó el golpe con asombrosa limpieza, y golpeó con el plano de su daga la cabeza de Romero, diciéndole:
-¡No se asuste, maula!
Romero, desesperado, y conociendo que era imposible llegar con el puñal al pecho de aquel hombre cuya vista era asombrosa, tomó rápidamente de sobre el billar otra bola que lanzó vigorosamente y que fue a estrellarse en el pecho de Blanco.
Detrás de la bola acometió Romero con suma rapidez, tirando una puñalada con todo el largo de su brazo. Fue aquélla la última puñalada que debía tirar en su vida.
Blanco no se había turbado, a pesar del segundo golpe de bola recibido en el pecho; envolvió en su manta la puñalada que le tirara Romero y se tiró a fondo, rápido y poderoso.
Su daga penetró entre la tercera y cuarta costilla, yéndose a clavar en la espina dorsal y atravesando en su trayecto el corazón, de manera que Rico cayó al suelo sin pronunciar una palabra. La muerte había sido instantánea.
Aquella puñalada había sido tirada con tal vigor, con tal fuerza muscular, que cuando Juan Blanco quiso sacar la daga de la herida, tuvo que apoyar una rodilla sobre el pecho del cadáver y dar un violento tirón de la daga con ambas manos.
Y era tan rica la hoja de aquella arma, que en la punta no se veía la menor lastimadura a pesar de haberse enterrado por lo menos medio centímetro en la columna vertebral.
Juan Blanco limpió su daga en el saco del cadáver y paseó al guardarla una mirada indagadora sobre los paisanos asombrados.
Ninguno de ellos dijo una sola palabra: estaban completamente dominados por el terror y el asombro. Juan había vuelto a tomar, para ellos, proporciones colosales, pues Rico Romero era un hombre reconocido por guapo y a quien no había valido ni aun el haber madrugado a su contrario.
-Una copa, amigo, para mojar la garganta -dijo Blanco al pulpero-, y otra para que esta gente vaya enjuagando el jabón que tiene.
El pulpero sirvió presuroso lo que aquel hombre había pedido, dándose por feliz de que no pidiese más.
Blanco bebió la suya, pagó el gasto hecho y salió a la calle, donde estaba su caballo bayo overo, atado en el tradicional barrote de fierro que pasa de parte a parte en los postes y que colocan los negociantes de los pueblos de campo, haciéndoles prestar el servicio de tranquera, para que los animales que quedan a la puerta no suban a la vereda.
Juan Blanco montó a caballo, apartando al perro que estaba sobre el apero, y tomó el camino de la plaza. Eran apenas las nueve de la noche.
Se detuvo en la barbería que había a la otra cuadra del juzgado y se hizo afeitar.
Nos cuenta el mismo barbero que, cuando empezaba a pasarle la navaja por la cara, Juan Blanco mantuvo con él el siguiente diálogo:
-Dígame, amigo, si viniera Juan Moreira y se sentara en su casa a hacerse afeitar, así como yo estoy ¿qué haría usted con él?
-Lo afeitaría -contestó naturalmente el barbero-; porque dicen que aquel hombre es terrible y yo no quiero tener enemistades con nadie.
-Y si se negase a pagarle la afeitada, estando tan cerquita del Juzgado, ¿qué haría usted con él?, ¿daría parte o se asustaría?
-Yo no me asustaría -dijo el barbero-; pero si no me quisiera pagar lo dejaría irse, porque peor sería que le fuese a dar rabia y me quisiera sacudir.
-Dicen que es un hombre muy malo ese tal Moreira y que ha hecho muchas muertes. No creo que sea un buen enemigo.
-Sí, pero también dicen que ha sido hombre bueno y que lo han perseguido mucho. Dicen, asimismo, que su lujo es pelear las partidas.
Mientras así hablaban, el barbero concluyó de afeitar a Blanco, quien se puso el sombrero y dio para que se cobrase un billete de cincuenta pesos.
Cuando el barbero vino a traerle el vuelto, Juan Blanco le retiró la mano, diciéndole:
-Guarde eso, amigo, en recuerdo de Juan Moreira.
El barbero quedó inmóvil, como si lo hubiera herido un rayo.
Aquella revelación inesperada le cayó como un balde de agua helada, pensando en que tal vez, si él se hubiera expresado de Moreira en otros términos, probablemente éste lo habría cosido a puñaladas.
El paisano montó a caballo y se alejó al tranquito, dando vuelta a la plaza y tomando el camino de las quintas.
Media hora después todos los habitantes del Salto sabían que el tal Juan Blanco no era otro que el famoso Juan Moreira, por lo que ya no les llamaba la atención lo que éste había hecho con el teniente alcalde, y la manera con que había dado muerte a Romero, después de haberle sufrido mil impertinencias.
Si la partida de plaza había pensado salir a prender a Juan Blanco, se llamó a sosiego cuando supo que este tal Juan era Moreira, llegando al extremo de negarse redondamente a la orden que de salir en su busca les diera el Juez de Paz.
Al otro día Moreira salió del Salto y tomó el camino de Navarro; pero antes de abandonar el pueblo, se le vio venir a la plaza, subir a la vereda y golpear la puerta del juzgado anunciándose a voz en cuello.
La partida de plaza estaba dentro del Juzgado, pero resolvió prudentemente no hacer caso de las voces del paisano.
Juan Blanco era un paisano hermoso, que vestía con un lujo deslumbrador; con un traje que no era de ciudad ni de campo, siendo mezcla de los dos.
Su pequeño pie estaba calzado con una rica bota granadera, de cuero de lobo, que sujetaba al empeine con una lujosa espuela de plata con incrustaciones de oro.
Llevaba bombacha de casimir negro, sujeta a la cintura por un tirador de charol, abotonado con monedas de oro y adornado con pequeñas monedas de plata, en una cantidad tal, que apenas se podía adivinar, por los pequeños claros, la clase de cuero de que estaba hecho aquel tirador.
Por la parte delantera de éste asomaban las culatas de dos enormes trabucos de bronce y las de dos pistolas pequeñas, pero de gran calibre y sistema moderno.
Detrás, asomando por ambos costados, aquel hombre traía una larga daga en vaina de plata, con una S de oro cincelado, que despertaba envidia en cuantos la veían.
El traje estaba completado por una chaqueta de casimir azul oscuro y un sombrero de anchas alas que Juan Blanco llevaba un poco a la nuca, dejando descubierta una frente juvenil y arrogante, iluminada por la expresión de sus dos ojos negrísimos de extraordinaria fijeza, que miraban con una altivez irresistible.
Ningún habitante del partido conocía a este tal Blanco, y, sin embargo, todos le atribuían mil proezas de valor y guaperías que ninguno sabía de dónde habían salido.
En una pulpería se contaba la historia de que aquel Juan Blanco había derrocado a muchas partidas de plaza, mientras en otras se narraban hazañas y peleas en las que don Juan Blanco figuraba como un hombre invencible, de una vista suprema y de un manejo descomunal de las armas.
Juan Blanco usaba el cabello corto y una larga y poblada pera sansimoniana que hacía juego con un bigote sedoso y negro como azabache.
Blanco había llegado al Salto y su primera diligencia fue presentarse al Juzgado de Paz y enrolarse en la Guardia Nacional, operación que decía no haber hecho antes porque recién concluía de hacer unos negocios y venta de campos de su propiedad para venir a fijar su residencia en aquel pueblito de que tanto gustaba.
El comandante militar enroló a Blanco, muy contento de haber adquirido en la Guardia Nacional a un hombre de aspecto tan bravo y tan militar.
Los cuentos que, sin conocerse el origen, corrían sobre aquel hombre, le habían hecho tomar tales proporciones entre los paisanos, que los menos valientes temblaban en su presencia, y los guapos no se atrevían a roncar fuerte delante de aquel de quien tantas mentas se hacían y tanto se ponderaba.
Juan Blanco concurría a todos los bailes sin ser invitado y nadie se atrevía a recordarle que no se había llenado en él aquella fórmula social.
En todos estos bailes, Juan Blanco era el niño mimado de las paisanas, captándose por esta causa el odio profundo y reconcentrado de los paisanos, que no podían mirar tranquilos aquellas deferencias.
¿Pero quién era el guapo que se atrevía a demostrarle claramente su odio, cuando con tanto garbo llevaba a la cintura aquel formidable arsenal?
Fue en uno de esos bailes que los paisanos del Salto pudieron conocer prácticamente todo el valor de que estaba dotado Juan Blanco.
Se celebraba a orillas del pueblo un velorio, al que había asistido gran número de paisanos, entre ellos un teniente alcalde, hombre de bríos y de seria reputación.
Blanco supo que aquel teniente alcalde era tenido por muy bueno y que hacía los bajos a una de las paisanas que habían concurrido a aquel alegre velorio.
Desde el principio eligió por su compañera a aquella paisana, notándose que al hablarla trataba de echársele encima, mirando de soslayo al teniente alcalde.
Este empezó a calentarse de la cosa, a lo que contribuía en gran manera el placer con que la paisana escuchaba los requiebros del lujoso y galante forastero.
En un momento que Blanco sentó a la compañera, el teniente alcalde se aproximó a ella invitándola a bailar una polca que tocaban los acordeones.
La muchacha se iba a levantar, pero al hacerlo echó una mirada para el lado donde estaba Juan Blanco, quien le hizo una seña negativa a la que ella obedeció quedando sentada.
La rabia que había estado juntando aquel hombre toda la noche estalló por fin en una blasfemia poderosa, y dirigiéndose a Juan Blanco, le dijo amenazándolo:
-Parece, amigo, que usted ignora que esa prenda tiene dueño y un dueño no la cede, lo que le advierto para su gobierno.
-Ni que fuera usted justicia, compadre -replicó Juan Blanco, sonriendo desdeñosamente-. Cualquiera que lo oyera, pensaría que usted por lo menos debe ser teniente alcalde.
En todos los pueblos de campaña, con o sin razón, los representantes de la justicia, ¡triste justicia!, son generalmente odiados, así es que la sátira de Juan Blanco hizo sonreír a todos los concurrentes, que lo acompañaron con su más franca simpatía.
Ninguno de ellos se hubiera atrevido a contradecir al teniente alcalde, pero lo veían enredado en una mala cuestión con aquel hombre y deseaban ardientemente que llevara la peor parte si la cosa se ponía seria.
-Pues sépase, so guaso -había respondido todo colérico el justicia-, que soy el teniente alcalde de este cuartel y que no tengo que tolerar las compadradas de usted ni de nadie.
-Lo que es de los demás, no digo nada -contestó el gaucho tomando asiento-, pero las mías las ha de aguantar, porque son buenas para avivar tontos.
-Usted se va a retirar de aquí en el acto -dijo ya completamente sulfurado el teniente alcalde, avanzando hacia Blanco-, o lo meto al cepo del cogote.
El incidente había tomado entonces un aspecto formidable. El teniente alcalde era guapo y caprichoso. En el baile había mucha gente y, para conservar las ínfulas de justicia y hombre bravo, estaba dispuesto a cumplir su amenaza si aquel hombre no se retiraba sobre tablas.
Blanco miró al teniente alcalde, que estaba dominado por la ira que salía a sus ojos, paseó en seguida la vista por todos los que estaban presentes y soltó una carcajada tan espontánea, tan cosquillosa, que los demás paisanos rieron también a pesar de la ira del teniente alcalde.
Este se puso densamente pálido, sacó un revólver de la cintura y apuntando con él a Blanco, hasta apoyárselo sobre la frente, le dijo:
-O sale usted afuera, para no volver más, o me entrega sus armas dándose preso.
Un estremecimiento poderoso recorrió el cuerpo de los testigos de este lance, pues sabían que el teniente era hombre de cumplir al pie de la letra lo que había dicho.
Juan Blanco se levantó lentamente de la silla y, sin quitar su mirada de la mirada de su adversario, le respondió de esta manera:
-Yo he jurado no matar sino amenazado de muerte, cuando me obligan a defender la vida y para salvarla no tengo más remedio que matar, sin embargo, esta noche me copo a mí mismo la banca, y quiero ser indulgente con usted, a pesar de ser justicia, retírese y no me moleste.
El teniente alcalde dio un gran tacazo en el suelo, y apoyando la boca de la pistola sobre la frente de aquel hombre, que no se movió, gritó:
-¡Marche, canejo! Marche, le digo, o le hago volar el mate con la basura de porra que tiene adentro.
Blanco no hizo el menor ademán de sacar las armas que llevaba en la cintura, pero con una rapidez imponderable metió el brazo izquierdo, desviando de sobre su frente el arma del teniente alcalde, y le dio en la cabeza tan recio puñetazo, que lo lanzó como un fardo de lana hasta los pies del acordionista.
En seguida se precipitó sobre él, le arrancó de la mano el revólver, y lo hizo volar por la puerta a una gran distancia.
Los circunstantes quedaron helados, confesando, con la atónita mirada, que nunca habían visto un hombre tan guapo y tan limpio para dar una cachetada.
-¡Toquen la música, maulas! -gritó Blanco, después de haber empujado hasta un rincón el cuerpo del teniente alcalde-; toquen la música para que no se enfríe la gente -y salió con la paisana, causa de la querella, al compás de la música que se apresuraron a ejecutar los del acordeón y la guitarra.
Antes de que terminara la pieza que se bailaba, el teniente alcalde se había repuesto completamente de los efectos del moquete y enceguecido por la ira y la venganza se había lanzado sobre Blanco, cuchillo en mano, quien apenas tuvo tiempo de meter el brazo y evitar la primera puñalada.
Blanco, sereno siempre, siempre sonriente, dio un salto atrás, descolgó del cabo de la daga su rebenque, que llevaba allí sujeto, y esperó, enrollando la lonja en la mano.
El teniente alcalde acometió de nuevo, pero con desgracia, porque el cabo del rebenque de Blanco encontró su mano derecha y el cuchillo saltó a dos varas de distancia.
En seguida Blanco desenrolló de su mano la lonja, tomó el rebenque por el cabo y dio al justicia tan tremenda rebenqueadura, que no tuvo fin hasta que aquel hombre sintió su brazo completamente fatigado.
El teniente alcalde quedó inmóvil y en un estado repugnante: su rostro se veía surcado por una cantidad de fajas cárdenas que había impreso en él la lonja del rebenque, y por entre el cuello de la camisa se veían asomar algunos vestigios de sangre amoratada y espesa.
Aquel hombre había quedado humillado y la fama de Juan Blanco había llegado al pináculo de toda ponderación fantástica.
A pesar de que él quiso hacer seguir el baile y la parranda, la gente estaba tan impresionada que poco a poco fue abandonando aquel recinto y montando a caballo.
Juan Blanco se despidió de la paisanita y de los dueños de la casa, a quienes pidió amablemente disculpas.
Salió y se le vio desatar del palenque un caballo overo bayo, sobre cuyo apero se veía un cuzquito que paseaba alegremente de la anca a la cruz.
Sobre aquel caballo montó Juan Blanco y se alejó al trotecito, tomando la dirección del pueblito sin recelo de la partida, que ya debía saber lo que había sucedido al teniente alcalde.
La voz de aquel suceso, llevada por los que habían estado en el velorio, se desparramó por todo el pueblo con tal rapidez, que todo el paisanaje conocía la cosa con "pelos y señales", comentando el hecho de una manera poco favorable para la justicia de paz, que se ha hecho odiosa a todo habitante de campo.
Juan se vino a un café muy concurrido donde se armaban buenas partidas de billar que solían concluir de mala manera, y allí tuvo que aceptar varias convidadas y corroborar las versiones que sobre la azotaina corrían, y que los menos crédulos se permitían poner en duda, pues al hecho magnánimo de no hacer uso de las armas ventajosas que llevaba en la cintura, se unía el valor de que aquel hombre había hecho alarde y la ocurrencia feliz de una rebenqueadura macuca, en pleno baile, al teniente alcalde más orgulloso y antipático de todo el pueblo.
-Yo no ensucio más mi daga en sangre de justicias -respondió Juan Blanco a la pregunta de por qué no lo había muerto-, es gente que me da asco y para quien guardo el rebenque a falta de arriador, que, si yo cargase arriador, a talerazos los había de manejar por maulas.
-Pero es bueno que usted se oculte, al menos por unos días -dijeron a Blanco-, pues tenga por seguro que han de salir a buscarlo para prenderlo, pues querrán vengar de mala manera lo que usted ha hecho en el velorio, que tendrá al Juez de Paz dado a todos los diablos.
-La partida no ha de salir a buscarme -dijo insolentemente Juan Blanco-, porque los hombres se conocen en el pelo de la ropa. De todos modos -añadió con la mayor naturalidad de este mundo-, si pasan dos días sin que la partida me busque, yo he de buscar a la partida y entonces nos hemos de ver lindo las caras, y prometo que ha de haber diversión para más de un mes.
Los paisanos estaban absortos al escuchar a Blanco: o aquel hombre era un contador de guayabas, lo que no podía ser por la muestra que había dado esa noche, o era un hombre como jamás habían alojado en su pago los buenos habitantes del Salto.
Juan Blanco jugó con algunos paisanos varias partidas de billar y se retiró después de hacerles algunas trampas, vicio que había contraído últimamente y del que no podía prescindir, según decía, cuando era pillado en una que no tenía disculpa.
Aquella noche todos pasaron por alto las trampas que les hizo Blanco, se acordaban del teniente alcalde y tenían miedo.
Juan Blanco montó a caballo y ganó el campo, pues no hacía noche en poblado, ni dormía jamás bajo techo.
Aquel suceso tragicómico fue el tema inagotable del resto de aquella noche y el día siguiente, hasta que una nueva aventura vino a hacerlo palidecer.
En los pagos del Salto existía por aquellos tiempos un tal Rico Romero, muy conocido en aquel partido por hombre bravo y de mucha fortuna.
Rico Romero tenía la reputación de la primera daga del partido y no podía mirar sin celos las proporciones colosales que iban tomando las mentas de Juan Blanco.
Rico Romero no daba crédito a las mentas de que había venido acompañado el tal Juan Blanco, y respecto a la mala ventura del alcalde decía que Juan Blanco lo había madrugado y que, además, eso lo podía hacer cualquiera con un hombre que, como el teniente alcalde, era flaco y de muy poca vista para manejar el cuchillo.
Sin embargo, aquella aventura del alcalde le había conquistado a Blanco la admiración de los paisanos, que sostenían a Romero que aquel hombre era más bravo que un toro.
La noche siguiente al famoso velorio, los paisanos habían caído al billar y casa de negocio donde armaban sus partidas y donde desde temprano estaba Rico Romero.
La conversación recayó sobre Blanco, y se entabló la eterna discusión en que Romero sostenía que aquel Blanco debía ser más morado que una sandía.
-Es mucho hombre -dijo uno de los gauchos-; es mucho hombre y tiene la vista que parece relámpago y un manejo en la daga que asusta, créamelo.
-Pues con la vista y todo y con manejo y todo -contestó Romero-, la primera vez que ese hombre se meta conmigo no le van a valer ni una cosa ni otra, porque lo he de matar.
Aún no se había extinguido el eco de estas palabras, cuando apareció en la sala de billar Juan Blanco, altivo y sonriente.
Era imposible que al entrar no hubiese oído lo que acababa de pronunciarse, pero se hizo el desentendido y saludó a la concurrencia con un cordial "Buenas noches, compañeros".
Rico Romero comprendió que Blanco lo había oído y creyó que disimulaba de miedo, pues por nuevo que aquel hombre fuese en el pueblo, debía conocer quién era, y efectivamente ya Blanco sabía quién era Rico Romero y suponía que éste, por celos de reputación, trataría de buscar camorra.
Romero fue el único que no contestó al saludo del paisano, quien siguió haciéndose el desentendido y se puso a conversar con dos gauchos que estaban recostados al mostrador.
No habían pasado cinco minutos, cuando el gaucho, deseoso de pelear, empezó a dirigir a Blanco indirectas hirientes, que éste siguió pasando por alto.
Romero empezó a encolerizarse del poco efecto que hacían sus indirectas y, deseando probar de una vez a los paisanos la superioridad que tenía sobre el forastero, lo llamó y le dijo:
-Se me hace, amigo, que usted ha venido aquí sólo a asustar con la postura y que no ha de ser capaz de pararse conmigo adonde yo me pare.
-Será así, amigo -contestó Juan Blanco, sin dejar su postura perezosa y sonriendo siempre-; yo no puedo obligar a nadie que crea lo que no quiere creer.
-Bien se me había puesto -siguió diciendo Romero, ensoberbecido por la actitud humilde del paisano-; bien se me había puesto que usted era un mulita mal pegador, y que en cuanto diera con un hombre que le metiera el resuello, se le iban a quitar los bríos del primer golpe, ¡ah, la malita! ¡Y sin armas se ha venido!
-Será, amigo -volvió a contestar Juan Blanco, siempre imperturbable y sin cambiar de posición-. Yo no sé contradecir a nadie cuando se trata de mí.
-Y aunque no se tratara -concluyó Rico, creciendo en insolencia-; y basta de parolas, que no tengo hoy humor de que nadie me queme la sangre, y menos un intruso.
Juan Blanco se calló la boca y convidó a los paisanos que hablaban con él a jugar una partida al billar, prescindiendo completamente de Romero.
-¡No dije yo! -murmuró éste-. Si a estos maulas hay que pegarles el grito a tiempo, si no lo madrugan a uno con la postura y lo llevan por delante.
Esta escena había sido sumamente perjudicial para Blanco, pues su actitud humilde le había hecho perder un cincuenta por ciento de su fama, que había pasado a Romero; pues éste había destapado la falsa reputación de aquél, a quien habían creído un hombre duro e invencible.
Juan Blanco se puso a jugar al billar con cuatro de los paisanos, mientras Romero tomaba poco a poco una copa de ginebra, mirando la partida.
Los jugadores eran buenos, pero Blanco les empezó a ganar el dinero con suma ligereza y haciéndoles grandes trampas que los paisanos veían; pero no se atrevían a protestar de ellas, pues, a pesar de que Blanco había sufrido a Romero todo lo que éste le había dicho, no por eso había perdido por completo su prestigio.
Poco a poco los jugadores, cansados de las trampas, fueron abandonando la partida, hasta que sólo quedó Blanco en la mesa haciendo rodar las bolas.
-Le juego una partida por cien pesos y la copa para los presentes -dijo Rico Romero levantándose y aproximándose al billar.
-No hay inconveniente -dijo Blanco, y echó mano al tirador para sacar el dinero y depositarlo según la práctica establecida en estos casos.
-Bueno -agregó Romero, sacando también un billete de cien pesos-, pero prevengo que no sufro trampas, y a la primera le rompo el alma y alzo la parada.
Por agresiva que fuera la actitud con que Romero dijo estas palabras, Blanco no se inmutó ni apagó su eterna sonrisa; acomodó las bolas y se preparó a jugar.
Los paisanos se colocaron en los bancos, pues era fácil entrever que aquella jugada no era más que el pretexto de una de a pie; porque si Blanco había aceptado el desafío era porque también aceptaba las consecuencias fatales de una partida armada sólo para encontrar un pretexto.
Los adversarios empezaron a jugar y durante unos diez minutos todo siguió en la mayor armonía. Parecía que el interés del juego había alejado todo mal pensamiento.
Blanco no pudo prescindir de sus malas mañas; en el primer descuido de Romero corrió el taco hacia los palos, volteándolos a todos.
-¡Ah, puerco tramposo! -gritó Romero encendido de cólera-. ¡Esto es robar la plata! -y tomando una de las bolas del billar la lanzó al pecho de Blanco, produciendo un ruido seco y obligándolo a llevar la mano al pecho y lanzar una potente maldición.
Rápido como el pensamiento, Romero se lanzó sobre Blanco enarbolando el taco y tirando un golpe a la cabeza que apenas pudo Blanco parar.
La lucha se trabó bárbara y encarnizada, sin que ninguno de ellos hubiera echado mano a la cintura en busca de la daga.
Blanco era más alto que Romero y parecía más vigoroso; así que cuando éste se lanzó sobre aquél, Blanco abrió los brazos arriba, presentándole libre la cintura, a la que se prendió Romero como si quisiera voltearlo al suelo para concluir con él.
Entonces Blanco se agachó sobre su espalda y le arrancó rápidamente la daga, dándole en seguida un puñetazo en la cabeza que lo hizo caer sin sentido.
-Tanto amoló esta maula -dijo, dándole con el pie-, que al fin me obligó a hacerle el gusto. No te degüello de asco.
Romero volvió en sí inmediatamente, se levantó rápido y buscó en vano en su cintura la daga, que le quitara Juan Blanco.
-¡Demen un arma, demen un arma, canejo! -gritó enfurecido, mirando a los paisanos que estaban mudos de asombro ante lo que había pasado-. ¡Un cuchillo! -vociferó, lanzándose sobre el paisano que estaba más inmediato, y tratando de arrancarle la daga que éste le rehusó, no queriendo comprometerse.
-¡Tome el cuchillo, maula! -le gritó entonces Blanco, tirándole a los pies la daga que le quitara de la cintura, y enrollando la manta en el brazo izquierdo.
Rico Romero se precipitó sobre su arma, que blandió en su mano vigorosa, y acometió a Blanco con la cabeza baja, marcando una terrible puñalada. Blanco evitó el golpe con asombrosa limpieza, y golpeó con el plano de su daga la cabeza de Romero, diciéndole:
-¡No se asuste, maula!
Romero, desesperado, y conociendo que era imposible llegar con el puñal al pecho de aquel hombre cuya vista era asombrosa, tomó rápidamente de sobre el billar otra bola que lanzó vigorosamente y que fue a estrellarse en el pecho de Blanco.
Detrás de la bola acometió Romero con suma rapidez, tirando una puñalada con todo el largo de su brazo. Fue aquélla la última puñalada que debía tirar en su vida.
Blanco no se había turbado, a pesar del segundo golpe de bola recibido en el pecho; envolvió en su manta la puñalada que le tirara Romero y se tiró a fondo, rápido y poderoso.
Su daga penetró entre la tercera y cuarta costilla, yéndose a clavar en la espina dorsal y atravesando en su trayecto el corazón, de manera que Rico cayó al suelo sin pronunciar una palabra. La muerte había sido instantánea.
Aquella puñalada había sido tirada con tal vigor, con tal fuerza muscular, que cuando Juan Blanco quiso sacar la daga de la herida, tuvo que apoyar una rodilla sobre el pecho del cadáver y dar un violento tirón de la daga con ambas manos.
Y era tan rica la hoja de aquella arma, que en la punta no se veía la menor lastimadura a pesar de haberse enterrado por lo menos medio centímetro en la columna vertebral.
Juan Blanco limpió su daga en el saco del cadáver y paseó al guardarla una mirada indagadora sobre los paisanos asombrados.
Ninguno de ellos dijo una sola palabra: estaban completamente dominados por el terror y el asombro. Juan había vuelto a tomar, para ellos, proporciones colosales, pues Rico Romero era un hombre reconocido por guapo y a quien no había valido ni aun el haber madrugado a su contrario.
-Una copa, amigo, para mojar la garganta -dijo Blanco al pulpero-, y otra para que esta gente vaya enjuagando el jabón que tiene.
El pulpero sirvió presuroso lo que aquel hombre había pedido, dándose por feliz de que no pidiese más.
Blanco bebió la suya, pagó el gasto hecho y salió a la calle, donde estaba su caballo bayo overo, atado en el tradicional barrote de fierro que pasa de parte a parte en los postes y que colocan los negociantes de los pueblos de campo, haciéndoles prestar el servicio de tranquera, para que los animales que quedan a la puerta no suban a la vereda.
Juan Blanco montó a caballo, apartando al perro que estaba sobre el apero, y tomó el camino de la plaza. Eran apenas las nueve de la noche.
Se detuvo en la barbería que había a la otra cuadra del juzgado y se hizo afeitar.
Nos cuenta el mismo barbero que, cuando empezaba a pasarle la navaja por la cara, Juan Blanco mantuvo con él el siguiente diálogo:
-Dígame, amigo, si viniera Juan Moreira y se sentara en su casa a hacerse afeitar, así como yo estoy ¿qué haría usted con él?
-Lo afeitaría -contestó naturalmente el barbero-; porque dicen que aquel hombre es terrible y yo no quiero tener enemistades con nadie.
-Y si se negase a pagarle la afeitada, estando tan cerquita del Juzgado, ¿qué haría usted con él?, ¿daría parte o se asustaría?
-Yo no me asustaría -dijo el barbero-; pero si no me quisiera pagar lo dejaría irse, porque peor sería que le fuese a dar rabia y me quisiera sacudir.
-Dicen que es un hombre muy malo ese tal Moreira y que ha hecho muchas muertes. No creo que sea un buen enemigo.
-Sí, pero también dicen que ha sido hombre bueno y que lo han perseguido mucho. Dicen, asimismo, que su lujo es pelear las partidas.
Mientras así hablaban, el barbero concluyó de afeitar a Blanco, quien se puso el sombrero y dio para que se cobrase un billete de cincuenta pesos.
Cuando el barbero vino a traerle el vuelto, Juan Blanco le retiró la mano, diciéndole:
-Guarde eso, amigo, en recuerdo de Juan Moreira.
El barbero quedó inmóvil, como si lo hubiera herido un rayo.
Aquella revelación inesperada le cayó como un balde de agua helada, pensando en que tal vez, si él se hubiera expresado de Moreira en otros términos, probablemente éste lo habría cosido a puñaladas.
El paisano montó a caballo y se alejó al tranquito, dando vuelta a la plaza y tomando el camino de las quintas.
Media hora después todos los habitantes del Salto sabían que el tal Juan Blanco no era otro que el famoso Juan Moreira, por lo que ya no les llamaba la atención lo que éste había hecho con el teniente alcalde, y la manera con que había dado muerte a Romero, después de haberle sufrido mil impertinencias.
Si la partida de plaza había pensado salir a prender a Juan Blanco, se llamó a sosiego cuando supo que este tal Juan era Moreira, llegando al extremo de negarse redondamente a la orden que de salir en su busca les diera el Juez de Paz.
Al otro día Moreira salió del Salto y tomó el camino de Navarro; pero antes de abandonar el pueblo, se le vio venir a la plaza, subir a la vereda y golpear la puerta del juzgado anunciándose a voz en cuello.
La partida de plaza estaba dentro del Juzgado, pero resolvió prudentemente no hacer caso de las voces del paisano.
viernes, 29 de enero de 2016
La soberbia del valor
Moreira regresó a Navarro y empezó a recorrer todos los partidos vecinos: Cañuelas, Saladillo, Lobos, Salto y Las Heras, siendo el terror de sus habitantes y de las partidas de plaza.
Dormía de día en medio del campo, fiado en la vigilancia de su perro, y se acercaba de noche a las poblaciones a buscar sus víveres y sus vicios.
Peleaba con los gauchos que tenían hechos y reputación, contentándose con vencerlos y no matándolos sino en el caso que esto fuera muy necesario a su defensa.
Las partidas de plaza estaban completamente dominadas, y si acaso le presentaban combate era para huir inmediatamente que el gaucho las acometía.
Solía venir al partido de Lobos, donde se alojaba en una casa llamada "La Estrella" y allí pasaba dos o tres días entregado al juego, al beberaje y a las mujeres.
Mientras Moreira estaba allí, no sucedía ningún escándalo, porque él no lo permitía; ¿y quién contrarrestaba aquella voluntad de acero?
Moreira salía al campo y detenía las galeras que venían a Lobos de los partidos vecinos a tomar el tren, pues sospechaba que en alguna de ellas podría ir su odiado compadre, a quien había jurado matar, y hacía un general registro entre los pasajeros, a quienes obligaba a descender para revisar el interior del vehículo.
En las diligencias venían generalmente pasajeros armados hasta los dientes, con la decisión de matar a Moreira si les salía al camino, pero al encontrarse con el gaucho olvidaban por completo su propósito y las armas permanecían inofensivas en sus manos heladas por el espanto.
Moreira hacía un prolijo registro, y convencido de que no iba allí su compadre, los dejaba seguir su viaje sin hacer a los pasajeros el menor daño.
Un día tuvo noticia de que en una galera que debía pasar por el Durazno, para tomar el tren de Lobos, venían su mujer y su compadre, que se dirigían a Buenos Aires.
Moreira se fue al Durazno y se emboscó en la pulpería por donde tenía que pasar la galera, decidido a degollar irremediablemente a aquel hombre que tanto odiaba.
Una partida de plaza, fuerte y bien preparada, recorría también los campos ese mismo día en demanda del terrible gaucho, no ya para prenderlo sino para matarlo.
Moreira sabía que lo buscaban, pero ni siquiera había pensado en ocultarse y sacar el cuerpo a aquella partida, pues tenía por todas ellas el mayor desprecio.
El gaucho se había emboscado, ocultando también su caballo, para que la gente de la galera no tuviese desconfianza alguna, y esperaba con la paciencia del zorro.
Serían como las doce del día cuando en las revueltas del camino apareció la galera, arrancando a Moreira un grito de júbilo.
Tanto el pulpero como algunos paisanos que estaban allí refrescando, temblaban de espanto al pensar lo que iba a suceder, no atreviéndose ninguno de ellos a disuadirlo.
En la galera venían el mayoral y seis peones, trayendo ocho pasajeros, perfectamente armados, entre los que se contaba el referido compadre, que traía un "rémington".
Cuando la galera iba a pasar por la pulpería, sin detenerse, temiendo que a ella pudiera llegar Moreira, éste saltó al camino y dio la voz de alto y a tierra.
-Pero, amigo Moreira -dijo el mayoral endulzando la voz todo lo que le fue posible-, déjenos seguir viaje, que llevamos el tiempo contado para alcanzar el tren.
-Alto, he dicho -replicó el soberbio gaucho, cruzándose de brazos delante de la galera-; yo tengo que revisar ese coche antes que siga viaje.
-Esto es de vicio, amigo -añadió humildemente el mayoral-; adentro no viene ningún enemigo suyo y usted nos va hacer perder el tren, que no sabe dar espera.
Moreira no contestó una sola palabra, pero sacó de su cintura uno de sus enormes trabucos y apuntó al mayoral: la galera se detuvo como por un resorte.
Los pasajeros, armados como estaban, podían haberse defendido por las ventanillas, tal vez matando al paisano, pero la proximidad de Moreira los había aterrorizado, desarrollándose en el interior de aquel vehículo una escena conmovedora.
La voz de Moreira había sido reconocida por tres de los pasajeros, produciendo en cada uno de ellos una impresión diversa pero igualmente profunda.
El compadre abandonó su "rémington" y se echó de barriga en el fondo de la galera, diciendo a los compañeros de viaje:
-Por Dios, amigos, ese hombre me busca y si me ve me va a degollar, échenme encima los ponchos y tengan piedad de mí. ¡Traten de que ese hombre no me vea, porque a la fija me mata!
Vicenta reconoció también la voz del gaucho y se echó a llorar desesperadamente. No temía al paisano; sabía que éste no la había de matar, puesto que no la mató la noche aquella que apareció en su rancho; pero al timbre de aquella voz se había agolpado a su espíritu todo el inmenso amor que le inspiraba su marido, y el recuerdo de todo su pasado acudía a su memoria, haciéndola caer en aquella amargura y honda desesperación.
Y lloraba desconsoladamente, ocultando el semblante como para huir de la mirada de Moreira, que sentía gravitar sobre su corazón, cuyos movimientos rápidos y agitados se advertían sobre la ropa.
La tercera persona que había reconocido aquella voz enérgica, era Juancito, el pequeño Juancito, que iba en brazos de la desventurada Vicenta.
Juancito gritaba alegremente y extendía sus bracitos hacia las ventanillas de la galera, llamando a su tata y prodigándole mil cariños en su encantadora media lengua.
Cuando Moreira asomó la cabeza al interior de la galera, se estremeció poderosamente y quedó inmóvil, fijando en su hijo su mirada entornada por una impresión íntima.
Olvidó por completo el propósito que allí lo llevaba; olvidó a su compadre, pegado al fondo de la galera, y no tuvo ojos más que para mirar a Juancito.
Sin retirar el trabuco que brillaba en su diestra, metió las manos por la ventanilla de la galera y empezó a acariciar a su hijito de todos modos.
Al espanto, entre los pasajeros, había sucedido un asombro mezclado a una especie de respeto engendrado por la actitud de profundo cariño asumida por el gaucho, cariño que asomaba dulcísimo a su pupila, dando a aquella fisonomía varonil y hermosa una expresión de dulzura arrobadora.
Era aquél un cuadro magnífico, de aquellos que no se pueden trasladar al lienzo, porque no está al alcance del hombre el poder imitar aquella chispa divina que asoma a la mirada en ciertas situaciones del espíritu, chispa inimitable que se puede llamar belleza de la expresión.
Y allí estaba Moreira absorto en la contemplación de su hijo, que devolvía una a una sus caricias, rogándole lo llevara consigo en ancas de su caballo.
De pronto soltó a su hijo al lado de Vicenta, buscó en su cintura el otro trabuco y se volvió amenazador hacia el camino.
De sus ojos había desaparecido aquella tierna expresión de cariño, apareciendo en ellos aquel fulgor siniestro que los dominaba en lo más recio del combate, cuando éste era duro y apurado.
¿Quién había sacado a Moreira de su éxtasis paternal, haciéndole volverse amenazador hacia el camino y sacando un trabuco que amartilló rápidamente?
Eran los ladridos desesperados que lanzaba el Cacique, previniendo un nuevo peligro, y que se sentían allí donde el gaucho dejara emboscado su caballo.
Moreira llegó en dos saltos a donde estaba su caballo y vio a dos cuadras de distancia una partida de plaza que venía al gran galope, sin duda para apresar al overo bayo, lo que importaba cortar al paisano la retirada y quitarle aquel poderoso elemento que lo hacía tan temible.
Sin duda el Cacique había dado mucho antes la voz de alarma, que no había sentido Moreira, extasiado en la contemplación de su hijito.
Al ver aparecer al gaucho en aquella actitud amenazadora, la partida se contuvo y avanzó al tranco tomando mil precauciones, pues entonces ya no se trataba de prender a Moreira, sino de matarlo de la mejor manera que se pudiera.
El mayoral de la galera aprovechó entonces aquella protección inesperada, y se alejó de allí con toda la velocidad que le permitían sus flaquísimos mancarrones.
Moreira quedó completamente desesperado. Quería seguir la galera, donde indudablemente se salvaba el objeto de su venganza, pero tenía también que atender a la partida, que se le venía encima preparando las carabinas de fulminante con que se la había armado.
El paisano renunció con una maldición a la persecución de la galera y atendió a su defensa, echando rápidamente la rienda al cuello del overo.
En ese momento los soldados hicieron tres o cuatro disparos de carabina, pero tan inseguros que el mejor tiro pasó a diez varas de distancia.
Ya hemos hecho presente que nuestra caballería de guardia nacional no sabe tirar, hasta el punto de disparar las carabinas al acaso, apoyándolas en las paletas del caballo.
Moreira extendió los brazos y el doble disparo de sus trabucos sonó poderoso, llevando el espanto y la muerte a las filas de sus adversarios.
Los caballos se asustaron y corrieron en varias direcciones, teniendo los soldados que hacer serios esfuerzos para contenerlos y volver al ataque.
Entretanto, con la rapidez que le era característica, Moreira había vuelto a cargar los trabucos y esperaba tranquilo y sonriente la nueva acometida.
Los soldados, rehechos, volvieron al ataque y dispararon de nuevo al acaso sus carabinas, sin otro resultado que provocar la risa del gaucho, que ni siquiera se cubría tras el corral donde estaba atado el caballo, pues la práctica le había enseñado que las carabinas en manos de aquella gente eran armas inútiles.
Dejó, pues, que se aproximaran todo lo posible, y cuando los tuvo a tiro seguro, tendió de nuevo los brazos y el trueno de sus trabucos volvió a sonar poderoso, yendo a morir, repetido por el eco, allá en el último monte y saltó sobre el caballo.
El espanto se apoderó por completo de aquellos soltados, que echaron a disparar completamente desmoralizados, dejando en el campo tres muertos.
Moreira cerró las espuelas sobre los flancos del overo y se lanzó ávido en persecución de los que habían turbado su venganza, haciéndole escapar su presa.
Era la primera vez que después de vencer a una partida, perseguía sus restos, enconado y deseoso de destruirla soldado por soldado.
Es que el gaucho estaba furioso; la aparición de aquella partida, cuando menos la esperaba, lo había encolerizado y quería desahogar sus iras matando, exterminando todo aquello que se le pusiera por delante y tuviese olor a justicia de paz o partida de plaza, que eran sus enemigos a muerte.
Moreira había guardado sus trabucos y sacado una de las pistolas que le regalara su compadre Giménez, y la llevaba en la diestra.
Y así disparaba con la vertiginosa rapidez de su overo bayo, no sabiendo a cuál de sus enemigos elegir, pues todos huían en completo desparramo.
Por fin el gaucho se fijó en uno de los jinetes que más apuraba la marcha para salvar el bulto, cerró las espuelas al overo y partió en su dirección.
Tres o cuatro minutos después el paisano estaba sólo a dos cuerpos del caballo del soldado, que volvió la cara e hizo fuego con la carabina.
El tiro no dio en el blanco, y en aquel movimiento el soldado perdió la mitad de la distancia que ya no debía volver a recobrar.
Sacó el sable con ademán desesperado y se dispuso a vender cara la vida, pero tarde, ¡demasiado tarde!
Moreira se le había puesto a la par por el lado de montar, echando sobre el pobre mancarrón patrio todo el peso irresistible del overo, que lo cubrió de espuma.
El soldado dio vuelta y miró a Moreira, lívido por el terror, pues adivinaba la intención de aquel hombre; enarboló el sable y amagó un hachazo que el gaucho esquivó echando el cuerpo hacia las ancas del overo, y fue aquél el primero y último hachazo que tiró ese infeliz que tuvo la desgracia de ser alcanzado.
Moreira se enderezó de nuevo, buscó con su pistola la sien izquierda del jinete adversario, y el tiro salió, destrozándole completamente la cabeza.
Era el cuarto cadáver de la acción.
El soldado cayó del caballo como una maza.
Había muerto instantáneamente.
Moreira miró el camino por donde se veían como puntos negros los soldados que huían.
Blandió su arma amenazante en esa dirección y volvió riendas a la pulpería, diciendo:
-¡Ya nos volveremos a ver los bigotes, pedazos de maula!
Moreira corría con el vértigo de la carrera, el overo saltaba los pozos del camino, salvando los escollos, y, semejante al jinete, el Cacique iba como adherido a las ancas.
Así pasó como una tempestad por delante de la pulpería y siguió su desesperada carrera por espacio de dos leguas, interrogando el horizonte con inteligente mirada.
¿Qué buscaba Moreira en el espacio, que así hundía en él su mirada?
¿Cuál era el fin de aquella carrera que iba postrando las fuerzas del overo?
El paisano buscaba un punto que le revelase la posibilidad de alcanzar la galera, pero la lucha había sido larga y aquélla había tenido tiempo de hacer una larga marcha.
Convencido ya de que toda persecución sería inútil, Moreira detuvo su caballo y volvió riendas hacia la pulpería del Durazno, al trotecito del fatigado overo.
Moreira llegó a la pulpería, desensilló su caballo y le echó sobre el lomo un balde de agua fresca; en seguida compró una buena brazada de pasto y le dio de comer.
Concluida esta operación, entró a la pulpería sombrío y amenazador, pidiendo una sangría que se puso a beber con una ansiedad verdadera.
La fatiga de la lucha y el ardor de la carrera habían secado por completo su boca, que daba paso a la respiración poderosa, pero jadeante y entrecortada.
Cuando terminó la sangría, Moreira salió afuera, ensilló su caballo sin apretarle la cincha, y tendió a su lado la manta de vicuña, donde se echó a reposar.
El gaucho pensaba que tendría que renunciar a su venganza, pues aquella gente no volvería más por aquellos mundos mientras él estuviera vivo y pudiese aún manejar su terrible daga que tantas vidas había postrado a sus pies, en lucha leal siempre.
Ya no vería más a su hijito, cuya suerte lo aterraba. Y al pensar de esa manera, Moreira tomaba su cabeza con ambas manos y enredaba sus dedos nerviosos en los sedosos cabellos que mecía sin piedad.
-¡Ya no lo veré más! -decía llorando amargamente-; ¡ya no lo veré más, pero he de vengarme a lo indio, sin perdonar a uno solo de los que me han hecho mal!
Así llorando unas veces, maldiciendo otras, dormitando a intervalos y prevenido siempre a cualquier evento, estuvo echado en la manta hasta la caída de la tarde.
A aquella hora llegó a la pulpería otra galera, que iba de paso para Lobos a tomar el tren del día siguiente.
En esa galera venían también varios pasajeros armados hasta los dientes, en previsión de que Moreira les fuese a salir al camino, pues ya se decía con esa exageración de los pequeños pueblos, que el paisano detenía las galeras y saqueaba a los pasajeros, pudiéndose contar por feliz el que escapaba con vida.
Cuando Moreira divisó la diligencia, cinchó tranquilamente su caballo y revisó las armas, preparándose por completo a hacer frente a toda situación.
En esta actitud poco tranquilizadora esperó que se acercara la galera, y cuando ésta estuvo a pocas varas, se puso en medio del camino diciéndole al mayoral:
-Amigo, media vuelta y vuélvase, porque hoy no pasa nadie para Lobos; ya han pasado por desgracia más de los que debían, y por hoy se acabó.
-Pero, amigo Moreira -repuso el mayoral-, aquí va gente buena que quiere tomar el tren de mañana, porque tiene que hacer en Buenos Aires.
-¡Alto y vuélvase, amigo mayoral! -insistió Moreira-. Ya le he dicho una vez que por aquí no se pasa hoy, porque así me ha dado la gana este día. ¡Pronto y con buen modo!
Uno de los pasajeros, que conocía al gaucho y sabía que era accesible a la palabra bondadosa, asomó la cabeza por una de las ventanillas de la galera y le dijo:
-Deje pasar, amigo Moreira; tenemos mucho que hacer en el pueblo y la demora de este viaje podría traernos serios perjuicios en nuestros negocios.
Moreira endulzó su ademán al oír aquella palabra suave, se hizo a un lado del camino y sin quitar la vista de aquel hombre, dijo:
-Está bien, patrón, yo no soy justicia para tener palabra de rey, y aunque había jurado que no pasaría nadie, fue porque no conté que hay palabras que llegan al corazón.
Y la galera siguió viaje y el paisano quedó allí cruzado de brazos hasta que el vehículo se perdió por completo.
Dos pasajeros habían visto los tres cadáveres sobre el camino y, al percibir a Moreira y oír su palabra altanera, se habían creído muertos; de modo que cuando estuvieron a cierta distancia, recién respiraron con entera libertad, apreciando aquella aventura como la salvación de un peligro de muerte inevitable, gracias a aquel joven pasajero que conocía a Moreira.
-Si este hombre hubiese sido tratado con bondad siempre -dijo éste a los otros pasajeros-, habría sido tan dócil como un niño. Pero lo han perseguido a muerte, y ese espíritu naturalmente bondadoso, herido y humillado de todos modos, se ha lanzado al camino de guerra abierta con la justicia.
Y aquella era una verdad inconmovible, pues solamente nuestra justicia de paz, mala y entregada a manos ignorantes, es capaz de convertir a un hombre bueno en un bandido, pues si Moreira no hubiera tenido el freno de los instintos nobles y bondadosos, habría sido un asesino feroz que hubiese asolado toda la campaña con sus crímenes.
Moreira permaneció mudo y de brazos cruzados hasta que el ruido de la galera no fue perceptible al oído.
Entonces entró a la pulpería, donde comió una caja de sardinas y bebió un trago de vino; montó en seguida a caballo, después de haber pagado el gasto, y se alejó al paso de su overo, que a las diez o doce varas dio un bufido asustado y saltó hacia un lado con tal ímpetu que, a ser el jinete otro que Moreira, habría salido limpio del recado.
No fue tan feliz el Cacique, que resbaló por el anca y cayó al suelo, previniendo a Moreira con sus ladridos, que necesitaba ayuda para volver a subir.
El paisano se agachó, levantó de nuevo al Cacique e indagó a la media luz de la noche, que ya se venía encima, la causa del susto del overo.
Eran dos de los cadáveres de los soldados que habían sido muertos en la lucha, que permanecían tirados al lado del camino, pues la partida no se había atrevido aún a venir a recogerlos.
-Queden con Dios -les dijo Moreira con un sarcasmo infinito-, yo les he de mandar tantos compañeros, que se han de estorbar para jugar al truco o la taba.
Y su gallarda silueta se confundió con la oscuridad de la noche.
El paisano se dirigía a Navarro que, no sabemos por qué, era su pueblo predilecto.
Era entonces Juez de Paz de Navarro el mismo señor Marañón a quien Moreira salvó anteriormente la vida, según lo hemos narrado.
El paisano marchaba a jornadas muy cortas para reponer a su caballo de la última fatiga sufrida, que había sido muy recia y había postrado algo sus fuerzas; se detenía en las pulperías del tránsito el tiempo necesario para dar de comer a su gente, según llamaba a su caballo y su perro, y comer algo él mismo.
Dormía poco y a la siesta en el medio del campo, según su vieja costumbre, pues la noche la dedicaba para marchar "con la fresca" libre de toda sorpresa.
Moreira llegó a Navarro completamente descansado y listo para entrar en combate, si acaso la partida de plaza salía a hacerle una tanteada.
Eran las dos de la tarde cuando entró al pueblo de Navarro, con terror de sus pacíficos habitantes, que lo vieron pasar por la calle aterrados.
En vez de dirigirse a casa de algún amigo para ocultarse o a alguna pulpería de los arrabales para no hacerse tan notable, Moreira se fue directamente a la pulpería de Olazo, donde peleó con Leguizamón, muy concurrida a esa hora, y tomó allí la copa, invitando a algunos amigos que estaban refrescando.
Allí permaneció más de dos horas en alegre conversación, relatando alguna de sus aventuras en los toldos y el lance con el sargento Navarro, que fue muy aplaudido.
Después de recibir algunas felicitaciones de los amigos, pagó el gasto hecho y salió de lo de Olazo, tomando la dirección de la plaza, como quien va al juzgado.
Los paisanos quedaron asombrados de aquel rasgo de audacia, incomprensible en un hombre contra quien las partidas tenían una orden de muerte.
Moreira llegó a la puerta del Juzgado de Paz, donde detuvo su caballo.
Eran más de las cuatro y el señor Marañón no estaba allí a aquella hora.
Todos los paisanos que había en lo de Olazo vinieron a la plaza a ser testigos de la hombrada que, fuera de duda, iba a hacer allí Moreira.
Este se detuvo a la puerta y, encarándose con el soldado que estaba de guardia, sacó sus trabucos y con toda calma y prolijidad se puso a examinar los muelles.
-¿No está la partida en el juzgado? -le preguntó volviendo los trabucos a la cintura-. Llamá al sargento y decile que aquí está Juan Moreira, que viene a pelear.
El soldado, temblando de miedo, se metió adentro y, sin darse cuenta de lo que hacía, fue a avisar al sargento lo que sucedía, que quedó helado de espanto.
Viendo Moreira que el sargento tardaba en venir, se bajó del caballo y golpeó la puerta del Juzgado con el cabo del rebenque, gritando desesperadamente:
-¿Qué hacen que no vienen esos maulas que dicen que me andan buscando ganosos, por todas partes, sin querer dar conmigo? He venido a ahorrarles el viaje.
El sargento, al oír las voces, acudió como un autómata a la puerta y dijo a Moreira:
-Váyase, don Juan, que nosotros no lo perseguimos. Váyase que me compromete, por Dios, que va a venir el juez, que es el señor Marañón, y nos va a echar a todos a la calle, después de una cepiada.
Cuando Moreira supo que el juez era Marañón, montó rápidamente a caballo y se alejó presuroso diciendo:
-Pues me voy, porque no quiero que ese hombre tenga ningún disgusto por causa mía, y me voy del partido, a donde no he de volver mientras él sea justicia. ¡Es el único hombre que quiero en esta vida!
Y se alejó al galope largo, yéndose a hacer noche en casa de unos amigos, en las orillas del pueblo.
Serían las ocho de la noche cuando apareció en el rancho donde se albergaba Moreira, previo aviso del Cacique, el mismo sargento de la partida con quien habló en el juzgado.
El sargento era portador de un recado del Juez de Paz Marañón, que mandaba decir que fuese a verlo inmediatamente a su casa.
No sabemos hasta qué punto tendremos derecho a hacer uso de estos datos, y si hay en ellos alguna indiscreción, pedimos humildemente disculpas a aquel digno caballero, en vista del móvil que nos guía.
Los hechos pasados y su acción noble lo enaltecen, lejos de deprimirlo.
Moreira llegó a la casa del señor Marañón y éste empezó a hacerle todo género de reflexiones para que aceptara su primer oferta de irse a las provincias del interior.
-No puedo, mi patrón -dijo Moreira-. Ya la vida me pesa y el día que me maten será el único día alegre que habré tenido. Si peleo no es ya para defender el cuero, como en tiempos en que podía vengarme. Ahora peleo sólo porque no digan que me han matado como un carnero, tengo que morir según mi crédito y ésta es la razón por que no me he dejado matar con las últimas partidas que me han venido a prender.
Marañón tenía contraída con Moreira una de aquellas deudas que nunca se pagan: la vida; y trataba de detener a aquel gaucho desventurado en la pendiente de muerte a que rodaba con una conformidad tan imponente.
-Es preciso que te vayas de aquí -dijo Marañón-, porque yo no puedo tolerar tu presencia, como Juez de Paz en este partido. O te vas o renunciaré.
-Me voy, señor, me voy -dijo Moreira-, y ha de ser esta noche misma. Usted es el único hombre que hay sobre la tierra contra quien yo jamás haré uso de mis armas. Permítame que lo quiera, patrón, y si algún día quiere quedar bien prendiéndome, mándeme avisar, que yo mismo me presentaré en su casa sin armas y yo mismo me ataré para que me lleven.
-¡No seas loco! -le dijo Marañón-. Salí del partido, y que Dios te ayude.
Y al estrechar la mano que el gaucho recibió entre las dos suyas, quiso inducirlo de nuevo a que se fuera al interior, prometiendo buscar su hijo y mandárselo.
Pero Moreira desechó la propuesta con la misma decisión que las otras veces.
Estrechó la mano de aquel único ser en quien había encontrado un amparo.
Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y salió de la casa de Marañón sin decir una palabra.
Montó a caballo, gritó un triste "adiós, patrón querido" y largó su caballo a gran galope, hasta llegar al rancho donde paraba, y donde se detuvo a levantar la manta y otras prendas que había dejado en casa del amigo que le había ofrecido albergue.
Media hora después salía del pueblo al tranquito, tomando la dirección del partido del Salto.
Dormía de día en medio del campo, fiado en la vigilancia de su perro, y se acercaba de noche a las poblaciones a buscar sus víveres y sus vicios.
Peleaba con los gauchos que tenían hechos y reputación, contentándose con vencerlos y no matándolos sino en el caso que esto fuera muy necesario a su defensa.
Las partidas de plaza estaban completamente dominadas, y si acaso le presentaban combate era para huir inmediatamente que el gaucho las acometía.
Solía venir al partido de Lobos, donde se alojaba en una casa llamada "La Estrella" y allí pasaba dos o tres días entregado al juego, al beberaje y a las mujeres.
Mientras Moreira estaba allí, no sucedía ningún escándalo, porque él no lo permitía; ¿y quién contrarrestaba aquella voluntad de acero?
Moreira salía al campo y detenía las galeras que venían a Lobos de los partidos vecinos a tomar el tren, pues sospechaba que en alguna de ellas podría ir su odiado compadre, a quien había jurado matar, y hacía un general registro entre los pasajeros, a quienes obligaba a descender para revisar el interior del vehículo.
En las diligencias venían generalmente pasajeros armados hasta los dientes, con la decisión de matar a Moreira si les salía al camino, pero al encontrarse con el gaucho olvidaban por completo su propósito y las armas permanecían inofensivas en sus manos heladas por el espanto.
Moreira hacía un prolijo registro, y convencido de que no iba allí su compadre, los dejaba seguir su viaje sin hacer a los pasajeros el menor daño.
Un día tuvo noticia de que en una galera que debía pasar por el Durazno, para tomar el tren de Lobos, venían su mujer y su compadre, que se dirigían a Buenos Aires.
Moreira se fue al Durazno y se emboscó en la pulpería por donde tenía que pasar la galera, decidido a degollar irremediablemente a aquel hombre que tanto odiaba.
Una partida de plaza, fuerte y bien preparada, recorría también los campos ese mismo día en demanda del terrible gaucho, no ya para prenderlo sino para matarlo.
Moreira sabía que lo buscaban, pero ni siquiera había pensado en ocultarse y sacar el cuerpo a aquella partida, pues tenía por todas ellas el mayor desprecio.
El gaucho se había emboscado, ocultando también su caballo, para que la gente de la galera no tuviese desconfianza alguna, y esperaba con la paciencia del zorro.
Serían como las doce del día cuando en las revueltas del camino apareció la galera, arrancando a Moreira un grito de júbilo.
Tanto el pulpero como algunos paisanos que estaban allí refrescando, temblaban de espanto al pensar lo que iba a suceder, no atreviéndose ninguno de ellos a disuadirlo.
En la galera venían el mayoral y seis peones, trayendo ocho pasajeros, perfectamente armados, entre los que se contaba el referido compadre, que traía un "rémington".
Cuando la galera iba a pasar por la pulpería, sin detenerse, temiendo que a ella pudiera llegar Moreira, éste saltó al camino y dio la voz de alto y a tierra.
-Pero, amigo Moreira -dijo el mayoral endulzando la voz todo lo que le fue posible-, déjenos seguir viaje, que llevamos el tiempo contado para alcanzar el tren.
-Alto, he dicho -replicó el soberbio gaucho, cruzándose de brazos delante de la galera-; yo tengo que revisar ese coche antes que siga viaje.
-Esto es de vicio, amigo -añadió humildemente el mayoral-; adentro no viene ningún enemigo suyo y usted nos va hacer perder el tren, que no sabe dar espera.
Moreira no contestó una sola palabra, pero sacó de su cintura uno de sus enormes trabucos y apuntó al mayoral: la galera se detuvo como por un resorte.
Los pasajeros, armados como estaban, podían haberse defendido por las ventanillas, tal vez matando al paisano, pero la proximidad de Moreira los había aterrorizado, desarrollándose en el interior de aquel vehículo una escena conmovedora.
La voz de Moreira había sido reconocida por tres de los pasajeros, produciendo en cada uno de ellos una impresión diversa pero igualmente profunda.
El compadre abandonó su "rémington" y se echó de barriga en el fondo de la galera, diciendo a los compañeros de viaje:
-Por Dios, amigos, ese hombre me busca y si me ve me va a degollar, échenme encima los ponchos y tengan piedad de mí. ¡Traten de que ese hombre no me vea, porque a la fija me mata!
Vicenta reconoció también la voz del gaucho y se echó a llorar desesperadamente. No temía al paisano; sabía que éste no la había de matar, puesto que no la mató la noche aquella que apareció en su rancho; pero al timbre de aquella voz se había agolpado a su espíritu todo el inmenso amor que le inspiraba su marido, y el recuerdo de todo su pasado acudía a su memoria, haciéndola caer en aquella amargura y honda desesperación.
Y lloraba desconsoladamente, ocultando el semblante como para huir de la mirada de Moreira, que sentía gravitar sobre su corazón, cuyos movimientos rápidos y agitados se advertían sobre la ropa.
La tercera persona que había reconocido aquella voz enérgica, era Juancito, el pequeño Juancito, que iba en brazos de la desventurada Vicenta.
Juancito gritaba alegremente y extendía sus bracitos hacia las ventanillas de la galera, llamando a su tata y prodigándole mil cariños en su encantadora media lengua.
Cuando Moreira asomó la cabeza al interior de la galera, se estremeció poderosamente y quedó inmóvil, fijando en su hijo su mirada entornada por una impresión íntima.
Olvidó por completo el propósito que allí lo llevaba; olvidó a su compadre, pegado al fondo de la galera, y no tuvo ojos más que para mirar a Juancito.
Sin retirar el trabuco que brillaba en su diestra, metió las manos por la ventanilla de la galera y empezó a acariciar a su hijito de todos modos.
Al espanto, entre los pasajeros, había sucedido un asombro mezclado a una especie de respeto engendrado por la actitud de profundo cariño asumida por el gaucho, cariño que asomaba dulcísimo a su pupila, dando a aquella fisonomía varonil y hermosa una expresión de dulzura arrobadora.
Era aquél un cuadro magnífico, de aquellos que no se pueden trasladar al lienzo, porque no está al alcance del hombre el poder imitar aquella chispa divina que asoma a la mirada en ciertas situaciones del espíritu, chispa inimitable que se puede llamar belleza de la expresión.
Y allí estaba Moreira absorto en la contemplación de su hijo, que devolvía una a una sus caricias, rogándole lo llevara consigo en ancas de su caballo.
De pronto soltó a su hijo al lado de Vicenta, buscó en su cintura el otro trabuco y se volvió amenazador hacia el camino.
De sus ojos había desaparecido aquella tierna expresión de cariño, apareciendo en ellos aquel fulgor siniestro que los dominaba en lo más recio del combate, cuando éste era duro y apurado.
¿Quién había sacado a Moreira de su éxtasis paternal, haciéndole volverse amenazador hacia el camino y sacando un trabuco que amartilló rápidamente?
Eran los ladridos desesperados que lanzaba el Cacique, previniendo un nuevo peligro, y que se sentían allí donde el gaucho dejara emboscado su caballo.
Moreira llegó en dos saltos a donde estaba su caballo y vio a dos cuadras de distancia una partida de plaza que venía al gran galope, sin duda para apresar al overo bayo, lo que importaba cortar al paisano la retirada y quitarle aquel poderoso elemento que lo hacía tan temible.
Sin duda el Cacique había dado mucho antes la voz de alarma, que no había sentido Moreira, extasiado en la contemplación de su hijito.
Al ver aparecer al gaucho en aquella actitud amenazadora, la partida se contuvo y avanzó al tranco tomando mil precauciones, pues entonces ya no se trataba de prender a Moreira, sino de matarlo de la mejor manera que se pudiera.
El mayoral de la galera aprovechó entonces aquella protección inesperada, y se alejó de allí con toda la velocidad que le permitían sus flaquísimos mancarrones.
Moreira quedó completamente desesperado. Quería seguir la galera, donde indudablemente se salvaba el objeto de su venganza, pero tenía también que atender a la partida, que se le venía encima preparando las carabinas de fulminante con que se la había armado.
El paisano renunció con una maldición a la persecución de la galera y atendió a su defensa, echando rápidamente la rienda al cuello del overo.
En ese momento los soldados hicieron tres o cuatro disparos de carabina, pero tan inseguros que el mejor tiro pasó a diez varas de distancia.
Ya hemos hecho presente que nuestra caballería de guardia nacional no sabe tirar, hasta el punto de disparar las carabinas al acaso, apoyándolas en las paletas del caballo.
Moreira extendió los brazos y el doble disparo de sus trabucos sonó poderoso, llevando el espanto y la muerte a las filas de sus adversarios.
Los caballos se asustaron y corrieron en varias direcciones, teniendo los soldados que hacer serios esfuerzos para contenerlos y volver al ataque.
Entretanto, con la rapidez que le era característica, Moreira había vuelto a cargar los trabucos y esperaba tranquilo y sonriente la nueva acometida.
Los soldados, rehechos, volvieron al ataque y dispararon de nuevo al acaso sus carabinas, sin otro resultado que provocar la risa del gaucho, que ni siquiera se cubría tras el corral donde estaba atado el caballo, pues la práctica le había enseñado que las carabinas en manos de aquella gente eran armas inútiles.
Dejó, pues, que se aproximaran todo lo posible, y cuando los tuvo a tiro seguro, tendió de nuevo los brazos y el trueno de sus trabucos volvió a sonar poderoso, yendo a morir, repetido por el eco, allá en el último monte y saltó sobre el caballo.
El espanto se apoderó por completo de aquellos soltados, que echaron a disparar completamente desmoralizados, dejando en el campo tres muertos.
Moreira cerró las espuelas sobre los flancos del overo y se lanzó ávido en persecución de los que habían turbado su venganza, haciéndole escapar su presa.
Era la primera vez que después de vencer a una partida, perseguía sus restos, enconado y deseoso de destruirla soldado por soldado.
Es que el gaucho estaba furioso; la aparición de aquella partida, cuando menos la esperaba, lo había encolerizado y quería desahogar sus iras matando, exterminando todo aquello que se le pusiera por delante y tuviese olor a justicia de paz o partida de plaza, que eran sus enemigos a muerte.
Moreira había guardado sus trabucos y sacado una de las pistolas que le regalara su compadre Giménez, y la llevaba en la diestra.
Y así disparaba con la vertiginosa rapidez de su overo bayo, no sabiendo a cuál de sus enemigos elegir, pues todos huían en completo desparramo.
Por fin el gaucho se fijó en uno de los jinetes que más apuraba la marcha para salvar el bulto, cerró las espuelas al overo y partió en su dirección.
Tres o cuatro minutos después el paisano estaba sólo a dos cuerpos del caballo del soldado, que volvió la cara e hizo fuego con la carabina.
El tiro no dio en el blanco, y en aquel movimiento el soldado perdió la mitad de la distancia que ya no debía volver a recobrar.
Sacó el sable con ademán desesperado y se dispuso a vender cara la vida, pero tarde, ¡demasiado tarde!
Moreira se le había puesto a la par por el lado de montar, echando sobre el pobre mancarrón patrio todo el peso irresistible del overo, que lo cubrió de espuma.
El soldado dio vuelta y miró a Moreira, lívido por el terror, pues adivinaba la intención de aquel hombre; enarboló el sable y amagó un hachazo que el gaucho esquivó echando el cuerpo hacia las ancas del overo, y fue aquél el primero y último hachazo que tiró ese infeliz que tuvo la desgracia de ser alcanzado.
Moreira se enderezó de nuevo, buscó con su pistola la sien izquierda del jinete adversario, y el tiro salió, destrozándole completamente la cabeza.
Era el cuarto cadáver de la acción.
El soldado cayó del caballo como una maza.
Había muerto instantáneamente.
Moreira miró el camino por donde se veían como puntos negros los soldados que huían.
Blandió su arma amenazante en esa dirección y volvió riendas a la pulpería, diciendo:
-¡Ya nos volveremos a ver los bigotes, pedazos de maula!
Moreira corría con el vértigo de la carrera, el overo saltaba los pozos del camino, salvando los escollos, y, semejante al jinete, el Cacique iba como adherido a las ancas.
Así pasó como una tempestad por delante de la pulpería y siguió su desesperada carrera por espacio de dos leguas, interrogando el horizonte con inteligente mirada.
¿Qué buscaba Moreira en el espacio, que así hundía en él su mirada?
¿Cuál era el fin de aquella carrera que iba postrando las fuerzas del overo?
El paisano buscaba un punto que le revelase la posibilidad de alcanzar la galera, pero la lucha había sido larga y aquélla había tenido tiempo de hacer una larga marcha.
Convencido ya de que toda persecución sería inútil, Moreira detuvo su caballo y volvió riendas hacia la pulpería del Durazno, al trotecito del fatigado overo.
Moreira llegó a la pulpería, desensilló su caballo y le echó sobre el lomo un balde de agua fresca; en seguida compró una buena brazada de pasto y le dio de comer.
Concluida esta operación, entró a la pulpería sombrío y amenazador, pidiendo una sangría que se puso a beber con una ansiedad verdadera.
La fatiga de la lucha y el ardor de la carrera habían secado por completo su boca, que daba paso a la respiración poderosa, pero jadeante y entrecortada.
Cuando terminó la sangría, Moreira salió afuera, ensilló su caballo sin apretarle la cincha, y tendió a su lado la manta de vicuña, donde se echó a reposar.
El gaucho pensaba que tendría que renunciar a su venganza, pues aquella gente no volvería más por aquellos mundos mientras él estuviera vivo y pudiese aún manejar su terrible daga que tantas vidas había postrado a sus pies, en lucha leal siempre.
Ya no vería más a su hijito, cuya suerte lo aterraba. Y al pensar de esa manera, Moreira tomaba su cabeza con ambas manos y enredaba sus dedos nerviosos en los sedosos cabellos que mecía sin piedad.
-¡Ya no lo veré más! -decía llorando amargamente-; ¡ya no lo veré más, pero he de vengarme a lo indio, sin perdonar a uno solo de los que me han hecho mal!
Así llorando unas veces, maldiciendo otras, dormitando a intervalos y prevenido siempre a cualquier evento, estuvo echado en la manta hasta la caída de la tarde.
A aquella hora llegó a la pulpería otra galera, que iba de paso para Lobos a tomar el tren del día siguiente.
En esa galera venían también varios pasajeros armados hasta los dientes, en previsión de que Moreira les fuese a salir al camino, pues ya se decía con esa exageración de los pequeños pueblos, que el paisano detenía las galeras y saqueaba a los pasajeros, pudiéndose contar por feliz el que escapaba con vida.
Cuando Moreira divisó la diligencia, cinchó tranquilamente su caballo y revisó las armas, preparándose por completo a hacer frente a toda situación.
En esta actitud poco tranquilizadora esperó que se acercara la galera, y cuando ésta estuvo a pocas varas, se puso en medio del camino diciéndole al mayoral:
-Amigo, media vuelta y vuélvase, porque hoy no pasa nadie para Lobos; ya han pasado por desgracia más de los que debían, y por hoy se acabó.
-Pero, amigo Moreira -repuso el mayoral-, aquí va gente buena que quiere tomar el tren de mañana, porque tiene que hacer en Buenos Aires.
-¡Alto y vuélvase, amigo mayoral! -insistió Moreira-. Ya le he dicho una vez que por aquí no se pasa hoy, porque así me ha dado la gana este día. ¡Pronto y con buen modo!
Uno de los pasajeros, que conocía al gaucho y sabía que era accesible a la palabra bondadosa, asomó la cabeza por una de las ventanillas de la galera y le dijo:
-Deje pasar, amigo Moreira; tenemos mucho que hacer en el pueblo y la demora de este viaje podría traernos serios perjuicios en nuestros negocios.
Moreira endulzó su ademán al oír aquella palabra suave, se hizo a un lado del camino y sin quitar la vista de aquel hombre, dijo:
-Está bien, patrón, yo no soy justicia para tener palabra de rey, y aunque había jurado que no pasaría nadie, fue porque no conté que hay palabras que llegan al corazón.
Y la galera siguió viaje y el paisano quedó allí cruzado de brazos hasta que el vehículo se perdió por completo.
Dos pasajeros habían visto los tres cadáveres sobre el camino y, al percibir a Moreira y oír su palabra altanera, se habían creído muertos; de modo que cuando estuvieron a cierta distancia, recién respiraron con entera libertad, apreciando aquella aventura como la salvación de un peligro de muerte inevitable, gracias a aquel joven pasajero que conocía a Moreira.
-Si este hombre hubiese sido tratado con bondad siempre -dijo éste a los otros pasajeros-, habría sido tan dócil como un niño. Pero lo han perseguido a muerte, y ese espíritu naturalmente bondadoso, herido y humillado de todos modos, se ha lanzado al camino de guerra abierta con la justicia.
Y aquella era una verdad inconmovible, pues solamente nuestra justicia de paz, mala y entregada a manos ignorantes, es capaz de convertir a un hombre bueno en un bandido, pues si Moreira no hubiera tenido el freno de los instintos nobles y bondadosos, habría sido un asesino feroz que hubiese asolado toda la campaña con sus crímenes.
Moreira permaneció mudo y de brazos cruzados hasta que el ruido de la galera no fue perceptible al oído.
Entonces entró a la pulpería, donde comió una caja de sardinas y bebió un trago de vino; montó en seguida a caballo, después de haber pagado el gasto, y se alejó al paso de su overo, que a las diez o doce varas dio un bufido asustado y saltó hacia un lado con tal ímpetu que, a ser el jinete otro que Moreira, habría salido limpio del recado.
No fue tan feliz el Cacique, que resbaló por el anca y cayó al suelo, previniendo a Moreira con sus ladridos, que necesitaba ayuda para volver a subir.
El paisano se agachó, levantó de nuevo al Cacique e indagó a la media luz de la noche, que ya se venía encima, la causa del susto del overo.
Eran dos de los cadáveres de los soldados que habían sido muertos en la lucha, que permanecían tirados al lado del camino, pues la partida no se había atrevido aún a venir a recogerlos.
-Queden con Dios -les dijo Moreira con un sarcasmo infinito-, yo les he de mandar tantos compañeros, que se han de estorbar para jugar al truco o la taba.
Y su gallarda silueta se confundió con la oscuridad de la noche.
El paisano se dirigía a Navarro que, no sabemos por qué, era su pueblo predilecto.
Era entonces Juez de Paz de Navarro el mismo señor Marañón a quien Moreira salvó anteriormente la vida, según lo hemos narrado.
El paisano marchaba a jornadas muy cortas para reponer a su caballo de la última fatiga sufrida, que había sido muy recia y había postrado algo sus fuerzas; se detenía en las pulperías del tránsito el tiempo necesario para dar de comer a su gente, según llamaba a su caballo y su perro, y comer algo él mismo.
Dormía poco y a la siesta en el medio del campo, según su vieja costumbre, pues la noche la dedicaba para marchar "con la fresca" libre de toda sorpresa.
Moreira llegó a Navarro completamente descansado y listo para entrar en combate, si acaso la partida de plaza salía a hacerle una tanteada.
Eran las dos de la tarde cuando entró al pueblo de Navarro, con terror de sus pacíficos habitantes, que lo vieron pasar por la calle aterrados.
En vez de dirigirse a casa de algún amigo para ocultarse o a alguna pulpería de los arrabales para no hacerse tan notable, Moreira se fue directamente a la pulpería de Olazo, donde peleó con Leguizamón, muy concurrida a esa hora, y tomó allí la copa, invitando a algunos amigos que estaban refrescando.
Allí permaneció más de dos horas en alegre conversación, relatando alguna de sus aventuras en los toldos y el lance con el sargento Navarro, que fue muy aplaudido.
Después de recibir algunas felicitaciones de los amigos, pagó el gasto hecho y salió de lo de Olazo, tomando la dirección de la plaza, como quien va al juzgado.
Los paisanos quedaron asombrados de aquel rasgo de audacia, incomprensible en un hombre contra quien las partidas tenían una orden de muerte.
Moreira llegó a la puerta del Juzgado de Paz, donde detuvo su caballo.
Eran más de las cuatro y el señor Marañón no estaba allí a aquella hora.
Todos los paisanos que había en lo de Olazo vinieron a la plaza a ser testigos de la hombrada que, fuera de duda, iba a hacer allí Moreira.
Este se detuvo a la puerta y, encarándose con el soldado que estaba de guardia, sacó sus trabucos y con toda calma y prolijidad se puso a examinar los muelles.
-¿No está la partida en el juzgado? -le preguntó volviendo los trabucos a la cintura-. Llamá al sargento y decile que aquí está Juan Moreira, que viene a pelear.
El soldado, temblando de miedo, se metió adentro y, sin darse cuenta de lo que hacía, fue a avisar al sargento lo que sucedía, que quedó helado de espanto.
Viendo Moreira que el sargento tardaba en venir, se bajó del caballo y golpeó la puerta del Juzgado con el cabo del rebenque, gritando desesperadamente:
-¿Qué hacen que no vienen esos maulas que dicen que me andan buscando ganosos, por todas partes, sin querer dar conmigo? He venido a ahorrarles el viaje.
El sargento, al oír las voces, acudió como un autómata a la puerta y dijo a Moreira:
-Váyase, don Juan, que nosotros no lo perseguimos. Váyase que me compromete, por Dios, que va a venir el juez, que es el señor Marañón, y nos va a echar a todos a la calle, después de una cepiada.
Cuando Moreira supo que el juez era Marañón, montó rápidamente a caballo y se alejó presuroso diciendo:
-Pues me voy, porque no quiero que ese hombre tenga ningún disgusto por causa mía, y me voy del partido, a donde no he de volver mientras él sea justicia. ¡Es el único hombre que quiero en esta vida!
Y se alejó al galope largo, yéndose a hacer noche en casa de unos amigos, en las orillas del pueblo.
Serían las ocho de la noche cuando apareció en el rancho donde se albergaba Moreira, previo aviso del Cacique, el mismo sargento de la partida con quien habló en el juzgado.
El sargento era portador de un recado del Juez de Paz Marañón, que mandaba decir que fuese a verlo inmediatamente a su casa.
No sabemos hasta qué punto tendremos derecho a hacer uso de estos datos, y si hay en ellos alguna indiscreción, pedimos humildemente disculpas a aquel digno caballero, en vista del móvil que nos guía.
Los hechos pasados y su acción noble lo enaltecen, lejos de deprimirlo.
Moreira llegó a la casa del señor Marañón y éste empezó a hacerle todo género de reflexiones para que aceptara su primer oferta de irse a las provincias del interior.
-No puedo, mi patrón -dijo Moreira-. Ya la vida me pesa y el día que me maten será el único día alegre que habré tenido. Si peleo no es ya para defender el cuero, como en tiempos en que podía vengarme. Ahora peleo sólo porque no digan que me han matado como un carnero, tengo que morir según mi crédito y ésta es la razón por que no me he dejado matar con las últimas partidas que me han venido a prender.
Marañón tenía contraída con Moreira una de aquellas deudas que nunca se pagan: la vida; y trataba de detener a aquel gaucho desventurado en la pendiente de muerte a que rodaba con una conformidad tan imponente.
-Es preciso que te vayas de aquí -dijo Marañón-, porque yo no puedo tolerar tu presencia, como Juez de Paz en este partido. O te vas o renunciaré.
-Me voy, señor, me voy -dijo Moreira-, y ha de ser esta noche misma. Usted es el único hombre que hay sobre la tierra contra quien yo jamás haré uso de mis armas. Permítame que lo quiera, patrón, y si algún día quiere quedar bien prendiéndome, mándeme avisar, que yo mismo me presentaré en su casa sin armas y yo mismo me ataré para que me lleven.
-¡No seas loco! -le dijo Marañón-. Salí del partido, y que Dios te ayude.
Y al estrechar la mano que el gaucho recibió entre las dos suyas, quiso inducirlo de nuevo a que se fuera al interior, prometiendo buscar su hijo y mandárselo.
Pero Moreira desechó la propuesta con la misma decisión que las otras veces.
Estrechó la mano de aquel único ser en quien había encontrado un amparo.
Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y salió de la casa de Marañón sin decir una palabra.
Montó a caballo, gritó un triste "adiós, patrón querido" y largó su caballo a gran galope, hasta llegar al rancho donde paraba, y donde se detuvo a levantar la manta y otras prendas que había dejado en casa del amigo que le había ofrecido albergue.
Media hora después salía del pueblo al tranquito, tomando la dirección del partido del Salto.
jueves, 28 de enero de 2016
La fuerza del destino
En aquellos días había llegado de tránsito al 25 de Mayo el sargento de línea Santiago Navarro, hombre duro en la pelea y en cuyo pecho se veían dos cintas correspondientLa fuerza del destino es a dos condecoraciones ganadas en la heroica campaña del Paraguay, donde cada soldado fue un héroe.
El sargento Navarro era un hombre flaco, de pelo lacio y bigotes cerdunos, pero dotado de una fuerza muscular poderosísima. Navarro había llegado al 25 de Mayo, donde había oído todas las mentas que se contaban de Moreira, escandalizándose cristianamente de los triunfos que se le atribuían sobre las numerosas partidas con que había peleado.
Sabiendo Navarro que el Juez de Paz había dispuesto saliese la partida de plaza en persecución de Moreira, y oyendo decir que ésta se haría la que no lo había encontrado porque le tenía miedo, se presentó al Juez de Paz pidiendo el mando de la partida y prometiendo que, si el gaucho se hallaba en el partido, lo traería vivo o muerto.
La proposición fue aceptada con verdadero júbilo y en el acto se dispuso todo para salir en busca del terrible gaucho.
Navarro había averiguado qué clase de hombre era Moreira y con qué estrategia se batía para poder luchar contra diez o doce hombres ventajosamente, pues suponía que se parapetaría detrás de alguna cosa o usaría alguna táctica maliciosa que le proporcionara serias ventajas sobre sus enemigos.
Pero cuando supo que el gaucho peleaba lealmente, cuerpo a cuerpo y sin hacer uso de tretas, Navarro se rió alegremente y dijo que había de traer preso a Moreira, y que lo había de traer vivo.
Si Navarro hubiese conocido la clase de enemigo con quien iba a estrellarse, tal vez no habría prometido tanto; mas, soldado viejo y habituado a luchas rudas y laboriosas, no podía suponer que un hombre solo pudiese resistir a doce bien armados y sobre todo cuando esos hombres iban a ser guiados por él, que se tenía por bravo y bueno.
Navarro proclamó a su gente diciéndoles que era una vergüenza que fueran el juguete de un hombre solo y que él les iba a demostrar cómo se prende a un bandido.
Tanto habló el sargento y tanta patraña contó, que los policianos se templaron y se dispusieron a seguirlo llenos de confianza.
El Juez de Paz de 25 de Mayo ofreció a Navarro una buena recompensa si le traía a Moreira, y el buen sargento se puso en campaña con diez soldados, rogando a Dios que le hiciera dar con la guarida del gaucho, pues ardía en deseos de toparse con él, porque había comprometido su amor propio de veterano y había charlado en toda regla.
Navarro recorrió medio partido por los lados que le indicaban que podría estar Moreira, pero por más que registró las pulperías no lo pudo encontrar.
-Esta gente es muy ladina -decía Navarro a sus soldados-, y son capaces de esconderlo sabiendo que soy yo el que anda en su busca; pero, como llegue a saber que me juegan sucio, prendo a todos los pulperos y con una cepiada jefe me hago decir dónde está ese espantajo que tan sin razón asusta a toda la gente.
Los soldados estaban llenos de bríos y confianza al ver el deseo que demostraba Navarro de hallar a Moreira, y pensaban que aquel hombre había de ser muy guapo, tan ganoso se mostraba, a pesar de conocer que Moreira peleaba con el diablo y de saber lo que sucediera a Leguizamón por haberse metido a buscarle camorra.
Ya Navarro empezaba a desesperar del éxito de su empresa, por no dar con el hombre, cuando supo que en una pulpería, como a dos leguas de distancia, estaba un forastero que había llegado esa mañana y armado un baile con coperío, en el que ya había unos cuantos mozos divertidos.
-Puede ser que ése sea -dijo Navarro, y tomó el camino de la pulpería indicada, seguido de los diez soldados que, creyendo que pudieran hallar allí a Moreira, habían perdido la mitad de los bríos y empezaban a no creer que aquel hombre tan flaco y tan charlatán pudiera con Juan Moreira y llegara hasta prenderlo.
Animado y alegre, Navarro seguía andando hacia la pulpería, sin notar el desaliento que empezaba a dominar a su tropa y manteniendo a los viejos caballos patrias, en un trote sostenido, porque quería conservarlos frescos para el caso previsto por él, de tener que perseguir a Moreira, que ya le habían dicho que andaba muy bien montado.
Cuando avistó la pulpería hizo hacer un altito a la gente para cinchar y tomar esas pequeñas precauciones a que el soldado está habituado antes del combate.
Fue entonces que el paisano que había traído la noticia a Moreira de que lo andaban buscando, y quien de cuando en cuando salía a divisar el campo, vio la partida, y entrando a la pulpería todo espantado dijo a Moreira que huyera, porque hacia allí venía la partida, como de doscientos por lo menos.
-No me hago a un lado de la huella, ni aunque vengan degollando -dijo alegremente el paisano suspendiendo la relación de un gato que echaba en ese momento-. Este día -agregó-, tengo ganas de pelear para que no se vaya sin verme ese veterano que las viene echando de bueno, porque a la fija no me conoce -y salió a ver la gente que venía.
El sargento y los soldados se habían puesto en marcha de nuevo, muy desalentado el primero por la presencia de aquella gente, pues a estar allí, Moreira huiría precipitadamente.
-Aquel overo bayo que está en el palenque con un perrito arriba -dijo a Navarro uno de los soldados- es el caballo de ño Juan Moreira.
-Prenda que será mía desde hoy -respondió Navarro-, porque su dueño no lo va a necesitar más y aunque lo necesitase, sería lo mismo, porque se la voy a quitar.
Los milicos se miraban asombrados al ver la serenidad de aquel hombre a quien empezaban a tener lástima, porque presentían su triste fin.
La sola vista del caballo de Moreira descompaginó por completo a la partida, viendo que el trance duro se acercaba y que había que hacer de tripas corazón.
Cuando la partida llegó a la pulpería, Moreira había ya montado sobre su overo, después de revisar con suma ligereza los gatillos de sus enormes trabucos.
Con la rienda recogida y el poncho enrollado al brazo izquierdo, esperó tranquilo que le dirigieran la palabra, como si no fuera él a quien buscaban.
El sargento Navarro se dirigió resueltamente a Moreira.
No tenía más arma que un sable de caballería que pendía de su cintura, arma que consideraba más que suficiente para prender al gaucho, por estar hecho a ella hacía muchos años.
Los soldados se habían detenido un poco atrás dominados por la situación, y esperaban que Navarro les indicase lo que habían de hacer, aunque ellos hubieran preferido disparar.
-¿Es usted Juan Moreira? -preguntó el sargento al paisano, examinando a Moreira con una mirada rápida y sumamente penetrante.
-¿Qué dice, don? -contestó éste, clavando sus negros ojos en los del sargento y revolviendo el caballo de manera de no presentar ninguno de los flancos.- Ese tal soy yo, para lo que guste mandar.
-Pues, amigo, dispense -agregó Navarro-; pero traigo orden del Juez de Paz de prenderlo y, con su permiso -concluyó, queriendo echar mano a la rienda del overo-, sígame.
Un relámpago de soberbia brilló en la pupila del gaucho, que recogió la rienda del overo haciéndolo retroceder, y con altanería suprema dijo:
-Vamos por partes, amigo, que yo no soy mancarrón para que me hagan parar a mano, ni soy candil para que así nomás me prendan.
-Es inútil hacer resistencia -dijo Navarro con gran calma-; me han mandado que lo prenda y tengo que cumplir la orden sin remedio, conque dése preso.
-¡Y qué facilidad, canejo! -respondió Moreira sonriendo-; ni mi tata que fuera para hablar así -y con gran arrogancia sacó uno de los trabucos.
-¡A él! -gritó Navarro sacando su sable-. ¡Cuidado de no matarlo, que he de llevar vivo a este maula! -Y todos cargaron a una.
Moreira tendió el brazo al montón de milicos y disparó su arma terrible, partiendo en seguida a toda la carrera del overo.
-¡Que no se vaya! -gritó de nuevo Navarro, lanzándose sobre Moreira al débil galope del patria, sin fijarse que el disparo del trabuco le había volteado un hombre.
La huida de Moreira era con el objeto de guardar el arma, descargarla y sacar el otro trabuco, sin dar lugar a que lo hirieran.
Así es que unos segundos después se le vio volver las bridas y dirigirse de nuevo al grupo de soldados, que habían quedado atónitos, sobre quienes disparó el otro trabuco, postrando en tierra a otro de los soldados, mortalmente herido.
El resto de la partida, comprendiendo que iba a suceder lo de siempre y que era inútil luchar contra aquel hombre, se puso en precipitada fuga, abandonando a Navarro, que galopaba enfurecido hacia el encuentro del gaucho, luchando con la impotencia del patria y con la indignación que le causara la fuga de los soldados.
Moreira esperaba tranquilo la acometida, con la daga en la mano, pues la partida era ya igual y tenía ciega fe en el desenlace de la lucha.
Navarro, además, venía pésimamente montado, y ésta era una ventaja enorme que el paisano apreciaba en su importante valor.
Los paisanos que se habían metido en la pulpería, temiendo ser víctimas de algún tiro mal dirigido, empezaron a salir a ver la lucha de arma blanca.
Navarro llegó a donde estaba Moreira, amenazando un terrible corte a la cabeza; pero éste encabritó su caballo, que era una seda en la boca, y evitó el golpe, ganando al sargento el costado izquierdo, por donde lo acometió recio, hiriéndole el caballo bajo la paleta para entorpecer sus movimientos.
Cuentan que aquélla fue la lucha en que más astucia desplegó Moreira; no quería matar al sargento, pero sí hacerle ver su inmensa superioridad.
Navarro era un hombre bravo hasta la exageración, había comprometido su amor propio, y estaba decidido a prender a Moreira o morir a sus manos.
Se cubría en el ataque admirablemente bien, atendiendo a la defensa con gran tino, pero luchaba con un enemigo ágil y bien montado a quien no podía encontrar con los golpes de su sable, teniendo que distraer la mitad de su atención en su caballo flaco y despaletado.
Moreira reía ruidosamente a cada golpe que evitaba, ya con el poncho, ya levantando en la rienda a su overo, que giraba en las patas como un trompo.
Sobre la cabezada de su apero se veía al Cacique enfurecido, que tomaba parte en la lucha con sus ladridos desesperados y su ademán hostil.
Moreira, atendiendo, más que a la propia, a la fatiga de su caballo, preparó su golpe favorito, y cuando menos lo esperaba Navarro, hundió sobre su frente la terrible daga, que penetró hasta el hueso, produciéndole una herida de más de tres centímetros, por la que empezó a salir abundante sangre, que enceguecía al sargento al caer sobre los párpados.
Navarro soltó una enérgica maldición y cayó de nuevo sobre Moreira desesperadamente, con un golpe supremo, pero Moreira evitó el hachazo, bandeando a su vez el brazo derecho de su adversario, con una puñalada hasta la S.
Al sentirse herido Navarro de una manera que le inutilizaba el brazo abandonó la rienda del caballo y tomó el sable con la mano izquierda.
-¡Ah, hijo del país! -exclamó Moreira entusiasmado con aquel rasgo de valor-. ¡Así me gusta un tirano! -y sin dar tiempo a Navarro a hacer uso de su sable, se lo arrancó de la mano con un movimiento vigoroso, diciéndole al mismo tiempo:
-Con Dios, mozo lindo; yo no sé matar hombres guapos -y volvió su caballo al lado derecho, en momentos que el patria venía al suelo, arrastrando en su caída al desventurado sargento.
Moreira se retiró algunos pasos, echó pie a tierra y, después de arrojar el sable y guardar su daga, se acercó a Navarro, que había quedado exánime.
Levantó al herido y, haciéndose ayudar por los asombrados testigos de aquella lucha, lo condujo al interior de la pulpería, donde lo reconoció con prolijidad.
Navarro estaba desvanecido por la pérdida de sangre, pero sus heridas no eran mortales.
Moreira las lavó con caña, perfectamente; hizo un prolijo vendaje en la frente con el pañuelo que llevaba al cuello y metió en la herida del brazo el terrible tarugo de trapo quemado que usan los paisanos para estancar la sangre en las heridas calificadas de puñaladas.
Concluida esta curación, abrió la boca de Navarro y con la suya propia le echó adentro un trago de caña para entonarlo.
En seguida se sentó al lado del catre y se puso a mirar al sargento con una verdadera expresión de cariño.
Era el valor subyugado por el valor. Si Navarro, después de sus promesas, se hubiera batido flojamente, Moreira lo hubiera muerto o se habría burlado de él de una manera sangrienta; pero Navarro se había batido como un valiente, había sido vencido con bravura, y Moreira se había sentido cautivado.
Ya hemos dicho que el valor es la prenda que más se estima entre los paisanos.
Moreira permaneció todo el resto de la tarde y de la noche atendiendo a Navarro con una solicitud verdaderamente paternal.
Este había despertado después de medianoche y contemplaba silencioso y agradecido los cuidados que le prodigaba aquel hombre tachado de bandido a quien él viniera a prender.
-Gracias, paisano -le había dicho varias veces-. Usted es un hombre a carta cabal, y ya no extraño todas las proezas que de usted me habían contado.
Moreira había sonreído tristemente ante aquel cumplimiento, diciendo que con aquello no hacía más que cumplir con su deber, pues un valiente lo merece todo.
Y así pasó la noche, sin separarse del catre donde yacía Navarro, sino el tiempo necesario para dar de comer a su caballo y a su perro.
Cuando empezó a aclarar y el poncho de los pobres se asomó en el cielo hermosísimo, Moreira cinchó su caballo y se puso a hacer los preparativos de marcha.
-Yo me voy, compañero -dijo-, pero antes es preciso que hagamos la mañana, pues tal vez no volvamos a vernos. Yo no tengo el cuero para negocio y alguna vez ha de ser la buena.
-No habiéndole prendido yo -dijo débilmente Navarro-, lo que es a usted no lo prende nadie, a no ser que lo agarren dormido o a traición.
-Dios le oiga, amigo -dijo Moreira, despidiéndose de todos y pagando todo el gasto que había hecho. Salió, montó en su caballo y tomó al trotecito el camino de Navarro.
Para él ya todos los rumbos eran lo mismo; en todas partes había partidas y su destino era pelear con ellas hasta que lo mataran.
Cuando Moreira se hubo perdido de vista, el pulpero, queriendo quedar bien con la justicia, se acercó a Navarro y le dijo demostrando el mayor interés:
-Puede darse por bien servido, amigo, que este bandido no lo haya degollado, pues tiene más entrañas que un dorado y no se para en una puñalada más o menos.
-El que diga que ese hombre es un bandido -repuso Navarro, incorporándose con firmeza en el catre-, es un puerco a quien le he de sacar los ojos a azotes-; y volvió a caer postrado por la debilidad que le ocasionara la pérdida de sangre.
El sargento Navarro era un hombre flaco, de pelo lacio y bigotes cerdunos, pero dotado de una fuerza muscular poderosísima. Navarro había llegado al 25 de Mayo, donde había oído todas las mentas que se contaban de Moreira, escandalizándose cristianamente de los triunfos que se le atribuían sobre las numerosas partidas con que había peleado.
Sabiendo Navarro que el Juez de Paz había dispuesto saliese la partida de plaza en persecución de Moreira, y oyendo decir que ésta se haría la que no lo había encontrado porque le tenía miedo, se presentó al Juez de Paz pidiendo el mando de la partida y prometiendo que, si el gaucho se hallaba en el partido, lo traería vivo o muerto.
La proposición fue aceptada con verdadero júbilo y en el acto se dispuso todo para salir en busca del terrible gaucho.
Navarro había averiguado qué clase de hombre era Moreira y con qué estrategia se batía para poder luchar contra diez o doce hombres ventajosamente, pues suponía que se parapetaría detrás de alguna cosa o usaría alguna táctica maliciosa que le proporcionara serias ventajas sobre sus enemigos.
Pero cuando supo que el gaucho peleaba lealmente, cuerpo a cuerpo y sin hacer uso de tretas, Navarro se rió alegremente y dijo que había de traer preso a Moreira, y que lo había de traer vivo.
Si Navarro hubiese conocido la clase de enemigo con quien iba a estrellarse, tal vez no habría prometido tanto; mas, soldado viejo y habituado a luchas rudas y laboriosas, no podía suponer que un hombre solo pudiese resistir a doce bien armados y sobre todo cuando esos hombres iban a ser guiados por él, que se tenía por bravo y bueno.
Navarro proclamó a su gente diciéndoles que era una vergüenza que fueran el juguete de un hombre solo y que él les iba a demostrar cómo se prende a un bandido.
Tanto habló el sargento y tanta patraña contó, que los policianos se templaron y se dispusieron a seguirlo llenos de confianza.
El Juez de Paz de 25 de Mayo ofreció a Navarro una buena recompensa si le traía a Moreira, y el buen sargento se puso en campaña con diez soldados, rogando a Dios que le hiciera dar con la guarida del gaucho, pues ardía en deseos de toparse con él, porque había comprometido su amor propio de veterano y había charlado en toda regla.
Navarro recorrió medio partido por los lados que le indicaban que podría estar Moreira, pero por más que registró las pulperías no lo pudo encontrar.
-Esta gente es muy ladina -decía Navarro a sus soldados-, y son capaces de esconderlo sabiendo que soy yo el que anda en su busca; pero, como llegue a saber que me juegan sucio, prendo a todos los pulperos y con una cepiada jefe me hago decir dónde está ese espantajo que tan sin razón asusta a toda la gente.
Los soldados estaban llenos de bríos y confianza al ver el deseo que demostraba Navarro de hallar a Moreira, y pensaban que aquel hombre había de ser muy guapo, tan ganoso se mostraba, a pesar de conocer que Moreira peleaba con el diablo y de saber lo que sucediera a Leguizamón por haberse metido a buscarle camorra.
Ya Navarro empezaba a desesperar del éxito de su empresa, por no dar con el hombre, cuando supo que en una pulpería, como a dos leguas de distancia, estaba un forastero que había llegado esa mañana y armado un baile con coperío, en el que ya había unos cuantos mozos divertidos.
-Puede ser que ése sea -dijo Navarro, y tomó el camino de la pulpería indicada, seguido de los diez soldados que, creyendo que pudieran hallar allí a Moreira, habían perdido la mitad de los bríos y empezaban a no creer que aquel hombre tan flaco y tan charlatán pudiera con Juan Moreira y llegara hasta prenderlo.
Animado y alegre, Navarro seguía andando hacia la pulpería, sin notar el desaliento que empezaba a dominar a su tropa y manteniendo a los viejos caballos patrias, en un trote sostenido, porque quería conservarlos frescos para el caso previsto por él, de tener que perseguir a Moreira, que ya le habían dicho que andaba muy bien montado.
Cuando avistó la pulpería hizo hacer un altito a la gente para cinchar y tomar esas pequeñas precauciones a que el soldado está habituado antes del combate.
Fue entonces que el paisano que había traído la noticia a Moreira de que lo andaban buscando, y quien de cuando en cuando salía a divisar el campo, vio la partida, y entrando a la pulpería todo espantado dijo a Moreira que huyera, porque hacia allí venía la partida, como de doscientos por lo menos.
-No me hago a un lado de la huella, ni aunque vengan degollando -dijo alegremente el paisano suspendiendo la relación de un gato que echaba en ese momento-. Este día -agregó-, tengo ganas de pelear para que no se vaya sin verme ese veterano que las viene echando de bueno, porque a la fija no me conoce -y salió a ver la gente que venía.
El sargento y los soldados se habían puesto en marcha de nuevo, muy desalentado el primero por la presencia de aquella gente, pues a estar allí, Moreira huiría precipitadamente.
-Aquel overo bayo que está en el palenque con un perrito arriba -dijo a Navarro uno de los soldados- es el caballo de ño Juan Moreira.
-Prenda que será mía desde hoy -respondió Navarro-, porque su dueño no lo va a necesitar más y aunque lo necesitase, sería lo mismo, porque se la voy a quitar.
Los milicos se miraban asombrados al ver la serenidad de aquel hombre a quien empezaban a tener lástima, porque presentían su triste fin.
La sola vista del caballo de Moreira descompaginó por completo a la partida, viendo que el trance duro se acercaba y que había que hacer de tripas corazón.
Cuando la partida llegó a la pulpería, Moreira había ya montado sobre su overo, después de revisar con suma ligereza los gatillos de sus enormes trabucos.
Con la rienda recogida y el poncho enrollado al brazo izquierdo, esperó tranquilo que le dirigieran la palabra, como si no fuera él a quien buscaban.
El sargento Navarro se dirigió resueltamente a Moreira.
No tenía más arma que un sable de caballería que pendía de su cintura, arma que consideraba más que suficiente para prender al gaucho, por estar hecho a ella hacía muchos años.
Los soldados se habían detenido un poco atrás dominados por la situación, y esperaban que Navarro les indicase lo que habían de hacer, aunque ellos hubieran preferido disparar.
-¿Es usted Juan Moreira? -preguntó el sargento al paisano, examinando a Moreira con una mirada rápida y sumamente penetrante.
-¿Qué dice, don? -contestó éste, clavando sus negros ojos en los del sargento y revolviendo el caballo de manera de no presentar ninguno de los flancos.- Ese tal soy yo, para lo que guste mandar.
-Pues, amigo, dispense -agregó Navarro-; pero traigo orden del Juez de Paz de prenderlo y, con su permiso -concluyó, queriendo echar mano a la rienda del overo-, sígame.
Un relámpago de soberbia brilló en la pupila del gaucho, que recogió la rienda del overo haciéndolo retroceder, y con altanería suprema dijo:
-Vamos por partes, amigo, que yo no soy mancarrón para que me hagan parar a mano, ni soy candil para que así nomás me prendan.
-Es inútil hacer resistencia -dijo Navarro con gran calma-; me han mandado que lo prenda y tengo que cumplir la orden sin remedio, conque dése preso.
-¡Y qué facilidad, canejo! -respondió Moreira sonriendo-; ni mi tata que fuera para hablar así -y con gran arrogancia sacó uno de los trabucos.
-¡A él! -gritó Navarro sacando su sable-. ¡Cuidado de no matarlo, que he de llevar vivo a este maula! -Y todos cargaron a una.
Moreira tendió el brazo al montón de milicos y disparó su arma terrible, partiendo en seguida a toda la carrera del overo.
-¡Que no se vaya! -gritó de nuevo Navarro, lanzándose sobre Moreira al débil galope del patria, sin fijarse que el disparo del trabuco le había volteado un hombre.
La huida de Moreira era con el objeto de guardar el arma, descargarla y sacar el otro trabuco, sin dar lugar a que lo hirieran.
Así es que unos segundos después se le vio volver las bridas y dirigirse de nuevo al grupo de soldados, que habían quedado atónitos, sobre quienes disparó el otro trabuco, postrando en tierra a otro de los soldados, mortalmente herido.
El resto de la partida, comprendiendo que iba a suceder lo de siempre y que era inútil luchar contra aquel hombre, se puso en precipitada fuga, abandonando a Navarro, que galopaba enfurecido hacia el encuentro del gaucho, luchando con la impotencia del patria y con la indignación que le causara la fuga de los soldados.
Moreira esperaba tranquilo la acometida, con la daga en la mano, pues la partida era ya igual y tenía ciega fe en el desenlace de la lucha.
Navarro, además, venía pésimamente montado, y ésta era una ventaja enorme que el paisano apreciaba en su importante valor.
Los paisanos que se habían metido en la pulpería, temiendo ser víctimas de algún tiro mal dirigido, empezaron a salir a ver la lucha de arma blanca.
Navarro llegó a donde estaba Moreira, amenazando un terrible corte a la cabeza; pero éste encabritó su caballo, que era una seda en la boca, y evitó el golpe, ganando al sargento el costado izquierdo, por donde lo acometió recio, hiriéndole el caballo bajo la paleta para entorpecer sus movimientos.
Cuentan que aquélla fue la lucha en que más astucia desplegó Moreira; no quería matar al sargento, pero sí hacerle ver su inmensa superioridad.
Navarro era un hombre bravo hasta la exageración, había comprometido su amor propio, y estaba decidido a prender a Moreira o morir a sus manos.
Se cubría en el ataque admirablemente bien, atendiendo a la defensa con gran tino, pero luchaba con un enemigo ágil y bien montado a quien no podía encontrar con los golpes de su sable, teniendo que distraer la mitad de su atención en su caballo flaco y despaletado.
Moreira reía ruidosamente a cada golpe que evitaba, ya con el poncho, ya levantando en la rienda a su overo, que giraba en las patas como un trompo.
Sobre la cabezada de su apero se veía al Cacique enfurecido, que tomaba parte en la lucha con sus ladridos desesperados y su ademán hostil.
Moreira, atendiendo, más que a la propia, a la fatiga de su caballo, preparó su golpe favorito, y cuando menos lo esperaba Navarro, hundió sobre su frente la terrible daga, que penetró hasta el hueso, produciéndole una herida de más de tres centímetros, por la que empezó a salir abundante sangre, que enceguecía al sargento al caer sobre los párpados.
Navarro soltó una enérgica maldición y cayó de nuevo sobre Moreira desesperadamente, con un golpe supremo, pero Moreira evitó el hachazo, bandeando a su vez el brazo derecho de su adversario, con una puñalada hasta la S.
Al sentirse herido Navarro de una manera que le inutilizaba el brazo abandonó la rienda del caballo y tomó el sable con la mano izquierda.
-¡Ah, hijo del país! -exclamó Moreira entusiasmado con aquel rasgo de valor-. ¡Así me gusta un tirano! -y sin dar tiempo a Navarro a hacer uso de su sable, se lo arrancó de la mano con un movimiento vigoroso, diciéndole al mismo tiempo:
-Con Dios, mozo lindo; yo no sé matar hombres guapos -y volvió su caballo al lado derecho, en momentos que el patria venía al suelo, arrastrando en su caída al desventurado sargento.
Moreira se retiró algunos pasos, echó pie a tierra y, después de arrojar el sable y guardar su daga, se acercó a Navarro, que había quedado exánime.
Levantó al herido y, haciéndose ayudar por los asombrados testigos de aquella lucha, lo condujo al interior de la pulpería, donde lo reconoció con prolijidad.
Navarro estaba desvanecido por la pérdida de sangre, pero sus heridas no eran mortales.
Moreira las lavó con caña, perfectamente; hizo un prolijo vendaje en la frente con el pañuelo que llevaba al cuello y metió en la herida del brazo el terrible tarugo de trapo quemado que usan los paisanos para estancar la sangre en las heridas calificadas de puñaladas.
Concluida esta curación, abrió la boca de Navarro y con la suya propia le echó adentro un trago de caña para entonarlo.
En seguida se sentó al lado del catre y se puso a mirar al sargento con una verdadera expresión de cariño.
Era el valor subyugado por el valor. Si Navarro, después de sus promesas, se hubiera batido flojamente, Moreira lo hubiera muerto o se habría burlado de él de una manera sangrienta; pero Navarro se había batido como un valiente, había sido vencido con bravura, y Moreira se había sentido cautivado.
Ya hemos dicho que el valor es la prenda que más se estima entre los paisanos.
Moreira permaneció todo el resto de la tarde y de la noche atendiendo a Navarro con una solicitud verdaderamente paternal.
Este había despertado después de medianoche y contemplaba silencioso y agradecido los cuidados que le prodigaba aquel hombre tachado de bandido a quien él viniera a prender.
-Gracias, paisano -le había dicho varias veces-. Usted es un hombre a carta cabal, y ya no extraño todas las proezas que de usted me habían contado.
Moreira había sonreído tristemente ante aquel cumplimiento, diciendo que con aquello no hacía más que cumplir con su deber, pues un valiente lo merece todo.
Y así pasó la noche, sin separarse del catre donde yacía Navarro, sino el tiempo necesario para dar de comer a su caballo y a su perro.
Cuando empezó a aclarar y el poncho de los pobres se asomó en el cielo hermosísimo, Moreira cinchó su caballo y se puso a hacer los preparativos de marcha.
-Yo me voy, compañero -dijo-, pero antes es preciso que hagamos la mañana, pues tal vez no volvamos a vernos. Yo no tengo el cuero para negocio y alguna vez ha de ser la buena.
-No habiéndole prendido yo -dijo débilmente Navarro-, lo que es a usted no lo prende nadie, a no ser que lo agarren dormido o a traición.
-Dios le oiga, amigo -dijo Moreira, despidiéndose de todos y pagando todo el gasto que había hecho. Salió, montó en su caballo y tomó al trotecito el camino de Navarro.
Para él ya todos los rumbos eran lo mismo; en todas partes había partidas y su destino era pelear con ellas hasta que lo mataran.
Cuando Moreira se hubo perdido de vista, el pulpero, queriendo quedar bien con la justicia, se acercó a Navarro y le dijo demostrando el mayor interés:
-Puede darse por bien servido, amigo, que este bandido no lo haya degollado, pues tiene más entrañas que un dorado y no se para en una puñalada más o menos.
-El que diga que ese hombre es un bandido -repuso Navarro, incorporándose con firmeza en el catre-, es un puerco a quien le he de sacar los ojos a azotes-; y volvió a caer postrado por la debilidad que le ocasionara la pérdida de sangre.
miércoles, 27 de enero de 2016
La vuelta al hogar
¡Qué conmoción poderosa agitó el corazón de aquel hombre cuando vio las primeras casas de su pueblo! ¡Cómo aspiraron sus pulmones aquel aire con que se habían nutrido!
Allí estaban su rancho y sus campos abandonados, sin notarse una señal de vida, un solo pastito que acusara la presencia de un ser humano.
Allí estaba también la casita de Vicenta Andrea, donde la había conocido, donde la había amado y donde había ligado a ella su existencia por una eternidad.
A su vista se agolpó todo su pasado feliz, sus días venturosos, su hijo, su mujer, la consideración general de que era objeto, y cayó en una profunda meditación.
De pronto alzó la fisonomía y miró en dirección al pueblo con una terrible expresión de exterminio que asomaba como un relámpago al terciopelo de sus ojos.
El presente, el fatal presente con su nube de sangre y de muerte, se ofreció entonces a su espíritu, haciéndole apreciar lo terrible de su posición.
En el rancho que había abandonado siendo feliz aún, lo esperaban la soledad y la vergüenza, el dolor y la humillación.
Su mujer, su Vicenta, era de otro hombre y su hijo llamaría tal vez padre al miserable a quien debía la afrenta cuyo recuerdo le hacía enrojecer de vergüenza.
Hay situaciones en la vida que no puede valorar el que no pasa por ellas, porque para poder apreciar la tormenta que ruge en el espíritu, sería necesario sentir escapar la razón de la cabeza y desgarrarse el corazón a impulsos del dolor más profundo, que no alcanza a disipar el tiempo, que es el olvido de todo.
Esos dolores, esas heridas, sólo las borra la muerte, única verdad de la vida.
La afrenta suprema, el olvido de la mujer querida en que se ha cifrado todo el porvenir, el hijo propio llamando padre al autor de la afrenta, que cae sobre nuestra cabeza avasallándolo todo, postrando la frente sobre el pecho a impulsos del rubor, todo esto no lo puede valorar el que no haya pasado por ello.
Y Moreira estaba allí mudo y sombrío, eligiendo mentalmente el sitio donde había de clavar su puñal, y balanceando la afrenta con el número de puñaladas que iba a dar.
La noche venía tendiendo su negro manto y el paisano no había cambiado de actitud: a dos leguas de su rancho y emboscado en el camino, parecía una fiera acechando su presa, un asesino eligiendo el lugar de la espalda ajena adonde debe dirigir la punta de su puñal.
Y allí estuvo sin hacer un movimiento, sin cambiar la expresión de su mirada, hasta que el silencio imponente del campo le indicó que era la hora fijada por él.
Moreira tomó la dirección de la casa de su compadre, al tranco de su caballo, teniendo siempre la precaución de ocultarse entre las sombras al menor ruido que oía.
Así llegó al rancho adonde lo guiaba la más ardiente sed de venganza, sin haber sido visto de persona alguna.
¡Cuán ajenos estarían sus habitantes de pensar que allí, a dos pasos del sitio donde dormían, estaba acechándolos la muerte inevitable si Moreira llegaba a penetrar sin ser sentido!
El compadre no estaba desprevenido.
Alarmado con la visita del amigo Julián, temía que Moreira se le apareciese la noche menos pensada, y desde entonces dormía acompañado de dos mastines y con su mejor caballo atado a una ventana que distaría dos varas de su cama.
Los mastines tenían por objeto entretener a Moreira si llegaba a venir, mientras él montaba a caballo y se ponía en salvo antes que el paisano pudiera acometerlo.
Moreira, preocupado, dominado por completo con el pensamiento de su venganza, no rodeó el rancho antes de acercarse a la puerta.
Creía además que caía en un momento en que no se le esperaba, y no podía suponer las medidas sagaces que había adoptado su desconfiado compadre.
Llegó al rancho y echó pie a tierra al lado del palenque, tratando de hacer el menor ruido que le fuese posible, secó con la manta de vicuña el sudor que corría abundantemente por su frente y se acercó a la puerta del rancho, donde puso el oído tratando de escuchar lo que adentro pasaba.
Por leves que fueran los movimientos que hizo Moreira, los mastines lo sintieron y dejaron oír un gruñido amenazador que despertó al compadre.
Aquel hombre saltó prontamente de la cama y se puso a vestirse a gran prisa, adivinando en el miedo invencible que le dominaba, la causa que había motivado el gruñido de los perros, que dormían del lado de adentro del aposento, y que se habían puesto de pie, abalanzándose a la puerta.
Andrea despertó también sobresaltada por el gruñido de los perros, pero su amante le puso suavemente la mano sobre la boca, recomendándole silencio, y se dirigió a la ventana en actitud de saltar al otro lado, en cuanto, como lo temía, se abriese la puerta, deshecha de un puntapié o trabucazo.
Moreira se había detenido colérico al oír el primer gruñido de los perros, había sacado su trabuco con ánimo de hacer volar la puerta y los perros, pero dos consideraciones le habían detenido: el temor de que el estampido del arma fuese a atraer gente, desbaratando su venganza, y el miedo de que alguno de los proyectiles fuese a herir a su hijo que sin duda dormía en aquel cuarto que su venganza iba a convertir en un teatro de muerte.
Y al guardar su trabuco en la cintura, se pudo ver temblar la mano de aquel hombre imponderable, cuyo valor sereno le hacía afrontar sin la menor muestra de vacilación los peligros más inminentes, donde tenía una probabilidad de salir ileso contra quince o veinte de quedar en el sitio.
Moreira guardó así su trabuco en la cintura y vaciló turbado sobre la resolución, que debía ser rápida, pues los perros habían dado la voz de alarma.
Aquellos animales, olfateando las rendijas de la puerta, se habían puesto a ladrar de una manera desesperada y Moreira se decidió por fin a dar el golpe.
Enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga, que blandió con un ademán feroz, y se echó un poco hacia atrás, tomando distancia.
Un segundo después la puerta saltaba de su encaje débil a impulsos de un vigoroso puntapié, aplicado con una fuerza verdaderamente hercúlea.
Moreira quiso saltar dentro de la pieza, pero los dos mastines se le fueron encima, obligándole a defenderse inmediatamente; entonces el compadre pasó al otro lado de la ventana y desató su caballo, sobre el que saltó prontamente, lanzándolo en una carrera vertiginosa.
Moreira oyó la carrera del caballo y recién entonces sospechó el plan de su compadre; quiso disparar hacia su overo, seguro de darle alcance, pero aquellos mastines lo atacaron de tal manera, que si dejaba de defenderse un minuto, un segundo, iba a ser despedazado por aquellas fieras.
Moreira tiró una puñalada tremenda y dio con el pecho de los perros, prorrumpiendo en seguida en una maldición rugiente.
-¡Se me va, se me va mi venganza! -gritó de una manera desesperante, y hundió con el taco de la bota el cráneo del perro herido, que había quedado exánime.
A la voz de Moreira respondió en el rancho un alarido desgarrador, semejante al que dejan escapar los labios cuando el cráneo estalla a impulsos de la razón que huye, alarido que heló la sangre en las venas de Moreira, proporcionando al mastín la ocasión de dar un mordiscón.
La voz de Moreira había sido reconocida por Vicenta que, sabiendo que su marido había muerto, creía que aquélla era su ánima que andaba penando, según aquella gente humilde e ignorante, esclava de mil preocupaciones y agüerías que creen a puño cerrado.
-¡Animas benditas! -exclamó aquella infeliz, dominada por el más profundo terror-. Es el ánima de mi Juan que anda penando -y se estrechó contra su hijo, como para protegerlo de aquella visión aterrante que había aparecido en su cuarto, poniéndose a rezar precipitadamente.
Moreira se conmovió profundamente al sonido de aquella voz querida que hacía tanto tiempo no acariciaba su oído; presentó al perro que lo acometía su brazo protegido por el poncho, y cuando éste mordió, el paisano le sepultó la daga al lado de la paleta, dejándolo muerto instantáneamente.
En seguida soltó la daga, oprimió entre las manos la varonil cabeza y se puso a llorar amargamente, con esa desesperación del hombre de temple de acero que se encuentra avasallado y se entrega por completo a la desesperación del dolor más íntimo.
Al sentir aquel llanto amargo y profundo, Vicenta se tiró de la cama al suelo, sacó una caja de fósforos de abajo de la almohada y encendió uno.
Cuando vio que lo que ella había creído una ánima en pena, era el mismo Moreira, su mismo Juan a quien tanto había llorado preguntando por su tumba.
Cuando vio a su Juan llorar de aquella manera y comprendió todo el infierno que debía arder en aquel espíritu que sin querer había ofendido de una manera tan cruel, una inmensa agonía pasó por su semblante juvenil, sus pupilas se dilataron enormemente y la palabra se heló en sus labios, que temblaban y se movían como si tuvieran una conversación agitadísima.
Era tal el estado de aquella infeliz, que el fósforo que había encendido se apagó entre sus dedos sin que la quemadura fuera bastante para hacerla volver de su asombro. Sus labios habían cesado de moverse y estaba allí estática, con la vista clavada en Moreira, con la expresión del idiotismo que caracteriza el semblante de un microcéfalo.
Cuando Moreira descubrió el rostro y levantó la cabeza, la habitación estaba sumida en la más densa oscuridad.
Fue él entonces quien sacó a su turno un fósforo, y encendió un cabo de vela que, metido en una botella, se veía sobre la mesa.
Andrea no había vuelto de su atonismo y miraba a Moreira sin darse cuenta de lo que éste hacía; parecía estar bajo un ataque de demencia.
Moreira la contempló un segundo y volvió sus ojos enrojecidos por el llanto hacia la cama donde el pequeño Juancito lloraba silenciosamente, dominado por el terror que le causaron los gritos de los perros, la maldición de Moreira y el alarido que lanzó Vicenta al reconocer la voz de su marido.
Aquel hombre se lanzó a la cama, tomó al hijo en sus brazos y aplicó a su pequeña boca sus labios abrasadores, como si quisiera absorberle toda la sangre.
En seguida se lo arrancó de los labios, lo contempló a la pálida luz de la vela con una ternura casi maternal y volvió a cubrirlo de besos como si quisiera pagarse, con aquel placer supremo, todas las desventuras de que había sido víctima mientras vagaba en los campos ocultándose de las miradas de los demás.
El pequeño Juancito había reconocido a su padre, le había tomado las manos con las suyas y devolvía una por una cada caricia, cada beso, preguntándole en su media lengua encantadora por qué no había venido en tanto tiempo para hacerlo pasear en su petisito.
Vicenta contemplaba aquella escena sin darse cuenta de ella; allí seguía muda, con la pupila dilatada y la boca entreabierta, por donde partía la respiración fatigosa.
Cuando el primer instante de arrobamiento hubo pasado, Moreira colocó al pequeño Juan sobre la cama, y fijó la intensa mirada en Vicenta sin un átomo de rencor, sin que la idea de herir cruzara su mente.
Sentía lástima, verdadera conmiseración por aquel ser desventurado que no tenía la menor culpa de todo el drama que pasara por su espíritu, ni de todo el mal que le habían hecho los hombres, recibiendo los peores golpes de sus mejores amigos.
-Vicenta -dijo solamente el gaucho-, ven, acércate, que yo no he venido a hacerte mal, porque yo te perdono todo el que me has hecho a mí.
Al oír aquella voz, la fisonomía de Vicenta fue tomando expresión, sus ojos brillaron de un modo particular, fijándose en Moreira primero y en su hijo después.
Su corazón empezó a regularizar sus latidos, sus ojos se humedecieron, y todo aquel mundo de dolor que le había privado de sentido durante diez minutos, se tradujo en un llanto copioso, como la válvula de escape a su tremenda desesperación.
-¡Cómo!, ¿sos vos?; ¿conque no has muerto?; ¿conque me han engañado? -dijo, y se cubrió la cara con las manos, para ocultar su rubor.
Moreira sintió que la vergüenza quemaba sus mejillas, su situación desesperante volvió a ocupar su pensamiento y se lanzó al perro, de cuyo costado arrancó la daga que había dejado allí para contemplar a su mujer cuando le habló por vez primera.
-Mátame ligero, mátame, mi Juan -dijo, creyendo que Moreira, al armar su brazo, lo hacía para quitarle la vida en desquite de su acción.
-No lo permita mi Dios -repuso el paisano guardando el arma en su cintura-; vos no tenés la culpa y nuestro hijo te necesita, porque yo no lo puedo llevar conmigo. ¿Quién cuidaría de él si yo manchase mi mano matándote? Adiós -concluyó-, ya no nos volveremos a ver más, porque ahora sí que voy a hacerme matar de veras, puesto que la tierra no guarda para mí más que amargas penas. Adiós y cuida de Juancito.
Moreira se acercó nuevamente a la cama, selló la frente de su hijo con un beso sonoro y prolongado, y llevando la mano a la cara, trató de alejarse.
-¡No te vayas, mátame antes -dijo Vicenta, prendiéndose a su chiripá-; mátame como a un perro, porque yo te he ofendido en tu honra.
-Jamás -dijo el paisano-. ¿Quién cuidará a ése? -añadió, señalando al chiquilín, que tendía los brazos-. Basta, que me voy, adiós.
-No quiero -contestó Vicenta, prendiéndose más fuertemente del chiripá del paisano-. ¡Llámalo, Juancito, no lo dejes ir!
Moreira comprendió que si aquella escena se prolongaba iba a ser vencido, y con un esfuerzo poderoso se deshizo de Vicenta, tiró a su hijo un beso con la punta de los dedos y salió del rancho con increíble rapidez.
Un instante después montaba sobre su infatigable caballo y se perdía de vista a todo galope, no siendo bastante a detenerlo los lamentos de su mujer y el llanto de su hijo, que llevaba a su oído el fresco viento de la noche. Moreira corría como un loco, llevando en su corazón un infierno y un volcán en su cabeza, y apuraba la marcha de su caballo, que corría en dirección al juzgado de paz.
Allí detuvo el vértigo de su carrera, subió con el corcel a la vereda y llamó frenéticamente a la puerta, que golpeó enfurecido con el cabo del rebenque.
-¿Quién canejo golpea como si esto fuera fonda de vascos? -preguntó de adentro el soldado de guardia, a quien los golpes habían sacado del más delicioso sueño.
-Juan Moreira, que quiere morir en buena ley -respondió el paisano-; que salga la partida de una vez y aproveche la bolada.
-Más Juan Moreira es el peludo que tenés -replicó el soldado, que creía habérselas con un borracho-. Lárguese de aquí, so zonzo, antes que le rompa el alma.
-¡Que salga la partida! -gritó de nuevo Moreira, golpeando fuertemente la puerta con el rebenque-. Que salga de una vez, o le prendo fuego al juzgado.
El sargento y dos soldados más que dormían en el interior habían acudido a los golpes y consultaban entre sí el partido que debían tomar, porque indudablemente el que golpeaba así la puerta, no podía ser otro que Moreira, único capaz de semejante rasgo de audacia.
Los soldados resolvieron no abrir la puerta, visto el enemigo que estaba del otro lado, siendo el sargento el que tomó la palabra para decir a Moreira:
-Amigo, vuelva mañana, porque el juez está en su casa y nos ha dejado orden de no abrir la puerta a nadie.
-¡Vaya a la maula, so flojo de porra! -gritó Moreira dominado por la ira-. ¡En la primera ocasión les he de sacar los ojos a azotes!
Y volviendo el caballo salió al galopito corto, llenando de injurias e insolencias a las personas que, asustadas, se asomaban a las ventanas atraídas por el ruido descomunal.
Ansioso de buscar camorra para engañar o concluir con la desesperación que lo dominaba, Moreira golpeó en todas las pulperías que halló al paso, nombrándose para hacerse abrir, pero todas las puertas permanecieron cerradas sin que siquiera una voz se atreviera a responder a su llamado.
Moreira, desesperado y maldiciendo de su vida, tomó al galope largo el mismo camino que había traído, en dirección al 25 de Mayo, donde era menos conocido.
A la irritación había sucedido una calma completa y el paisano se puso a reflexionar, mientras marchaba, que no debía hacerse matar antes de haberse vengado.
Al amanecer se detuvo en una pulpería, donde dio de comer a su gente y tres horas de descanso a su caballo, al cabo de las cuales se puso de nuevo en camino, a pesar de las invitaciones del pulpero que, habiéndole conocido, quería obsequiarlo a todo trance.
Moreira marchó todo aquel día en pequeñas jornadas al fin de las cuales hacía descansar a su caballo para que se repusiese del último galope, que había sido serio.
A la caída de la tarde se volvió a bajar en otra pulpería, donde dio de cenar al caballo y al Cacique, cenando él mismo y asentando cada bocado con un trago descomunal de ese brebaje espantoso que en las pulperías de campaña se permiten llamar pomposamente vino carlón.
En la pulpería encontró muchos paisanos que lo conocían, con quienes entabló alegre plática, concluyendo por mamarse.
Ya hemos dicho que, bajo la influencia del vino, Moreira era más alegre y más accesible a todo género de bromas, que devolvía con suma vivacidad.
Allí contó su vida y milagros en los toldos, y aseguró que no pensaba llamarse a silencio, hasta pelear a una partida de vigilantes de la misma policía de Buenos Aires, porque ya los policianos de campaña le daban asco y no servían siquiera para hacerle dar rabia.
Serían poco más o menos las dos de la madrugada, cuando Moreira pagó el gasto de todos, con plata de los indios, según dijo, y se alejó perezosamente hacia el 25 de Mayo, de cuyo pueblo estaría apenas a unas cuatro leguas de distancia.
Hacía una hora que había amanecido, cuando el paisano, después de una jornada de dos leguas, se detuvo en la última pulpería a dar de comer bien al caballo y al perro, proporcionándoles un buen descanso, porque la partida de aquel pueblo estaba con la sangre en el ojo y tal vez quisiera prenderlo.
Es sabido que el gaucho errante tiene un amor en cada pago, y cien amigos en cada palmo de tierra, que le avisan los movimientos de las partidas que andan en su persecución y le indican los sitios donde puede ocultarse con menos probabilidades de ser hallado.
Y Moreira, cuyas desgracias eran simpáticas a todos los paisanos, recibía en cada pulpería una crónica detallada de lo que había dicho el Juez de Paz y de lo que pensaba hacer la partida, según lo que en la trastienda había hablado el sargento Fulano o el soldado Mengano.
En aquella pulpería supo Moreira que la muerte del Pato picaso había puesto en movimiento a los policianos de la partida, porque se sabía, por la reclaración de los compañeros, que el que había hecho esa hazaña era Moreira, que había regresado de los toldos.
Moreira no hizo caso de las advertencias que le hacían para que se alejara de aquellos pagos; se puso a tocar la guitarra mandando echar una vuelta general de lo que gustasen, que él pagaba por todo lo que se bebiera aquel día.
La jarana se armó de lo fino.
Moreira se había apoderado de la guitarra y había empezado por echar unas hueyas, concluyendo por rasguear el malambo más quiebra, que cepillaron la mayor parte de los concurrentes, que estaban garuados los menos y completamente divertidos los más.
Durante el día iban cayendo a la pulpería infinidad de paisanos, que tomaban cartas en la jarana y se iban quedando donde encontraban los dos grandes elementos de una verdadera fiesta: guitarra y coperío a discreción.
Llegó la siesta tumbando a la mayor parte de los concurrentes, que se pusieron a dormir a pierna suelta; pero Moreira, que no había querido beber con exceso, seguía con la guitarra, y aquello amenazaba no concluir en tres días, pues ya se habían organizado carreras y juegos de taba para el día siguiente.
Moreira tenía dinero en abundancia y pagaba religiosamente al fin de cada vuelta, lo que tenía al pulpero completamente dominado y fuera de sí.
En vista de la buena paga, había pelado una cañita de durazno que los paisanos saboreaban con descomunales chasquidos de lengua, prodigando mil elogios al pulpero, por cuya salud brindaban de cuando en cuando, dedicándole algunas payadas y relaciones que se echaban.
Por fin, uno de los últimos paisanos que habían caído a eso de las tres de la tarde, trajo una novedad que descompuso el baile.
La partida de plaza había salido aquella mañana en busca de Moreira, con orden de recorrer todo el partido y matarlo dondequiera que lo hallaran, pudiendo alegar después que se había resistido a la autoridad, como siempre, a mano armada.
-Pues se irán como han venido -dijo Moreira, preludiando un gato-, y soy capaz de pelearlos a zurdazos y con el rebenque. La única lucha en que podría esmerarme es con vigilantes del pueblo, y éstos, que yo sepa, todavía no han salido a buscarme.
-Mire, amigo, que la partida viene esta vez mandada, según me dijo don Goyo, por un sargento de línea muy veterano, que dicen que es un mozo malo, capaz de traerlo a usted atado de pies y manos para que la autoridad lo fusile.
-No le haga caso, amigo -volvió a decir indolentemente Moreira-. No hay partida capaz de matarme, porque la suerte pelea conmigo. Eche una copa que yo pago, y, si quiere, vaya y dígale que aquí los espero, y verá lo que hago yo con todas esas maulas. ¡No sirven ni para la cachetada!
Un fuerte palmoteo acogió la determinación de Moreira y la algazara siguió en un crescendo infernal.
No estaba, sin embargo, lejos el momento en que aquella chacota se convirtiera en una tragedia, siendo Moreira actor principal en un nuevo combate.
Allí estaban su rancho y sus campos abandonados, sin notarse una señal de vida, un solo pastito que acusara la presencia de un ser humano.
Allí estaba también la casita de Vicenta Andrea, donde la había conocido, donde la había amado y donde había ligado a ella su existencia por una eternidad.
A su vista se agolpó todo su pasado feliz, sus días venturosos, su hijo, su mujer, la consideración general de que era objeto, y cayó en una profunda meditación.
De pronto alzó la fisonomía y miró en dirección al pueblo con una terrible expresión de exterminio que asomaba como un relámpago al terciopelo de sus ojos.
El presente, el fatal presente con su nube de sangre y de muerte, se ofreció entonces a su espíritu, haciéndole apreciar lo terrible de su posición.
En el rancho que había abandonado siendo feliz aún, lo esperaban la soledad y la vergüenza, el dolor y la humillación.
Su mujer, su Vicenta, era de otro hombre y su hijo llamaría tal vez padre al miserable a quien debía la afrenta cuyo recuerdo le hacía enrojecer de vergüenza.
Hay situaciones en la vida que no puede valorar el que no pasa por ellas, porque para poder apreciar la tormenta que ruge en el espíritu, sería necesario sentir escapar la razón de la cabeza y desgarrarse el corazón a impulsos del dolor más profundo, que no alcanza a disipar el tiempo, que es el olvido de todo.
Esos dolores, esas heridas, sólo las borra la muerte, única verdad de la vida.
La afrenta suprema, el olvido de la mujer querida en que se ha cifrado todo el porvenir, el hijo propio llamando padre al autor de la afrenta, que cae sobre nuestra cabeza avasallándolo todo, postrando la frente sobre el pecho a impulsos del rubor, todo esto no lo puede valorar el que no haya pasado por ello.
Y Moreira estaba allí mudo y sombrío, eligiendo mentalmente el sitio donde había de clavar su puñal, y balanceando la afrenta con el número de puñaladas que iba a dar.
La noche venía tendiendo su negro manto y el paisano no había cambiado de actitud: a dos leguas de su rancho y emboscado en el camino, parecía una fiera acechando su presa, un asesino eligiendo el lugar de la espalda ajena adonde debe dirigir la punta de su puñal.
Y allí estuvo sin hacer un movimiento, sin cambiar la expresión de su mirada, hasta que el silencio imponente del campo le indicó que era la hora fijada por él.
Moreira tomó la dirección de la casa de su compadre, al tranco de su caballo, teniendo siempre la precaución de ocultarse entre las sombras al menor ruido que oía.
Así llegó al rancho adonde lo guiaba la más ardiente sed de venganza, sin haber sido visto de persona alguna.
¡Cuán ajenos estarían sus habitantes de pensar que allí, a dos pasos del sitio donde dormían, estaba acechándolos la muerte inevitable si Moreira llegaba a penetrar sin ser sentido!
El compadre no estaba desprevenido.
Alarmado con la visita del amigo Julián, temía que Moreira se le apareciese la noche menos pensada, y desde entonces dormía acompañado de dos mastines y con su mejor caballo atado a una ventana que distaría dos varas de su cama.
Los mastines tenían por objeto entretener a Moreira si llegaba a venir, mientras él montaba a caballo y se ponía en salvo antes que el paisano pudiera acometerlo.
Moreira, preocupado, dominado por completo con el pensamiento de su venganza, no rodeó el rancho antes de acercarse a la puerta.
Creía además que caía en un momento en que no se le esperaba, y no podía suponer las medidas sagaces que había adoptado su desconfiado compadre.
Llegó al rancho y echó pie a tierra al lado del palenque, tratando de hacer el menor ruido que le fuese posible, secó con la manta de vicuña el sudor que corría abundantemente por su frente y se acercó a la puerta del rancho, donde puso el oído tratando de escuchar lo que adentro pasaba.
Por leves que fueran los movimientos que hizo Moreira, los mastines lo sintieron y dejaron oír un gruñido amenazador que despertó al compadre.
Aquel hombre saltó prontamente de la cama y se puso a vestirse a gran prisa, adivinando en el miedo invencible que le dominaba, la causa que había motivado el gruñido de los perros, que dormían del lado de adentro del aposento, y que se habían puesto de pie, abalanzándose a la puerta.
Andrea despertó también sobresaltada por el gruñido de los perros, pero su amante le puso suavemente la mano sobre la boca, recomendándole silencio, y se dirigió a la ventana en actitud de saltar al otro lado, en cuanto, como lo temía, se abriese la puerta, deshecha de un puntapié o trabucazo.
Moreira se había detenido colérico al oír el primer gruñido de los perros, había sacado su trabuco con ánimo de hacer volar la puerta y los perros, pero dos consideraciones le habían detenido: el temor de que el estampido del arma fuese a atraer gente, desbaratando su venganza, y el miedo de que alguno de los proyectiles fuese a herir a su hijo que sin duda dormía en aquel cuarto que su venganza iba a convertir en un teatro de muerte.
Y al guardar su trabuco en la cintura, se pudo ver temblar la mano de aquel hombre imponderable, cuyo valor sereno le hacía afrontar sin la menor muestra de vacilación los peligros más inminentes, donde tenía una probabilidad de salir ileso contra quince o veinte de quedar en el sitio.
Moreira guardó así su trabuco en la cintura y vaciló turbado sobre la resolución, que debía ser rápida, pues los perros habían dado la voz de alarma.
Aquellos animales, olfateando las rendijas de la puerta, se habían puesto a ladrar de una manera desesperada y Moreira se decidió por fin a dar el golpe.
Enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga, que blandió con un ademán feroz, y se echó un poco hacia atrás, tomando distancia.
Un segundo después la puerta saltaba de su encaje débil a impulsos de un vigoroso puntapié, aplicado con una fuerza verdaderamente hercúlea.
Moreira quiso saltar dentro de la pieza, pero los dos mastines se le fueron encima, obligándole a defenderse inmediatamente; entonces el compadre pasó al otro lado de la ventana y desató su caballo, sobre el que saltó prontamente, lanzándolo en una carrera vertiginosa.
Moreira oyó la carrera del caballo y recién entonces sospechó el plan de su compadre; quiso disparar hacia su overo, seguro de darle alcance, pero aquellos mastines lo atacaron de tal manera, que si dejaba de defenderse un minuto, un segundo, iba a ser despedazado por aquellas fieras.
Moreira tiró una puñalada tremenda y dio con el pecho de los perros, prorrumpiendo en seguida en una maldición rugiente.
-¡Se me va, se me va mi venganza! -gritó de una manera desesperante, y hundió con el taco de la bota el cráneo del perro herido, que había quedado exánime.
A la voz de Moreira respondió en el rancho un alarido desgarrador, semejante al que dejan escapar los labios cuando el cráneo estalla a impulsos de la razón que huye, alarido que heló la sangre en las venas de Moreira, proporcionando al mastín la ocasión de dar un mordiscón.
La voz de Moreira había sido reconocida por Vicenta que, sabiendo que su marido había muerto, creía que aquélla era su ánima que andaba penando, según aquella gente humilde e ignorante, esclava de mil preocupaciones y agüerías que creen a puño cerrado.
-¡Animas benditas! -exclamó aquella infeliz, dominada por el más profundo terror-. Es el ánima de mi Juan que anda penando -y se estrechó contra su hijo, como para protegerlo de aquella visión aterrante que había aparecido en su cuarto, poniéndose a rezar precipitadamente.
Moreira se conmovió profundamente al sonido de aquella voz querida que hacía tanto tiempo no acariciaba su oído; presentó al perro que lo acometía su brazo protegido por el poncho, y cuando éste mordió, el paisano le sepultó la daga al lado de la paleta, dejándolo muerto instantáneamente.
En seguida soltó la daga, oprimió entre las manos la varonil cabeza y se puso a llorar amargamente, con esa desesperación del hombre de temple de acero que se encuentra avasallado y se entrega por completo a la desesperación del dolor más íntimo.
Al sentir aquel llanto amargo y profundo, Vicenta se tiró de la cama al suelo, sacó una caja de fósforos de abajo de la almohada y encendió uno.
Cuando vio que lo que ella había creído una ánima en pena, era el mismo Moreira, su mismo Juan a quien tanto había llorado preguntando por su tumba.
Cuando vio a su Juan llorar de aquella manera y comprendió todo el infierno que debía arder en aquel espíritu que sin querer había ofendido de una manera tan cruel, una inmensa agonía pasó por su semblante juvenil, sus pupilas se dilataron enormemente y la palabra se heló en sus labios, que temblaban y se movían como si tuvieran una conversación agitadísima.
Era tal el estado de aquella infeliz, que el fósforo que había encendido se apagó entre sus dedos sin que la quemadura fuera bastante para hacerla volver de su asombro. Sus labios habían cesado de moverse y estaba allí estática, con la vista clavada en Moreira, con la expresión del idiotismo que caracteriza el semblante de un microcéfalo.
Cuando Moreira descubrió el rostro y levantó la cabeza, la habitación estaba sumida en la más densa oscuridad.
Fue él entonces quien sacó a su turno un fósforo, y encendió un cabo de vela que, metido en una botella, se veía sobre la mesa.
Andrea no había vuelto de su atonismo y miraba a Moreira sin darse cuenta de lo que éste hacía; parecía estar bajo un ataque de demencia.
Moreira la contempló un segundo y volvió sus ojos enrojecidos por el llanto hacia la cama donde el pequeño Juancito lloraba silenciosamente, dominado por el terror que le causaron los gritos de los perros, la maldición de Moreira y el alarido que lanzó Vicenta al reconocer la voz de su marido.
Aquel hombre se lanzó a la cama, tomó al hijo en sus brazos y aplicó a su pequeña boca sus labios abrasadores, como si quisiera absorberle toda la sangre.
En seguida se lo arrancó de los labios, lo contempló a la pálida luz de la vela con una ternura casi maternal y volvió a cubrirlo de besos como si quisiera pagarse, con aquel placer supremo, todas las desventuras de que había sido víctima mientras vagaba en los campos ocultándose de las miradas de los demás.
El pequeño Juancito había reconocido a su padre, le había tomado las manos con las suyas y devolvía una por una cada caricia, cada beso, preguntándole en su media lengua encantadora por qué no había venido en tanto tiempo para hacerlo pasear en su petisito.
Vicenta contemplaba aquella escena sin darse cuenta de ella; allí seguía muda, con la pupila dilatada y la boca entreabierta, por donde partía la respiración fatigosa.
Cuando el primer instante de arrobamiento hubo pasado, Moreira colocó al pequeño Juan sobre la cama, y fijó la intensa mirada en Vicenta sin un átomo de rencor, sin que la idea de herir cruzara su mente.
Sentía lástima, verdadera conmiseración por aquel ser desventurado que no tenía la menor culpa de todo el drama que pasara por su espíritu, ni de todo el mal que le habían hecho los hombres, recibiendo los peores golpes de sus mejores amigos.
-Vicenta -dijo solamente el gaucho-, ven, acércate, que yo no he venido a hacerte mal, porque yo te perdono todo el que me has hecho a mí.
Al oír aquella voz, la fisonomía de Vicenta fue tomando expresión, sus ojos brillaron de un modo particular, fijándose en Moreira primero y en su hijo después.
Su corazón empezó a regularizar sus latidos, sus ojos se humedecieron, y todo aquel mundo de dolor que le había privado de sentido durante diez minutos, se tradujo en un llanto copioso, como la válvula de escape a su tremenda desesperación.
-¡Cómo!, ¿sos vos?; ¿conque no has muerto?; ¿conque me han engañado? -dijo, y se cubrió la cara con las manos, para ocultar su rubor.
Moreira sintió que la vergüenza quemaba sus mejillas, su situación desesperante volvió a ocupar su pensamiento y se lanzó al perro, de cuyo costado arrancó la daga que había dejado allí para contemplar a su mujer cuando le habló por vez primera.
-Mátame ligero, mátame, mi Juan -dijo, creyendo que Moreira, al armar su brazo, lo hacía para quitarle la vida en desquite de su acción.
-No lo permita mi Dios -repuso el paisano guardando el arma en su cintura-; vos no tenés la culpa y nuestro hijo te necesita, porque yo no lo puedo llevar conmigo. ¿Quién cuidaría de él si yo manchase mi mano matándote? Adiós -concluyó-, ya no nos volveremos a ver más, porque ahora sí que voy a hacerme matar de veras, puesto que la tierra no guarda para mí más que amargas penas. Adiós y cuida de Juancito.
Moreira se acercó nuevamente a la cama, selló la frente de su hijo con un beso sonoro y prolongado, y llevando la mano a la cara, trató de alejarse.
-¡No te vayas, mátame antes -dijo Vicenta, prendiéndose a su chiripá-; mátame como a un perro, porque yo te he ofendido en tu honra.
-Jamás -dijo el paisano-. ¿Quién cuidará a ése? -añadió, señalando al chiquilín, que tendía los brazos-. Basta, que me voy, adiós.
-No quiero -contestó Vicenta, prendiéndose más fuertemente del chiripá del paisano-. ¡Llámalo, Juancito, no lo dejes ir!
Moreira comprendió que si aquella escena se prolongaba iba a ser vencido, y con un esfuerzo poderoso se deshizo de Vicenta, tiró a su hijo un beso con la punta de los dedos y salió del rancho con increíble rapidez.
Un instante después montaba sobre su infatigable caballo y se perdía de vista a todo galope, no siendo bastante a detenerlo los lamentos de su mujer y el llanto de su hijo, que llevaba a su oído el fresco viento de la noche. Moreira corría como un loco, llevando en su corazón un infierno y un volcán en su cabeza, y apuraba la marcha de su caballo, que corría en dirección al juzgado de paz.
Allí detuvo el vértigo de su carrera, subió con el corcel a la vereda y llamó frenéticamente a la puerta, que golpeó enfurecido con el cabo del rebenque.
-¿Quién canejo golpea como si esto fuera fonda de vascos? -preguntó de adentro el soldado de guardia, a quien los golpes habían sacado del más delicioso sueño.
-Juan Moreira, que quiere morir en buena ley -respondió el paisano-; que salga la partida de una vez y aproveche la bolada.
-Más Juan Moreira es el peludo que tenés -replicó el soldado, que creía habérselas con un borracho-. Lárguese de aquí, so zonzo, antes que le rompa el alma.
-¡Que salga la partida! -gritó de nuevo Moreira, golpeando fuertemente la puerta con el rebenque-. Que salga de una vez, o le prendo fuego al juzgado.
El sargento y dos soldados más que dormían en el interior habían acudido a los golpes y consultaban entre sí el partido que debían tomar, porque indudablemente el que golpeaba así la puerta, no podía ser otro que Moreira, único capaz de semejante rasgo de audacia.
Los soldados resolvieron no abrir la puerta, visto el enemigo que estaba del otro lado, siendo el sargento el que tomó la palabra para decir a Moreira:
-Amigo, vuelva mañana, porque el juez está en su casa y nos ha dejado orden de no abrir la puerta a nadie.
-¡Vaya a la maula, so flojo de porra! -gritó Moreira dominado por la ira-. ¡En la primera ocasión les he de sacar los ojos a azotes!
Y volviendo el caballo salió al galopito corto, llenando de injurias e insolencias a las personas que, asustadas, se asomaban a las ventanas atraídas por el ruido descomunal.
Ansioso de buscar camorra para engañar o concluir con la desesperación que lo dominaba, Moreira golpeó en todas las pulperías que halló al paso, nombrándose para hacerse abrir, pero todas las puertas permanecieron cerradas sin que siquiera una voz se atreviera a responder a su llamado.
Moreira, desesperado y maldiciendo de su vida, tomó al galope largo el mismo camino que había traído, en dirección al 25 de Mayo, donde era menos conocido.
A la irritación había sucedido una calma completa y el paisano se puso a reflexionar, mientras marchaba, que no debía hacerse matar antes de haberse vengado.
Al amanecer se detuvo en una pulpería, donde dio de comer a su gente y tres horas de descanso a su caballo, al cabo de las cuales se puso de nuevo en camino, a pesar de las invitaciones del pulpero que, habiéndole conocido, quería obsequiarlo a todo trance.
Moreira marchó todo aquel día en pequeñas jornadas al fin de las cuales hacía descansar a su caballo para que se repusiese del último galope, que había sido serio.
A la caída de la tarde se volvió a bajar en otra pulpería, donde dio de cenar al caballo y al Cacique, cenando él mismo y asentando cada bocado con un trago descomunal de ese brebaje espantoso que en las pulperías de campaña se permiten llamar pomposamente vino carlón.
En la pulpería encontró muchos paisanos que lo conocían, con quienes entabló alegre plática, concluyendo por mamarse.
Ya hemos dicho que, bajo la influencia del vino, Moreira era más alegre y más accesible a todo género de bromas, que devolvía con suma vivacidad.
Allí contó su vida y milagros en los toldos, y aseguró que no pensaba llamarse a silencio, hasta pelear a una partida de vigilantes de la misma policía de Buenos Aires, porque ya los policianos de campaña le daban asco y no servían siquiera para hacerle dar rabia.
Serían poco más o menos las dos de la madrugada, cuando Moreira pagó el gasto de todos, con plata de los indios, según dijo, y se alejó perezosamente hacia el 25 de Mayo, de cuyo pueblo estaría apenas a unas cuatro leguas de distancia.
Hacía una hora que había amanecido, cuando el paisano, después de una jornada de dos leguas, se detuvo en la última pulpería a dar de comer bien al caballo y al perro, proporcionándoles un buen descanso, porque la partida de aquel pueblo estaba con la sangre en el ojo y tal vez quisiera prenderlo.
Es sabido que el gaucho errante tiene un amor en cada pago, y cien amigos en cada palmo de tierra, que le avisan los movimientos de las partidas que andan en su persecución y le indican los sitios donde puede ocultarse con menos probabilidades de ser hallado.
Y Moreira, cuyas desgracias eran simpáticas a todos los paisanos, recibía en cada pulpería una crónica detallada de lo que había dicho el Juez de Paz y de lo que pensaba hacer la partida, según lo que en la trastienda había hablado el sargento Fulano o el soldado Mengano.
En aquella pulpería supo Moreira que la muerte del Pato picaso había puesto en movimiento a los policianos de la partida, porque se sabía, por la reclaración de los compañeros, que el que había hecho esa hazaña era Moreira, que había regresado de los toldos.
Moreira no hizo caso de las advertencias que le hacían para que se alejara de aquellos pagos; se puso a tocar la guitarra mandando echar una vuelta general de lo que gustasen, que él pagaba por todo lo que se bebiera aquel día.
La jarana se armó de lo fino.
Moreira se había apoderado de la guitarra y había empezado por echar unas hueyas, concluyendo por rasguear el malambo más quiebra, que cepillaron la mayor parte de los concurrentes, que estaban garuados los menos y completamente divertidos los más.
Durante el día iban cayendo a la pulpería infinidad de paisanos, que tomaban cartas en la jarana y se iban quedando donde encontraban los dos grandes elementos de una verdadera fiesta: guitarra y coperío a discreción.
Llegó la siesta tumbando a la mayor parte de los concurrentes, que se pusieron a dormir a pierna suelta; pero Moreira, que no había querido beber con exceso, seguía con la guitarra, y aquello amenazaba no concluir en tres días, pues ya se habían organizado carreras y juegos de taba para el día siguiente.
Moreira tenía dinero en abundancia y pagaba religiosamente al fin de cada vuelta, lo que tenía al pulpero completamente dominado y fuera de sí.
En vista de la buena paga, había pelado una cañita de durazno que los paisanos saboreaban con descomunales chasquidos de lengua, prodigando mil elogios al pulpero, por cuya salud brindaban de cuando en cuando, dedicándole algunas payadas y relaciones que se echaban.
Por fin, uno de los últimos paisanos que habían caído a eso de las tres de la tarde, trajo una novedad que descompuso el baile.
La partida de plaza había salido aquella mañana en busca de Moreira, con orden de recorrer todo el partido y matarlo dondequiera que lo hallaran, pudiendo alegar después que se había resistido a la autoridad, como siempre, a mano armada.
-Pues se irán como han venido -dijo Moreira, preludiando un gato-, y soy capaz de pelearlos a zurdazos y con el rebenque. La única lucha en que podría esmerarme es con vigilantes del pueblo, y éstos, que yo sepa, todavía no han salido a buscarme.
-Mire, amigo, que la partida viene esta vez mandada, según me dijo don Goyo, por un sargento de línea muy veterano, que dicen que es un mozo malo, capaz de traerlo a usted atado de pies y manos para que la autoridad lo fusile.
-No le haga caso, amigo -volvió a decir indolentemente Moreira-. No hay partida capaz de matarme, porque la suerte pelea conmigo. Eche una copa que yo pago, y, si quiere, vaya y dígale que aquí los espero, y verá lo que hago yo con todas esas maulas. ¡No sirven ni para la cachetada!
Un fuerte palmoteo acogió la determinación de Moreira y la algazara siguió en un crescendo infernal.
No estaba, sin embargo, lejos el momento en que aquella chacota se convirtiera en una tragedia, siendo Moreira actor principal en un nuevo combate.
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